viernes, 18 de agosto de 2017

Frankenstein o El moderno Prometeo (2 de 2)

Llevaba un infierno en mis entrañas


IX de XII
Aquí vale subrayar que la fantástica, polifónica y decimonónica novela de Mary W. Shelley, estructurada en cartas y misivas en forma de diario, y con tildes y pinceladas de terror gótico, abunda en detalles, digresiones y episodios característicos de un melodramático y truculento culebrón romántico. Por ejemplo, el relato del origen humilde, bondadoso y abnegado de Caroline Beaufort, la madre de Victor Frankenstein, fallecida por un contagio de escarlatina, súbitamente adquirido cuando procuraba la convalecencia de su querida sobrina Elizabeth Lavenza, precisamente cuando Victor, a sus 17 años, se disponía a partir a la Universidad de Ingolstadt; el relato de la pobrísima orfandad de su prima hermana Elizabeth Lavenza, hija única de la única hermana del padre de Victor, fallecida en Italia; el relato de las vicisitudes familiares de la sirvienta Justine Mortiz y de su injusta condena a muerte; el relato del drama que en París condenó a la familia De Lacey al despojo de sus bienes, al exilio y a la miseria; y el relato de los vaivenes de Safie, disidente del islam y de la autoridad machista de su padre, un turco y ricachón mercader, musulmán, tramposo, manipulador y traidor.  
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
 Y aquí se observa que en el esbozo de la conducta e idiosincrasia de Safie —quien piensa, critica, discrepa, actúa y decide por sí misma—, subyace y palpita un tenue influjo del ideario de Madame de Staël (1766-1817) y de las ideas radicales, liberales y feministas de Mary Wollstonecraft, la madre de Mary Shelley, fallecida a los 38 años “de sepsis puerperal”, “once días después de dar a luz” a ésta[i], en particular de sus legendarias réplicas a las Reflexiones sobre la Revolución Francesa y sobre los actos de ciertas sociedades de Londres en relación con ese suceso (1790) de Enmund Burke (1729-1797): su Vindicación de los derechos del hombre (1790) y sobre todo de su Vindicación de los derechos de la mujer (1792)[ii]. Según le cuenta el monstruo a Victor Frankenstein, lleva consigo, como pruebas de lo que dice, copias (transcritas por él) de varias cartas que Safie le dirigió a Félix, que ella le dictó a “un viejo amigo de su padre, que sabía francés”. Según narra: “Safie contó que su madre era una árabe convertida [a la fe de Mahoma], a la cual habían capturado y esclavizado los turcos; destacando por su hermosura, había conquistado el corazón del padre de Safie, que la tomó por esposa. La muchacha hablaba en términos muy elogiosos de su madre, que, nacida en libertad, despreciaba la sumisión a la que se veía reducida. Instruyó a su hija en las normas de su propia religión [cristiana], y la exhortó a aspirar a un nivel intelectual y una independencia de espíritu prohibidos para las mujeres mahometanas. Esta mujer murió, pero sus enseñanzas estaban muy afianzadas en la mente de Safie, que enfermaba ante la idea de volver a Asia [a Constantinopla] y encerrarse en un harén, con autorización solamente para entregarse a diversiones infantiles, poco acordes con la disposición de su espíritu, acostumbrado ahora a una mayor amplitud de pensamientos y a la práctica de la virtud. La idea de desposar a un cristiano y vivir en un país donde las mujeres podían ocupar un lugar en la sociedad la llenaba de alegría.”
Colección Feminismos núm. 18
Ediciones Cátedra/Universidad de Valencia/Instituto de la Mujer
Madrid, 1996
    No obstante, vale destacarlo y subrayarlo, para las mujeres, en el orbe cristiano y europeo de fines del siglo XVIII (y principios del XIX), pese al influjo de la Ilustración y de los ideales de la Revolución francesa (que permearon el pensamiento de Mary Wollstonecraft y de Godwin y su círculo[iii]), y pese a la privilegiada posición económica y social de cierta escueta élite (de la burguesía o de la nobleza), no todo es libertad, múltiples oportunidades y miel sobre hojuelas, pues en el Volumen III de la novela, cuando el joven filósofo naturalista se dispone a viajar a Inglaterra para incrementar sus estudios e investigaciones (autorizado y financiado por su padre el juez Alphonse Frankenstein), su prometida y prima hermana Elizabeth Lavenza (obligada por atavismo y default a quedarse en la casa familiar en Ginebra) deplora “el no tener las mismas oportunidades” que tiene su primo hermano “para ampliar su campo de experiencia y cultivar su mente”[iv]. Lo cual, además, refleja e implica las estrechas condiciones domésticas, educativas y culturales de la propia Mary Shelley, pues si bien de niña pudo leer los libros infantiles y juveniles coeditados por su padre en la editora M.J. Godwin & Co., y “tuvo un acceso relativamente libre a la biblioteca paterna” —apunta en su prólogo Isabel Burdiel—, aprendió a leer con una niñera (según Burdiel la nodriza empleó “las Ten Lessons” que Mary Wollstonecraft “había escrito pensando en Fanny”[v]), y la “única educación formal que recibió fue la muy femenina de lecciones de música que siempre detestó”, a lo que se añade el “escaso afecto paterno” que le brindó William Godwin, “unido a una notable falta de interés por su educación”. “De hecho,” apunta Burdiel, “a pesar de reconocer su extraordinaria capacidad y su ‘casi invencible perseverancia’ en el deseo de conocimiento, Godwin[vi] incumplió con la hija de Mary Wollstonecraft todos los preceptos que aquella había establecido respecto a la necesidad de ofrecer igualdad de oportunidades educativas a los niños y niñas. Mientras Charles Clairmont[vii] y su medio hermano William[viii] fueron enviados a escuelas de prestigio, ninguna de las mujeres de la casa, incluida Mary[ix], tuvo esa oportunidad. Respecto a su único hijo varón, Godwin, escribió que ‘fue la única persona por la que me he preocupado en el curso de su educación; que se ha distinguido de todos los demás por el hecho de ofrecer siempre una respuesta adecuada a mis preguntas’.”
Un cuchillo sin hoja al que le falta el mango (diría Lichtenberg[x]), que ilustra y resume esa idiosincrasia del machismo imperante en el contexto de los procesos sociales, económicos y políticos suscitados por la Ilustración, la Revolución Francesa y la progresiva Revolución Industrial, se transluce en un epigrama de lord Byron (quizá involuntario), que es un fragmento transcrito de una carta que éste le enviara a C. Honhouse el 17 de noviembre de 1814, según cita Burdiel: “De todas las perras vivas, una mujer escritora es la más canina.”
Lord Byron disfrazado de albanés

X de XII
La llegada de Safie a la cabaña de la familia De Lacey, además de incidir o coincidir con una mejora en las condiciones domésticas y pecuniarias del sentimental y afectivo núcleo familiar, apresura y amplia el vertiginoso aprendizaje del monstruo. Félix empieza a enseñarle (y le enseña) el francés a Safie y al unísono el monstruo aprende a hablar, a leer y a escribir tal idioma (el único que domina). Y obtiene un esbozo de la historia y del contradictorio comportamiento del hombre y de la sociedad a través de varias lecciones orales que Félix le da a Safie (arquetipo de la mujer culta y liberal) y de la lectura que le hace de Las Ruinas o Meditación sobre la Revolución de los Imperios, libro de Volney, en donde el monstruo aprende, oyendo, “del descubrimiento del hemisferio americano” y llora “con Safie la desdichada suerte de sus indígenas”. La capacidad de pensar, y de interrogarse sobre sí mismo, y los conocimientos del engendro se tornan superlativos con la lectura de tres libros que halla en el bosque dentro de una bolsa de cuero[xi]: El Paraíso perdido, de Milton (una especie de canónica Biblia en su particular ideario, que lee “como si fuera una historia real”); Las vidas paralelas, de Plutarco, que le brinda una vaga y limitada idea de la historia y de la geografía; y Las desventuras del joven Werther, de Goethe, que lo hacen llorar en episodios álgidos. Pero la nota siniestra, aviesa y latente de esa presunta humanización intelectual y cognoscitiva es la revulsiva lectura del diario del filósofo naturalista Victor Frankenstein, hallado en un bolsillo del gabán con que huyó del laboratorio, donde lee, dice, “todo lo referente a mi maldito origen”, “los cuatro meses que precedieron a mi creación”. Cuyo ineludible preludio fue el descubrimiento y observación de su monstruosa y repulsiva fealdad proyectada en el agua de un estanque aledaño a la cabaña de sus supuestos protectores. Según cuenta: “¡Cómo me horroricé al verme reflejado en el estanque transparente! En un principio salté hacia atrás aterrado, incapaz de creer que era mi propia imagen la que aquel espejo me devolvía. Cuando logré convencerme de que realmente era el monstruo que soy, me embargó la más profunda amargura y mortificación.”
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
      Para dejar de ser un monstruo solitario a quien nadie aprecia ni quiere por horrible y repugnante, el gigantesco engendro, que es un sentimental y un sensiblero proclive al llanto (y a quien le resulta doloroso e intolerable estar abandonado y solo en el mundo), decide presentarse ante sus “protectores”, que, por verlos tiernos, amables, cultos, melifluos y bellísimas personas, supone que lo aceptarán y apreciarán. Así que luego de meditarlo, y después de muchos meses de cohabitar en el estrecho y oscuro cobertizo, aprovechando un momento en que el aciano ciego está solo, el gigantesco monstruo toca la puerta de la cabaña. En el diálogo que entablan (matizado con las inflexiones melodramáticas y lacrimosas del engendro) el invidente De Lacey oye y percibe las buenas intenciones del supuesto forastero y declarado benefactor; pero el súbito regreso de Félix, Safie y Agatha trunca, cambia y precipita las cosas. Safie sale corriendo horrorizada, Agatha se desmaya, y Félix lo insulta y agrede con un palo.
    
lustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
       Antes de marcharse de esa zona del bosque de Ingolstadt y emprender el largo y serpenteante viaje rumbo a Ginebra en busca de su creador, el monstruo, agraviado y herido en su esencia e intimidad, destruye los cultivos de la huerta e incendia la cabaña. El vengativo preámbulo de su encuentro y diálogo con Victor Frankenstein en ese distante y desértico Mar de Hielo —le revela sin culpabilidad, sin remordimientos, sin lástima y sin ninguna empatía— fueron el frío y cruel asesinato del pequeño William[xii] (a quien intentó robarse y secuestrar antes de saber que era hijo del juez Alphonse Frankenstein[xiii]) y la insidiosa y malévola introducción de la miniatura en uno de los bolsillos de la sirvienta Justine Moritz[xiv]

Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
       Ahora espera que Victor cumpla su palabra y elabore una Eva tan monstruosa y fea como él, equivocándose, con toda probabilidad, al suponer y creer que esa pesadillesca Eva pensará y querrá lo mismo que él piensa y quiere. “Estoy solo, soy desdichado”, le canturrea, lastimero, el monstruo a su creador, “nadie quiere compartir mi vida: sólo alguien tan deforme y horrible como yo podría concederme su amor. Mi compañera deberá ser igual que yo, y tener mis mismos defectos. Tú deberás crear este ser.” [...] “Lo que te pido es razonable y justo; te exijo una criatura del otro sexo, tan horripilante como yo: es un consuelo bien pequeño, pero no puedo pedir más, y con eso me conformo. Cierto es que seremos monstruos, aislados del resto del mundo, pero eso precisamente nos hará estar más unidos el uno al otro. Nuestra existencia no será feliz, pero sí inofensiva, y se hallará exenta del sufrimiento que ahora padezco. ¡Creador mío!, hazme feliz; dame la oportunidad de tener que agradecer un acto bueno para conmigo; déjame comprobar que inspiro la simpatía de algún ser humano; no me niegues lo que te pido.
     Sobre el plañidero y patético relato del monstruo, y su coercitiva y chantajista solicitud, paradójicamente dice el propio Victor Frankenstein: “Me convenció. Sentía escalofríos al pensar en las posibles consecuencias que se derivarían si accedía a su petición, pero pensaba que su argumento no estaba del todo falto de justicia. Su narración, y los sentimientos que ahora expresaba, demostraban que era un criatura de sentimientos elevados [sic], y ¿no le debía yo, como su creador, toda la felicidad que pudiera proporcionarle?”

XI de XII
El Volumen III del Frankenstein de 1818 comprende siete capítulos. Tras su regreso de la excursión al valle de Chamonix (realizada con su familia “a mediados de agosto, casi dos meses después de la muerte de Justine” Moritz), Victor Frankenstein, en su casa familiar en Ginebra, consume el tiempo, indolente y deprimido (a veces abandonado en un bote en el lago), postergando la creación de la compañera exigida por el engendro. 
   
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
       No obstante, ha pensado en obtener el permiso de su padre para ir a Inglaterra con el objetivo de ampliar sus conocimientos científicos, los cuales requiere, dice, para el desarrollo de su clandestina labor, pese a que no los necesitó para elaborar al gigantesco monstruo durante casi dos años. Para no verlo tan melancólico y alicaído, su padre, el juez Alphonse Frankenstein, le sugiere —si no guarda algún secreto que lo impida— que se case con su prima hermana Elizabeth Lavenza[xv]; matrimonio (bendecido por la madre de Victor) que se idealiza, y espera en el núcleo familiar, desde la compartida niñez de los primos hermanos. Victor le promete a su padre que se casará con Elizabeth (ambos se quieren y lo desean); pero antes, le dice, visitará Inglaterra, por sus estudios, y otros lugares de Europa; viaje que durará dos años[xvi]. Así que “a finales de agosto”[xvii], con su instrumental químico empaquetado, se dirige a Estrasburgo (en Francia), donde se reúne con Henry Clerval[xviii] —quien se había quedado en la Universidad de Ingolstadt, en Alemania— para iniciar esos “dos años de exilio”.
Según evoca Victor: “Habíamos decidido bajar en barco por el Rin desde Estrasburgo hasta Rotterdam, donde embarcaríamos para Londres.”[xix] Pero en tal coloquial aserto —que implica la altura de la tierra en relación al mar— al parecer se observa una de las incongruencias narrativas del Frankenstein de 1818, pues en rigor deberían “subir” en barco y no “bajar”, puesto que se dirigen al norte y no al sur. Así que no sorprende que más adelante diga: “Dejamos Colonia [en Alemania] y descendimos a las llanuras de Holanda, donde decidimos continuar por tierra el resto del viaje, pues el viento era desfavorable y la corriente del río demasiado lenta para ayudarnos.” 
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
Y la llegada a Londres (en esa turística ruta) la refiere al concluir el primer capítulo del Volumen III: “Era una límpida mañana, de finales de diciembre, cuando vi por primera vez los blancos acantilados de Gran Bretaña. Las orillas del Támesis ofrecían un nuevo paisaje [...]” Pero luego, en el quinto párrafo del segundo capítulo, dice: “Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubre y ya estábamos en febrero”[xx]. Así que en la nota correspondiente a “octubre”, Isabel Burdiel apunta sobre un notorio bemol que se observa no sólo en el Volumen III: “Una de las inconsistencias cronológicas de la novela, ya que en el capítulo anterior se nos ha dicho que ‘los blancos acantilados de Gran Bretaña’ fueron divisados por los viajeros, por primera vez, ‘una límpida mañana de finales de diciembre’.” Descuido e incongruencia narrativa que no se limita a la cronología, sino que se observa en dispersos detalles contradictorios. Por ejemplo, el hecho de Victor sube solo y a pie hasta la cima del Montanvert y atraviesa el Mar de Hielo, pese a la aguda aflicción y supuesta debilidad física que padece, antes y después de ir allí. Intríngulis que Mary y Percy Shelley pasaron por alto en sus mutuas revisiones para la edición de 1818; incluso ella sola en la edición de 1831. Por ejemplo, en el “Capítulo I” de ésta (la edición “definitiva), Victor Frankenstein le dice a Robert Walton: “Soy ginebrino de nacimiento”; pero líneas adelante le afirma: “nací en Nápoles”.
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
   El caso es que en Londres, Victor Frankenstein no deja de estar deprimido, en contraste con la alegría y el entusiasmo de Henry Clerval. No obstante, apesadumbrado, algo estudia y colecciona los materiales para la creación de la hembra del monstruo (no especifica cuáles materiales ni de dónde los sustrajo ni con qué instrumental lo hizo). Luego, “Tras unos meses en Londres”, reciben una carta de un residente en Escocia que los invita a Perth, donde vive; amigo, dice, que los “había visitado en Ginebra”, lo cual es otro yerro, pues además de que Victor estuvo ausente cinco años, Clerval estaba estudiando en Ingolstadt y no viviendo en Ginebra. De modo que en febrero deciden hacer ese moroso y turístico viaje de Londres a Perth, “esperando llegar a nuestro destino a finales de julio”, dice Victor. “Embalé, pues, mis instrumentos químicos y el material que había conseguido, con la intención de acabar mi tarea en algún lugar apartado de las montañas del norte de Escocia.” Según le narra Victor a Robert Walton, “Dejamos Londres el 27 de marzo y nos quedamos unos días en Windsor, paseando por su hermosísimo bosque. Este paisaje era completamente nuevo para nosotros, habitantes de un país montañoso; los robles majestuosos, la abundancia de caza y las manadas de altivos ciervos constituían una novedad para nosotros.”
     Ya en Perth, y huéspedes del amigo que los recibe, Victor declara no sentirse “con fuerzas para conversar y reír con extraños”; de modo que le informa a “Clerval que visitaría solo el resto de Escocia” y que estará “ausente un mes o dos”. Quizá vale recordar que en torno a ese lugar de Escocia, Mary Shelley apunta en su “Introducción” de 1831: “De niña viví sobre todo en el campo y pasé un tiempo considerable en Escocia. Visité ocasionalmente sus lugares más pintorescos, pero mi residencia habitual estaba en las desoladas y sombrías orillas del Tay, cerca de Dundee.” Donde en su adolescencia, entre 1812 y 1814, Mary vivió “con la familia de William Baxter, amigo de su padre”, quien tenía dos hijos: “Isabel y Christy”. Es decir, no muy lejos de Perth, que, al igual que Dundee, es atravesado por el río Tay.
    
Mary W. Shelley
(Miniatura de Reginald Easton)
       El distante y solitario lugar que Victor elige para concluir su horrorosísima y secreta labor es “una de las islas Orcadas”[xxi]. Se trata de un pequeño islote que “era poco más que una roca cuyos escarpados laterales batían las olas constantemente”. Según dice, el “continente” quedaba “a unas cinco millas de allí”. Dizque sólo hay “cinco habitantes” (pero luego parecen ser más) y “tres míseras chozas”; una de las cuales renta, por hallarla deshabitada. Según le cuenta a Walton, “Tenía sólo dos cuartos, que mostraban la suciedad propia de la más absoluta indigencia. La techumbre, de ramas y rastrojos, se estaba hundiendo; las paredes no estaban encaladas, y la puerta colgaba, torcida, de uno de los goznes. Ordené que la repararan, compré algunos muebles y me instalé, lo que sin duda hubiera ocasionado bastante sorpresa de no ser porque la necesidad y la pobreza habían entumecido por completo las mentes de estos habitantes. El hecho es que ni me molestaban ni curioseaban, y apenas si me agradecieron los víveres y ropas que les di, lo que demuestra hasta qué punto el sufrimiento insensibiliza incluso los sentimientos más elementales del hombre.” En uno del par de cuartos de esa rudimentaria choza —sin luz y sin electricidad—, Victor instala su laboratorio. Tres años después de haber creado al gigantesco monstruo, el proceso de creación de la espantosa hembra lo torna y mantiene “inquieto y nervioso” y con algunas pesadillas. “Empecé a desequilibrarme”, dice. Y ya muy avanzada la faena, una noche ve por la ventana “el rostro de aquel demonio a la luz de la luna”. Victor, ipso facto, es poseído por tal cólera y odio que destroza “la cosa en la que estaba trabajando”. El gigantesco monstruo aúlla de dolor y se aleja.  
     
El doctor Frankenstein, la novia y el doctor Pretorius
(Colin Clive, Elsa Lanchester y Ernst Thesiger)
Fotograma de La novia de Frankenstein (1935)
      La causa de ese repentino destrozo y retracción obedece a que Victor Frankenstein estuvo cavilando en las probables y terribles consecuencias que implicaría la inmoral, irresponsable y peligrosa existencia de la monstruosa compañera del engendro. Según supone, la hembra podría “ser diez mil veces más diabólica que su pareja y disfrutar con el crimen por el puro placer de asesinar”; “podría ser un animal capaz de pensar y razonar”, y “quizá se negase a aceptar un acuerdo efectuado antes de su creación”. [...] “Incluso podría ser que se odiasen; la criatura que ya vivía aborrecía su propia fealdad, y ¿no podía ser que la aborreciera aún más cuando se viera reflejado en una versión femenina? Quizá ella también lo despreciara y buscara la hermosura superior del hombre; podría abandonarlo y él volvería a encontrarse solo, más desesperado aún por la nueva provocación de verse desairado por una de su misma especie.” [...] “Y aunque abandonaran Europa, y habitaran en los desiertos del Nuevo Mundo, una de las primeras consecuencias de ese amor que tanto ansiaba el vil ser serían los hijos. Se propagaría entonces por la Tierra una raza de demonios que podrían sumir a la especie humana en el terror y hacer de su misma existencia algo precario. ¿Tenía yo derecho, en aras de mi propio interés, a dotar con esta maldición a las generaciones futuras? Me habían conmovido los sofismas del ser que había creado; sus malévolas amenazas me habían nublado los sentidos. Pero ahora por primera vez veía claramente lo devastadora que podía llegar a ser mi promesa; temblaba al pensar que generaciones futuras me podrían maldecir como el causante de esa plaga, como el ser cuyo egoísmo no había tenido reparos en comprar su propia paz al precio quizá de la existencia de todo el género humano.”
    
La Eva y el monstruo
(Elsa Lanchester y Boris Karloff)
Fotograma de La novia de Frankenstein (1935)
     Esa misma noche, unas horas después de hacer añicos a la futura Eva del monstruo, éste regresa; se mete a la cabaña de Victor y con las ínfulas de su retórica lo cuestiona, amenaza y exige que reanude su tarea: “puedo hacerte tan infeliz que la misma luz del día te resulte odiosa. Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedece!” Victor se niega y el engendro no lo ataca ni tortura. Pero el ríspido y artificial diálogo que sostienen queda signado por la cantarina sentencia del monstro: “estaré a tu lado en tu noche de bodas”. Frase que se queda grabada en la memoria del filósofo naturalista.
     En el meditabundo atardecer del día siguiente frente al mar, Victor recibe, dice, “cartas de Ginebra y una de Clerval en la que me rogaba me reuniera con él. Decía que hacía casi un año que habíamos abandonado Suiza, y no habíamos visitado Francia.” Si bien el plan original incluía el regreso de ambos por Francia, aquí se observa otra leve incongruencia: ambos se reunieron en Estrasburgo para iniciar el viaje de dos años (lo cual implica una escueta visita a Francia, pues la fronteriza Estrasburgo se halla en territorio galo); Victor salió de Ginebra (y tuvo que cruzar linderos y comarcas de Francia) y Clerval de Ingolstadt, y no de Suiza, pues residía en Ingolstadt desde que llegó para estudiar lenguas en la universidad, lo cual coincidió con el primer día de la vida del monstruo y al unísono con la “fiebre nerviosa” que atacó al filósofo naturalista y lo envió a la cama durante varios meses (entre ese lluvioso día de noviembre y la entrante primavera). El caso es que en esa carta Henry Clerval, dice Victor, “Me insistía, por tanto, en que abandonara mi isla solitaria y me reuniera con él en Perth, al cabo de una semana, y juntos hiciéramos planes para continuar nuestro viaje.”
     En sus preparativos para irse de la isla y reunirse con Henry Clerval en Perth, Victor recoge los esparcidos restos de lo que iba a ser la mujer del monstruo y los mete en una cesta con numerosas piedras. En la madrugada, a bordo de un bote, unas millas mar adentro, busca el instante propicio para arrojarla al fondo de las aguas (procura que el cruce de las nubes ataje la luminosidad lunar e impida que los circundantes pescadores vean lo que hace). Arrojada la cesta, Victor, que había estado insomne y nervioso, decide descansar en la barca y se duerme. Al despertarse, ya entrado el día, se halla en otro sitio a la deriva y entrevé, con angustia y desasosiego, las posibilidades de seguir perdido y perecer por falta de agua y alimentos. Horas después, torturado por la sed, y pese a que no lleva brújula, ve “hacia el sur una franja de tierras altas”. Llega, lacrimoso y exultante, a un puerto donde los aldeanos hablan en inglés y donde lo tratan con desprecio y aspereza. Meollo que empieza a clarificarse cuando le dicen que “es costumbre entre los irlandeses odiar a los criminales” y cuando el señor Kirwin, el magistrado, que habla y lee francés, le informa que tiene que “explicar la muerte de un hombre que apareció estrangulado aquí anoche”. 
   
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
      En la posada del pueblo, donde han tendido el cuerpo sin vida de “un joven bien parecido de unos veinticinco años”, Victor descubre, con atroz sorpresa, que se trata del cadáver de Henry Clerval y al instante deduce que el asesino es el monstruo. Según le informan, Daniel Nugent, con su hijo y su cuñado, salieron a pescar la noche anterior. A eso de las veintidós horas, un fuerte viento del norte los obligó a regresar y a desembarcar, no en el puerto del pueblo, sino “en una rada a dos millas de distancia”. Caminando en la oscuridad con sus aparejos de pesca tropezaron con un “cuerpo que aún no estaba frío” y sin “señales de violencia salvo la negra huella de unos dedos en la garganta”. Y aquí vale preguntarse, ¿cómo el gigantesco y fortachón monstruo pudo realizar, vertiginosamente y sin que nadie lo viera ni oyera (tal si fuera un velocísimo fantasma invisible), los distantes desplazamientos por el mar que median entre Perth, las Islas Orcadas y ese anónimo puerto irlandés no muy lejos de Dublín? Y lo no menos paradójico y sorprendente: con instinto maquiavélico (ya demostrado al encausar la incriminación de Justine Moritz) y pulsiones de monstruoso y nocturno arácnido, el gigantesco engendro hizo coincidir el criminal e incriminativo embrollo en el término de una noche.
     Victor Frankenstein, al ver el cadáver de Henry Clerval de nuevo es presa de un ataque de fiebre (de “fiebre nerviosa”, se infiere). Enfermo y delirando, tres meses permanece en el camastro de una celda bajo el cuidado de una vieja, fría y dura, contratada por el magistrado Kirwin. Allí, para conjurar la fiebre y el sueño, se acostumbró “a tomar cada noche una pequeña cantidad de láudano”, pues según dice: “sólo con la ayuda de esta droga conseguía obtener el descanso necesario para mantenerme con vida”. Esa vieja, además, le descerraja a quemarropa: “Lo ahocarán cuando lleguen las próximas sesiones”[xxii]
     
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
       Se salva del castigo penal (la horca) y obtiene la exculpación y la libertad gracias a la índole humanitaria del magistrado Kirwin, quien intercedió y maquinó a su favor porque en las ropas de Victor halló la citada carta redactada por Henry Clerval; pero además le escribió al juez Alphonse Frankenstein y lo hizo venir a Irlanda desde Ginebra (viajó allí pese a su avanzada edad). Y en lugar de inculpar a priori e ipso facto al presunto asesino (el bote en el que iba Victor fue visto cerca de la playa por el hijo de Daniel Nugent), hizo que se demostrara que estaba en las Islas Orcadas cuando en las inmediaciones de ese anónimo puerto irlandés apareció el cuerpo recién estrangulado de su amigo Henry Clerval. O sea: qué ultrarrapidez del gigantesco monstruo para ir y venir sin que nadie lo vea ni lo oiga. Un auténtico fantasma (de un cuento de fantasmas) con siniestra y maquiavélica intuición y cerebro de jugador de pool y ajedrez.
     Victor Frankenstein y su padre parten de Dublín a bordo de un barco[xxiii]. En su ruta a Ginebra llegan a “El Havre el 8 de mayo”; enseguida viajan a París por “unas semanas”, donde su padre tiene que afrontar ciertos negocios y donde Victor recibe una afectiva y amorosa carta de su prima hermana Elizabeth Lavenza, firmada en “Ginebra, 18 de marzo de 17…” 
     
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
      Una semana después de esa misiva, Victor y su padre ya están en su casa de Ginebra, donde los primos hermanos se casan luego de diez días de haberlo acordado con el beneplácito del juez Alphonse Frankenstein. Previamente, Victor le ha prometido a ella revelarle su terrible e inconfesable secreto al día siguiente de celebrarse el matrimonio. Se les “compró una casa no lejos de Colongy”[xxiv], que, dice Victor, “por estar cerca de Ginebra, nos permitiría disfrutar del campo y sin embargo visitar a mi padre cada día, pues él, con el fin de que Ernst pudiera proseguir sus estudios en la universidad, seguiría viviendo en la ciudad”. No obstante, la íntima y amorosa noche de bodas no se sucederá Colongy, sino en Evian[xxv]. Placenteramente se desplazan en barco a Evian por el lago de Ginebra. Desembarcan a las veinte horas y se dirigen a una recámara de la posada. Victor nunca olvidó el retintín de la frase con que lo sentenciara el monstruo: “estaré a tu lado en tu noche de bodas”; pero, curiosa y absurdamente, desde que se la dijo (y cuando la recordaba) no pensó que la víctima sería ella, si no él, pese a que está siendo blanco de una paulatina, sádica, dolorosa y cruel tortura, cuyo translúcido y obvio objetivo es matar a sus seres queridos y no a Victor ipso facto. Así, mientras revisa la casa en busca del gigantesco engendro (lleva siempre “un puñal y un par de pistolas”), oye “un grito agudo y estremecedor” en la habitación. Según le dice a Robert Walton: Elizabeth “Estaba tendida en el lecho, inánime, la cabeza ladeada, las facciones pálidas y convulsas, semiocultas por el cabello. Donde quiera que vaya veo la misma imagen: los brazos exangües y el cuerpo lacio, tirado sobre el tálamo nupcial por su asesino [...] En un instante perdí el conocimiento y caí al suelo.” 

 
Ilustración de Lynd Ward en
Frankenstein o el moderno Prometeo (Sexto Piso, 2013)
      Al recobrarlo, ve que lo rodean los habitantes de la posada y que en el cuello de ella se notan los indicios del estrangulamiento. Luego, según dice, “Con inexpresable horror vi asomarse a una de las ventanas el aborrecido y repugnante rostro del monstruo. Esbozó una mueca burlona mientas señalaba con su inmundo dedo el cadáver de mi esposa. Me abalancé hacia la ventana y, extrayendo del pecho una pistola, disparé; pero esquivó la bala, y, huyendo del lugar a la velocidad del rayo, se zambullo en las aguas del lago.” Victor regresa a Ginebra. Y al darle la mortífera noticia a su padre, sufre “una hemorragia cerebral”, y, según dice, “murió en mis brazos al cabo de unos días”[xxvi]. Victor vuelve a perder el sentido. Y luego cae en una especie de pesadillesco delirio; lo creen loco y durante “muchos meses” lo resguardan “en una celda solitaria”[xxvii]. Al salir cuerdo y al recordar la causa de sus depresiones y desventuras, Victor, con tal de vengarse y castigar al gigantesco monstruo, lo denuncia con un magistrado de Ginebra revelándole su ilícita y clandestina labor y los crímenes del engendro. Pero además de reflejar su incredulidad y la creencia de que el denunciante aún delira[xxviii], el magistrado le argumenta las dificultades para localizar, perseguir y detener a ese extraordinario y gigantesco ser poseedor de una descomunal fuerza, increíble velocidad y superlativa resistencia física en las bajas y extremas temperaturas bajo cero, capaz de subsistir en cuevas y cavernas inhabitables, y por ende le sugiere resignarse al fracaso. Ante esto, previsiblemente, Victor Frankenstein le anuncia que él buscará al monstruo hasta destruirlo.
     El círculo narrativo empieza a cerrarse. Luego de reunir dinero y joyas que fueron de su madre, Victor, que se olvida de la orfandad y vulnerabilidad de su adolescente hermano Ernest, abandona Ginebra persiguiendo al engendro. Pero el solemne, teatral y romántico preámbulo (con su tinte gótico) que encausa y catapulta la demencial y pesadillesca persecución ocurre en el cementerio. Victor, ante los restos del pequeño William, de su padre, y de su virginal esposa Elizabeth, se arrodilla en la hierba, besa la tierra, y con “labios temblorosos” grita su retórico, dramático y ampuloso juramento:
     “Por la sagrada tierra en la que estoy postrado, por los espíritus que me rodean, por el profundo y eterno dolor que siento, por ti, oh Noche, y por los fantasmas que te pueblan, juro perseguir a ese demonio, que ocasionó estas desgracias, hasta que uno de los dos sucumba en un combate a muerte. A este fin preservaré mi vida; para ejecutar esta cara venganza volveré a ver el sol y pisar la verde hierba, de todo lo cual, de otro modo, prescindiría para siempre. Y yo os conjuro, espíritus de los muertos, y a vosotros, errantes administradores de venganza, a que me ayudéis y orientéis en mi tarea. ¡Que el maldito e infernal monstruo beba la copa de la angustia y sienta la misma desesperación que ahora me atormenta!”
     Tras vociferar esto, el gigantesco monstruo surge de las sombras y se deja ver. Situación semejante a la escena ocurrida en el inhóspito Mar de Hielo, cuando a gran velocidad el monstruo se acerca y se hace presente ante Victor, luego de que éste invocara el favor y la voluntad de los “Espíritus errantes”. Pero también es parecida a la noche, con tormenta en derredor y en lontananza (obvia atmósfera gótica), en que Victor, en el solitario sitio de Plainpalais donde se halló el cadáver del pequeño William, el monstruo se dejó ver a lo lejos, luego de que Victor pronunciara la elegiaca endecha en memoria de su hermano menor. Mas ahora el engendro no se distancia con rapidez en medio de la tormenta y de la oscuridad de las sombras y de la lejanía y sin decir nada, sino que se carcajea estruendosamente y se burla de Victor y lo reta a que lo persiga. Persecución que —le dijo (y le dice) a Robert Walton— es el único objetivo de su vida “desde hace varios meses”. No obstante, ese presunto y largo seguimiento y rastreo resulta una delirante demencial paradoja, pues el gigantesco monstruo se hace perseguir —haciendo padecer a su supuesto perseguidor y guiándolo hacia una incierta meta en el Polo Norte, cuyo vengativo y coercitivo objetivo parece ser la continua tortura de la víctima y la inducida, paulatina y final muerte de ésta o su violento asesinato— y por ello le deja pistas, sarcásticas inscripciones e incluso alimentos. En este sentido, si la familia De Lacey, en la cabaña del bosque de Ingolstadt, creía que un “espíritu bueno y maravilloso” los protegía y auxiliaba, Victor llega a creer que lo auxilia el invisible “espíritu que había invocado” y que los espíritus de sus muertos velan por él. En uno de los mensajes que el monstruo le deja, lee: “Sígueme; voy hacia el norte en busca de las nieves eternas, donde padecerás el tormento del frío y el hielo al que yo soy insensible. Si me sigues de cerca, encontrarás no lejos de mí una liebre muerta; come y recupérate. ¡Adelante, enemigo!; aún nos queda luchar por nuestra vida; pero hasta entonces te esperan largas horas de sufrimiento.” Y en otro le advierte: “¡Prepárate!: tus sufrimientos no han hecho más que empezar. Abrígate con pieles, y aprovisiónate, pues pronto iniciaremos una etapa en la que tus desgracias satisfarán mi odio eterno.”
     Victor, esmirriado, llevaba unas “tres semanas” persiguiéndolo a bordo del trineo tirado por perros cuando “se abrió el hielo con un ruido atronador”. Según le dice a Walton, “En pocos minutos, un agitado mar me separó de mi enemigo, y me hallé flotando sobre un témpano de hielo, que menguaba por momentos y me preparaba una horrenda muerte.” Tal es el fatídico preludio de las “horas terribles” (especie de antesala de la muerte) que lo condujeron a advertir la presencia del detenido barco de Robert Walton y por ende a hacerse unos rudimentarios remos con una parte del trineo (al que le restaba un sólo perro) y a acercar al navío su balsa de hielo para preguntar hacia dónde se dirigía, pues de no ir al norte, Victor hubiera rechazado su rescate. Es entonces cuando inicia la breve amistad entre Robert Walton y Victor Frankenstein, que se vuelve entrañable, sobre todo para el patrón del barco (pues siempre añoró un amigo idóneo que hasta entonces nunca tuvo) y que dura un poco más de un mes. Y luego de narrarle su larga, polifónica y detallada historia, y dada su débil salud y posibilidad de fallecer antes de cumplir su cometido, Victor le pide que le jure que no dejará escapar al monstruo y que, si él fallece, llevará a cabo su venganza matándolo.

XII de XII
El séptimo capítulo del Volumen III del Frankenstein de 1818 cierra el círculo narrativo de la novela con un retorno al relato que, a manera de cartas y de diario, Robert Walton le dirige a Margaret Saville, su hermana residente en Londres. Son cinco entradas cuyas fechas rezan: “26 de agosto de 17...”, “2 de septiembre”, “5 de septiembre”, “7 de septiembre” y “12 de septiembre”. En la primera, Walton asienta que Victor Frankenstein, quien parece un anciano muy viejo y muy débil, le ha narrado su dramática historia en el transcurso de una semana (negándose a revelarle el secreto “para infundir vida en la materia inerte”[xxix]), cada vez más frágil y exánime, y con sueños y delirios en los que cree que en realidad habla con los muertos tan queridos por él; quien además “corrigió y aumentó en muchos puntos” lo transcrito por Walton de su voz, “sobre todo en los diálogos con su enemigo, a los que dotó [dizque] de mayor autenticidad”[xxx]. En la segunda entrada, Walton alude el riesgo de no poder regresar a Inglaterra, pues el barco está detenido y atorado entre los témpanos y montañas de hielo, y los marineros, temerosos por su vida, quizá se amotinen[xxxi]. En la tercera, Walton apunta la posibilidad de que su hermana Margaret nunca lea los papeles que le ha escrito, pues la tripulación se amotina y se niega a continuar la exploratoria travesía. Victor, desde su fragilidad y postración, cuestiona a los marineros y les arenga para que no sean unos cobardes que se desdicen y se rajan. Walton les pide que recapaciten y les informa que él no seguirá “avanzando hacia el norte en contra de su voluntad”. Aún ignora qué decisión tomarán los marineros, pero él deja entrever lo que piensa: “preferiría la muerte a regresar, cubierto de vergüenza, sin haber podido alcanzar mis objetivos [...], temo que ése sea mi destino; sin el ánimo que les pudiera infundir la idea de la gloria y el honor, mis hombres jamás se avendrán a proseguir sus actuales penurias.” En la cuarta entrada, Walton le dice a su hermana que vuelve “desilusionado e ignorante”, pues accedió al “regreso si los hielos lo permiten”. Y en la quinta y última entrada le reporta que ya retorna navegando rumbo a Inglaterra (pese a que fue en Arkángel, puerto ruso, donde rentó el barco, pagó el seguro al dueño y contrató a la ahora diezmada y amotinada tripulación). Pero también le narra la patética y lacrimosa muerte de Victor Frankenstein sucedida el 9 de septiembre, pues en la nota que corresponde a la frase: “El diecinueve de septiembre”, Isabel Burdiel puntualiza: “Errata en el original por el 9 de septiembre.”[xxxii] Pero la nocturna y pesadillesca cereza del pastel es la sorpresiva irrupción del gigantesco monstruo, a la medianoche, en el camarote donde yace el cadáver de su creador. Según dice Walton, tras oír ruidos y voces y dirigirse allí: “Entré en el camarote donde yacían los restos de mi malhadado y admirable amigo. Sobre él se inclinaba un ser para cuya descripción no tengo palabras; era de estatura gigantesca[xxxiii], pero de constitución deforme y tosca. Agachado sobre el ataúd, tenía el rostro oculto por largos mechones de pelo enmarañado; tenía extendida una inmensa mano, del color y la textura de una momia. Cuando me oyó entrar, dejó de proferir exclamaciones de pena y horror, y saltó hacia la ventana. Jamás he visto nada tan horrendo como su rostro, de una fealdad repugnante y terrible. Involuntariamente cerré los ojos e intenté recodar mis obligaciones acerca de este destructivo ser. Le ordené que se quedara.”
    
El monstruo
(Boris Karloff)
   El gigantesco monstruo interrumpe su huida y no ataca ni destruye a Robert Walton, quien al verlo de cerca confirma y reitera la aversión que suscita: “había algo demasiado pavoroso e inhumano en su fealdad”[xxxiv]. En el retórico, retorcido, contradictorio, autolastimero y ampuloso argumento (con parafraseos bíblicos derivados de su particular lectura de El Paraíso perdido de Milton) que el sádico e inmoral asesino en serie le expone a Walton, descuella el hecho de que repite su queja de que está “completamente solo” (y sin amor), sin nadie que lo quiera, apapache y acepte tal y como es de feo y monstruoso (intríngulis que siempre deploró y lo hizo infeliz, autolastimero y llorón), que se siente víctima de “toda la raza humana” que pecó contra él rechazándolo y agrediéndolo, y que él mismo pondrá fin a su desolada, sufriente, patética, asesina, breve y marginal existencia: “Me alejaré de su bajel en la balsa que me trajo hasta él y buscaré el punto más alejado y septentrional del hemisferio; haré una pira funeraria, donde reduciré a cenizas este cuerpo miserable, para que mis restos no le sugieran a algún curioso y desgraciado infeliz la idea de crear un ser semejante a mí. Moriré.” Suicidio y teatral rito funerario no narrado en la novela, que tal vez ocurrió o tal vez no, pues no deja de ser discordante y rocambolesco, y al unísono desconcierta y sorprende (lo cual quizá implique una mentira del tamaño del mundo), que ahora el sentimentaloide, rencoroso, cruel y burlón monstruo, dizque arrepentido (“¡Engendro hipócrita!”, le grita Robert Walton), llore (a imagen y semejanza de una infantil y desconsolada Magdalena) frente al cadáver de Víctor Frankenstein —a quien previamente, vengativo, sádico, cruel y sanguinario, acosaba y atraía sin conmiseración hacia un destino incierto nada halagüeño—, y que rebuzne de sí mismo: “la maldad me ha degradado”, “soy peor que las más despreciables alimañas. No hay crimen, maldad, perversidad, comparables a los míos.” Y más aún: que elogie (con lagrimones en el rostro) a su ultradespreciado, ultratorturado y archiodiado creador (ídem su padre que lo condenó a la monstruosa fealdad, al desamor, a la agresión y rechazo del género humano, a la infelicidad, y al extremo aislamiento) y dizque ansíe su perdón: “Ésa es también mi víctima”, le dice lloriqueando a Robert Walton, “con su muerte consumo mis crímenes. El horrible drama de mi existencia llega a su fin. ¡Frankenstein!, ¡hombre generoso y abnegado! [sic], ¿de qué sirve que ahora implore tu perdón? A ti, a quien destruí despiadadamente, arrebatándote todo lo que amabas. ¡Está frío!; no puede contestarme.”


Portada del número 4 de The Edison Kinetogram (marzo 15, 1910), donde se ve
al monstruo (Charles Ogle) en un fotograma de Frankenstein (1910), filme silente
guionizado y dirigido por J. Searle Dawley, que es la primera adaptación
cinematográfica de la celebérrima e inmortal novela de Mary W. Shelley.




Bibliografía de Frankenstein

Pérez, Ángela, La noche de los monstruos. Incluye: Frankenstein o el moderno Prometeo (1831), de Mary W. Shelley (traducción del inglés de Mercedes Rosúa); “Augustus Darvell, fragmento” (1819), de Lord Byron (traducción de Ángela Pérez); y “El vampiro” (1819), de John William Polidori (traducción de Ángela Pérez). Edición, prólogo, notas biográficas, bibliografía y cronología de Ángela Pérez. Edhasa. Barcelona, 2012. 446 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Introducción de James Rieger. Traducción del inglés al español de Francisco Torres Oliver. Notas de Gabriel Casas y Cristina Garrigós. Iconografía en color y en blanco y negro de Fuencisla del Amo y Francisco Solé. Colección Aula de Literatura núm. 38, Ediciones Vicens Vives. Barcelona, 2006. 318 pp.
Shelley, Mary, Frankenstein. Traducción y notas de Alberto Vidaurri. Prólogo de Eduardo Monteverde. Curaduría y nota de Alejandro Sordo. Ilustraciones en blanco y negro de Acamonchi (Gerardo Yépiz). Arte y Letras, Editorial Mirlo. México, 2017. 280 pp.
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o El moderno Prometeo. Traducción del inglés al español de María Engracia Pujals. Edición, prólogo, notas y bibliografía de Isabel Burdiel. Iconografía en blanco y negro. Colección Letras Universales núm. 230, Ediciones Cátedra. 4ª edición. Madrid, 2003. 260 pp.
Wollstonecraft Shelley, Mary, Frankenstein o el moderno Prometeo. Traducción del inglés de Rafael Torres. Epílogo de Joyce Carol Oates (traducción de Jesús Gómez Gutiérrez). Ilustraciones en blanco y negro de Lynd Ward. Editorial Sexto Piso. México, 2013. 264 pp.


Bibliografía complementaria

Bailey, Ruth, Shelley. Traducción del inglés de Teba Bronstein. Grandes vidas núm. 3, Editorial Nova. Buenos Aires, 1945. 168 pp.
Brailsford, Henry Noel, Shelley, Godwin y su círculo. Traducción del inglés de Margarita Villegas de Robles. Grandes estudios III, FCE. México, 1942. 208 pp.
Coleridge, Samuel Taylor, Biographia literaria. Traducción, antología y presentación de E. Hegewicz. Colección Maldoror núm. 30, Editorial Labor. Barcelona, 1975. 144 pp.
Coleridge, Samuel Taylor, The Rime of the Ancient Mariner and other poems. La Rima del Viejo Navegante y ottos poemas. Cronología, introducción notas y traducción de Adolfo Sarabia Santander. Erasmo, texto bilingües, Bosch, Casa Editorial. Barcelona, 1983. 206 pp.
Coleridge, Samuel Taylor, Una visión en dos sueños. La balada del viejo marinero. Kubla Khan. Edición bilingüe. Versión en español de Nelly Keoseyán. Iconografía en blanco y negro de Gustave Doré. Tezontle, FCE. México, 2005. 176 pp.
Lichtenberg, Georg Christoph, Aforismos. Traducción del alemán, antología, prólogo y notas de Juan Villoro. Breviarios núm. 474, FCE. México, 1989. 304 pp.
Maurois, André, Ariel o la vida de Shelley. Traducción del francés de Irene Polo. Grandes biografías históricas y novelescas, Editorial Losada. Buenos Aires, 1939. 260 pp.
Milton, John, El Paraíso perdido. Edición, traducción, introducción y notas de Esteban Pujals. Letras Universales núm. 53, Ediciones Cátedra. Madrid, 1996. 512 pp.
Molina Foix, Juan Antonio, Frenesí Gótico. Selección, traducción, prólogo y notas de Juan Antonio Molina Foix. Colección Gótica núm. 56, Valdemar. Madrid, 2005. 238 pp.
Navarro, José Antonio, Sanguinarius. 13 historias de vampiros. Traducción de José Luis Moreno-Ruiz. Selección, prólogo y notas introductorias de Antonio José Navarro. Colección Gótica núm. 60, Valdemar. Madrid, 2005. 368 pp.
Shelley, Jaime Augusto, Hierofante. Vida de Percy B. Shelley. Cuadernos de lectura popular núm. 93, Serie La Honda del Espíritu, SEP. México, 1967. 64 pp.
Shelley, Percy Bysshe, Crítica filosófica y literaria. Según la edición de John Shawcross, Londres: Henry Frowde 1909. Introducción de José Montoya e Inmaculada Tormo. Traducción del inglés de Inmaculada Tormo. Clásicos del pensamiento núm. 10, Ediciones Akal. Madrid, 2002. 160 pp.
Shelley, Percy Bysshe, No despertéis a la serpiente. Antología poética bilingüe. Traducciones del inglés, prólogo y notas de Juan Abeleira y Alejandro Valero. Poesía núm. 79, Hyperión. 3ª edición. Madrid, 1997. 208 pp.
Siruela, Conde de, El vampiro. Edición y prólogos del Conde de Siruela (Jacobo Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo). Traducciones de Francisco Torres Oliver y otros. Iconografía en blanco y negro. Libros del tiempo núm. 141, Ediciones Siruela. Madrid, 2001. 448 pp.
Wollstonecraft, Mary, Vindicación de los Derechos de la Mujer. Traducción del inglés de Carmen Martínez Gimeno. Introducción y notas de Isabel Burdiel. Feminismos núm. 18, Ediciones Cátedra/Universidad de Valencia/Instituto de la Mujer. 2ª ed. Madrid, 1996. 400 pp.
Wollstonecraft, Mary, Vindicación de los derechos de la mujer. Traducción del inglés de Marta Lois González. Introducción de Shelia Rowbotham (traducción de Alfredo Brotons Muñoz). Notas de Nina Power. Revoluciones núm. 10, Ediciones Akal. Madrid, 2014. 320 pp.




[i] James Rieger (op. cit.) lo bosqueja así: Mary Wollstonecraft “falleció once días después de dar a luz a la niña que años más tarde escribiría Frankenstein. Durante el parto no pudo expulsar la placenta y, en una época en la que se desconocía la importancia de la asepsia, la voluntariosa intervención del médico no consiguió otra cosa que agudizar la infección de la que finalmente falleció la madre de nuestra autora.”
[ii] Ver Vindicación de los Derechos de la Mujer, el libro de Mary Wollstonecraft, coeditado en Madrid, en 1996, por Ediciones Cátedra, la Universidad de Valencia y el Instituto de la Mujer, traducido del inglés por Carmen Martínez Gimeno e “Introducción” de Isabel Burdiel. Y/o el homónimo de Ediciones Akal, editado en Madrid, en 2014, traducido del inglés por Marta Lois González;  con “Introducción” de Sheila Rowbotham (traducida por Alfredo Brotons Muñoz) y “Notas” de Nina Power.
[iii] Ver Shelley, Godwin y su círculo (FCE, 1942), libro del británico Henry Noel Brailsford (1873-1958), cuya primera edición en inglés data de 1913; mientras que la segunda y última edición del FCE data de 1986.
[iv] Relevantes y significativas líneas que, curiosa y conservadoramente, fueron mutiladas por la autora en la edición de 1831.
[v] Su citada “hija ilegítima [tres años mayor que Mary, nacida en El Havre, Francia, el 14 de mayo de 1794] producto del breve, pero apasionado, romance que mantuvo con el americano Gilbert Imlay en el París jacobino”; quien tras suicidarse con láudano (en Swansea) “nadie reclama el cuerpo”, ni siquiera su padrastro William Godwin, quien nunca la quiso. Según Isabel Burdiel el suicido de Fanny Imlay ocurrió en septiembre de 1816; y según Ángela Pérez fue el 9 de octubre de ese año.
[vi] Supuesto defensor del amor libre y dizque opuesto al matrimonio, la decisión de casarse con Mary Wollstonecraft el 29 de marzo de 1797 iba en contra de los principios de ambos “y obedecía exclusivamente a razones de conveniencia social”; es decir, para que su mutuo hijo fuera legítimo (resultó ser la futura autora de Frankenstein) y Mary Wollstonecraft pudiera sortear la moralina de fétidas recriminaciones y las trabas sociales que implicaba ser madre soltera de una hija o hijo ilegítimo. Sufrible y difícil meollo que había padecido “en el París jacobino” con su hija ilegítima Fanny Imlay; lo cual la había inducido, apunta Burdiel, “a poner fin a las mismas por el expeditivo procedimiento de arrojarse a las aguas del Támesis”. Infructuoso y novelesco intento (ocurrido “una tarde lluviosa de octubre de 1795”) que Burdiel bosqueja al inicio de su prólogo a la Vindicación de los Derechos de la Mujer (libro datado en la Bibliografía complementaria).
[vii] Hijo de la “supuesta viuda” Mary Jane Clairmont la segunda esposa de William Godwin, y medio hermano de Jane Clairmont, pues al parecer eran hijos de diferentes padres. Según apunta Ángela Pérez en su “Cronología”, cuando Mary Jane Clairmont se casó con Godwin el 21 de diciembre de 1801, Charles tenía siete años y Jane (que luego se haría llamar Claire) tenía cuatro.
[viii] El único hijo que William Godwin tuvo con la “supuesta viuda” Mary Jane Clairmont, quien fallecería de cólera a los 29 años el 8 de septiembre de 1832.
[ix] La única hija que tuvo William Godwin.
[x] Ver Aforismos (FCE, 1989), de Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799); antología, traducción del alemán y notas de Juan Villoro.
[xi] En la edición de 1831 es “un baúl de cuero”.
[xii] En la citada carta que Elizabeth Lavenza le envió a Victor Frankenstein (la datada en “Ginebra, 18 de marzo de 17…”) lo describe como un querubín: “También quiero contarte algo, querido primo, del pequeño William. Me gustaría que lo vieras. Es muy alto para su edad; tiene los ojos azules, dulces y sonrientes, las pestañas oscuras y el pelo rizado. Cuando se ríe, le aparecen dos hoyuelos en las mejillas sonrosadas. Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita, una bonita criatura de cinco años.” Vale observar que el apellido “Biron” figuró así en la edición de 1818 y así lo preservó Mary Shelley en la edición de 1831 (pese a que en la edición de La noche de los monstruos aparece como “Byron” y no así en la edición de Vicens Vives ni en otras, entre ellas la de Sexto Piso y la de Mirlo). En la novela, en su nota 56, Isabel Burdiel apunta que se trata de una información añadida por Percy Shelley (y remite al preciso sitio de los manuscritos de la Abinger Collection). Y según ella, “En el apellido de la niña puede haber una referencia a la futura hija de Byron y Claire Clairmont que, sin embargo, acabó llamándose Allegra.” No obstante, esa “futura hija” al parecer ya había nacido cuando Mary y/o Percy pusieron el punto final al manuscrito del primer Frankenstein. Es decir, Allegra nació el 5 de enero de 1817 (moriría a los 5 años el 19 de abril de 1822) y Mary concluyó su manuscrito el 14 de mayo de 1817 y Percy insertó en solitario los últimos agregados y modificaciones, incluido el anónimo “Prólogo”, fechado en “Marlow, septiembre de 1817”. En este sentido, vale volver a recordar que según dice James Rieger (op. cit.), “Tras algunos intentos fallidos de encontrar editor, Frankenstein fue vendida a una editorial de dudosa reputación, que la publicó anónimamente el 11 de marzo de 1818.”
[xiii] En ese violento episodio es donde se revela que el padre de Victor es juez.
[xiv] En la edición de 1818 el monstruo la ve pasar cerca de donde él anda en Plainpalais y “sigilosamente” (como si fuera un fantasma invisible e inaudible) se le acerca e introduce “el retrato en uno de los pliegues de su traje”; mientras que en la edición de 1831 hace eso mientras ella duerme a pierna suelta, pues la ve en un granero dormida sobre la paja.
[xv] “El báculo de mis postreros años”, dijo de ella el ilusionado tío, aspirante a suegro.
[xvi] En la edición de 1831 para ese viaje se contemplan “unos pocos meses y, como máximo, un año”.
[xvii] En la edición de 1831 es “a finales de septiembre”.
[xviii] En la edición de 1818 es Victor quien piensa en Henry Clerval como compañero de viaje, pero en la edición de 1831 es Elizabeth Lavenza quien lo entromete y encandila.
[xix] Esto también lo dice en la edición de 1831.
[xx] Errónea contradicción no corregida por Mary Shelley en la edición de 1831, la cual, incluso, la observa la traductora Mercedes Rosúa en una nota al pie de página: “Adviértase que en el capítulo anterior se fecha la llegada a Inglaterra a finales de diciembre.”
[xxi] “En la costa norte de Escocia”, apunta Burdiel.
[xxii] Condenatoria, cruel e inmisericorde frase extirpada en la edición de 1831.
[xxiii] En la edición de 1831 zarpan de “la costa de Irlanda” y es más breve el relato del retorno.
[xxiv] “Pueblo en la orilla sur del lago de Ginebra”, apunta Burdiel.
[xxv] En la edición de 1831 la noche de bodas también será en Evian, pero a los novios no se les regala una casa en Colongy (cuyo modelo podría ser Villa Diodati o la Maison Chapuis), sino que viajarán a Italia, a Villa Lavenza, con seguridad a su luna de miel y quizá a vivir allí por un tiempo o para siempre, pues el padre de él gestionó para que el gobierno austríaco le devolviera a Elizabeth “una parte de su herencia”, y por ende le “pertenecía una pequeña posesión a orillas del lago Como”, lugar donde la novia viviera de niña, ya huérfana, entre los chiquillos de una pobrísima pareja de granjeros.
[xxvi] En la edición de 1831 se eliminó la “hemorragia cerebral” y sólo dice que murió al no poder “vivir bajo los horrores que a su alrededor se acumulaban”.
[xxvii] Aquí se observa un paralelismo y cierta coincidencia entre las fiebres nerviosas y los delirios que padece Victor Frankenstein, con la “fiebre agudísima, con frecuentes accesos delirantes” que sufre Aubrey (joven y ricachón) —protagonista del cuento de Polidori— tras el asesinato en Atenas de la bellísima y seductora Ianthe (de quien él se sentía atraído y enamorado y hasta elucubró con el casorio), atacada sin misericordia por el monstruoso vampiro, causa de la inmediata muerte de los padres de ésta, “traspasados de dolor” (ídem el padre de Victor Frankenstein); e incluso en la hipótesis de la supuesta locura, pues en el episodio que precede al dramático final, quienes rodean a Aubrey en su mansión en Londres —tutores, médico y servidumbre—, también lo creen loco y por ende durante meses lo mantienen encerrado en una recámara.
[xxviii] Vale observar que los delirios, las fiebres nerviosas y las pesadillas que padece Victor Frankenstein, ineludiblemente evocan las crisis nerviosas y de ansiedad y las alucinaciones que sufrió Percy Shelley en Villa Diodati en el aquel extraño verano de 1816. Percy, además, desde los 20 años, y hasta su muerte, padecía ataques nerviosos y acostumbraba ingerir “grandes dosis de láudano y opio”, y en períodos de mucho desasosiego y angustia bebía “enormes cantidades alcohol”, incluso sufrió espasmos y lo creían o lo creyeron propenso a la locura. En este sentido, según se lee en La noche de los monstruos, Polidori apuntó en el fragmento de su diario correspondiente a la citada entrada del “18 de junio”: “Tengo la pierna mucho peor [el día 15 había anotado: ‘me resbalé al saltar de un muro y me torcí el tobillo izquierdo’]. Shelley y compañía aquí. La señora Shelley me llama hermanito. Empecé mi cuento de fantasmas después del té. Doce en punto, empezó conversación realmente fantasmal. L[ord] B[yron] recitó unos versos del Christabel de Coleridge, los de los senos de la hechicera; en el silencio que siguió, Shelley empezó a gritar de pronto, se llevó las manos a la cabeza y salió corriendo de la habitación con una vela. Le eché agua en la cara y luego le di éter. Estaba mirando a la señora Shelley y recordó a una mujer de la que le habían contado que tenía ojos en lugar de pezones, lo cual se apoderó de su mente y se aterró […]” Sintomática anécdota que evoca un pasaje de la “Cronología” de No despertéis a la serpiente: en la entrada “1822”, en lo que corresponde a “Junio”, se lee: “Mary sufre un aborto, tiene copiosas pérdidas de sangre, pero gracias a la oportuna intervención del poeta (aplicándole hielo) logra salvarse milagrosamente. Con semejante conglomerado de desdichas sobre su espalda —y su conciencia— Shelley cae en una amarga depresión. Tiene pesadillas y alucinaciones: en una de ellas, una niña semejante a Allegra [la hija de Claire y Byron,  fallecida de tifus el pasado ‘19 de abril ‘en un convento de Bagnacavallo’], emergiendo luminosa del océano, palmotea con angustia sus manos; en otra se le aparece su sosias, su ‘Doppelgänger’ [su doble fantasmagórico], y le pregunta: ¿Hasta cuándo pretendes seguir viviendo satisfecho de ti?; por último, en una doble visión, entran los Williams a su cuarto [Jane y Edward, con quienes él, Mary y Claire compartían vivienda en la Casa Magni en la Bahía de Lerici], totalmente ensangrentado y derruido, para advertirle de que la casa se está viniendo abajo, mas, cuando acude a socorrer a Mary contempla cómo él mismo la está estrangulando. Su estado de ánimo ya disuelto, fluctúa entre la alegría casi histérica y el más oscuro abatimiento. Escribe a Trelawny [amigo de él y Byron, que estaría presente en la legendaria cremación de los restos de Percy] pidiéndole una dosis letal de ácido prúsico, ‘no para utilizarlo de inmediato, sino porque deseo tener a mi alcance la llave dorada que conduce a aposento del eterno descanso’.”
[xxix] Su oculta y transgresora gnosis de nuevo Prometeo: el arte de crear un ser humano con procedimientos derivados de la ciencia y no de la magia ni de la alquimia, que así se lo prohíbe y niega a las generaciones futuras (que paulatinamente podrían perfeccionarlo), puesto que para Victor Frankenstein significa e implica la serpiente que lo muerde y castiga sus entrañas, atormentándolo en sí mismo, y haciéndolo sufrir e ir con prisa y para siempre al más allá.
[xxx] Burdiel reporta que Percy Shelley trabajó y pulió con Mary tales diálogos y quizá por ello resultan tan retóricos, ampulosos y artificiales.
[xxxi] Además de lo apuntado por el reseñista sobre el apelativo Mar de Hielo (aplicado al “inmenso glaciar en constante movimiento” en las inmediaciones del Montanvert) —ver el pie 57 de la entrega 1 de 2 de la presente reseña—, la imagen que ilustra la portada del Frankenstein de Ediciones Cátedra sobre todo remite al trágico destino que asusta y quiere eludir la amotinada tripulación del barco de Robert Walton. En la novela, al respecto, Isabel Burdiel dice en su nota 10: “La expedición de Robert Walton en busca de la ‘Ruta del Norte’ formaría parte, en la ficción, de una empresa ya antigua que habían iniciado otros ingleses como Sebastián Cabot (1533) o Arthur Pet y Charles Jackman (1580). La expedición sueca del barón Nordenskiöld logró finalmente llegar navegando al Pacífico Norte en 1878. En vida de Mary Shelley —y casi coincidiendo con la publicación de Frankenstein— causó sensación la expedición de W.E. Parry al Polo Norte (1819-20) que fue objeto de inspiración para varios pintores románticos. El Mar Glacial de Caspar David Friedrich (1774-1840), reproducido en la cubierta, es quizás la mejor y más famosa de aquellas obras.”


El Mar Glacial (1823-1824)
Óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich

[xxxii] Corregida en la edición de 1831.
[xxxiii] Mide “unos ocho pies”, o sea: casi dos metros y medio.
[xxxiv] Tan repulsiva y repugnante que impedía y “hacía imposible mirarlo”, dijo Victor Frankenstein.

martes, 4 de julio de 2017

Los ojos de Davidson

 Podemos confundirlos con el universo

Con el número 11 de Ars brevis, colección de Ediciones Atalanta, en noviembre de 2006, en Barcelona, se terminó de imprimir el libro Los ojos de Davidson, antología de cinco cuentos del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946), con traducción al español de José Luis López Muñoz y prólogo de Alberto Manguel: “Casandra en Inglaterra: la visión profética de H.G. Wells”. 
   
Colección Ars brevis núm 11, Ediciones Atalanta
Barcelona, noviembre de 2006
        El primero de los cuentos: “Los ojos de Davidson”, alguna vez fue traducido por Jorge Luis Borges (1899-1986), pues con el rótulo “Los distantes ojos de Davidson” el 19 de mayo de 1934 apareció, en Buenos Aires, en el número 41 de la Revista Multicolor de los Sábados, del diario Crítica. Además de que Ediciones Atalanta no acredita de qué libro o libros tradujo José Luis López Muñoz, en las páginas interiores no se precisa (ni en una nota ex profeso ni en el prólogo ni entre paréntesis ni al inicio ni al final de cada cuento) el año de la publicación de cada uno (en alguna revista o periódico) ni a qué libro original pertenecen. La vaga excepción es el quinto relato: “El país de los ciegos”, pues además de que Alberto Manguel algo refiere y comenta en su prólogo (“Wells publicó una primera versión del cuento en 1904”, “Treinta y cinco años más tarde cambió el final”), en las postreras páginas de la narración se anuncian, intercalados con precedentes rótulos en cursiva, los dos finales del cuento concebidos por H.G. Wells. El primer rótulo reza: Lo que sigue es la conclusión original de “El País de los Ciegos” publicada en la edición de SM [sic] de abril de 1904. Y el segundo: Lo que sigue es el final revisado del relato, escrito y publicado por Wells en 1939.
   Ante esto, lo que a priori descuella es la danza de las fechas acuñadas por ciertos antólogos en español y en otros idiomas (especie de diosecillos bajunos que simulan poseer los omniscientes y ubicuos ojos del universo y por ende dizque pueden señalar con su “infalible” dedo flamígero dónde está la microscópica y seminal fisura o el punto nodal y exacto del pedúnculo umbelífero). 
 
Colección El ojo sin párpado núm. 2 (vol. II), Ediciones Siruela
Madrid, marzo de 1987
        Por ejemplo, en el segundo tomito de Cuentos fantásticos del siglo XIX, la celebérrima antología de Italo Calvino editada por Siruela, en Madrid, en marzo de 1987, se lee, con traducción de G. Mion, la primera versión de “El país de los ciegos” datada en 1899. Y en la antología prologada y anotada por Juan Antonio Molina Foix: Álter ego. Cuentos de dobles, editada por Siruela en Madrid, en 2007, con el número 245 de la serie Libros del Tiempo, entre los datos curriculares de Wells el antólogo fecha “El país de los ciegos” en 1895. 
   
Colección Libros del Tiempo núm. 245, Ediciones Siruela
Madrid, 2007
            Al inicio de “El primer Wells” —ensayo reunido en su libro Otras inquisiciones (1937-1952) (Sur, 1952)—, Borges apunta que Oscar Wilde llamó a H.G. Wells: “Un Julio Verne científico”. El fantástico cuento “Los ojos de Davidson”, que narra la voz de un tal Bellows, podría ubicarse, si se quiere, bajo tal etiqueta, pero sin un grumo peyorativo ni para encasillarlo allí de manera ortodoxa o por lo siglos de los siglos. Todo lo contrario. El aparente sonambulismo o trastorno psíquico o alcohólico ocurrido a Sidney Davidson hará unos “tres o cuatro años” en el laboratorio principal del Harlow Technical College, en la capital británica, quizá tenga su mejor y más probable explicación en las hipótesis e indagaciones científicas del decano Wade en torno a la Cuarta Dimensión, a las “diferentes clases de espacio” y a la “existencia de una curva en el espacio”. Según el decano Wade (cuya hipótesis evoca los tácitos e implícitos experimentos con la galvanización y la electricidad del filósofo naturalista Victor Frankenstein) “parecer ser que Davidson, al agacharse entre los polos del gran electroimán, recibió algún impulso extraordinario en sus células retinales gracias a un cambio repentino en el campo de fuerza provocado por el relámpago.” Pero lo que resulta un hecho irrefutable es que Davidson, “durante tres semanas”, vivió al unísono en dos espacios-tiempos totalmente contrapuestos en el globo terráqueo. En un espacio-tiempo su cuerpo y su mente estaban en Londres, pero sin que sus ojos pudieran ver absolutamente nada. Y en el otro espacio-tiempo sus ojos y su intelecto estaban en una pequeña ínsula de las Islas Antípodas (“a doce mil kilómetros” de distancia). Si en Londres era de día, en la isla era de noche. Davidson, sin verlos y tropezándose, podía conversar con sus colegas en Londres (su amigo Bellows, el profesor Boyce, el decano Wade), o con su padre o con su novia (hermana de Bellows), y narrarles lo que sus ojos veían en el otro lado del planeta. Es decir, mientras su cuerpo deambula o es conducido en Londres y no ve absolutamente nada (ni siquiera su nariz), su raciocinio y sus ojos están, viven y observan en la agreste y lejana isla. Pero además, de manera sincronizada, siente su corporeidad en la ínsula al unísono de los desplazamientos de su cuerpo en Londres; de modo que sus vivencias en el islote llegan a ser opresivas y pesadillescas. Por ejemplo, cuando está “hundido hasta el cuello en un banco de arena”, cuando vive una tormenta, y cuando paulatinamente desciende bajo las aguas del mar (observando el cielo nocturno y la fauna marina) y está a punto de ahogarse.
    En el preludio del fin de esas desconcertantes tres semanas, Davidson empezó a ver en Londres a través de un agujero. Los agujeros se fueron multiplicando; y casi recuperado se casó con la hermana de Bellows. Y la prueba fehaciente de que sus ojos y su inteligencia estuvieron en ese islote del archipiélago de las Islas Antípodas la tuvo “Unos dos años después de su curación”, cuando Sidney Davidson conoció y charló con un tal Atkins, “teniente de navío de la marina británica”, quien le mostró fotografías del “viejo Fulmar”: que resultó ser, luego de un breve cotejo, el auténtico barco que los ojos de Davidson veían en esa solitaria y distante isla habitada por pingüinos. De ahí que casi al inicio del relato, Bellows diga sobre la inusitada experiencia vivida por su amigo y cuñado: “Nos hace soñar con las más extrañas posibilidades de comunicación en el futuro, con pasar en el otro lado del mundo cinco minutos interpolados, o (sin saberlo) con ser observados por otros ojos en nuestras operaciones más secretas.” 
   
H.G. Wells en 1901
        El segundo cuento antologado: “Bajo el bisturí” (1896), fue reunido por H.G. Wells en su libro: The Plattner Story and Others (London, Methuen & Co., 1897). La voz narrativa es la de un británico radicado en Londres que sufre, desde hace más de un año, de un doloroso padecimiento en el hígado (de ahí su prolongada depresión) y por ende es intervenido quirúrgicamente, en su casa, por un par de cirujanos, pese a su miedo a morir durante la operación. Los médicos, para anestesiarlo, le dan a oler cloroformo. Pero en lugar de sumergirse en la inconsciencia sigue lúcido y, semejante a un invisible ojo avizor en lo alto, observa su cuerpo tendido en la cama y el procedimiento de los médicos, e incluso sus pensamientos. De modo que mira la secreta rivalidad y las íntimas controversias mentales de Mowbray y Haddon, el par de cirujanos; y el instante en que éste, horrorizado, corta la vena porta y corre la sangre y el paciente supone que lo mataron. Pero en vez de morir, sigue lúcido y aún más. Según dice: “Mis percepciones eran más precisas y rápidas que cuando estaba vivo; los pensamientos me pasaban por la cabeza con increíble rapidez pero con total precisión. Sólo puedo comparar su intensa claridad con los efectos de una dosis razonable de opio.”
    El paciente tiene la certeza de que es inmortal. Y partir de ahí, al unísono de sus preguntas y conjeturas, realiza un extraordinario y asombroso viaje interestelar (y aún más lejos), como si su intelecto y sus ojos (un ente mental) lo hicieran en una prodigiosa y veloz nave invisible que se desplaza y viaja con la inconmensurable velocidad de un pensamiento que puede ir y venir instantáneamente por todos los rincones y recovecos del universo. Pero es el viaje de un individuo solitario que de antemano, se deduce, ha observado la bóveda celeste con un telescopio, mapas, diagramas y libros. De modo que refiere, en su velocísimo y constante alejamiento, el nombre de los planetas, de las estrellas, de las constelaciones, etcétera. Ya muy remoto de la “harapienta cinta de la Vía Láctea”, muy lejos del Sistema Solar del que es oriundo, arriba a un “espacio sin estrellas”, a un “vacío del Más Allá” al que está siendo arrastrado, donde “la oscuridad, la nada y el vacío” lo rodean por todas partes. Según dice: “Pronto el insignificante universo de la materia, la jaula de puntos en la que mi ser había tenido su comienzo, iba empequeñeciéndose convertido ya en disco giratorio de luminosa brillantez, y enseguida reducido a un diminuto disco de luz borrosa. Un poco más y quedaría convertido en un punto antes de desaparecer por completo.”
   El límite de ese extraordinario viaje por lo insondable e infinito del cosmos (matizado con sus observaciones, hipótesis e interrogantes de carácter ontológico y gnoseológico, cuyos detalles y episodios mira con los invisibles ojos de la mente y le parece que han durado una eternidad) se sucede cuando arriba a una zona fronteriza y fantasmagórica que semeja el preludio de la constatación de cierta deidad y del incontestable origen y logos del cosmos. No obstante, en vez de ocurrir esto, comienza a tener atisbos de su infinitesimal individualidad postoperatoria en Londres, y del hecho de que ese rapidísimo viaje por el universo, que parecía tan eterno, tan insondable y no menos ignoto y enigmático que el firmamento, ha transcurrido en el término de una hora.
   
H.G. Wells en 1943
        “El astro” (1897), el tercer cuento antologado, fue recogido por H.G. Wells en su libro Tales of Space and Time (New York, Doubleday and MacCure Co., 1899). Narrado por una omnisciente y ubicua voz narrativa, los acontecimientos globales e interplanetarios que se relatan en “El astro” se ubican en el futuro: es decir, “a comienzos del siglo XX”, precisamente a partir de que “El primer día del año nuevo, de manera casi simultánea, tres observatorios astronómicos anunciaron que la trayectoria del planeta Neptuno, el más lejano de todos los que giran alrededor del Sol, sufría perturbaciones.” No obstante, “en diciembre”, un tal Ogilvy ya “había llamado la atención sobre una supuesta disminución” en la velocidad de Neptuno y en la aparición en él “de una débil y remota manchita de luz”.
      Si bien la amplitud de la mirada y perspectiva de la omnisciente voz narrativa abarca la finitud y el “desmesurado aislamiento del Sistema Solar”: “El Sol, con las motas que son sus planetas, con su polvo de asteroides y sus impalpables cometas, nada en una inmensidad vacía que resulta casi inimaginable”, el pesadillesco meollo del relato se centra, in crescendo, en la visual y pormenorizada narración de los desastres y cataclismos globales que en todos los rincones y latitudes del planeta Tierra causa el veloz y paulatino acercamiento de un inesperado y desconocido astro que previamente choca contra Neptuno. Para fortuna de los supervivientes, “la última etapa” de la trayectoria de ese forastero y ultralumínico astro no fue una estruendosa y trágica colisión con la Tierra, sino “su precipitada caída” en el Sol. 
    Desde luego que hubo sensacionalistas periódicos que hablaron de milenarismos finiseculares; es decir, hubo gente y gacetilleros que habían creído que se avecinaba el sonoro fin del mundo. Y, al parecer, entre las muchedumbres de supersticiosos e incrédulos que siguieron con su rutina diaria, sólo un infinitesimal profesor de matemáticas en Londres, algo drogadicto y megalómano, habló ante sus alumnos de sus cálculos matemáticos sobre la trayectoria del “nuevo astro” y sus catastrofistas vaticinios se propagaron por todos los recovecos del orbe a través del telégrafo. Según “la profecía del matemático”: paralelo al acercamiento del “nuevo astro” y del posible choque contra la Tierra, en todo el mundo se sucederían “Terremotos, erupciones volcánicas, ciclones, maremotos, inundaciones y un aumento sostenido de la temperatura hasta un límite imprevisible”. No se equivocó. Y con posteridad al recalentamiento planetario, la voz narrativa reporta que “a medida que disminuían las tormentas, los hombres advirtieron que por todas partes los días eran más calurosos que antaño, el Sol más grande, y que la Luna, reducida a una tercera parte de su antiguo tamaño, tardaba ochenta días en completar cada uno de sus ciclos.” 
     Y además de otros notables cambios sociales y geográficos sucedidos en el planeta Tierra, quizá lo más sorprendente (o lo que le da una vuelta de tuerca al relato) es el reporte de las observaciones de los astrónomos marcianos (“porque hay astrónomos en Marte”), en cuya perspectiva (y límites cognoscitivos) se advierte una intervención armamentística hecha desde El planeta rojo, ignorada por los astrónomos terrícolas (al parecer dirigida contra el desconocido “nuevo astro” que se estrelló contra Neptuno, cuya ultralumínica explosión en el blanco pudo haber sido la “débil y remota manchita de luz” aparecida en Neptuno que el tal Ogilvy observara con el telescopio): “Si se considera la masa y la temperatura del misil lanzado a través de nuestro sistema solar” —escribió uno de los astrónomos marcianos—, “sorprenden los escasos daños sufridos por la Tierra, que ha estado a punto de ser alcanzada por el astro. Todas las características distintivas de los continentes y de las masas marítimas permanecen intactas y, de hecho, la única diferencia parece ser la reducción del tamaño de las manchas blancas (supuestamente de agua helada) en torno a los polos.”
 
Los ojos de Davidson (Atalanta, 2006)
Contraportada
       “El huevo de cristal” (1897), el cuarto relato de la antología, también fue recogido por H.G. Wells en su citado libro Tales of Space and Time (Cuentos del Espacio y del Tiempo). Junto a la susodicha primera versión de “El país de los ciegos”, “El huevo de cristal” es uno de los cinco cuentos de H.G. Wells antologados y prologados por Jorge Luis Borges en La puerta en el muro, número 11 de la serie La Biblioteca de Babel, editado en Madrid, en 1984, por Ediciones Siruela, en cuyo prefacio, revela: “Dos elementos muy diversos hay en ‘El huevo de cristal’: la desvalida condición del protagonista y una imprevisible proyección que abarca el universo. A una vaga memoria de esas páginas debo mi cuento ‘El Aleph’.” 
   
La Biblioteca de Babel núm. 11, Ediciones Siruela
Madrid, 1984
          Un amigo del investigador “Jacobo Wace, profesor ayudante en el hospital de Santa Catalina”, en Londres, y responsable de ineludibles “tareas docentes”, es la voz narrativa que evoca, comenta y relata la breve historia del inusitado y desaparecido huevo de cristal. Ese peculiar y raro objeto estuvo expuesto, “hasta hace un año”, en el vetusto, desvencijado y polvoriento escaparate de una tiendecilla, “Cerca de Seven Dials”, cuyo rótulo rezaba: “C. Cave, naturalista y anticuario”. Según el narrador, “El contenido del escaparte era curiosamente heterogéneo. Comprendía varios colmillos de elefante, un juego incompleto de piezas de ajedrez, algunas cuentas y armas, una caja con ojos de cristal, dos cráneos de tigre y uno humano, varios monos disecados comidos por las polillas (uno de ellos sostenía una lámpara), un armario pasado de moda, un huevo de avestruz o algo parecido ensuciado por las moscas, algunos aparejos de pesca y un acuario vacío, extraordinariamente sucio. Había además, en el momento en que comienza esta historia, una masa de cristal labrada hasta adquirir la forma de huevo y pulida con esmero.”
    Un patético matiz dickensiano trasmina y envenena la conducta, los rasgos físicos y la interacción de los miembros de ese empobrecido núcleo familiar que habita y pulula en la casa y en la contigua tiendecilla del anticuario señor Cave, situada en un populoso barrio de Seven Dials. Su robusta y voluminosa mujer y sus dos hijastros lo menosprecian y maltratan (el hijastro tiene 18 años y la hijastra 26); y sólo cavilan en el beneficio que puede brindarles las desmesuradas cinco libras por la venta del huevo de cristal ofrecidas por un par de inesperados clientes (un clérigo y un joven oriental), en particular su esposa, aficionada a la bebida, quien fantasea, por ejemplo, con comprarse “un vestido verde de seda” y “un viaje a Richmond”. En contrapartida, el anticuario señor Cave resulta un inofensivo e infeliz bonachón y buenazo; cuyos románticos, carcomidos y evanescentes viejos sueños, además de reflejarse en lo erosionado y polvoriento de la achacosa y casi abandonada tiendecilla, se condensan y focalizan en la enervante pasión que adquiere, casi como una alucinación psicotrópica, a través de lo que mira, recostado en la oscuridad, en el huevo de cristal (casualmente adquirido a “un tratante de curiosidades” “forzado a desprenderse de sus existencias”), pues Cave “veía en él cosas singulares”; es decir, el anticuario señor Cave observa dentro del huevo imágenes estables y en movimiento, como si se tratase de una mágica y misteriosa bola de cristal de algún brujo dominador de hechizos, encantamientos y vaticinios. Por ende, ya poseído y abandonado a esas placenteras sesiones oculares y sensitivas, el señor Cave “Apenas se ocupaba de su negocio y estaba siempre preocupado, pensando sólo en el momento de regresar a su puesto de observación.”
    Precisamente, para eludir que su despreciable y obesa mujer y sus odiosos hijastros le vuelvan a quitar el huevo de cristal y lo vendan, el señor Cave lo oculta en las habitaciones del profesor Wace, “en la calle Westbourne”. Es allí donde entre ambos se establece una elemental y básica complicidad y por ello se comunican las necesarias confidencias para que, con apoyo de la metodología científica del profesor Wace y de sus anotaciones, deduzcan que el panorama que Cave observa dentro del huevo de cristal (arquitectura, habitantes alados, fauna, flora, bóveda celeste) corresponde a una zona del planeta Marte y que al unísono, a través del huevo de cristal, desde allá se observa el planeta Tierra. Es decir, según las observaciones de la mancuerna, en ese territorio marciano hay veinte mástiles distribuidos en distintos puntos de altura y en lo alto de cada uno hay un huevo de cristal idéntico al que posee el anticuario señor Cave. Según reporta la voz narrativa, “De cuando en cuando, una de las grandes criaturas voladoras se acercaba a uno de ellos, plegaba las alas, enroscaba varios de sus tentáculos alrededor del mástil y miraba fijamente el cristal durante unos minutos, en ocasiones hasta un cuarto de hora. Y una serie de observaciones, realizadas por indicación de Wace, convencieron a los dos de que, en el mundo objeto de su estudio, el cristal en cuyo interior miraban se hallaba situado en el extremo superior del mástil más alto de la terraza y que, en una ocasión al menos, uno de los habitantes de aquel otro mundo había visto el rostro del señor Cave cuando este último realizaba sus observaciones.”
     Esto implica o supone que “el cristal del señor Cave se hallaba en dos mundos distintos al mismo tiempo”; o “bien poseía alguna peculiar relación de simpatía con otro cristal, exactamente igual, en aquel otro mundo, de manera que lo que se veía en el interior de uno era, dadas las condiciones adecuadas, visible para un observador en el cristal correspondiente del otro mundo, y viceversa.” 
     El vínculo de amigos y las observaciones se sucedieron en noviembre. Y en diciembre se interrumpieron unos “diez u once días” por las “tareas docentes” que tuvo que confrontar el profesor Wace. El anticuario señor Cave se había llevado el huevo de cristal a su casa, “con la intención de que le sirviese de consuelo si surgían ocasiones durante el día o la noche, con lo que se había convertido ya en la realidad más importante de su existencia.” Pero cuando Wace lo busca en la tiendecilla para continuar con las observaciones y exploraciones científicas se entera que el anticuario murió, que ya está enterrado y vendido el huevo de cristal a un cliente desconocido. Es así que para el profesor Wace el postrero y ansioso rastreo de ese objeto oriundo de Marte se torna infausto, un enigma; con la probabilidad de que los marcianos, en una época remota, lo hayan enviado a la Tierra, junto con otros huevos de cristal semejantes, con el objetivo de observar y conocer la vida y los quehaceres de los hormigueantes terrícolas.
   
Ilustración de Clifford Webb
        La primera versión de “El país de los ciegos” (abril, 1904), el quinto y último cuento de la antología, fue recogido por H.G. Wells en su libro The Country of the Blind and Other Stories (London, Thomas Nelson and Sons, 1911). Y con los susodichos dos finales fue publicado y prologado por Wells en The Country of the Blind (London, The Golden Cockerel Pres, 1939), un preciosista y costoso libro de colección (más aún a estas alturas del siglo XXI) ilustrado con grabados de Clifford Webb, con una edición limitada de 280 ejemplares; los primeros 30 numerados y firmados por el escritor y por el artista. 
   
The Country of the Blind
(London, The Golden Cockerel Press, 1939)
       Alguna vez, en una época cercana a la conquista española, en un remoto y altísimo valle de los Andes del Ecuador vivía una comunidad de inmigrantes familias de mestizos oriundos del Perú. Por alguna desconocida causa (quizá alguna infección microbiana), los niños empezaron a perder la vista y otros nacieron ciegos. Fue por entonces cuando un hombre, que llegó allí de niño “atado al lomo de una llama, junto con un enorme fardo de bártulos”, bajó a la metrópoli en busca de un “hechizo o antídoto” contra ese extraño mal que se multiplicaba y que ellos creían un castigo por el pecado de no haber construido una capilla o una iglesia al Dios católico. Algún vival sacerdote, por baratijas dizque curativas y amuletos dizque milagrosos del credo, intercambió el “lingote de plata autóctona” que traía el mestizo. Pero éste no pudo regresar a su villorrio con los supuestos remedios para curar a los suyos, porque una extensa catástrofe de dimensiones apocalípticas le impidió el paso y aisló la zona. Desde entonces germinó la leyenda del País de los Ciegos.
    Catorce o quince generaciones después, cuando en el País de los Ciegos todos son invidentes (sin glóbulos oculares y con los párpados cerrados y hundidos) y han olvidado lo que significa tener ojos y ver, fue cuando un tal Núñez (uno de los guías de un grupo de montañistas ingleses presididos por Sir Charles Pointer) sufrió un accidente en su campamento montado “sobre un pequeño saliente de roca”: una nocturna y profunda caída y deslizamiento por la nieve que lo llevó, sin daños corporales, a las inmediaciones del País de los Ciegos, que él identifica por las oídas leyendas orales. Y aún viéndoles a cierta distancia y antes de tener contacto con ellos, le hace lúdicamente divagar para sí en los regocijantes beneficios que canturrea e implica el consabido y añejo refrán: En el país de los ciegos el tuerto es rey
   
Ilustración de Clifford Webb
        Sin embargo, lo que primero descubre Núñez es su desventaja ante las habilidades físicas y los agudos sentidos de los ciegos. Pero lo más relevante y trascendente de sus hallazgos es la atávica, prejuiciosa,  supersticiosa y cerrada organización tribal del País de los Ciegos y su inextricable, estrecha y dogmática etiología y nomenclatura cosmogónica; todo lo cual lo tipifica, limita y somete en calidad de un ser inferior, “a medio formar”, un deficiente mental quizá creado por las rocas aledañas o por la podredumbre.
    Según la rudimentaria cosmogonía y cosmovisión de esa etnia de diestros ciegos presidida por un consejo de ancianos (los poseedores orales de la memoria, de la sabiduría y del mito de la tribu), ellos son los únicos del limitado universo: una especie de cóncava “cacerola cósmica” “cubierta de roca” y rodeada de rocas. Es decir, al “explicarle la vida, la filosofía y la religión de los ciegos” (quienes ignoran que lo son y por qué lo son), el “más anciano” le dice “que el mundo (refiriéndose a su valle) había sido antes un hueco vacío en las rocas y que primero habían aparecido cosas inanimadas sin el don del tacto, de las que surgieron hierbas y arbustos y después llamas [cuyos rebaños deambulan en los peñascos rocosos tras el muro de rocas que rodea al valle donde se halla su aldea] y algunas otras criaturas con muchas limitaciones, luego los hombres y finalmente los ángeles, a los que se podía oír cantar y producir sonidos de aleteos, pero a los que nadie podía tocar, algo que desconcertó mucho a Núñez hasta que se acordó de los pájaros.” 
    Los ciegos no creen que existan las montañas que rodean el valle donde viven (donde con precisión geométrica han trazado sus cultivos y sus casas caprichosamente pintadas y enlucidas), ni tampoco creen que exista el cielo ni las nubes ni las estrellas de las que les parlotea Núñez, mucho menos que existan las ciudades, los pueblos y el mar detrás de los picachos. Para ellos, “más allá de las rocas donde pastaban las llamas se halla el fin del mundo; las rocas se empinaban cada vez más, se convertían en pilares y de ellos nacía el techo abovedado del universo, del que caían el rocío y las avalanchas”. Según la voz narrativa, “Por las descripciones que el recién llegado les hizo del cielo, de las nubes y de las estrellas, dedujeron que su mundo era un vacío espantoso, una terrible ausencia en el lugar del techo liso que cubría las cosas en las que crecían: tenían como artículo de fe que más allá de las rocas el techo abovedado era exquisitamente suave al tacto. Lo llamaban ‘la Sabiduría de las Alturas’.”
     Esa supuesta y dizque sabihonda Sabiduría de las Alturas es para los ciegos una especie de Dios tutelar (o de sagrada omnisciencia de Dios); y por ende la Sabiduría de las Alturas dizque “había dividido el tiempo en caliente y frío, que son los equivalentes ciegos del día y la noche”; y como según los ciegos “era conveniente dormir en el tiempo caliente y trabajar en el frío”, duermen durante el día y trabajan de noche. Por esa presunta sapiencia, el más anciano le dice a Núñez que “debía de haber sido creado de manera especial para aprender y para ponerse al servicio de la sabiduría adquirida por los ciegos, y que, pese a su incoherencia mental y su tendencia a tropezar, tenía que ser valiente y hacer todo lo que estuviera en su mano para aprender.” De modo que, semejante a un siervo o a un esclavo, a Núñez lo asignan bajo la responsabilidad y la custodia de un tal Yacob, “su amo”. 
    No sin episodios risibles, ríspidos y dramáticos, Núñez no fue tan dócil para aceptar y someterse a ese trato y echar en saco roto sus ciegas pretensiones de convertirse en rey en el País de los Ciegos. Hizo sus particulares esfuerzos para explicarles el sentido de la vista, la belleza que se observa con los ojos y su lugar de origen, y por ello —con burla, risas y sarcasmo— lo apodan y llaman “Bogotá”. Pese a su minusvalía, Núñez más o menos se integra a la tribu de ciegos. E ineludiblemente y sin buscarlo se enamora de Medina-saroté, la hija menor de Yacob, quien le corresponde, pese que lo consideran “a medio formar”, “un ser aparte, un idiota, una criatura incompetente, por debajo del nivel aceptable de un varón”. Medina-saroté, además, escucha y tolera sus narraciones y cuentos sobre la vista, que le parecen licencias poéticas. La petición de matrimonio alebresta a las hermanas de ella (y al conjunto de la obtusa, endogámica, ortodoxa y conservadora etnia): “se oponían con todas sus fuerzas, convencidas de que el enlace sería motivo de descrédito para toda la familia, y el viejo Yacob, aunque había llegado a sentir cierto afecto por aquel siervo suyo, torpe aunque obediente, meneó la cabeza y dijo que era imposible. Todos los jóvenes de la comunidad se indignaron ante la idea de que la raza se corrompiera, y uno de ellos llegó hasta el extremo de insultar y atacar al osado pretendiente, que le devolvió el golpe.” 
   
Ilustración de Clifford Webb
       Tal peliagudo dilema parece tener visos de enmendarse con el diagnóstico del médico, el “Gran sabio entre aquellas gentes”, quien estipula extirparle los glóbulos oculares al novio, implícitamente iluminado por la Sabiduría de las Alturas. Según el docto cirujano: “Los ojos, esas cosas extrañas cuya función es crear una agradable depresión blanda en el rostro, han enfermado en su caso, y lo han hecho de tal manera que le afecten al cerebro. Están muy hinchados, tienen pestañas, sus párpados se mueven y, en consecuencia, su cerebro se halla en un estado de irritación y distracción constantes.”
    Yacob, exultante, está de acuerdo. Y también Medina-saroté. Y con gran incertidumbre, angustia, inquietud, fobia y muchas dudas, Núñez acepta someterse a la operación que le extirpará los ojos, preámbulo de su casorio. Pero ese mismo día, meditabundo, cruza el muro de piedra y empieza a alejarse de la aldea subiendo por lo agreste y peligroso de las rocas. Revaloriza sus ojos y lo que con ellos ve y observa día a día, y lo que implican en su ser: su pensamiento, su individualidad, su vida, y su íntima memoria de Bogotá. 
    En el final de la segunda versión del cuento, Núñez no escapa ni se abandona, “tumbado en paz”, en un estado de felicidad ocular y sensitiva durante el primer crepúsculo y la primera noche ya distante de la pesadillesca aldea donde iba a perder sus ojos, sino que es expulsado por los intolerantes, fanáticos, crueles y odiosos ciegos, quienes no oyen (ni quieren oír) las advertencias que Núñez les hace sobre el inminente y catastrófico derrumbe de una cumbre aledaña, que con seguridad causará muertes y destrucción en la aldea. “La Sabiduría de las Alturas nos ama y nos protege de todo mal. Ninguna desgracia nos sucederá mientras la Sabiduría vele por nosotros. Expulsadlo. Arrojadlo de aquí. ¡Que cargue con sus pecados y que se vaya!” Vocifera uno. Y otro rebuzna el golpe de gracia cuando ya lo han echado tras el muro y arrojado “sobre una pendiente pedregosa”, “con una violencia deliberada que hizo huir en desbandada a un rebaño de llamas”: “Y ahora te quedarás ahí, y te morirás de hambre”, “Tú y tu vista”. Sin embargo, paralela y subrepticia a la cólera de la testaruda e intolerante tribu, su enamorada Medina-saroté lo busca en solitario, y lo que le dice refleja aún más la carencia de empatía, la inflexibilidad y brutalidad de la horda de ciegos, pero también que ella cree a pie juntillas en el ancestral e inamovible dogma sagrado de la Sabiduría de las Alturas y que lo qué él afirma y augura sobre la inminencia del cataclismo que observan sus ojos son inventos y quimeras: “Ahora tienes que quedarte aquí”, “Tienes que quedarte aquí algún tiempo. Hasta que te arrepientas. Hasta que aprendas a arrepentirte. ¿Por qué te has comportado de una manera tan absurda? ¿Por qué has dicho esas horribles blasfemias? Tú no te das cuenta de lo que dices, pero ¿cómo quieres que ellos lo entiendan? Si vuelves ahora seguro te matarán. Te traeré de comer. Quédate aquí.”
     Sin embargo, Medina-saroté ya no puede regresar a su villorrio. La estridente y estruendosa destrucción de la aldea se sucede en un santiamén. Y cuando él dice “mira”, el sonido de esa hueca y horrible palabra es para ella “prueba irrefutable de que seguía enajenado”.
   
Ilustración de Clifford Webb
            Un par de días después de la catástrofe que sepultó para siempre al País de los Ciegos, unos cazadores rescataron a Medina-saroté y a Núñez. Se instalaron en Quito, con la familia de él (pese a que en la aldea siempre evocaba a Bogotá y no a Quito). Según la voz narrativa, tienen cuatro hijos que pueden ver. “Núñez es un negociante próspero y, sin el menor género de dudas, un hombre honrado”. Y Medina-saroté “habla español con un acento antiguo muy agradable al oído”, hace maravillosos trabajos de bordados y cestería, y no puede ni quiere perder su arcaica fe en la supuesta Sabiduría de las Alturas de sus ciegos ancestros, y por ende resulta lógico que diga: “No sabría qué hacer con vuestros colores y vuestras estrellas”. Pero lo que resulta un tanto falaz es cuando Medina-saroté, haciendo breves migas y secretas confesiones con la mujer del supuesto personaje que articula la voz narrativa, “habló un poco de su infancia en el valle y de la fe sencilla y de la felicidad de sus años de formación. Habló de todo ello con nostalgia manifiesta. Había sido una vida de costumbres placenteras, libre de cualquier complicación.” Pues además del violento, condenatorio y revulsivo cisma que en su conservador, endogámico y puritano villorrio resultó su noviazgo y deseo de casarse con el “tontorrón” de “Bogotá” (un extraño réprobo dizque “a medio formar”, jijo de la podredumbre o de las tontorronas piedras del octavo día), a ella la tenían por fea (la patita fea o la muñeca fea) y por eso nadie la pretendía ni se le paraba ni una mojigata y lujuriosa mosca. Según la voz narrativa, Medina-saroté “no era muy valorada en su mundo porque tenía un rostro bien definido, y le faltaba la suavidad lustrosa y satisfactoria que es el ideal de belleza femenina para los ciegos”. “Sus párpados, aunque cerrados, no estaban hundidos ni enrojecidos como era normal en el valle, sino que daban la sensación de que podrían abrirse en cualquier momento; y además tenía pestañas lo que se consideraba un defecto grave. Su voz, por otra parte, era fuerte, y no satisfacía las exigencias del desarrollado oído de sus posibles cortejantes. Así que no tenía novio.” 


Herbert George Wells, Los ojos de Davidson. Traducción de José Luis López Muñoz. Prólogo de Alberto Manguel. Colección Ars brevis número 11, Ediciones Atalanta. Barcelona, noviembre de 2006. 182 pp.


sábado, 1 de julio de 2017

Lo que la noche le cuenta al día




Yo siempre me he preferido

Traducida al español por Thomas Kauf, Lo que la noche le cuenta al día (Tusquets, Barcelona, 1993) es la segunda novela que el argentino Héctor Bianciotti [Córdoba, marzo 19 de 1930-París, junio 12 de 2012] escribió en francés y por ende en 1992 apareció en París publicada por Éditions Grasset et Frasquelle. Traducida al español por Ricardo Pochtar, Sin la misericordia de Cristo (Tusquets, Barcelona, 1987) fue la primera que urdió en francés y así fue publicada en 1985 por Éditions Gallimard, en la Ciudad Luz, donde por ella recibió el Premio Fémina. 
(Tusquets, Barcelona, 1993)
     
(Tusquets, Barcelona, 1987)
       En la página 533 de Borges, una vida (Seix Barral, Argentina, 2006), el británico Edwin Williamson resume una anécdota esbozada en varias biografías (con sus lógicas variantes) que abordan los últimos minutos del autor de “El Aleph”: 

Héctor Bianciotti, María Kodama y Aura Bernárdez en el entierro de
Jorge Luis Borges en el antiguo Cementerio de Plainpalais
(Ginebra, junio de 1986)
       “El 13 de junio [de 1986], María [Kodama] llamó a un amigo de los dos, el escritor franco-argentino Héctor Bianciotti, editor de Borges en Gallimard, quien viajó a Ginebra desde París el mismo día. Esa noche se sentó junto al lecho de Borges mientras María descansaba un poco. Borges había entrado en coma, y en las primeras horas de la mañana, Bianciotti notó que su respiración, que había sido regular durante las últimas diez horas, o más, parecía apagarse. Llamó a María, y ella se sentó junto a Borges. Estuvo junto a él cuando, por fin, él se fue, con su mano en la de ella, hacia el amanecer del sábado 14 de junio.”

Jean Pierre Bernés y Jorge Luis Borges
   
Portada del estuche del Album Borges (Éditions Gallimard, Paris, 1999),
iconografía con prólogo y notas en francés de Jean Pierre Bernés.
  

       Hay que decir que sorprende que Williamson diga que Bianciotti era el “editor de Borges en Gallimard”, pues Jean Pierre Bernés fue quien entre los seis meses previos a la muerte de Borges trabajó con él en varias sesiones (en su cuarto del Hôtel l’Arbalète de la rue Maîtresse en Ginebra) para cimentar los dos póstumos volúmenes en francés de las Obras completas de Borges publicadas, el primero en 1993 y el segundo en 1999, en la serie La Bibliothèque de la Pléiade; mientras que entre los sucesivos libros de Borges impresos por Éditions Gallimard a partir de 1951, Bianciotti sólo figura como prologuista de Neuf essais sur Dante (1987), traducido al francés por Françoise Rosset.
Héctor Bianciotti
  Héctor Bianciotti residía en Europa desde 1955. Allí hizo su carrera de escritor, varias veces notablemente condecorado; y desde 1996 era miembro de la Academia Francesa. Es decir, tiene su fans tanto en el Viejo Mundo, principalmente en Francia, como en Latinoamérica. “Desde la infancia [dice a través del protagonista de Lo que la noche le cuenta al día], he preferido a la realidad su reflejo, hasta el punto de que si estoy mirando en un pantalla, en una habitación, unas imágenes que un espejo, al lado, capta, esta segunda versión de lo real realza para mí la intensidad de los contornos, revela mejor el secreto de las cosas, una esencia taimada, imperceptible a simple vista.” 

Así, Lo que la noche le cuenta al día es la novela de memorias o las memorias noveladas de un autor argentino —muy semejante a Héctor Bianciotti— que en París y aún en la adultez, pero desahuciado (¿por el mal del siglo?), se siente y se mira a sí mismo en el espejo de su escritura, seguido y venerado por su cohorte de lectores, los que se supone, tácitamente, conocen cada uno de sus títulos (por lo menos los rótulos) y el abecé de sus pormenores y vicisitudes biográficas.
        Si el solitario solterón, eterno inmigrante en París, alter ego de Héctor Bianciotti y voz narrativa en Sin la misericordia de Cristo, decía al reflexionar sobre la dramática y triste vida de Adélaïde Marèse, mujer procedente de la llanura de allá (la pampa argentina), de antepasados piamonteses, quien vivió varias décadas en Europa: “no hay senderos que nos conduzcan fuera de la infancia; nunca salimos del infierno original”, en la presente novela Héctor Bianciotti vuelve a incidir e insistir en esa fatalidad que implica el síndrome cavafiano: “Hoy no comparto ya [apunta su alter ego] el apresuramiento del que se va para siempre creyéndose liberado de su pasado o de sus orígenes.” 
El novelista que salió de la llanura (sin jamás salir de ella), que habiendo caminado hacia varios horizontes europeos, siempre, al unísono, ha caminado hacia el horizonte de allá, en el espejo o espejismo de estas páginas, evoca, selecciona, imagina y decanta la cartografía de tales supuestos primeros recuerdos, aprendizajes y vivencias, desde que era un escuincle nacido en la planicie (el mismo año en que allí nació Héctor Bianciotti), hijo de campesinos pobres llegados del Piamonte, hasta que en 1955 (el lapso en que el autor también partió al Viejo Continente), en medio de su pobreza porteña y del acoso policíaco que desató el peronismo, recibe un boleto para embarcarse rumbo a Nápoles.
       Paul Valéry estuvo entre las lecturas profanas que el protagonista hizo durante su estancia de cinco años en el Moreno, seminario franciscano de Córdoba, pequeña y petulante ciudad que presumía de culta, las cuales, ineludiblemente, incidieron en su renuncia a convertirse en sacerdote, en defensor y difusor de una fe siempre peleada con los reclamos de la carne. De Valéry entresacó su “lema secreto”: “Yo siempre me he preferido”. 
Y sí, desde la primera hasta la última anécdota que relata y piensa, es indudable que siempre, en secreto, comulgó y comulga consigo mismo. Esto tiene particular énfasis cuando refiere lo relativo a su sexualidad. De niño, ante la mirada reprobatoria de los demás, sobre todo la de su madre, oculta su onanismo e incipiente zoofilia. 
Héctor Bianciotti
  En el seminario empieza a germinar y a desinhibir su atracción por los hombres; y pese a las amenazas y preceptos religiosos seguirá con sus masturbaciones e inclinaciones, e incluso llega a proponerle a su novio seminarista que huyan de allí para siempre, para proseguir con los dictados del corazón y no sólo con los del cuerpo. 

Y como es de suponerse, su tendencia homosexual, incorregible, forma parte de su renuncia a vestir la mortaja del hábito de cura (por los siglos de los siglos). 
Hay que destacar, además, que la feliz preferencia por sí mismo, fue el ímpetu que lo indujo, a los once años, a ingresar al seminario, anteponiéndose a la furia y al rechazo inmediato que le causó tanto a su querida mamá, como a su despreciado padre, quien ya lo contaba entre los jornaleros de Las Junturas, la hacienda que entonces tenía en arriendo. Años después, Judith —la mujer con la que conoce la plenitud heterosexual y el amor fugaz, idílico y con reminiscencias edénicas— queda embarazada; y es por él, por su concentración egocéntrica, por lo que ambos decretan la inexistencia del posible vástago.
      De 1951 a 1955, durante su estadía en Buenos Aires, que es el tiempo en que percibe de cerca la amenaza de la actitud marcial, nazifascista de los prosélitos y acólitos de Perón, pero también por los prejuicios morales de los simples ciudadanos, propensos a acusar el menor indicio que descubra a un marica, el personaje, atrincherado en sí mismo, corre los cerrojos de su interior, experimenta fobias y alucines paranoides, sobre todo por el asedio y la corrupción policíaca que se cuela, transpira y respira por todas partes, en cuyas oscuras y equívocas redes de espías y delatores disfrazados de civiles se ve envuelto y ambiguamente beneficiado, cuando Matías, uno de esos polis de la secreta, con ciertas influencias y contactos, es el que misteriosamente le paga el boleto a Nápoles, además de brindarle instrucciones que facilitan los trámites.
      Y si el protagonista no hubiera optado por su propia preferencia, otra explicación tendría la forma en que va descubriendo y delineando su camino hacia la lectura y la escritura: desde su primer escrito infantil: el cuento El gato con botas que copió letra por letra, y el cual, desde la llanura, envió con su firma a Rosalinda, una revista de señoras elegantes (muy parecida a El Hogar, la revista donde por esos años, entre 1936 y 1939, Borges escribía pequeños ensayos, biografías sintéticas y reseñas de libros de autores extranjeros), pasando por las actividades que lo hicieron sobresalir en el seminario: a partir de la cifra de su destino que a su llegada encuentra en “Lo fatal”, de Rubén Darío, poco a poco se transforma en un lector voraz, que a diferencia de los otros alumnos, que son unos burros infumables, goza de un salvoconducto que le permite salir del seminario para proveerse de libros prohibidos. Pero también, allí mismo, se convierte en un músico virtuoso y en un teatrero hacedor de sus propios libretos, hasta lo que es el preludio de su ida a Europa: un poeta pobre e infeliz, sin éxito en sus teatrerías, empleado de una inmobiliaria, quien subsistía en el cuartucho de un tejado, capaz de escribir los versos más tristes ante las estrellas de cualquier noche; que conoció la cárcel en Villa del Rosario; que en Córdoba, cuando chambeaba en una fábrica, fue parte de unos “conjurados sin objetivo”, editores de la revista Abraxas, bautizada así para agraviar a Herman Hesse; quienes leían las Cartas a un joven poeta sintiendo que oían al oráculo y que también ellos eran unos ángeles terribles, dignos de almorzar con Borges, para que éste, que aún no era ciego, viera sus rostros, únicos e irrepetibles.
       
Héctor Bianciotti

       En síntesis, la novela de Héctor Bianciotti es el resultado de la excitación, exultación y engolosinamiento de un narrador que, en su eterno y último día parisino, dialoga y sueña con su propio “mensajero de la noche”, el que se remonta hasta sus más lejanas tinieblas, el que oye su voz interior, nocturna, “compuesta de sonidos que recuerdan”, con la que reinventa y reescribe pasajes y personajes (como la Pinotta o el joven Peñaranda) con el único objetivo de dibujar y amasar, de bulto, el devenir de un rostro y de un cuerpo, que son y no son suyos. 
Sin embargo, pese a que abundan los momentos reflexivos, la novela carece de la intensidad pensativa y aforística de Sin la misericordia de Cristo; e incluso, los dramas de Adélaïde Marèse y de los asiduos parroquianos del Café Mercury son mucho más profundos y conmovedores en relación a todo lo que Héctor Bianciotti aborda en esta novela. 
       Entre capítulos y reiteraciones críticas y burlescas, como las que hace al catolicismo y a la leyenda y mitificación que precede y continúa después de la temprana muerte de Eva Perón (santa y heroína milagrosa de las hordas de descamisados), no escasean las páginas plagadas de trivialidades melodramáticas, sumamente superficiales e innecesarias, aún a pesar de que los avatares del personaje reproducen e idealizan una variante del arquetipo que todavía erosiona la identidad argentina: el protagonista, y algunos otros soñadores, a sí mismos se consideran: europeos en el exilio. 
Su otrora viaje a Europa se supone, entonces, un retorno, un reencuentro con sus raíces ancestrales, pese a que su índole de inmigrante latinoamericano, oh contradicción, sino lo proscribe y margina (como ocurre en algunos casos menos afortunados), sí lo señala y desnuda.


Héctor Bianciotti, Lo que la noche le cuenta al día. Traducción del francés al español de Thomas Kauf. Colección Andanzas (186), Tusquets Editores. Barcelona, 1993. 280 pp.



Máscaras



Todos usamos máscaras


Firmada en “Mantilla, 1994-1995”, Máscaras, novela del cubano Leonardo Padura (La Habana, octubre 9 de 1955), además de que en España obtuvo el “Premio Café Gijón de Novela 1995, convocado por el Ayuntamiento de Gijón y patrocinado por la Caja de Asturias”, ha sido traducida al francés, al italiano y al alemán. Máscaras apareció por primera vez en Barcelona, en febrero de 1997, impreso por Tusquets Editores con el número 292 de la Colección Andanzas; y es el primero de sus libros publicados por tal editorial. Máscaras (1997)  —con Paisaje de otoño (1998), Pasado perfecto (2000) y Vientos de Cuaresma (2001)—, integra la tetralogía de novelas policíacas “Las cuatro estaciones” (ubicadas en Cuba, en 1989), protagonizadas por el teniente Mario Conde, quien también es protagonista en La neblina del ayer (2005), en Adiós, Hemingway (2006), en La cola de la serpiente (2011) y en Herejes (2013).

Leonardo Padura
  La investigación detectivesca que el teniente Mario Conde encabeza en Máscaras apenas comprende cuatro calurosos días de verano en la capital de Cuba: entre el jueves 7 de agosto de 1989, cuando en Bosque de La Habana se descubre el cadáver de un travesti asesinado el día anterior, y el domingo 10 de agosto de 1989, día en que se desvela la identidad del asesino. No obstante, la serie de anécdotas y digresiones, aunadas a lo que concierne a la vida íntima, amatoria y personal de Mario Conde y a varios de sus entrañables compinches (en este caso: Candito el Rojo, y el Flaco Carlos y su madre Josefina), trazan un esbozo que es una auscultación crítica sobre los delitos, las carencias, las diferencias de clase, las restricciones y represiones hacia la cultura y las libertades individuales (incluido el pensamiento y la preferencia sexual de los homosexuales), y por ende sobre los antagonismos y prohibiciones en el entorno social, económico, político y cultural de la empobrecida isla de Cuba signada por el socialismo prosoviético adoptado por la imperativa y dictatorial Revolución Cubana.
Contraportada
        Si la pesquisa por la muerte de Alexis Arayán Rodríguez, el travesti asesinado en Bosque de La Habana, revela que es hijo de “Faustino Arayán, último representante cubano en la Unicef, diplomático de largas misiones” y “personaje de altas esferas”, y que su deceso por asfixia es un crimen del fuero común (cometido por un funcionario enmascarado en su alta y privilegiada posición política y social), la indagación detectivesca pone al descubierto, ante la intrínseca memoria y la íntima reflexión del policía Mario Conde (y por ende ante los ojos del lector), el carácter represivo, policíaco e intolerante del régimen dizque “socialista” y antidemocrático que ha gobernado la isla de Cuba. 
Mientras el teniente Mario Conde y su auxiliar el sargento Manuel Palacios vestidos de civil investigan el asesinato de Alexis, en el interior de la Central de Policía, precedida por el mayor Antonio Rangel, se sucede una averiguación realizada por un poder policíaco alterno y paralelo: Investigaciones Internas, cuyos agentes (“vestidos con traje de campaña, sin grados en los hombros”) indagan y escrutan vida y milagros de cada policía sospechoso. Pese a sus más de diez años de policía y a que el mayor Rangel lo considera “su mejor hombre” del Departamento de Homicidios y “confiaba en él”, el Conde no puede eludir una “molesta sensación de miedo”. Por ende, además de pesadillas, ante el Flaco Carlos elucubra sobre su inminente jubilación a sus 35 años de edad; a Candito el Rojo, quien después de abandonar “el negocio de hacer zapatos” (quizá con piel robada), oculto en un miserable y hacinado vecindario regentea un barcito clandestino, le pide que lo desmonte y que se deshaga de la mulatica la Cuqui; con Manuel Palacios comenta que lo interrogarán sobre él; y el propio Conde consulta al mayor Rangel, quien también se siente y se ve investigado. No obstante, nada hay contra ellos y el único que resulta suspendido por Investigaciones Internas y luego preso por múltiples corruptelas y fechorías (“tráfico de divisas, soborno e investigaciones trucadas”, “extorsión y contrabando”) es el “capitán Jesús Contreras, jefe del departamento del Tráfico de Divisas de la Central”, con “veinte años de policía”, a quien Mario Conde, por su máscara de gordinflón bonachón, tenía por “su amigo”, “uno de los mejores policías que había conocido”.
La investigación del asesinato de Alexis Arayán conduce a Mario Conde hasta la astrosa casona donde subsiste el proscrito Alberto Marqués, un legendario homosexual, otrora reputado dramaturgo y director teatral, en cuyo domicilio vivía Alexis tras las sucesivas discrepancias padecidas en su mansión familiar, sobre todo ante su padre, el diplomático encumbrado desde el triunfo de la Revolución.
Alberto Marqués le revela a Mario Conde que el vestido rojo que llevaba puesto Alexis en el momento de su estrangulamiento con una banda de seda roja de la cintura es el viejo vestuario que el dramaturgo diseñó, en París —una insomne noche de abril de 1969—, para la protagonista homónima de su montaje de Electra Garrigó, el libreto teatral de Virgilio Piñera, luego de que durante una correría nocturna con un par de gays cubanos (el Recio y el Otro Muchacho), vieron, desde un restaurante griego en Montparnasse, la magnética, furtiva y vaporosa imagen de un travesti vestido de rojo. Tal dato y otros que le confiesa y expone Marqués sobre la personalidad de Alexis y su amistad con él, inciden en el curso que toma la investigación. Pero paralelamente, además de prestarle El rostro y la máscara, el libro escrito por el Recio, que tal vez le dé “algunas claves de lo que había sucedido” y ciertas luces “sobre el mundo oscuro de la homosexualidad”, lo lleva a una breve y efímera incursión por los subterráneos meandros de ciertos homosexuales y travestis de La Habana; y le cuenta, en varios encuentros, los culteranos y sarcásticos episodios de esa período en París, el último vivido allí, y que a la postre significó el preámbulo de su proscripción en Cuba (y del mundo), pues la idea de su transgresora y provocativa versión de Electra Garrigó se completó, cuando a la siguiente noche del diseño del susodicho vestido de la protagonista, los tres lindos cubanos, en el cabaret Les femmes, en el Barrio Latino, vieron actuar a toda una variedad de travestis. 
A partir de tal estancia parisina, y ya en Cuba, comenzó a pergeñar, con actores travestidos, lo que iba ser su apoteósico montaje de Electra Garrigó, que debía estrenarse “en La Habana y en el Teatro de las Naciones de París en 1971”. Pero ya avanzado el trabajo, Marqués, tal año, fue “parametrado”; es decir, en el coercitivo régimen del realismo socialista, de la intolerancia, del terror y del castigo a la homosexualidad, fue sometido a un juicio que lo expulsó “de la asociación de teatristas” y del grupo de teatro que él fundara y diera nombre. En el proceso, allí en el teatro, “de los veintiséis presentes, veinticuatro alzaron la mano, pidiendo mi expulsión” —le dice al Conde— “y dos, sólo dos, no pudieron resistir aquello y salieron del teatro”. Y después de exhibir su incapacidad proletaria en una fábrica a la que fue remitido (para que se purificara “con el contacto de la clase obrera”, dice), lo “pusieron a trabajar en una biblioteca pequeñita que está en Marianao, clasificando libros”. Y allí ha estado, castrando a Cronos, vil ratón de biblioteca que a veces, le confiesa al poli, se roba libros y los atesora en la biblioteca de su casona, como El Paraíso perdido, de Milton, con ilustraciones de Gustav Doré. 
La represión urdida contra Marqués le recuerda al policía —que es un escritor frustrado—, la vivida por él mismo cuando a sus 16 años, en 1971, era alumno del Pre de La Víbora y pergeñó su primer relato: “Su pobre cuento se titulaba ‘Domingos’ y fue escogido para figurar en el número cero de La Viboreña, la revista del taller literario del Pre. El cuento relataba una historia simple, que el Conde conocía muy bien: su experiencia inolvidable, cada despertar de domingo, cuando su madre lo obligaba a asistir a la iglesia del barrio, mientras el resto de sus amigos disfrutaba la única mañana libre jugando pelota en la esquina de la casa. El Conde quiso hablar, así, de la represión que conocía, o al menos de la que él mismo había sufrido en los tiempos más remotos de su educación sentimental, aunque, mientras lo escribía no se formuló el tema en esos términos precisos. Lo frustrante, sin embargo, fue la represión que desató aquella revista que nunca llegó al número uno —y dentro de ella, también su cuento—. Cada que vez que lo recuerda, el Conde recupera una vergüenza lejana pero imborrable, muy propia, toda suya, que lo invade físicamente: siente un sopor maligno, unos deseos asfixiantes de gritar lo que no gritó el día en que los reunieron para clausurar la revista y el taller, acusándolos de escribir relatos idealistas, poemas evasivos, críticas inadmisibles, historias ajenas a las necesidades actuales del país, enfrascado en la construcción de un hombre nuevo y una sociedad nueva”.
La información que el Conde tiene del Marqués se completa y contrasta con la que le brinda Miki Cara de Jeva en la burocrática y oficialista Unión de Escritores (obvia y elusiva alusión a la consabida UNEAC). Por Miki se entera que después de una década de proscripción, Marqués fue reivindicado, pero optó por seguir en la sombra y en el silencio y sin buscar irse de la isla. Por todo ello ahora lo admiran y catalogan de paladín de la resistencia, de la dignidad y el orgullo.
 
Colección Andanzas núm. 292, Tusquets Editores
Barcelona, mayo de 2005
        El contacto con el culto Marqués y su historia, reviven en el Conde su adormecido anhelo de ser escritor y casi de un tirón escribe un cuento (se lee en el libro) que le celebran el Flaco Carlos con su afición al ron y su madre Josefina con sus delirios culinarios; y que además lo aprueba el propio Marqués cuando en su casona se lo enseña el domingo 10 de agosto de 1989, ya descubierta por el policía la identidad del asesino de Alexis. Entonces, dado que el Marqués dice admirar al Conde tanto por escritor como por detective, le brinda dos revelaciones más. Una: su secreta obra escrita durante los años de silencio y marginalidad subterránea: “ocho obras de teatro” y “un ensayo de trescientas páginas sobre la recreación de los mitos griegos en el teatro occidental del siglo XX”, que resguarda, en su vasta biblioteca, dentro de “una carpeta roja, atada con cintas que alguna vez fueron blancas y ahora lucían varias capas de suciedad.” “No me dejaron publicar ni dirigir, pero nadie me podía impedir que escribiera y que pensara”, le dice casi como una declaración de principios. La otra: el secreto móvil del crimen (que se aúna al retorcido hecho de que todo indica que Alexis se dejó asfixiar, es decir, buscó que el asesino lo matara vestido de mujer, él, que en su vida cotidiana era gay, católico y potencial suicida, pero no travesti). Según Marqués, Alexis confrontó a su asesino con el hecho de que sabía que en 1959 había falsificado unos documentos y que con “un par de testigos falsos” que atestiguaron que “había luchado en la clandestinidad contra Batista”, “se montó [con altos vuelos] en el carro de la Revolución”. 


Leonardo Padura, Máscaras. Colección Andanzas (292), Tusquets Editores. 3ª edición. Barcelona, mayo de 2005. 240 pp.