miércoles, 10 de junio de 2015

LIFE. Los grandes fotógrafos




La cámara es una extensión de uno mismo


Traducido al español por Vicente Villacampa e impreso en China, en 2012, por Lunwerg Editores, el volumen de pastas blandas LIFE. Los grandes fotógrafos (22.2 x 18 cm) apareció primero en inglés, en Estados Unidos, publicado en octubre de 2004 por Bulfinch Press, con tapas duras y el título The Great LIFE Photographers, cuyo copyright pertenece a Time Inc., membrete que remite al origen de la revista TIME, cuyo primer número data de marzo de 1923, creada por dos periodistas egresados de la Universidad de Yale: Briton Hadden (1898-1929) y Henry R. Luce (1898-1967), el artífice de la célebre revista LIFE, que duró 36 años (el primer número data del “23 de noviembre de 1936” y el último del “28 de diciembre de 1972”) y de un gigantesco trust que dominó en el ámbito de los medios masivos norteamericanos e incluso más allá de sus fronteras y no sólo con revistas como TIME, LIFE International y LIFE en español
     
(Gustavo Gili,3ª . ed., 1983)
        Según apunta la fotógrafa alemana Gisèle Freund (1908-2000) en “Mass-media magazines en Estados Unidos”, capítulo de La fotografía como documento social (Gustavo Gili, Barcelona, 1976), “Henry R. Luce había empezado su carrera de periodista en 1921 como reportero del Chicago News con un sueldo de 16 dólares a la semana. En 1967 podía, desde su despacho del piso 34 del Rockefeller Center de Nueva York, controlar un vasto imperio de publicaciones industriales de Norteamérica. TIME tiraba ahora más de 3 millones de ejemplares por semana, LIFE más de 8 millones. Poseía además Sports Illustrated y Fortune, revista esta última creada únicamente para los hombres de negocios, tirando en conjunto más de 13 millones. Aparte de esas publicaciones, poseía un departamento editorial que vendía aproximadamente 17 millones de libros por año, cinco emisoras de radio y seis de televisión, fábricas de papel, bosques, explotaciones de petróleo en Texas, etc. Time Inc. ganaba cerca de 15 millones de dólares por año y los ingresos personales de Luce se elevaban a más de un millón y cuarto de dólares. Se hallaba en la cumbre de su éxito cuando murió súbitamente ese mismo año de 1967 a la edad de 69 años.” 

Henry  R. Luce  (1898-1967)
     
Briton Hadden (1898-1929)
     
(Bulfinch Press, 2004)
       
(Lunwerg Editores, 2012)
       Según se pregona en la segunda de forros del volumen: “Los fotógrafos fueron siempre los artífices de la grandeza de LIFE, y este libro reúne lo mejor de su trabajo: 698 de las imágenes más vivas y emocionantes publicadas a lo largo de ocho décadas.” Lo cual es falso, pues LIFE sólo duró 36 años y no 80; y además de que no “reúne lo mejor de su trabajo” (hay que contarlas para saber si en realidad son 698), la selección no se limita a lo publicado en ella, dado que incluye algunas fotos anteriores a su aparición, como es “Fábrica de tractores, Unión Soviética, 1930”, de Margaret Bourke-White; y un buen número de posteriores a su extinción, como es el caso de “Caroline Kennedy, Hyannis, Massachussets, 1986”, de Harry Benson; y el de “Esperma penetrando en un óvulo, Estocolmo, 1990”, de Lennart Nilsson.

Fábrica de tractores, Unión Soviética, 1930
Foto: Margaret Bourke-White
       
Caroline Kennedy, Hyannis, Massachussets, 1986 (detalle)
Foto: Harry Benson
 
Esperma penetrando en un óvulo, Estocolmo, 1990
Foto: Lennart Nilsson
     También se afirma allí que “No faltan escenas dramáticas de la plaza de Tiananmen [datan de 1989 y no hay ninguna foto] y del sur de los Estados Unidos durante el movimiento a favor de los derechos civiles” [de los negros; pero ninguna relativa a los derechos de los inmigrantes hispanos en EU ni de los norteamericanos de origen mexicano]. También se dice que “LIFE contribuyó a construir iconos tales como el de Sophia Loren y Marilyn Monroe, los Beatles y Michael Jackson, esas imágenes también están aquí.” Pero si hay fotos de Sophia Loren, de los Beatles, de Marilyn Monroe y de otras actrices, músicos y cantantes, no hay ninguna de Michael Jackson ni de los Jackson Five. 

   
       
   
John Loengard
        En la página legal figura Robert Sullivan como “Editor”; y, ente otros colaboradores, John Loengard (Nueva York, 1934) en la “Asesoría de edición”, quien hizo la vaga “Introducción” (“La ambición que hay detrás de este libro”), ilustrada con 8 imágenes, y de quien se canta en la tercera de forros: “John Loengard es un veterano fotógrafo de LIFE y archivero de la ilustre historia de la revista. En 2004 recibió de Time Inc., el premio Henry Luce por los logros de toda una vida profesional.” Y de él, en las páginas interiores, se observan 10 fotos precedidas por un retrato que en su juventud le hizo Farrell Grehan.

Gordon Parks 

      Luego de tal prólogo sigue la “Rememoración” (“Haber sido fotógrafo de LIFE”) de Gordon Parks, de quien se reza en la tercera de forros: “Gordon Parks (1912-2006) fue uno de los primeros fotógrafos de LIFE, y se encuentra entre los más estimados de todos los tiempos. Fue también un elogiado poeta, realizador cinematográfico y compositor, que publicó varios libros, incluido el celebrado Half Past Autumn.” Y de él, en el interior, se observan 10 fotos y un retrato de autor anónimo.


       
     Vale subrayar que la antología de fotos en blanco y negro y en color que compila el volumen es excelente, de lo mejor, con imágenes soberbias e impresionantes, o muy bellas o dolorosamente dramáticas; y que muchas de ellas, además de un valor icónico, grabado en la memoria colectiva de la aldea global, tienen un valor documental e histórico dado que remiten y se circunscriben a consabidos personajes históricos y/o a hechos históricos precisos. Y en conjunto son un reflejo de lo mucho que el género humano tiene de grandioso y creativo, pero también de predador, megalómano, intolerante, bélico, genocida y destructor. Es así que “Los fotógrafos”, la sección central, compila imágenes de “88 de los 90 fotógrafos que pertenecieron a la plantilla de LIFE, y de otros 11 que mantuvieron una relación especial con la revista”. Es decir, son 99 fotógrafos antologados, de los cuales 6 son mujeres y sólo 2 son negros. Cada selección de cada fotógrafo está precedida por una brevísima semblanza biográfica y por un retrato alusivo a su personalidad. Lo lamentable, no obstante, es que a veces tales retratos en blanco y negro, por ser muy pequeños, son poco legibles. Pero más deplorable son las fotos distribuidas en dos páginas, pues así están fracturadas y por ende se limita y dificulta su observación. A todo ello se añade el útil e incompleto índice onomástico que lo cierra.
 
Desfile con motivo del 50ª de la 19ª Enmienda que dio
el derecho de voto a las mujeres, Nueva York, 1970.
Foto: John Olson
       
Peter Norman, Tommie Smith y John Carlos, 
Olimpiada de México, 1968.
Foto: John Dominis
        En el contexto del devenir de los derechos civiles de la mujer (una foto de John Olson documenta una manifestación “con motivo del 50ª de la 19ª Enmienda que dio el derecho de voto a las mujeres, Nueva York, 1970”) y de la virulenta discriminación racial en los multiculturales EU (en una foto de John Dominis, por ejemplo, tomada en la “Olimpiada de México, 1968”, los medallistas de raza negra: Tommie Smith y John Carlos, bajan la cabeza al oír el Himno Nacional de los EU y alzan un brazo con el puño cerrado y con un guante negro, símbolo del Black Power), no deja de ser elocuente ni significativo que únicamente 6 mujeres figuren entre los 99 fotógrafos seleccionados: Margaret Bourke-White (1904-1971), Marie Hansen (c. 1918-1969), Martha Holmes (1923-2006), Lisa Larsen (1925-1959), Nina Leen (c. 1914-1995) y Hansel Mieth (1909-1998). Y que sólo 2 sean negros: además de Gordon Parks, John Shearer (1947), que fue su discípulo. En este sentido, en la foto en gran angular de William J. Sumits: “Fotógrafos de plantilla de LIFE, 1960”, se ven a 35 hombres blancos, 2 mujeres blancas y un solo negro: Gordon Parks, en cuya selección de fotos se transluce su particularidad racial, aludida en el bosquejo biográfico que la precede: “Hay algo poderoso dentro de un hombre que lo lleva a superar ser el más joven de 15 hermanos, criado en Kansas en la pobreza; algo que le permite vencer las crueles barreras implantadas por una sociedad racista; algo que le permite no solo sobrevivir sino alcanzar la maestría en todo cuanto emprendió. Poeta y pianista, compositor de música clásica y alguien que estaba en su elemento con el blues. Esto le permitió realizar la hermosa película biográfica Leadbelly [...] No sólo fue el primer negro que hizo todas esas cosas, sino que ningún hombre sería capaz de hacerlas todas y de hacerlas bien.” Y más aún, el mismo Gordon Parks, cuyo apellido evoca a la celebérrima luchadora de los derechos civiles Rosa Parks (1913-2005), la refiere al inicio de su remembranza: “Para mí, la época era difícil. América estaba pesadamente envuelta en un torbellino racial. Yo era negro y me encontré en la situación de ser el primer fotógrafo de color situado en la cabecera de la revista más prestigiosa del mundo. Admito que me preguntaba cómo iban a aceptar mi presencia mis compañeros de trabajo. Las dudas y las inquietudes duraron poco. Desde la primera semana pareció como si la plantilla entera me tendiera una mano grande y cordial. Era como si hubieran estado esperando mi llegada para que dirigiera mi cámara hacia cosas y lugares que no habían sido gratos a la cámara: hacia el delito, la pobreza, las guerras de bandas en las grandes ciudades. También estaban las casas de moda más famosas del mundo, en París, Nueva York y Londres. Tras mi violento bautismo de fuego, fui enviado a captar los temas más almibarados. Yo era un fotógrafo de LIFE. Era tiempo de regocijo.”

Martin Luther King y Rosa Parks
         
Shirley MacLaine y su hija Sachi Parker, 1959.
Foto: Allan Grant
   
Elizabeth Taylor, 1948.
Foto: Philippe Halsman
     
Alfred Hitchcock, 1963.
Foto: Philippe Halsman
     
Picasso en el taller de cerámica Madoura, Vallauris, Francia, 1949.
Foto Gjon Mili
       
Día de la victoria sobre Japón, Times Square, Nueva York, 1945.
Foto: Alfred Eisenstaedt
    En contraste con las dramáticas fotos que documentan los estragos de la Segunda Guerra Mundial, de la Guerra de Corea y de la Guerra de Vietnam, descuellan los retratos de las diosas del cine: Jane Fonda, Marilyn Monroe, Barbra Streisand, Shirley MacLaine, Elizabeth Taylor, Gina Lollobrigida, Suzy Parker, Natalie Wood, etcétera. Pero también las icónicas y supraconocidas: Alfred Hitchcock posando con tres cuervos: uno en cada brazo y otro sobre la cabeza, en una imagen a color, de 1963, de Philippe Halsman. O Pablo Picasso dibujando un toro en el aire con la luz de una linterna, que es una de las fotos más famosas de Gjon Mili, datada “en el taller de cerámica Madoura, Vallauris, Francia, 1949”. O la que ilustra la portada: el marino gringo besando una enfermera, de Alfred Eisenstaedt, cuyo pie reza: “Día de la victoria sobre Japón, Times Square, Nueva York, 1945.” Lo cual remite a la rendición de Japón declarada el 15 de agosto de 1945 y por ende a las previas masacres atómicas sucedidas en Hiroshima y Nagasaki. Imagen compaginada, en el interior, con un fragmento donde habla el fotógrafo y que a la letra dice: “A la derecha: La Foto. ‘Había miles de personas pululando, en las calles laterales y por todas partes. Se besaban unas a otras... Y también había un marino que corría, agarraba a todo el mundo, ¿sabe?, y repartía besos. Eché a correr delante de él porque llevaba unas cámaras Leica colgadas del cuello, enfocadas desde 3 metros a infinito. Uno no tenía más que disparar... Ni siquiera supe lo que estaba sucediendo, hasta que él agarró algo blanco. Y allí me quedé y ellos se besaron. Y disparé cinco veces.’”


       
     
   
La Piedad de Miguel Ángel
     
Una mujer bañando a su hija, víctima del envenenamiento
por mercurio, Minamata, Japón, 1971.
Foto: William Eugene Smith
      Vale reiterar que la revista LIFE privilegió la foto y el reportaje fotográfico (en su citado libro, Gisèle Freund bosqueja el modo en que LIFE trabajó, ejemplificando con el número destinado a documentar las históricas exequias de Winston Churchill); y que el sentido de la crónica narrada con imágenes adquiere mayor amplitud y consonancias con los pies de foto y con los comentarios informativos que las acompañan. Un ejemplo es “Una mujer bañando a su hija, víctima del envenenamiento por mercurio, Minamata, Japón, 1971”, foto en blanco y negro de William Eugene Smith, compaginada con un fragmento que reza: “Se ha llamado la Pietà del fotoperiodismo [evoca o parafrasea a la Piedad del Vaticano, escultura en mármol de Miguel Ángel]. En 1971, Smith y su esposa, la fotógrafa Aileen Mioko, se mudaron a la aldea japonesa de Minamata, donde vivieron tres años. Este enclave pesquero de la costa se vio asolado por la enfermedad después de que una empresa química vertiera mercurio en el agua, lo que contaminó gran parte de la dieta local. Aquí, Tomoko Uemura, que nació ciega, muda y con los miembros deformes, es bañada por su madre. Muchos consideran esta como la primera fotografía que despertó la conciencia del mundo ante el daño ecológico.”

(Lunwerg Editores, 2012)
Contraportada


Robert Sullivan y otros, LIFE. Los grandes fotógrafos. Iconografía a color y en blanco y negro. Traducción del inglés al español de Vicente Villacampa. Lunwerg Editores. China, 2012. 608 pp.



jueves, 14 de mayo de 2015

El tambor de hojalata


La risa de la Bruja Negra, remedio infalible

En sus sonoros y mediáticos tiempos de celebridad narrativa anteriores a la caída del Muro de Berlín y a la desintegración de la URSS y de la Cortina de Hierro, el escritor checo Milan Kundera —quien en Praga fue profesor en la Escuela de Estudios Cinematográficos hasta que en 1968 los soldados y tanques soviéticos destruyeron el movimiento de la Primavera de Praga— decía que todas las adaptaciones cinematográficas de las grandes novelas son versiones del Reader’s Digest. Sin ser peyorativo se puede decir esto del extraordinario largometraje El tambor de hojalata (1979), adaptación homónima de la novela más famosa del escritor alemán Günter Grass (Danzig, octubre 17 de 1927-Lübeck, abril 13 de 2015), dirigido por Volker Schlöndorff, que en Cannes obtuvo la Palma de Oro y en Hollywood el Oscar a la mejor película extranjera; y en cuyo guión, de Volker Schlöndorff, Jean-Claude Carrière y Franz Seitz, el propio narrador incidió. Es decir, la novela de Günter Grass —Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1999 y Premio Nobel de Literatura 1999—, cuya primera edición en alemán data de 1959 y de 1963 la traducción al español de Joaquín Mortiz, es gruesa como un ladrillo y repleta de cientos de anécdotas, digresiones, personajes, y maniáticos y delirantes pormenores ausentes en la variante fílmica. Versión que además termina en 1945, cuando María Truczinski, su hijo el pequeño Kurt, y Oscar Matzerath, el protagonista, empiezan a abandonar Danzig apilados en el tren (rumbo a Düsseldorf), después de que las tropas rusas han tomado la ciudad y acribillado a balazos Alfredo Matzerath, otrora acólito nazi y presunto padre del tamborilero Oscar, quien tiene catorce años y cinco meses, pese a su preservada apariencia de frágil y angelical niñito de tres años que no mata una mosca ni muerde un plátano. 
Volker Schlöndorff y Günter Grass con David Bennent,
el niño actor que hizo el papel de Oscar Matzerath
en la película El tambor de hojalata (1979).
  Durante toda la novela, Oscar Matzerath —enano con joroba, deforme, famoso y rico— entre 1953 y 1954 yace encerrado en un cuarto de un hospital psiquiátrico en calidad de prisionero sujeto a un proceso judicial de cuyo supuesto crimen quizá se le absuelva. Allí, en su infantil cama con barrotes, entre que tamborilea, recibe visitas, monologa con el enfermero Bruno Münsterberg, escribe y alguna vez le dicta a éste las fatigosas y fantásticas memorias de su vida, que si bien concluyen el día de su 30 aniversario (como si todo hubiera sido un trastocado fantaseo, una alharaquienta carcajada y tomadura de pelo de la ominosa Bruja Negra), en realidad se remontan al año 1899, cuando Ana Bronski, su campesina abuela cachuba, bajo sus cuatro faldones color papa oculta a un desconocido incendiario, un tal José Koljaiczek, en ese instante perseguido y correteado por la policía rural que le pisa los talones. Camuflada conjunción sexual de la que en 1900 nace Agnés, la futura mamá de Oscar, quien el día de su tercer aniversario (septiembre de 1927), lanzándose por la escalera de la subterránea bodega de la tienda de ultramarinos de Alfredo Matzerath, decide detener para siempre su imagen, estatura, supuesta ingenuidad y supuesto infantilismo tamboril, berrinchudo y travieso de tres años, cuyos agudos gritos y chillidos poseen peligrosas virtudes vitricidas. 

       Inextricable a sus referentes históricos, sociales, dramáticos, geográficos y arquitectónicos, El tambor de hojalata es una novela fantástica saturada de humor negro en la que Günter Grass, a través de Oscar Matzerath, se ríe, tamborilea, burla, y hace polvo o malabares lo que se le antoje. Durante un buen tiempo Oscar Matzerath es un infantiloide, irreverente y pseudoanarco pillo oculto bajo su fachada de niño sin joroba de tres años. Cuando en 1939, alrededor de un año después de la muerte de Agnés (la cual en su voraz momento crítico transluce una retorcida, culpable y psicótica renuncia a seguir viviendo), se desencadena el latente y previsible ataque nazi al correo polaco, Oscar, obcecado en su necedad y tejemaneje infantil, traiciona a su miedoso tío Jan Bronski, quien muere fusilado junto a 30 polacos más que se batían defendiendo el edificio, pese a que aún dentro del correo la terrible fobia al tío Jan Bronski lo haya hundido en la locura. 


El enano Bebra (Fritz Hakl) y Oscar Matzerath (David Bennent)
Fotograma de El tambor de hojalata (1979)
  Entre mayo de 1943 y junio de 1944, como si el asunto no implicara cuestiones inmorales, genocidas y cruentas, y sólo se tratara de un tour por la Europa ocupada y de una aventura amorosa con la enanita Rosvita Raguna, Oscar Matzerath es un bufón entre los bufones enanos del itinerante Teatro de Campaña nazi que encabeza su mentor el enano Bebra. Cuando a fines de 1944 la policía militar nazi, tras la delación de la mocosa Lucía Rennwand, logra atrapar a la escurridiza banda de anarquistas adolescentes que Oscar comanda con su descomunal y enfermiza megalomanía, no duda en traicionarlos en el momento de la redada, transformándose ante los ojos de todos en un chillón chamaquito de tres años al que han llevado allí sin permiso de su mamá. 
 
Oscar Matzerath (David Bennent) con su madre Agnés (Angela Winkler),
el tío Jan Bronski (Daniel Olbrychski) y Alfredo Matzerath (Mario Adorf).
Fotograma de El tambor de hojalata (1979).
     Y el día de febrero de 1945 en que los rusos sitian, saquean, violan a las mujeres e incendian Danzig, Oscar y los suyos se han escondido en la subterránea bodega de la tienda: María Truczinski, el pequeño Kurt, la viuda del verdulero Greff (un nazi homosexual que se ahorca en octubre de 1942) y Alfredo Matzerath, que se ha desprendido de su acusador vestuario de scout nazi y como no halla dónde ocultar su otrora honorable y vociferante svástica-alfiler, la tira sobre el piso de cemento y antes de que ponga el pie sobre ésta, de un manazo Oscar se la gana al pequeño Kurt, mientras los soldados rusos ya están en el piso de arriba. Pero cuando descienden y los empuñan con sus armas, en tanto se turnan para fornicarse a la viuda del verdulero Greff, de nueva cuenta, camuflado en su inocente imagen de niñito de tres años cargado en brazos por un mongol ruso que con los dedos tamborilea el juguete, Oscar, sin que lo vea éste, le pincha la insignia nazi a su presunto padre (y presunto padre del pequeño Kurt) en una de sus alzadas manos, y entre que trata de tragársela y la confusión de ruidos y contorsiones que esto le provoca para vomitarla, el mongol, con una ráfaga, lo deja a imagen y semejanza de una coladera sanguinolenta.
Durante el sórdido, largo y accidentado viaje en tren de carga que María Truczinski, el pequeño Kurt y Oscar Matzerath emprenden el 12 de junio de 1945 de Danzig a Düsseldorf (ocurren múltiples asaltos y muere un petulante y burgués dizque socialdemócrata), a Oscar, que iba golpeado de la cabeza y enfermo, le brota la joroba; se deforma; pierde para siempre su poder vitricida; crece: de sus 94 centímetros aumenta a un metro veintiuno; y se niega a retornar al tambor, simbólicamente enterrado sobre el ataúd de tablas de Alfredo Matzerath. Ya en Düsseldorf permanece en el hospital entre agosto de 1945 a mayo de 1946.
Serie Narrativa Actual núm. 22, RBA Editores
Barcelona, 1992
  Inextricable a la monstruosidad y a la índole ególatra y megalómana de Oscar Matzerath, El tambor de hojalata es un mar de historias. Allí están, diseminados en diversos pasajes, sus fallidos intentos por casarse o volver a seducir a María Truczinski, incluso con el afrodisíaco polvo efervescente. Lo vivido con uno de los hermanos de ella: Heriberto Truczinski, el hombretón de la espalda con cicatrices (cada una con su historia), que muere sexualmente embrujado y espeluznantemente asesinado por Niobe, la Marieta verde, un mascarón de proa esculpido y tallado en el siglo XV (el turgente y provocativo cuerpo de una mujer al que se le atribuyen numerosos y legendarios crímenes y muertes), entonces exhibido en el Museo de la Marina de Danzig. Su papel de astroso vagabundo de parque a modelo en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf y de pinturas que se hicieron célebres. Sus periódicos empleos como grabador de epitafios con el lapidario Korneff. Su encuentro con el músico Klepp y el trío de jazz que ambos organizan, Oscar como batería, Klepp como flauta, y Scholle como guitarra, después de que Klepp, sucio y abandonado en su cuartucho, lo indujera a volver a desencadenarse con el tambor. Las absurdas escenas del patrón y de los parroquianos que acuden a llorar al Bodegón de las Cebollas, la fonda donde toca el trío, cuyo patrón, muerto en un accidente automovilístico, parece haber sido ultimado por el ataque de una multitud de pájaros parecidos a los de la película de Hitchcock, quizá una especie de oscura venganza por las aves que él solía cazar con su escopeta. El éxito y la fama que Oscar Matzerath alcanza cuando deja el trío de jazz y se convierte en un trashumante solista de tambor que cada vez que toca recuerda su infancia de tres años; es decir, interpreta e improvisa largas y laboriosas construcciones sonoras inspiradas en pasajes de su niñez y adultez y en la niñez y adultez de los otros, cuyo meollo es el hecho de que conmueve y trastorna el inconsciente y el comportamiento de los escuchas maduros y de edad avanzada. Así, gracias a la agencia de conciertos Oeste creada por su mentor Bebra (ahora en silla de ruedas), viaja por toda Alemania Occidental; se instala en hoteles de lujo; come en los mejores restaurantes; y brinda conciertos a los que asisten miles de adultos y ancianos que seducidos y hechizados por lo que oyen regresan a su tierna infancia y comienzan, allí en el concierto, a tornarse balbucientes, llorones, y a punto de hacer pipí. Con tal fortuna y la riqueza que le dejan los discos grabados (que transmiten el mismo encantamiento) se hace un burgués que sin embargo no deja la covacha de la modesta pensión de Düsseldorf, no sólo porque en otro cuartucho sobrevive Klepp (hasta que se casa), sino también porque en otra habitación vivía la enfermera Dorotea; no obstante que su impericia y monstruosidad la hizo huir de allí sin que para él, ridículo, patético y romántico trasnochado, deje de ser su platónico, onanista e insistente amor ideal e imposible, el único por el que se obsesiona y enajena ante sus frustraciones con María Truczinski.

   
Oscar Matzerath (David Bennent) y María Truczinski (Katharina Thalbach)
seducida con el afrodisíaco polvo efervescente.
Fotograma de El tambor de hojalata (1979)
    Más adelante, después de que en la huerta de la madre de Godofredo von Vittlar y a través del perro Lux, Oscar Matzerath ha hallado el dedo de una mujer y lo ha convertido en objeto de adoración y culto dentro de la otrora mísera habitación de la enfermera Dorotea, él y Godofredo, que de conocerlo en el huerto se ha convertido en su admirador y seguidor más íntimo, pergeñan, con tal de complacer y beneficiar a éste con 15 minutos de fama, la posibilidad de que Oscar Matzerath sea el autor de un crimen pasional que ha borrado del mapa a la enfermera Dorotea, cuya supuesta y flamante evidencia es el dedo hallado en la huerta y la inmediata secuela: la agudización de su locura, visiones y delirios, y enseguida los dos años que lleva preso en el psiquiátrico mientras escribe sus memorias, monologa con el enfermero Bruno Münsterberg, recibe visitas de sus seres queridos y se suceden las vueltas del proceso judicial. Pero cuyo abogado quizá lo exima de la culpa y la sentencia, gracias a las últimas pruebas desveladas, mismas que el abogado le anuncia entre las visitas del día del pastel por su 30 aniversario, tal día de septiembre de 1954.


Günter Grass, El tambor de hojalata. Traducción al español de Joaquín Mortiz. Serie Narrativa Actual núm. 22, RBA Editores. Barcelona, 1992. 572 pp.

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Enlace a un trailer de El tambor de hojalata (1979), película dirigida por Volker Schlöndorff, basada en la novela homónima de Günter Grass.

Desgracia



Arañas en el fondo de una botella

El narrador sudafricano J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Provincia del Cabo Occidental, enero 9 de 1940), Premio Nobel de Literatura 2003, obtuvo en Francia el Premio Fémina a la mejor novela extranjera y en 1983 su primer Booker (“el premio más prestigioso de la literatura inglesa”) con Vida y época de Michael K, “el libro que le valió fama internacional”. Y con Desgracia (1999) recibió su segundo Premio Booker. 

J.M. Coetzee
     Traducida del inglés al español por Miguel Martínez-Lage, la novela Desgracia se divide en 20 capítulos sin rótulos. Nacido en 1945, David Lurie, el protagonista, es un hombre blanco de 52 años que, al inicio de la obra, además de tres borrosos libros: “el primero, sobre la ópera (Boito y la leyenda de Fausto: la génesis de Mefistófeles), el segundo sobre la visión como erotismo (La visión de Richard de Saint Victor), el tercero sobre Wordsworth y la historia (Wordsworth y el peso del pasado)”, lleva ya 25 años dando clases en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo. Tras la última reforma educativa imparte varios cursos en la Facultad de Comunicación; pero el más importante para él es la “asignatura especializada”, que ese año destina a los poetas románticos. Desde hace varios años ha intentado escribir un libro crítico sobre Byron; pero tras varios fracasos aspira escribir algo musical: “Byron en Italia, una meditación sobre el amor entre los dos sexos en forma de ópera de cámara”, que en la casi postrera latitud de la novela y de los últimos aciagos sucesos, por sesiones y momentos va cobrando forma auxiliado con un “pequeño banjo de siete cuerdas”, un instrumento de juguete que de pequeña utilizó su hija Lucy.
      Tras dos matrimonios truncos, David Lurie ha regulado su vida sexual con rameras y con las jóvenes alumnas que desea y logra seducir, cuyo donjuanesco intríngulis en un pasaje le resume a su hija con el fuste de un aforismo de William Blake: “Prefiero matar a un recién nacido en su cuna antes que albergar deseos no realizados”. Y es precisamente el subrepticio y repetido affaire con Melanie Isaacs, una alumna “treinta años más joven que él”, lo que lo arrastra al fango de un linchamiento moral y ante una especie de juicio académico cuyas exigencias y prerrogativas no acepta ni comparte y por ende opta por la renuncia. Según le dice a su hija, el proceso y sus requerimientos le recordaron “a la China maoísta. Retracción, autocrítica, pedir disculpas en público. Soy un hombre chapado a la antigua, prefiero que en tal caso me pongan contra la pared y me fusilen. Así habría terminado todo.”
      Esto no es una desgracia para el gris y erudito profesor David Lurie (no tiene preocupaciones pecuniarias), sino un cambio, el preludio de la tercera edad, que empieza a corporificarse cuando en su auto, con los libros para su libreto sobre Byron, se dirige a la granja de su hija Lucy, ubicada a las afueras de “la ciudad de Salem, en la carretera de Grahamstown a Kenton, en la Provincia del Cabo Oriental”.
      Lucy radica allí desde hace seis años. Al principio la casa fue una comuna hippie; pero luego David le ayudó a comprársela y hasta hace unos meses ella la compartió con su amiga Helen, quien se fue a Johannesburgo. Lucy vive del cultivo de hortalizas y flores que los sábados vende en un puesto en el mercado de Grahamstown y tiene unas perreras, unas jaulas donde cuida canes de particulares. Puesto que David no logra engancharse en la escritura de su obra sobre Byron y le sobra tiempo, no obstante que ayuda en algunas labores, Lucy le propone, y él acepta, hacer trabajo voluntario en Liga para el bienestar de los animales, una astrosa y miserable “clínica” que regenta Bev Shaw, quien no es veterinaria (el veterinario va sólo los jueves), sino una aficionada que brinda cierta curaciones; pero sobre todo el semanal sacrificio de la proliferación de perros que nadie quiere ni reclama. 

(Mondadori, México, 2004)
      Con sus estiras y aflojas y ciertas asperezas propias de personalidades distintas, el día a día se torna rutinario hasta que se sucede la desgracia, cuyos trasfondos implican racismo y ancestral odio, tremendas diferencias idiosincrásicas entre occidentales y africanos con arraigados y anacrónicos atavismos, soterradas ambiciones por parte de Petrus, el vecino (de raza negra) que acrecienta sus tierras y que por un sueldo labora para Lucy; y lo que es peor e inescrutable para David Lurie: las oscuras y abstrusas decisiones que toma su hija y que él respeta y ante las que se mantiene alerta y a la expectativa.  
      Un trío de hombres negros irrumpen en la casa: dos adultos y un menor. Lucy es violada por los tres y David, además de un ojo cerrado, por el alcohol que le echan encima y encienden con una cerilla, sufre heridas en el cuero cabelludo y en una oreja. Matan a balazos a seis perros que había en las jaulas (sólo queda Katy, una perra bulldog). Y además de los destrozos que causan, se roban la escopeta, electrodomésticos y otras cosas del hogar, y todo el botín se lo llevan en el auto de David. 
      Lucy acepta que ante la policía denuncien los daños materiales y el robo, pero no la violación de la que fue víctima. Esto desconcierta a su padre y no le gusta, pero respeta tal postura. 
David se extraña de la ausencia de Petrus durante el ataque, de la indiferencia y la conducta taimada que muestra a su regreso (con su mujer) y colige, además del probable vínculo con los asaltantes, que “A Petrus le gustaría adueñarse de las tierras que posee Lucy”. 
      La crisis que torna ríspida la relación entre el padre y su hija se agudiza cuando durante la fiesta con que Petrus celebra la expansión de su terreno —en la que David y Lucy son los únicos blancos— aparece, como si nada hubiera ocurrido, el chico que participó en el robo y en la violación. Lucy entra en pánico y busca irse ipso facto. Y David, al increpar al chico, ve que Petrus lo defiende de inmediato, dice no conocerlo y se opone a dar parte a la policía, lo cual le indica que es cómplice de los asaltantes. Y más aún: ya en casa, Lucy expresa su postura de no denunciarlo con la policía. A esto se aúna el absurdo y grotesco hecho de que Bev Shaw desestima la preocupación de David por su hija; dice que Petrus la protegerá y que se puede confiar en él.
      Luego, tras una ida a New Brighton en donde descubren que el auto hallado por la policía no era el sustraído, ella, que no le había dicho nada de la violación, le revela detalles del racismo y del odio implícito en el ataque (lo cual prueba que no ve más allá de su nariz): “Lo hicieron con tanto odio, de una manera tan personal... Eso fue lo que más me asombró. Lo demás... Lo demás casi era de esperar. ¿Por qué me odiaban tanto? Yo ni siquiera los había visto en toda la vida?”.
      Buscando que se aleje de ese infausto lugar y se recupere, David le propone que cierre la casa y se vaya a Holanda (él pagará) —allí vivió, tiene a su madre y familia—. Pero ella se niega y vuelve a hacerlo después decirle que tal vez los violadores le estén cobrando un tributo sexual que tiene que pagar por dejarla vivir allí: “Creo que estoy en su territorio. Me han marcado. Vendrán por mí.” 
      “Ellos pretenden que seas su esclava”, le subraya David.
      “—No, no es cuestión de esclavitud. Es cuestión de sumisión, de sometimiento, de estar sojuzgada.
      “Él niega con la cabeza.
“—Esto es demasiado Lucy. Vende la propiedad. Véndele la granja a Petrus y márchate de aquí.
      “—No.”
      Menos de tres meses después de su salida, David regresa a Ciudad   del Cabo. Por asombroso que sea, en el trayecto pasa por George, la ciudad donde viven los progenitores de Melanie Isaacs; visita al padre en su despacho, quien lo invita a cenar en la casa familiar y esto favorece que les pida disculpas por el lapsus cometido con su hija (aunque en su fuero interno no se arrepiente y experimenta un erótico cosquilleo ante el atractivo de la hermana menor, una adolescente). 
      Ya entrado en la nueva rutina en Ciudad del Cabo (descubre el saqueo sucedido en su casa, recoge libros y correspondencia en su antiguo cubículo, habla con su segunda ex esposa, va a la obra donde actúa Melanie y aguanta la agresión del amante de ella, se aventura con una joven furcia, etc.), destaca el hecho de que por fin empieza a componer el libreto sobre Byron. En eso anda cuando un telefonema con Bev Shaw (quien fue su adúltera amante en la clínica mataperros) le sugiere que algo no marcha bien en la cotidianeidad de su hija. Así que “toma un avión a Port Elizabeth y alquila un coche”; maneja hasta la granja y, además de observar los cambios en el terreno colindante (el de Petrus), Lucy le dice que está embarazada, que tendrá el hijo y no habrá otro aborto. Pero además le dice que el chico violador, uno de los probables padres, ahora vive con Petrus, que es su cuñado y se llama Pollux. 
J.M. Coetzee
      Desgracia, la novela de John Maxwell Coetzee, no narra el nacimiento (o no) del bebé, ni qué sucede con Lucy (si se casa o no y qué pasa con el terreno de la granja). Es una obra que se queda en suspenso, con los finales abiertos. Pero antes de que llegar a la última página, cuando ya David ha encontrado un cuarto en Grahamstown (para estar distante pero cerca de su hija) y pasa la mayor parte del tiempo en la clínica, ya componiendo su libreto sobre Byron en compañía de un perrucho cojo y con oído musical (disfruta el banjo y la voz de David al componer), ya ayudando a Bev Shaw en su sabatino y sórdido papel de matarife de perros, se suceden dos episodios que dan indicios de la oscura y retorcida psique y catadura de Petrus y de Lucy.  
      Al confrontar a Petrus sobre el hecho de que el chico violador ahora vive en su casa y que le mintió al decirle que no sabía quién era, Petrus le dice “Usted viene a cuidar a su hija. Yo también cuido de mi hijo [...] Es un hijo, un niño. Es de mi familia, de mi pueblo.” Es decir, el tal Pollux quizá sea su vástago y no su cuñado, pues Petrus tiene dos esposas: la que no está allí (con hijos) y la de que sí está (embarazada, cabizbaja, sumisa). Y además añade: “Se casará con Lucy, solo que todavía es demasiado joven, demasiado joven para casar. Todavía es un niño.” Pero ante las objeciones de David, añade como todo un pachá polígamo: “Yo casaré con Lucy”. Y le encomienda que se lo diga, que “así habrá terminado toda esa maldad”, pues dizque “es peligroso, demasiado peligroso” que una mujer viva allí sin estar casada. 
     David le lleva el mensaje, pero le reitera que puede enviarla a Holanda. Ella, no obstante, decide seguir en ese entorno racista, machista e hiperviolento (“Solo es cuestión de tiempo que a Ettinger [su solitario vecino alemán y blanco] lo encuentren con un balazo en la espalda”, le dice ella): “Di que acepto su protección. Di que puede contar por ahí todo lo que le dé la gana acerca de nuestra relación, que yo no lo contradeciré. Si quiere que a mí se me conozca en calidad de tercera esposa suya, así ha de ser. Si quiere que pase por ser su concubina, otro tanto da lo mismo. Pero acto seguido el niño pasa a ser también hijo suyo. El niño pasa a ser parte de su familia. En cuanto a la tierra, dile que estoy dispuesta a firmar un contrato de venta y cederle la tierra con tal que la casa sea de mi propiedad [no obstante dejó de dormir en la recámara donde fue violada]. Me convertiré en la arrendataria de una pequeña parte de su tierra [...] Pero la casa seguirá siendo mía, repito. Sin mi permiso nadie entra en la casa incluido él. Y me quedo con las perreras.”


J.M. Coetzee, Desgracia. Traducción del inglés al español de Miguel Martínez-Lage. Mondadori (138). 1ª reimpresión mexicana, 2004. 264 pp.



Sostiene Pereira


Mi único compañero soy yo mismo

Concluida el “25 de agosto de 1993”, Sostiene Pereira, novela de Antonio Tabucchi escrita en italiano, apareció en Milán, en 1994, publicada por Giangiacomo Feltrinelli Editore y tuvo un vertiginoso y alharaquiento éxito internacional reflejado en las sucesivas reediciones y traducciones. La versión en español, urdida por Carlos Gumpert y Xavier González Rovira, se editó en mayo de 1995 en la serie Panorama de narrativas de la barcelonesa Editorial Anagrama. Y la primera edición en la serie Compactos de la misma editora apareció en mayo de 1999, cuyo frontispicio está ilustrado con un fotograma de Sostiene Pereira (1995), el filme homónimo que Roberto Faenza dirigió a partir de la novela de Antonio Tabucchi (1943-2012), en cuya estampa a color se ve a Marcello Mastroianni (1924-1996) caracterizando el papel de Pereira, mismo que fue el último personaje fílmico que encarnó. 
 
En la portada: Marcello Mastroianni en el papel de Pereira
(Anagrama, Barcelona, 1999)
     Si ante el libro de la serie Compactos lo primero que puede atraer al tercermundista lector aficionado a coleccionar los libros que adquiere, es el hecho de que se ahorraría alrededor de la mitad del duro precio que ostenta en Panorama de narrativas, la desavenencia, con el tufillo de la estafa, radica en que durante la lectura queda deshojado por completo, listo para el bote de la basura, incluida la nota que figura al término y que Antonio Tabucchi escribió para la décima edición italiana. A ello se añade el notorio detalle de que pese a su rimbombante y sonoro éxito, Sostiene Pereira, que es una magnética novela, no es la gran novela del siglo XX. Aunque ante esto, cabe la posibilidad de que la traducción al español haya desvirtuado los intríngulis que posee dentro de la eufonía y articulación del italiano.
Así como está parece la novela instantánea, con trillados ingredientes de ascendencia histórica, de un narrador con destreza para urdir novelas instantáneas. Es decir, Sostiene Pereira cumple con la ancestral y cavernaria prerrogativa de contar por contar un cuento; pero dado el matiz que implica el ominoso contexto social, político e histórico en que está ubicada: el Lisboa de 1938 bajo la dictadura de Antonio de Oliveira Salazar (quien manipuló el poder entre 1932 y 1968) y sus vínculos y contrastes con el beligerante entorno europeo: la Guerra Civil de España, los ataques contra los judíos, el creciente y amenazante poderío militar de los ejércitos de Mussolini y de Hitler, casi a un paso de que estalle la Segunda Guerra Mundial, hace que los antagonismos y rasgos inverosímiles de Pereira cobren notable relevancia. Es decir, Pereira no parece la transposición literaria (con pretensiones realistas, intrínsecas pulsiones psicológicas y aderezo histórico) de una persona de carne y hueso, sino la melancólica, patética y limitada marioneta de papel (cinematográfico) que sólo tiene cabida en el ámbito (no siempre limitado) de la imaginación literaria.
Antonio Tabucchi
(Pisa, septiembre 24 de 1943-Lisboa, marzo 25 de 2012)
  Sostiene Pereira, la novela de Antonio Tabucchi, que transcurre entre julio y agosto de 1938, juega con el efecto de que es una especie de reporte testimonial (de ahí el subtítulo: Una declaración, y el estribillo implícito en el título: Sostiene Pereira, mismo que se repite y repite a lo largo de las páginas) concebido para hacer la crónica de los hechos que preceden el momento en que Pereira se dispone a abandonar Lisboa rumbo al exilio francés. 

En la obra, la degustación gastronómica y de las bebidas es protagonista, así como la vestimenta de los personajes, y el modo, con los mismos o parecidos clisés, con que suelen hablarse. Pereira es un hombre individualista. Durante 30 años hizo la crónica de sucesos “en el periódico más importante de Lisboa”. Está viejo, gordo, viudo, solo, y padece del corazón. Es católico; cree en el alma pero no en la resurrección de la carne. Desde hace poco dirige la página cultural del Lisboa, un pequeño, católico e insignificante diario de la tarde; tal es así, que él es el único que escribe en ella; además de que la primera edición de la página, que sólo saldrá los sábados, está por aparecer al inicio de la novela. 
   
Pereira (Marcello Mastroianni)
Fotograma de Sostiene Pereira (1995)
   Puesto que desde que murió su mujer, se dice al principio, Pereira está obsesionado con la muerte, cuando en una revista lee el fragmento de una tesina filosófica sobre la muerte, busca a Monteiro Rossi, quien lo firma, con la finalidad de que escriba necrologías de escritores famosos, ya muertos o prontos a morir. Ante los textos que Monteiro Rossi le plantea o entrega (luego se descubre que los reescribía o hacía Marta, la novia de éste, cuyo sintético estilo de diccionario Larousse es idéntico al sintético estilo de diccionario Larousse con que Pereira redacta sus notas), Pereira funge con su papel de censor, riguroso, roñoso y obtuso, alineado a la línea editorial y política que imponen el director del periódico y el régimen fascista de Salazar, donde la censura a la prensa y a la radio, con la policía política de por medio, es sumamente minuciosa, cruenta y asesina. No obstante, Pereira parlotea barrabasadas, como decir que el Lisboa es un diario independiente; o que a él no le interesa la política, sino la cultura, siendo que su actitud de censor y escritor servil y autocensurado implica una oficialista postura política. Pero además resulta inverosímil que siendo un viejo y experimentado lobo de mar del periodismo y de la literatura esté totalmente desinformado ante lo que ocurre en Portugal y en Europa, y que sea Manuel, el mesero del Café Orquídea, el padre Antonio y el doctor Cardoso, quienes lo ponen al día sobre hechos recientes que él no sólo debería saber al dedillo, sino ser el maestro y perspicaz y crítico comentarista. 
   
Monteiro Rossi (Stefano Dionisi) y Pereira (Marcello Mastroianni)
Fotograma de Sostiene Pereira (1995)
    Puede resultar comprensible su debilidad de carácter ante Monteiro Rossi, al que trata como a un hijo, el hijo que no tuvo ni tendrá, al que no despide a gritos y paga con dinero de su bolsillo, pese a que no le publica nada y a que guarda en una carpeta las necrologías y efemérides que le entrega o envía. Pero lo que también resulta increíble son las preguntas y confusiones existenciales de adolescente en que se enreda el viejo Pereira, que debería tener un criterio firme, una dura pátina de cocodrilo repleta de atavismos y a prueba de lavados de cerebro en cualquier sucio drenaje de vecindario; pues, por ejemplo, el doctor Cardoso, de unos 35 años, le receta en dos patadas y dos pujidos una superchería esquizoide de un par de franceses que ven la personalidad del individuo como una confederación de almas, en cuya constante pugna (no se dice dialéctica) siempre hay un yo hegemónico que se impone a las otras almas, personalidades o yoes, y Pereira se traga la píldora y anda rumiando tal delirio como si no hubiera otro modo de explicarse lo que le ocurre, y que en un momento traduce como una satisfacción moral ante lo que hace y ha hecho a lo largo de su vida, pero con ganas de arrepentirse sin que dilucide, ante sí mismo, exactamente de qué quiere arrepentirse.
   Quizá con el amasijo de contradicciones existenciales, con las tildes de adolescente y las debilidades de carácter que corporeiza el viejo Pereira, Tabucchi sostiene o argumenta que así suele ser el humanoide: un vulnerable complejo de laberínticos antagonismos y fragilidades, susceptible de acometer un acto o un conjunto de actos que de algún modo lo rediman de su grisura, soledad, anquilosamiento, egocentrismo, indiferencia, angustia y desasosiego. Pereira, que trata y protege a Monteiro Rossi como si fuera su hijo, supone, equivocadamente, que Marta es la culpable de todas sus angustias y de todos sus quebrantos; la cual, según el trazo del novelista, es una belleza, un tentador cuerpo de pecado, sobre todo antes de camuflarse bajo la supuesta personalidad de una pintora francesa, su disfraz dizque de incógnito para vagabundear por Lisboa sin mayor pena ni gloria. 
   
Pereira (Marcello Mastroianni)
Fotograma de Sostiene Pereira (1995)
   “Cada uno debe decidir por sí mismo”, le receta al niñote Pereira el padre Antonio, quien se identifica con el gobierno republicano de España elegido en votaciones y con el clero vasco involucrado con los republicanos que guerrean contra las huestes de Franco; es decir, su criterio es opuesto al de los obispos fascistas y al Vaticano que ha dicho “que los católicos vascos eran ‘cristianos rojos’ y que debían ser excomulgados”. En este sentido, Monteiro Rossi y Marta, con su conducta, textos y labia, le revelan a Pereira sus vínculos con los republicanos que combaten en España; cosa clandestina en la que se juegan el pellejo, pues además de escabullirse de la policía política y de la red de delatores, la dictadura de Salazar apoya y simpatiza con los fascistas españoles. Tal es así que no hace mucho Salazar envió un grupo de soldados portugueses, el batallón Viriato, a combatir en las filas de Franco. 
   Cuando Monteiro Rossi le pide auxilio a Pereira para esconder a su primo Bruno, quien se dirige a la zona del Alentejo para reclutar milicianos portugueses que quieran integrarse a una brigada internacional que combate en España, Pereira lo ayuda y colabora con dinero. Luego de un tiempo en que Monteiro Rossi ha andado también en el Alentejo, inesperadamente llega para ocultarse en el departamento de Pereira, quien lo esconde, alimenta y procura, pese a una serie de comprometedores pasaportes falsos que Monteiro Rossi carga en una bolsa y a que entiende que lo persigue la policía política, aplicada en los interrogatorios ilegales, las torturas y los impunes asesinatos. 
   
Pereira (Marcello Mastroianni) y Monteiro Rossi (Stefano Dionisi)
Fotograma de Sostiene Pereira (1995)
 En este sentido, cuando finalmente Monteiro Rossi es localizado en el departamento y asesinado allí por tales esbirros, Pereira articula un plan que le permite filtrar en la página cultural del Lisboa la crónica del asesinato de Monteiro Rossi, lo cual configura los puntos suspensivos con que concluye la novela supuestamente testimonial, pues además de que el lector no llega a saber si la edición del Lisboa fue impresa de tal modo, pese a que ésta es inminente, tampoco se entera si Pereira logra cruzar la frontera rumbo a Francia, más o menos oculto bajo la identidad que suscribe uno de los pasaportes falsos que transportaba Monteiro Rossi.


Antonio Tabucchi, Sostiene Pereira. Una declaración. Traducción del italiano al español de Carlos Gumpert y Xavier González Rovira. 1ª edición en la colección Compactos (201), Editorial Anagrama. Barcelona, mayo de 1999. 182 pp.

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Enlace a Sostiene Pereira (1995), filme dirigido por Roberto Faenza, basado en la novela homónima de Antonio Tabucchi (doblado al español).