sábado, 21 de mayo de 2016

La trilogía Dupin


El proyector de sombras



(Emecé, Buenos Aires, 1943)
En la página 340 del póstumo y ladrillesco Borges. Una biografía literaria (FCE, México, 1987), el uruguayo Emir Rodríguez Monegal (fallecido el 14 de noviembre de 1985 a los 64 años) al bosquejar el contenido del legendario Los mejores cuentos policiales que Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) pergeñaron ex profeso para Emecé Editores (entonces una pequeña empresa que lo publicó, en 1943, en Buenos Aires), apunta que “algunos de los 16 cuentos de esa antología corresponden a nombres obvios como Edgar Allan Poe (‘La carta robada’), Robert Louis Stevenson (un fragmento de El mayorazgo de Ballantrae), Arthur Conan Doyle (‘La Liga de los Cabezas Rojas’), Gilberto Keith Chesterton (‘El honor de Israel Gow’), Ellery Queen (‘Filatelia’) y Georges Simenon (‘La noche de los siete minutos’)”. Este fragmento basta, junto con los demás datos, para que el lector del siglo XXI se percate —con asombro o desconcierto— que tal nómina difiere de la nómina que figura en la antología Los mejores cuentos policiales 1, sucesivamente coeditada por la argentina Emecé Editores y la española Alianza Editorial con el número 368 de la serie El libro de bolsillo. El ejemplar del reseñista es la sexta edición y data de 1985; y en la página legal el copyright de Emecé está datado en “Buenos Aires, 1962” y el de Alianza en “Madrid, 1972, 1976, 1979, 1981, 1982, 1985”.
(Alianza/Emecé, Madrid, 1985)
       Tal libro carece de prefacio y según Monegal la antología de 1943 tampoco tuvo alguno y anota: “aunque el libro no lleva prólogo, hay en la solapa algunas afirmaciones lapidarias: ‘Inventado en 1841 por el insigne poeta Edgar Allan Poe, el relato policial es el más reciente de los géneros literarios. Cabe, también, aseverar que es el género literario de nuestro tiempo.” Es decir, para los lectores de ahora, enterados de las muchas alusiones y críticas de Borges a Poe como inventor del género policíaco (en prólogos, entrevistas, conferencias, clases, misceláneas narrativas y textos a cuatro manos), no deja de extrañar la omisión de éste en Los mejores cuentos policiales 1, más aún si se considera que entre los 14 relatos seleccionados por los dedos flamígeros del dúo dinámico hay un cuento del flamante H. Bustos Domecq, pseudónimo de Georgie y Adolfito: “Las doce figuras del mundo”, transcrito del libro de ambos: Seis problemas para don Isidro Parodi (Sur, Buenos Aires, 1942), cuyo raciocinador y desfacedor de entuertos es un claro tributo y descendiente del arquetipo creado por Poe.

No obstante, pese a la ausencia de Edgar Allan Poe en Los mejores cuentos policiales 1, un lector podría decir lo mismo que Emir Rodríguez Monegal dijo sobre el libro de 1943: “la antología es menos el resultado de la erudición que el resultado del amor. Revela el grado en que Borges y Bioy Casares valoraban al cuento policíaco, el vasto conocimiento que tenían de quienes lo practicaban, y también la independencia de sus evaluaciones.”
Segunda serie
(Emecé, Buenos Aires, 1952)
        El intríngulis de tal aparente relegación radica en el hecho, muchas veces omitido u olvidado, de que en 1952, en Buenos Aires, Emecé Editores publicó una Segunda serie de Los mejores cuentos policiales, que tampoco tuvo prefacio, y cuya selección de 14 cuentos es la que ahora se conoce como Los mejores cuentos policiales 1. Y quizá para curarse en salud ante el aparente olvido o exclusión de Poe, Borges y Bioy reelaboraron la antología de 1943 (algunos relatos permanecieron y otros no) y es la selección de 15 narraciones que ahora se conoce como Los mejores cuentos policiales (2), libro coeditado en 1983, en Madrid, por Emecé Editores y Alianza Editorial con el número 950 de la serie El libro de bolsillo, el cual incluye el relato de Poe citado al inicio de la nota: “La carta robada”, que Borges también prologó y antologó en dos series dirigidas por él: La biblioteca de Babel y Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges; pero además comprende un “Prólogo” firmado por los antólogos en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, donde claramente reivindican la presencia y el aporte del norteamericano y por ende, para los azarosos y desocupados lectores de la aldea global, se pueden transcribir dos fragmentos donde esto ocurre: el primero es el pasaje inicial y el segundo se lee más o menos a la mitad del texto:

(Alianza/Emecé, Madrid, 1983)
         “A partir de 1841, fecha de la publicación de The Murders in the Rue Morgue, primer ejemplo y de algún modo arquetipo del género policial, éste se ha enriquecido y ramificado considerablemente. Edgar Allan Poe tenía el hábito de escribir relatos fantásticos; lo más probable es que al emprender la redacción del texto precitado sólo se proponía agregar, a una ya larga serie de sueños, un sueño más. No podía prever que inauguraba un género nuevo; no podía prever la vasta sombra que esa historia proyectaría. Esa historia para su autor no habrá sido muy distinta de The Fall of the House of Usher y de Berenice. Tal vez corrobora este acierto la circunstancia de que el crimen y su investigador hayan sido situados en París, lejana ciudad fuera del control de la mayoría de sus lectores [...]

“En The Murders in the Rue Morgue, en The Purloined Letter y en The Mystery of Marie Rogêt, Edgar Allan Poe crea la convención de un hombre pensativo y sedentario que, por medio de razonamientos, resuelve crímenes enigmáticos, y de un amigo menos inteligente, que refiere la historia. Esos dos personajes, meras abstracciones en los textos de Poe, se convertirán con el tiempo en Sherlock Holmes y en Watson, que todos conocemos y queremos. Algunos autores —baste recordar a A.E.W. Mason y a Agatha Christie— proponen un detective extranjero y un narrador inglés, que es más bien estólido.”
Borges palpa el rostro de Edgar Allan Poe
(Baltimore, 1983)
       
(Seix Barral, Barcelona, 2006)
   Viene a colación esto porque tales cuentos de Edgar Allan Poe (en los que descuella el pensamiento analítico y las estratagemas detectivescas del marisabidillo y “genio de la raciocinación” chevalier C. Auguste Dupin) fueron reunidos en el libro: La trilogía Dupin (Seix Barral, Barcelona, 2006), con un prólogo de Matthew Pearl (Nueva York, octubre 2 de 1975), virtuoso narrador egresado de literatura en Harvard y de derecho en Yale, y autor de un par de best selleres que saltaron las fronteras de más de 30 idiomas y 40 países —a los que se sumó El último Dickens (Alfaguara, México, 2009)—, obras en las que redime la novela negra y el thriller con cierto sustrato de pesquisa documental, histórica y literaria: El club Dante (Seix Barral, México, 2004) y La sombra de Poe (Seix Barral, México, 2006), donde escudriña y especula sobre los entresijos de la temprana y oscura muerte de Poe en Baltimore, sucedida, a sus 40 años, el 7 de octubre de 1849 en el hospital universitario Washington, tras haber sido hallado, cuatro días antes, en graves circunstancias en la taberna y hotel Ryan’s. Pero también, Matthew Pearl imagina la existencia de Quentin Hobson Clark, un joven abogado de Baltimore (fervoroso lector, admirador y contemporáneo de Poe), quien en 1851 se empeña en localizar en París al personaje de carne y hueso que puede desentrañar los misterios de tal fallecimiento y que no es otro que el individuo en que supuestamente se basó Poe para crear a su detectivesco raciocinador; pero en tal búsqueda se tropieza con dos candidatos que compiten entre sí para resolver el caso y, al parecer, por demostrar quién es el verdadero y único modelo inspirador: Auguste Duponte y el barón Claude Dupin.

Curiosamente, el título de la obra de Matthew Pearl: La sombra de Poe y la novela en sí evocan o remiten a unas líneas que se leen en “El cuento policial”, una de las conferencias de Borges oral (Emecé/Universidad de Belgrano, Buenos Aires, 1979): “Poe es un proyector de sombras múltiples. ¿Cuántas cosas surgen de Poe?”
Borges descansa en el mausoleo de Edgar Allan Poe
erigido en su homónima casa-museo (Baltimore, 1983).


“Nosotros, lectores contemporáneos de cuentos policiales,
somos criaturas de Poe
”, Borges dixit.
      
(Alianza, Madrid, 1984)
       La traducción al español de La trilogía Dupin: “Los crímenes de la calle Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt (continuación de ‘Los crímenes de la calle Morgue’)” y “La carta robada” (cuyas primeras ediciones en inglés datan, respectivamente, de 1841, 1842 y 1844), también es legendaria e histórica porque la hizo (con notas y un prólogo sobre la “Vida de Edgar Allan Poe”) nada menos que el Gran Cronopio: el argentino Julio Cortázar (1914-1984). 

Es decir, tales traducciones provienen del tomo uno de los Cuentos de Edgar Allan Poe, número 277 de la serie El libro de bolsillo de Alianza Editorial, impreso en Madrid, en 1970 (la undécima edición data de 1984), donde se dice que para tal editora fue “revisada y corregida por el traductor”, pues en 1956 había sido impresa “por Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, en colaboración con la Revista de Occidente, con el título Obras en Prosa 1. Cuentos de Edgar Allan Poe”.
El tomo dos de los Cuentos de Poe, traducido también por Cortázar, apareció por igual en 1970 con el número 278 de El libro de bolsillo. Y ambos libros, con las notas y el prefacio del traductor, fueron publicados por Aguilar en un solo volumen impreso en Madrid, en 2004, junto con la casi novela de Poe: Narración de Arthur Gordon Pym, traducida y anotada por el argentino, la cual también fue editada en 1956 por la Universidad de Puerto Rico y en 1968, en La Habana, a través del Instituto de Libro, con el título: Aventuras de Arthur Gordon Pym.
       
Julio Cortázar
       Dicho librote tipo Biblia (de pastas duras, con un coqueto listón de separador y tercermundistas hojas que se desprenden durante la lectura) pudo adquirirse en Xalapa, el mes de mayo de 2006, en ciertos estanquillos de periódicos y revistas.

Vale destacar que Vicente Villacampa, el traductor al castellano del prólogo a La trilogía Dupin y de La sombra de Poe, dice en una nota que la traducción al español de “todas las citas de cuentos de Poe” hechas por Matthew Pearl en su novela, las transcribió de los susodichos tomos traducidos por Julio Cortázar.




Edgar Allan Poe
(Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849)

Edgar Allan Poe, La trilogía Dupin. Prólogo de Matthew Pearl traducido del inglés al castellano por Vicente Villacampa. Cuentos de Edgar Allan Poe traducidos del inglés al español por Julio Cortázar. Seix Barral. Barcelona, 2006. 160 pp.


El enigma de París



El caso del recurso del método

Pablo de Santis
El enigma de París, novela del argentino Pablo de Santis (Buenos Aires, febrero 27 de 1963), “obtuvo el I Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América de Narrativa 2007”, cuyo jurado, reunido “en Bogotá el 21 de abril de 2007”, dio la noticia “dos días después en la misma ciudad”.
Sigmundo Salvatrio, el protagonista de El enigma de París, es quien evoca y narra los sucesos centrales con una perspectiva de alrededor de 37 años después; es decir, ya “transcurrido un cuarto del siglo” XX y cuando ya es un detective privado, con experiencia y reputación, que oficia en Buenos Aires. Sus reminiscencias y anécdotas oscilan, principalmente, entre dos fechas; una: el “15 de marzo de 1888”, cuando, “a las diez de la mañana,” llega, junto con otros 20 jóvenes, a “la puerta del edificio de la calle De la Merced”, donde vive Renato Craig, “el famoso detective, el único de la ciudad”, quien con ellos funda su academia particular donde, proyecta, recibirán los conocimientos y las técnicas que les permitan ser “ayudantes de cualquier detective”. La otra: el 5 de mayo de 1889, cuando en París se inaugura la Exposición Universal y con ella la Torre Eiffel, y Sigmundo Salvatrio aún se halla en medio de una serie de intrigas donde descuellan varios asesinatos y la investigación y deducción detectivesca.
Se trata, como se entreve, de una novela policial. Sin embargo, pese a los crímenes y sus consecuentes indagaciones detectivescas y policíacas, no es una obra realista (no es novela negra ni un thriller), sino ante todo y sobre todo es una obra literaria, lúdica y fantástica. Y en este sentido, en primera instancia, le rinde tributo al norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), el iniciador, en el orbe occidental, de la narración policíaca con tres canónicos cuentos (canónicamente traducidos al español por Julio Cortázar): “Los crímenes de la calle Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt (continuación de ‘Los crímenes de la calle Morgue’)” y “La carta robada”, cuyas primeras ediciones en inglés datan, anota Cortázar, de 1841, 1842 y 1845. 
Edgar Allan Poe
(Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849)
      Y esto es así por tres principales rasgos. Uno: chevalier C. Auguste Dupin, el genio de la raciocinación creado por Poe en tales relatos, vive y actúa en el París del siglo XIX; y como lo implica el título de la novela de Pablo De Santis, es en la decimonónica capital francesa donde ocurren y se investigan buena parte de los crímenes de la obra.
Dos: Poe, en los mismos relatos, creó los prototipos del detective y su ayudante. El primero es el analista que, con sus inteligentes reflexiones y agudas observaciones, resuelve el enigma de los crímenes; y el segundo, su amigo, menos listo, es quien lo acompaña, lo escucha y le hace comentarios y preguntas que dan pie al lucimiento de su virtud para el escrutinio, el análisis y la inferencia, y a su iniciativa para atar pistas y cabos sueltos que den con la resolución del caso. Pero también lo ayuda y es quien ha escrito los sucedidos. Siendo así los parámetros fundacionales, en el orbe de la novela de Pablo De Santis existe una red internacional llamada Los Doce Detectives, de la cual, al inicio de la obra, el argentino Renato Craig es un destacado miembro,  no sólo por ser uno de los fundadores. Tal club tiene un estricto código. Según éste, cada detective debe contar con un ayudante (que no puede ser mujer), quien además de auxiliarlo en la investigación y en otros pormenores, es el que le formula preguntas idiotas o tontos comentarios (para que hable y luzca su inteligencia) y quien toma nota, escribe y publica los extraordinarios y folletinescos casos (desde sus singulares títulos) que los han hecho célebres en todos los rincones del planeta.
(Cabe señalar que en las reuniones del club los ayudantes no tienen voz. No deben probar una gota de alcohol; los detectives sí pueden. Y entre los ayudantes corre el rumor de que está prohibido que ellos asciendan a detectives. Sin embargo, existen cuatro escamoteadas cláusulas que formulan la posibilidad de que esto sí ocurra. La cuarta, destruida misteriosamente en cierto momento por el “recto” detective japonés, estipula que un ayudante puede convertirse en detective, y miembro de Los Doce, si su jefe detective resulta ser un asesino).
Tres: Poe, en “Los crímenes de la calle Morgue”, creó el arquetipo del crimen de cuarto cerrado. Y en la mentalidad y en la fraseología folletinesca de Los Doce Detectives y sus ayudantes, se considera al crimen de cuarto cerrado como “el non plus ultra de la investigación criminal”. Y más aún, puntualiza, categórico, el maestro Renato Craig en un pasaje didáctico: “Un asesinato siempre es un caso de ‘cuarto cerrado’. Ese cuarto cerrado es la mente del criminal.”
(Planeta, México, 2007)
     En la tercera de forros de El enigma de París, se dice que Pablo De Santis ha sido “guionista de historietas” y que “ha publicado más de diez libros para adolescentes, por los que ganó en 2004 el Premio Konex de Platino”. Curiosamente, en su novela esto se refleja en matices fantásticos y caricaturescos y en vertientes folletinescas, como son, por ejemplo, muchas de sus múltiples bromas. Sigmundo Salvatrio –otro ejemplo trascendente en el decurso narrativo–, desde niño y muchachito (cuando laboraba de aprendiz en el taller de su padre, que es zapatero) lee y admira las aventuras de Los Doce Detectives (y sus ayudantes) a través de La Clave del Crimen, “un folletín quincenal que se vendía a 25 centavos”. Allí tuvo noticia de sus célebres casos y observó sus rasgos físicos a través de las ilustraciones. Parece consecuente, entonces, que ya en París sea folletinesca la descripción del perfil físico que caracteriza la personalidad de los legendarios detectives y sus ayudantes y la de otros personajes. Inextricable a esto, mucho tienen de folletín los casos que narran los detectives y ciertos ayudantes y otros protagonistas, porque la obra de Pablo de Santis también es una novela repleta de cuentos que los personajes relatan a la menor provocación o sin ella. 
Y en esto último, no obstante, reside uno de sus fallos estructurales. Si bien se justifican y son amenos los cuentos que narran los personajes, resulta inverosímil que siempre suelten “la sopa” sobre su pasado e identidad a la menor pregunta o sin ella. Es decir, como Pablo De Santis no usó el consabido recurso del narrador omnisciente y ubicuo que le revela al lector datos e intríngulis de los protagonistas (que estos ignoraran o pueden ignorar entre sí), casi todos con los que se encuentra Sigmundo durante sus indagaciones en París le sueltan la lengua nomás se les pone enfrente, incluso sin que él pregunte nada. Todos están dispuestos a revelar cuestiones íntimas: quiénes son, qué han hecho, qué es lo que hacen y no hacen, y cómo se las gastan.
Ahora que uno de los meollos de la trama de El enigma de París radica en el cisma moral y ontológico que trastoca la investigación detectivesca y los cimientos éticos de Los Doce Detectives.
La academia fundada por Renato Craig en Buenos Aires al parecer tenía como objetivo encontrar a su ayudante, pues en contra de las normas del club, él es el único que ha operado solo. Durante el adiestramiento de los alumnos, Craig tiene noticia de que Kalidán, un mago dizque hindú, es un asesino que mata para beberse la sangre de sus víctimas, pero no ha sido detenido porque no se le han comprobado sus crímenes. Para que pongan en práctica lo aprendido en la academia, Craig les ordena a los siete discípulos que restan que, cada uno con su propia estrategia, investiguen a Kalidán y hallen las pruebas irrefutables. Gabriel Alarcón, el aspirante más astuto, logra infiltrarse con Kalidán camuflado de asistente en sus números teatrales (en uno el mago emplea “el baúl con la mano cortada de Edgar Poe, que sobre la escena escribía, incansable, el estribillo de ‘El cuervo’”). El joven, hijo de una rica familia fabricante de barcos, desparece y no tarda en suponerse su asesinato y con ello se derrumba la reputación de Renato Craig, pues no resuelve el crimen. Los alumnos se desmoralizan y abandonan la academia. Sólo Sigmundo Salvatrio permanece ordenando el archivo de su maestro.
Craig, para resolver su último caso, pues se retirará, nombra como su ayudante a Sigmundo, quien en los tugurios de los muelles rastrea el paradero de Kalidán. Cinco días después de hallarlo disfrazado de tahúr francés, Craig convoca a una rueda de prensa y pregona dónde está enterrado el cuerpo del joven Alarcón; revela que Kalidán es el asesino y muestra una caja donde éste coleccionaba objetos de sus víctimas.  
Para entender “el método” de su maestro, Sigmundo le pide una explicación. Y Renato Craig, cínico, le anuncia que le dará “una lección sobre el método que ninguno de Los Doce Detectives podrá igualar”. Lo conduce hasta un apartado y solitario galpón donde cuelga, desnudo, torturado y asesinado, el cuerpo de Kalidán. 
Obviamente Sigmundo Salvatrio no delata a su maestro, quien, enfermo y retirado, le pide que en su papel de ayudante, viaje a París y lo represente ante el club de Los Doce Detectives, quienes sesionan con el objetivo de armar el pabellón que exhibirán en la Exposición Universal. Para que se muestre allí, le entrega su bastón multiusos y le indica que sólo a Viktor Arzaky, el detective polaco, le cuente sobre “el método” con que resolvió su último caso. 
Tras oír tal secreto, Arzaky, sin cuestionar, le cuenta una especie de parábola óptica, una narración breve de aliento fabuloso y milenaria tradición oral, que ante los últimos sucesos de la novela (el descubrimiento de la identidad del asesino de uno de Los Doce y la revelación de la susodicha y escamoteada cuarta cláusula) se erige como una negra y clandestina declaración de principios (el recurso del “método” para resolver el enigma) que trastoca lo vulnerable y endeble de las éticas entrañas de Los Doce Detectives. 
“La cuenta un filósofo danés. La filosofía, como sabe, es el vicio secreto de los detectives” –le recita el detective Viktor Arzaky al ayudante Sigmundo Salvatrio como sazón y preámbulo de la máxima–: “Un gran visir envió a su hijo a controlar una rebelión en una comarca distante. El hijo llegó, pero como era muy joven y la situación confusa, no sabía qué hacer. Entonces le pidió consejo a su padre a través de un mensajero. El visir vacilaba en dar una respuesta clara: el mensajero podía caer en manos rebeldes, y bajo tortura revelar el mensaje. Entonces hizo lo siguiente: llevó al mensajero al jardín, le señaló un grupo de altos tulipanes y los cortó con su bastón, de un solo golpe. Le pidió al mensajero que transmitiera exactamente lo que había visto. El correo pudo llegar a esa región distante sin ser advertido por el enemigo. Cuando le contó al hijo del visir lo que había visto en el jardín, éste comprendió de inmediato, e hizo ejecutar a los grandes señores de la ciudad. La rebelión fue sofocada.”

Pablo de Santis, El enigma de París. Serie Autores Españoles e Iberoamericanos, Editorial Planeta. 1ª edición mexicana. México, junio de 2007. 288 pp.



miércoles, 18 de mayo de 2016

La sombra de Poe



En busca de la tuerca perdida

Matthew Pearl (Nueva York, octubre 2 de 1975), autor de la novela El club Dante (Seix Barral, 2004), prologó La trilogía Dupin (Seix Barral, 2006), libro que reúne los cuentos policiales del norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) protagonizados por el “genio de la raciocinación” chevalier  C. Auguste Dupin, debido al sonoro hecho de que urdió la novela La sombra de Poe (Seix Barral, 2006), la cual inicia con una supuesta “Nota del editor” que dice a la letra: “El misterio relacionado con la muerte de Poe en 1849 queda resuelto en estas páginas.”

Matthew Pearl
     Esto anuncia que en el libro se despejarán las incógnitas de tal enigma. Sin embargo, esto no es así en sentido estricto, pues si bien en la mixtura de la novela el autor diseminó una serie de datos documentales, históricos, narrativos y biográficos relativos a la obra, a la vida, a la leyenda negra y al fallecimiento de Poe, a su entorno y a su época, incluido el ámbito social y político de la Francia de entonces (lo cual Matthew Pearl puntualiza al término en la “Nota histórica” y en los “Agradecimientos”), el objetivo de La sombra de Poe, como artificio literario, no es descubrir y develar, inapelablemente, el meollo de tales intríngulis, sino jugar a que lo hace.
      Repleta de mil y una anécdotas, con suspense, vueltas de tuerca y giros sorpresivos, La sombra de Poe es un divertimento (con final feliz) donde confluye el thriller policíaco, la novela de aventuras y la historia de amor. 
     
(Seix Barral, Méxcio, 2006)
      Dividida en cinco libros y 36 capítulos, la obra transcurre principalmente durante dos principales lapsos temporales: 1849 y 1851. El protagonista y voz narrativa, Quentin Hobson Clark, con mansión y fortuna heredada de sus padres recién fallecidos, es un joven abogado de 27 años, quien en Baltimore comparte un bufete con Peter Stuart, su amigo y cuasi hermano. La mañana del 9 de octubre de 1849 lee la noticia de la muerte de Poe, sucedida dos días antes allí en Baltimore, precisamente en el hospital universitario Washington, cuya fría y oscura inhumación en el camposanto presbiteriano él observó, el día 8, sin saber de quién era el cuerpo enterrado en tan miserables y desoladoras circunstancias.
      Esto, junto con los errores y vituperios que lee en la prensa, lo incitan a reivindicar la honorabilidad, la obra y el nombre de Edgar Poe, puesto que él es un ferviente admirador de su escritura, además de que se considera su amigo y su defensor de oficio, pues intercambiaron cierta escueta y vaga correspondencia, pese a que nunca se vieron cara a cara. 
     
Edgar Allan Poe
(Boston, enero 19 de 1809-Baltimore, octubre 7 de 1849)
       Al entregarse a tal empresa, posterga su matrimonio con Hattie Blum y paulatinamente se deteriora su entrañable fraternidad con Peter Stuart y su vínculo profesional en el exitoso bufete especializado en “hipotecas, deudas e impugnación de testamentos”.
Mientras Quentin Clark recaba información en el ateneo de Baltimore, una mano anónima le hace llegar un recorte periodístico, fechado el “16 de septiembre de 1844”, donde se da noticia de la existencia, en París, de la persona de carne y hueso en que, se dice, se inspiró Edgar Allan Poe para crear a su personaje C. Auguste Dupin, protagonista de “Los crímenes de la calle Morgue”, de “El misterio de Marie Rogêt (continuación de ‘Los crímenes de la calle Morgue’)” y de “La carta robada”.
      No obstante, es hasta 1851 cuando en París realiza la búsqueda de Auguste Duponte, quien entre los probables candidatos le parece el más convincente para encarnar el modelo en que Poe se basó. 
      Pero pronto se entromete el beligerante y fugitivo barón Claude Dupin, reclamando ser el verdadero y único personaje que alentó al autor de “El cuervo” y por ende el indicado para investigar y resolver el caso. Y en tal ineludible pugna (en la que parece que ambos candidatos pelean por lo mismo) se trasladan a Baltimore.
      En las indagaciones, por un lado están el barón Dupin y Bonjuour, una bella y legendaria ladrona, hábil con el cuchillo; y por el otro, Quentin Hobson Clark y Auguste Duponte, quienes en angulares pasajes personifican el par de prototipos histórica y seminalmente creados por Poe en su célebre trilogía cuentística, como muy bien lo acotaron Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges en el prefacio que preludia la antología Los mejores cuentos policiales (2) (Emecé/Alianza Editorial, Madrid, 1983). Es decir, Duponte es el raciocinador y marisabidillo (nocturno, sedentario y pensativo) que resuelve los enigmas, los embrollos y los delitos; y Quentin Clark, si bien rastrea, investiga y conjetura, es el amigo menos inteligente que escucha al otro y quien narra la historia.
     
Contraportada
     Ahora que si casi al término de los acontecimientos, Quentin Clark concluye que el protagonista creado por Poe es meramente imaginario, pese a que Auguste Duponte brinda suficientes ejemplos de que podría ser la pauta original, las conclusiones en torno a la misteriosa muerte del poeta que elaboran el barón y Duponte, si bien difieren y abundan en supuestos, deducciones e hipótesis, quedan en una especie de limbo, pues si el lector de la novela tiene acceso a ellas, en el Baltimore de la época el joven abogado nunca las hace públicas. 
      La versión del barón Claude Dupin iba a ser leída por éste ante un atiborrado y variopinto auditorio baltimorense (que sin saberlo saldó sus deudas parisinas), pero antes de hablar ocurre un atentado contra él que lo deja con un pie en la tumba. En tanto que la versión de Auguste Duponte, éste, súbita e inesperadamente se la narra en solitario a Quentin Clark poco antes de que concluya el juicio que contra él ha entablado su ñoña y obtusa tía abuela, confabulada con la manipuladora tía de Hattie Blum, con tal de dejarlo sin casona, sin un centavo y sin honor.


Matthew Pearl, La sombra de Poe. Traducción del inglés al español de Vicente Villacampa. Editorial Seix Barral. 1ª reimpresión mexicana. México, 2006. 456 pp.

lunes, 16 de mayo de 2016

La luz de México. Entrevistas con pintores y fotógrafos


Aquí nos tocó mugir

Nacida en San Felipe Torres Mochas, Guanajuato, el 13 de septiembre de 1941, la periodista y narradora Cristina Pacheco —viuda de José Emilio Pacheco (1939-2014), por quien adoptó tal nom de plume, pues en realidad se apellida Romo Hernández— dedicó su libro La luz de México. Entrevistas con pintores y fotógrafos a los ya fallecidos Lya Kostakowsky (pintora) y Luis Cardoza y Aragón (poeta y crítico de arte). La primera edición fue editada en 1988 por el Gobierno del Estado de Guanajuato y la segunda, aumentada, fue impresa en 1995 por el Fondo de Cultura Económica con el número 510 de la serie Cultura Popular (la tercera data de 1996, la cuarta de 2005 y de 2014 la primera versión electrónica). Incluye 44 entrevistas hechas por la autora entre 1977 y 1988. La mayoría aparecieron en la revista Siempre! y unas pocas en sábado, otrora suplemento del diario unomásuno. De las 44, tres corresponden a Rufino Tamayo, dos a José Luis Cuevas, y las que restan, una por cabeza, a los demás elegidos por su dedo flamígero: Gilberto Aceves Navarro, Juan Alcázar, Lola Álvarez Bravo, Manuel Álvarez Bravo, Feliciano Béjar, Fernando Botero, Manuel Carrillo, Gustavo Casasola, Pedro Coronel, Rafael Coronel, Francisco Corzas, Olga Costa, Héctor Cruz, José Chávez Morado, Manuel Felguérez, Héctor García, Luis García Guerrero, Gunther Gerzso, Mathias Goeritz, Héctor Xavier, Armando Herrera, Fernando Leal, Antonio López Sáenz, Faustino Mayo, Carlos Mérida, Benito Messeguer, Armando Morales, Rodolfo Morales, Kishio Murata, Luis Nishizawa, Juan O’Gorman, Máximo Pacheco, Mario Rangel, Vicente Rojo, Armando Salas Portugal, Juan Soriano y Cordelia Urueta.
José Emilio Pacheco y Cristina Pacheco
       Casi todos los entrevistados son mexicanos (incluido Luis Nishizawa, hijo de mexicana y padre japonés); pero también hay extranjeros que adoptaron como suyo a este país: Olga Costa, Mathias Goeritz, Faustino Mayo, Carlos Mérida, Vicente Rojo, Gunther Gerzso (nacido aquí pero de padre húngaro y madre berlinesa); e incluso extranjeros que vivieron en México o pasaron por tales latitudes: Kishio Murata y Fernando Botero.

     
(FCE, 2ª ed., México, 1995) 
        La luz de México está precedido por “Cristina Pacheco: el arte de la historia oral”, el prólogo de su amigo Carlos Monsiváis (1938-2010). Entre las vivas que preludian las mil y una porras con que reseña y celebra el libro y las virtudes de entrevistadora, cronista y reportera de Cristina Pacheco (“por lo que ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Periodismo, el Premio Manuel Buendía y el que otorga la Federación Latinoamericana de Periodistas”), Monsiváis alude el programa televisivo Aquí nos tocó vivir, que en 1978 Cristina empezó a conducir en el Canal 11 del Instituto Politécnico Nacional, “desde alguno de los infinitos barrios de la capital”; pero también, como se ha visto, desde algún lugar de la provincia mexicana. 

Cristina Pacheco en 1979
Monumento a la Revolución, Ciudad de México
Foto: Rogelio Cuéllar
  Si en Aquí nos tocó vivir —reconocido por la UNESCO por su valor documental como “Memoria del Mundo de México 2010” y “Patrimonio Cultural de los Pueblos” y que aún realiza y conduce en el Canal 11 (donde también protagoniza el celebérrimo y misceláneo Conversando con Cristina Pacheco)— la reportera, con camarógrafo y micrófono, acude al hábitat de un pescador o de un artesano (y su parentela), por ejemplo, y a través de la entrevista hace que éste bosqueje su historia personal y familiar y ciertos meollos de su aprendizaje y oficio cotidiano, puede decirse que algo parecido ocurrió con las entrevistas que integran La luz de México. Si bien fueron provocadas por algún suceso entonces noticioso y publicitario (para el entrevistado, la entrevistadora y el medio impreso): una retrospectiva, la presentación o edición de un libro, un homenaje o un aniversario, la mayoría de las veces Cristina, con su libreta y bolígrafo y acompañada por un fotorreportero, procuró hacer la entrevista en la casa-estudio del fotógrafo o pintor. 

     
Juan Soriano y Cristina Pacheco
       Así, si en el programa televisivo Aquí nos tocó vivir algunas imágenes contrapunteadas de palabras son las que ilustran y describen el entorno del entrevistado y al mismo entrevistado, en los reportajes-entrevistas del libro, Cristina Pacheco, con unas cuantas frases y anécdotas describe el itinerario artístico, la casa y el estudio donde se halla, e incluso ciertas características del personaje en cuestión. 

Benito Messeguer y Cristina Pacheco
     
Cristina Pacheco y Rufino Tamayo
       La casa-estudio puede ser casi un pequeño museo con jardín (la de Pedro Coronel en San Jerónimo Lídece); o una especie de abigarrada bodega (la de Mathias Goeritz); o un apretujado y astroso departamento de vecindad (el habitáculo de Máximo Pacheco). En este sentido, la ubicua luz de México y el cielo azul (magnificados por la nostalgia o roídos por la polución) suelen ser aludidos por Cristina Pacheco o por su entrevistado; pero también, como parte del preámbulo y de la atmósfera doméstica que los rodea, suele hablar del jardín, de ciertos objetos y de las mascotas. Es decir, cada reportaje-entrevista es un circunstancial y azaroso acercamiento: un retocado retrato-autorretrato en el que habla el fotógrafo o el pintor de su trayectoria y su obra. Es por esto que casi todos discurren, con sus diferencias y particularidades, por los mismos temas: genealogía, aprendizaje, viajes, obra, disciplinas, ideas, discrepancias, recuerdos, aventuras, anécdotas, gustos y disgustos.

         
Cristina Pacheco y Fernando Botero
          Ante estos retratos-autorretratos en los que confluyen las palabras de los entrevistados y los matices y retoques de Cristina Pacheco y cuyo destino fue un medio impreso, resulta comprensible que casi siempre haya sido acompañada por un fotorreportero. En este sentido, el libro incluye 32 retratos de 32 entrevistados; son fotos en blanco y negro, con baja o pésima resolución, en las que a veces figura la entrevistadora (o una parte de ella). La mayoría de los retratos, pese a ser anecdóticos, son imágenes sin sentido creativo, de simple disparador. Pero además resulta contradictorio que en un libro donde se habla de fotografía y fotoperiodismo, y en el que además hablan fotógrafos que fueron notables fotorreporteros (Gustavo Casasola, Héctor García, Faustino Mayo), no se acredite el nombre de los fotoperiodistas que la acompañaron, pese a que Cristina aluda su fantasmal presencia; es decir, como si todavía estuviéramos en los tiempos en que el fotorreportero era tratado a imagen y semejanza de un vulgar disparador de quinta categoría (que aún los hay y sobran) y sus fotos ninguneadas como imágenes de relleno, susceptibles de ser manipuladas sin su consentimiento y sin su crédito. Pero además de que no se incluyeron nueve retratos de igual número de entrevistados (lo cual resulta o parece discriminatorio), la iconografía, especial para el libro, debió ser elegida con un criterio estético y no simplote y chambón. Entre los fotógrafos de prensa había (y hay) excelentes retratistas como para que no se hubiera podido hacer. 

        
Gustavo Casasola y Cristina Pacheco
         
Héctor García y Cristina Pacheco
       Ciertamente, “en la actualidad [o en notorios y relevantes casos] el arte está sobrestimado”, “es un juego de intelectuales para intelectuales” del que coleccionistas, marchantes, políticos chapulines y funcionarios trepadores y copetones sacan provecho y con ello “los artistas se hacen una enorme publicidad”, —de algo viven, unos de mal en peor (Máximo Pacheco era por entonces un humilde pepenador que subsistía en un asfixiante y reducido cuarto de vecindad) y otros con posturas y ganancias de petulantes príncipes-empresarios; es decir, en cierto modo y para decirlo con Mathias Goeritz, numerosas veces el artista “es un arlequín, una figura que entretiene a la sociedad” (y a la consabida y envanecida jet-set y su quezque intelligentsia incrustada en las mamas del establishment y del statu quo). 

     
Máximo Pacheco, "autor de 15 murales", todos "destruidos"; el primero
pintado "en 1922 y el último en 1945". Fue ayudante de Diego Rivera,
de José Clemente Orozco y de Fermín Revueltas. "Durante 30 años
-de 1937 a 1966-" dio a los niños "clases de pintura en Bellas Artes".
Sin embargo, en 1983, cuando Cristina Pacheco lo visitó para
entrevistarlo, ya llevaba mucho tiempo "oculto entre los montones
de papel y cartón" que recogía "en las calles para sobrevivir".
         Sin embargo, el libro resulta interesante, pues por diversas razones (por la obra o por la trayectoria venturosa o más o menos venturosa e incluso dramática, como fue el caso de Máximo Pacheco), todos los entrevistados tienen su relevancia o algo que decir ante sus propios pasos y frente a la manoseada cultura de México y del mundo, esa cultura que recrea, retroalimenta y entretiene (mientras los políticos y corifeos se pelean por el poder, por el dinero público y las agencias de colocaciones e influencias donde éste se reparte a través de chambas, embajadas, premios, becas, donativos y sobornos), pero que también incide o puede incidir en la facultad crítica y participativa del espectador y elector para votar o anular su voto o abstenerse frente a los corrompidos ganones que infestan y saquean el país: PRI, PAN, PRD, PVEM, etcétera (por quienes el reseñista nunca es su vida ha votado ni votará jamás).

     
José Emilio Pacheco y Cristina Pacheco en 1977
Foto: Rogelio Cuéllar
      Las entrevistas, además, son breves. Tienen cierto valor documental, más aún en los casos en que el entrevistado ya murió. Son amenas, pese a que no falta el que no comparte el discurso sentimental, de tinte izquierdista con que Cristina Pacheco (o su entrevistado) a veces trata de involucrar y conmover al lector. 

Juan O'Gorman
  Con esta serie de pequeños espectáculos clasificación “B” de bolsillo, en los que la entrevistadora pregunta, matiza, y el entrevistado posa y se le ilumina u opaca el coco y la memoria, además de pasársela bien (o más o menos bien) contraponiéndose o haciéndose cómplice de lo que lee, tiene acceso a un buen número de datos y chismes sobre distintos autores, sus obras y otras más.



Cristina Pacheco, La luz de México. Entrevistas con pintores y fotógrafos. Prólogo de Carlos Monsiváis. Iconografía en blanco y negro. Colección Popular núm. 510, FCE. 2ª edición aumentada. México, 1995. 640 pp.


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jueves, 12 de mayo de 2016

La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro

Entre chismitos y chismes de conventillo

La biografía que el borroso James Woodall escribió en inglés sobre Jorge Luis Borges: The man in the mirror of the book, apareció por primera vez en Londres, en 1996, editada por Hodder & Stoughton. Y la primera traducción de ésta al español, de Alberto L. Bixio, fue impresa en Barcelona, en marzo de 1998, por Editorial Gedisa, con el título La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro
(Gedisa, Barcelona, 1998)
        Según James Woodall: “En octubre de 1995, María Kodama anunció que catorce biógrafos estaban trabajando sobre Borges. De esos biógrafos sólo ocho la entrevistaron y ella piensa que sólo uno está produciendo algo que le parece realmente interesante”. Dice, además, que su biografía es una de las catorce; que la entrevistó tres veces (pero no le precisó la fecha de su nacimiento en Buenos Aires: marzo 10 de 1937); y que su libro “no es el que cuenta con su aprobación”. No obstante, el biógrafo se muestra muy agradecido por las atenciones que recibió de María Kodama y de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges que la viuda creó en Buenos Aires el 24 de agosto de 1988 (en una casa ubicada en Anchorena 1660 que colinda con la casa donde los Borges vivieron entre 1938 y 1943), e incluso desde el inicio plantea un vínculo ideal entre ella y Borges (pese a que luego dice que no hubo sexo): “María es el monumento vivo de Borges, la destinataria del amor que el escritor buscó durante toda su vida y encontró finalmente en ella sólo en edad avanzada”. 

María Kodama, la Yoko de Borges
  Quizá por ello no le interesó ahondar en los legendarios equívocos y controversias que suscitó la relación amistosa (y amorosa a partir de su mutua declaración en abril de 1971 en Islandia) que María Kodama sostuvo con Borges, desde mediados de los años 60 hasta su muerte, ocurrida el sábado 14 de junio de 1986 en un departamento entonces recién adquirido en Ginebra, Suiza, ubicado en un edificio en la Gran-Rue 28. Y más aún: menciona, pero no bosqueja, la leyenda negra que desencadenó el súbito matrimonio exprés (casi dos meses antes del fallecimiento del anciano, ciego, enfermo y desahuciado poeta), celebrado desde Europa, por poder, el 26 de abril de 1986 en Colonia Rojas Silva, un oscuro y remoto pueblo del Chaco paraguayo, y la modificación del testamento de Borges a favor de ella. En el testamento de 1979, dice Woodall, María Kodama y Fani (Epifanía Uveda de Robledo), la criada de Borges y su madre desde 1947, se dividirían la herencia; pero en el testamento de noviembre de 1985, María Kodama figura como la única heredera y a Fani sólo le corresponden dos mil dólares. Que James Woodall diga que Borges no quería a la sirvienta y que no le gustaba su cocina, no explica que primero la heredara y luego la desheredara. 

Borges y Fani, la criada, en el departamento B del sexto piso de la
calle Maipú 994 (Buenos Aires, inicios de los años 80).
Foto en El señor Borges (Edhasa, 2004)
  Con el entrevistador y amanuense auxilio de Alejandro Vaccaro, Fani revela algo de tales oscuros intríngulis en El señor Borges (Edhasa, España, 2004), lo cual puede complementarse y contrastase con lo que Juan Gasparini argumenta y exhibe en su minucioso y polémico libro-reportaje Borges: la posesión póstuma (Foca, Madrid, 2000). Pero tal sórdido embrollo de culebrón telenovelero María Esther Vázquez lo había bosquejado de otro modo en su biografía Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, Barcelona, 1996), quien según James Woodall fue quien organizó a los abogados que intentaron modificar el testamento a favor de Fani, pero sólo la llevaron a la pérdida, incluidos los dos mil dólares. Para María Esther Vázquez, Borges sí apreciaba a Fani y se entendía y sobreentendía con ella con palabras y hábitos vueltos costumbres domésticas y cotidianas, quien, dice, “todavía conserva como si fuera una reliquia”, un zapatito de cuero gamuzado y felpilla que el bebé Georgie usó en 1902 y que durante 66 años su madre, doña Leonor Acevedo de Borges, guardó y luego regaló a Fani poco antes de morir, a los 99 años, el 8 de julio de 1975; la cual, si hubiera querido, pudo haberlo rematado a través de la Casa Sotheby’s de Nueva York o de Londres, si se piensa en los casos de personas que, cita James Woodall, han especulado (y especulan) con manuscritos y objetos de Borges. 

   
El bebé Georgie en 1902
Foto en Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996)
         Pero ante el pleito contra Fani y frente al juicio que la viuda María Kodama les ganó a los sobrinos de Borges: Luis y Miguel, hijos de su hermana Norah y del escritor español Guillermo de Torre (cómplices, además, apunta Woodall, en un lejano y nauseabundo robo: “En 1979, Luis, con la connivencia de Miguel, extrajo fondos de la cuenta bancaria de Borges para financiar la compra de una propiedad”), el biógrafo refrenda y proclama a los cuatro pestíferos vientos de la globalizada y recalentada aldea su índole de heredera universal, para que así nadie dé paso sin guarache y sin mirar quién es quién en los tejemanejes y negocios de la aldea global: “María Kodama es la única heredera de Borges y controla sus derechos de autor en todas las lenguas y en todos los lugares del mundo en que se publique a Borges, se lo lea, se lo adapte al cinematógrafo y se lo cite en la prensa, durante toda su vida” [...] “desde el punto de vista financiero, legal y textual, ella es la única propietaria.”
     
Borges y María Kodama
       Remontándose a 1993 cuando empezó a trabajar en su biografía, James Woodall dice que en el “actual mundo angloparlante” “personas de las que cabía esperar que conocieran algo sobre Borges” solían hacerle dos preguntas: “¿cuándo irá a visitarlo? y, segundo, Borges escribió Cien años de soledad, ¿no es así?” Entre los hispanoparlantes quizá sólo las analfabetas funcionales y los teleadictos (de los monopolios mexicanos) le harían tales preguntas. Pero lo que transluce e implica la anécdota de James Woodall es el hecho de que su biografía está pensada a imagen y semejanza de un manual (tipo Reader’s Digest) para ser digerido, sobre todo, por un lector medio de habla inglesa que quiere acceder a ciertas minucias y menudencias de la vida y obra de Jorge Luis Borges. 
    Y es en tal meollo e intríngulis donde se localiza una de las principales desavenencias con las que tropieza un lector de la presente traducción. James Woodall leyó en inglés cuentos y poemas que Borges escribió en español, y libros sobre éste en inglés originalmente escritos en castellano, como es el caso de Borges a contraluz (Espasa Calpe, Madrid, 1989), memorias de Estela Canto (1916-1994); pero a la hora de armar la versión del libro en español no se transcribieron, en muchas citas, los fragmentos de poemas y cuentos tal y como Borges los escribió en el idioma de Cervantes, sino que fueron traducidos del inglés al castellano, lo cual implica notorias diferencias —incluso de sentido— entre las presentes versiones y lo originalmente escrito y publicado por Borges, Estela Canto y otros autores. 
   
Borges y Estela Canto paseando por la Costanera (1945)
Foto en Borges a Contraluz (Espasa Calpe, 1989)
       Todo indica que James Woodall es un ferviente lector y devoto de la obra de Borges, más que nada de la narrativa, en la que sitúa en el pináculo los cuentos de Ficciones (1944) y de El Aleph (1949), muy por encima de sus ensayos y poemas. También es un investigador que suele acreditar sus fuentes; pero no deja de ser parcial y discriminatorio, de modo que aderezó sus páginas con rumores y chismes no del todo cotejados o sin pruebas fehacientes. Así, sino lastima a María Kodama ni relata que ésta le extirpó la dedicatoria al “Poema de los dones” (cosa que por obvias razones sí hizo María Esther Vázquez), en otros casos, como no queriendo la cosa, sí desliza fétidos y venenosos chismes de lavadero de vecindario. 
   
Fragmento del  “Poema de los dones dedicado a María Esther Vázquez
Página del tomo Obras completas (Emecé, 14ª ed., Buenos Aires, 1984)
      Por ejemplo, en la página 141 al aludir el legendario donjuanismo de Adolfo Bioy Casares, dice de Silvina Ocampo (su esposa desde el 15 de enero de 1940 hasta la muerte de ella el 14 de diciembre de 1993): “Silvina, que era mayor que Bioy, parecía expresar un interés sexual más intenso por las mujeres; hasta se ha sugerido que mantenía una relación con la madre de Bioy, Marta”. 
 
Silvina Ocampo y Marta Casares (Mar del Plata, 1953)
Foto en Las reglas del secreto (FCE, 1991),
antología de Silvina Ocampo editada y anota por Matilde Sánchez
     
Marta Casares y Silvina Ocampo (Mar del Plata, 1953)
Foto en Las reglas del secreto (FCE, 1991)
        Otros chismes son inocuos y hasta simpaticones, como el hecho de que Esther Zemborain de Torres Duggan, quien fue secretaria y colaboradora de Borges en Introducción a la literatura norteamericana (Columba, Buenos Aires, 1967), estuviera “casada con un vasco borrachín algo violento”; o que Victoria Ocampo, la célebre dueña y directora de la revista Sur, apodara la flor azteca a Alfonso Reyes; o que Carlos Fuentes dijera de éste que “era de baja estatura, como una albóndiga”.
     
Alfonso Reyes con cántaro
(Victoria Ocampo lo apodaba La flor azteca)

Foto en Alfonso Reyes. Iconografía (FCE/CN, 1989)
     
Alfonso Reyes y el actor Jock Mahoney 
(Tepoztlán, 1957)
Alfonso Reyes 
era de baja estatura, como una albóndiga”, Carlos Fuentes dixit
Foto en Alfonso Reyes. Iconografía (FCE/CN, 1989)
        Quizá lo que más o menos justifique el total del intrincado menjurje de chismes, genealogía, datos, reseñas, ataques, anécdotas librescas y de viajes, amores y desamores, padecimientos y exultación, controversia y ceguera ante ciertos acontecimientos políticos y sociales, etcétera, es el hecho de que la íntima cotidianidad de una persona (donde se engendran las obras) es más o menos así: un inextricable tejido (a veces insondable) que implica y denota la contradictoria índole de la condición humana, siempre vulnerable y proclive a un sinnúmero de errores, miserias, defectos y desdichas. Por ello y por más, Borges solía decir: “Un libro no es menos íntimo que las manos y los ojos”.
En el incesante universo de los libros, la biografía de James Woodall es una más de las muchas biografías que se han escrito, se escriben y se escribirán sobre Jorge Luis Borges, autor de “uno de los más grandes legados literarios del siglo XX”. 
Para James Woodall, Jorge Luis Borges. A literary biography (Dutton, 1978), de Emir Rodríguez Monegal, es un libro “plagado de errores”; y según él se propuso corregir los “por lo menos sesenta errores” que ciertos “laboriosos borgeanos de Buenos Aires han contado”. Pero en el remoto caso de que los haya corregido es fácil advertir que él incurrió en un abrumador número de yerros y metidas de pata. Objeta, además, que Monegal “no mantuvo una relación íntima con Borges” y que “asume un punto de vista obsesivamente psicoanalítico al abordar al hombre”. 
 
Emir Rodríguez Monegal y Jorge Luis Borges
       Pero además de que James Woodall tampoco fue íntimo de Borges (Monegal lo aventaja sobremanera por el hecho de que sí lo conoció, habló e intimó con él), en el capítulo 6 de su biografía aventura un pseudopsicoanálisis de los supuestos “efectos psicosexuales” que pudo originar el error del padre al llevar al jovencito Georgie (tímido e inseguro) a un burdel para que con una furcia tuviera su primera experiencia sexual. Con su bagaje freudiano y lacaniano, dice Woodall, Monegal “al abordar al Borges niño y al Borges joven, produce una imagen parcial de él, no un verdadero retrato”; pero él también produce imágenes parciales, matizadas y manidas, y no verdaderos retratos. Dice que “la prosa de Rodríguez Monegal carece de todo rasgo humorístico, un pecado capital cuando se trata con un hombre tan ingenioso como era Borges”; pero la prosa de James Woodall, fuera de los jocosos chismes y algunos chistoretes, carece de humor e ingenio (pese al acopio de información y a ciertos análisis). 
El adolescente Georgie con sus padres y su hermana Norah (1915)
Foto en El factor Borges. Nueve ensayos ilustrados (FCE, 2000).
de Nicolás Helft y Alan Pauls
       Pero además de que James Woodall no leyó el Borges. Una biografía literaria, que es la versión de la biografía de Emir Rodríguez Monegal que Homero Alsina Thevenet tradujo del inglés al español y que el FCE editó en México, en marzo de 1987, misma que contiene una serie de modificaciones que el autor hizo ex profeso antes de morir de cáncer el 14 de noviembre de 1985 y que no se hallan en la versión inglesa, su deuda con el libro de Monegal es enorme: una y otra vez lo cita y lo sigue a pie juntillas. Basta cotejar, para advertirlo, la cronología de ésta o la del Ficcionario (FCE, México, 1985) —son casi las mismas— con lo que Woodall argumenta en sus capítulos. 

   
(Contraporada)
Foto: Eduardo Comesaña
      Sin embargo, su deuda es mayor con An autobiographical essay de Jorge Luis Borges, que Norman Thomas di Giovanni (traductor al inglés y secretario de Borges entre 1968 y 1972) armó, en calidad de amanuense y entrevistador, para The Aleph and other stories 1933-1969 (Jonathan Cape, London, 1971) —previamente publicado en la revista The New Yorker el 19 de septiembre de 1970 con el título Autobiographical notes y luego en la edición neoyorquina de tal antología narrativa editada en octubre de ese año por Dutton—, cuya traducción al español Borges nunca quiso realizar ni consentir, pese a que sus biógrafos solían citarlo y traducir pasajes; no obstante, según registra Marcos-Ricardo Barnatán en la cronología de su libro Borges. Biografía total (Temas de Hoy, 2ª ed., Madrid, 1998), en octubre de 1971, “en La Gaceta de México” (se infiere que la editada por el FCE) se publicó una versión traducida por José Emilio Pacheco; y el 17 de septiembre de 1974, en Buenos Aires, en el periódico La Opinión, se publicó “una traducción anónima del texto” titulada “Las memorias de Borges”. Pero en 1999, con motivo del centenario del nacimiento del escritor, María Kodama, la viuda y heredera universal de sus derechos de autor, autorizó que fuera coeditado en Barcelona, por Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores y Emecé, con prólogo y traducción al español de Aníbal González, más un epílogo de ella y una rica iconografía en sepia y en blanco y negro.

James Woodall, La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro. Iconografía en blanco y negro. Traducción del inglés al español de Alberto L. Bixio. Editorial Gedisa. Barcelona, 1998. 384 pp. 

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