jueves, 5 de marzo de 2015

Lejos de Veracruz


En tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol

La novela Lejos de Veracruz implica un tributo que el escritor catalán Enrique Vila-Matas (Barcelona, marzo 31 de 1948) brinda a sus amigos mexicanos (representados por Sergio Pitol y Juan Villoro), a México (país donde tiene fervorosos lectores), y a ciertas tildes, estereotipados y no, de la cultura mexicana.
     
Narrativas hispánicas núm. 177
Editorial Anagrama (Barcelona, 1995)
       Nacido en Barcelona en 1966, Enrique Tenorio, el protagonista de Lejos de Veracruz, se halla, durante 1993, en S’Estanyol, un pueblo de Palma de Mallorca. Allí su cotidianidad oscila, de un modo inextricable, entre las superficiales y mexicanizadas relaciones que establece con una familia vecina, la angustia y el insomnio que padece en el interior de la horrible casa que habita, y lo que anota en el especie de diario que se encuentra escribiendo en un cuaderno con tres tucanes en la portada; cuaderno adquirido en México el mes pasado.

     
Enrique Vila-Matas
        El cuaderno de Enrique Tenorio (que en sí es la novela de Enrique Vila-Matas) resulta un lacrimoso, melodramático, existencialoide y complaciente libro del desasosiego. En éste el héroe (de las mil y una máscaras), quien siempre es el meollo, traza un círculo. Lo abre al evocar ciertas anécdotas vividas en México el mes anterior y lo cierra con los mismos pasajes (ligeramente ampliados), y promete abrir otros (que quizá —por su pesimismo fúnebre, de vejete desahuciado al borde del suicidio— nunca inicie o no concluya): “Escribiré, mentiré a la luz de la luna de la antigua Villa Rica de la Vera Cruz, que me hará señas de plata sobre el muro blanco.”

       Según Enrique Tenorio, fue invitado a Guadalajara, donde en un congreso se le rindió pleitesía a su hermano Antonio, nacido en 1954, en el puerto de Veracruz, célebre autor de libros de viajes, recién suicidado en Barcelona. De regreso a la Ciudad de México, en el Hotel Majestic, frente al Zócalo, quezque oyó “una voz misteriosa” que lo indujo a escribir el relato “Es que soy de Veracruz”. Así, ante el dolor que significaba el retorno a España, decidió prolongar su estancia en México al oír hablar de Sergio Pitol y del “ambiente de Xalapa” (sic), el preámbulo de su ida a Veracruz, sitio del que pese a la nostalgia, dice y repite con meloso sentimentalismo a la Agustín Lara, que a sus playas lejanas no piensa volver. 
     
Sergio Pitol
       Este pasaje en el que no falta una folclórica dosis de arpa y de “La Bamba” (incluso de la película Danzón) lo empieza con un influjo y un eco rulfiano: “Fui a Xalapa como quien va a Comala. Fui a Xalapa porque me dijeron que ahí andaba quedándose a vivir Sergio Pitol, que había sido un buen amigo de mi hermano Antonio.” Tal impronta no es fortuita. A lo largo de sus numerosas quejas y tristes historias, Enrique Tenorio narra, repite y se regodea hasta el delirio en sus nefastos rasgos: manco, solitario, neurótico, misógino, insomne; a sus 27 años se siente viejo, un derrotado en la vida, un muerto ambulante. 

Según él —dado que despreciaba el tufo de la cultura y “la peste de la tradición artística de la familia”—, aspiró solamente a vivir, a que su obra maestra fuera su vida de viajero incorregible. Pero luego, pese a sus trotes por el mundo, después de haber sido un grandísimo burro, resultó que el cúmulo de sus desventuras y fracasos lo transformaron en un voraz lector: dizque en los últimos dos años ha leído “cerca de dos mil libros (tres por día)”. 
En este sentido, parece consecuente que ante los primeros libros leídos (Robinsón Crusoe, la Odisea, La metamorfosis, el Quijote) a sí mismo se diga: “en mi vida de lector el verdadero gran acontecimiento me iba a llegar a través de un librito titulado Pedro Páramo...”; “...me dije, ‘requetebién, porque es verdad lo que suponía. Estoy muerto.’” Así, definido por tal síndrome fantasmal y mortuorio (“la vida no es más que nostalgia de la muerte”, se dice con aliento villaurrutiano), llega a Xalapa y busca a Sergio Pitol y con él viaja a Veracruz, el maloliente puerto donde desciende a los bajos fondos del infierno de sí mismo; es decir, en medio de una conjura de sus fobias, incitadas por el tequila y el mezcal, asesina a Dios (en el cuerpo de un marino), el culpable de todas sus desgracias e infortunios.
        En este sentido, si El descenso es el título del libro sobre los Tenorio que iba a escribir el suicidado Antonio, el rótulo le queda como anillo al dedo a lo escrito en el cuaderno (dizque secreto) por el manco de Barcelona, lo cual implica que quedó un poco atrás ese “apotegma de dispéptico” que se dijo al iniciar su vida de lector: los libros o el suicidio; y que se encuentra navegando en el ojo del huracán de la frase hallada en su Robinsón Crusoe, su iniciático libro: “Después de tantos años de infortunios sentí vivos deseos de relacionarme con aquella tribu” (que para el caso es la rapaz tribu de los lectores y escritores). Así, si hace unos años ignoraba quién era el tal Valle-Inclán o el tal Canetti, ahora resulta que se las sabe de todas a todas, que las baraja al derecho y al revés, de la A a la Zeta.
       Sin embargo, no puede decirse lo mismo de su evocación turística y literaria del puerto de Veracruz. Ahí está el somero, carnavalesco y folcloroide ambiente que mira y describe en Los Portales y en La Parroquia. Y el hecho de que al hablar de La Antigua, dice “Antigua”, donde según él dizque “Hernán Cortés mandó edificar su primer fortín” (pero La Antigua no es precisamente Chalchiuecan ni mucho menos el sitio en el que se halla el histórico fuerte de San Juan de Ulúa), donde dizque barrenó las naos, de las cuales quezque allí “quedan, y emociona verlas, las anclas todavía” —quizá etílico delirio derivado del final de Cinema Paradiso, por lo que se podría corear con Agustín Lara: 

          y en tus ojeras
         se ven las palmeras
         borrachas de sol.
     
Enrique Vila-Matas
       Entre las melodramáticas y folletinescas adversidades que rememora el héroe, se halla lo relativo a su hermano Máximo, pintor doméstico, el genio de la familia Tenorio, feo, despreciado por el padre, introvertido, pero que sin embargo, dada su herencia, se casa con Rosita Boom Boom Romero, una mulata para morirse, “reina del bolero, la guaracha y el cha-cha-chá”; la cual, por su afición al juego y su complicidad con un dizque chulo de Badajoz, propicia, en la isla de Beranda, en el mero Caribe, el asesinato de Máximo. No obstante la mulata, aún sabiéndola asesina de su hermano, también desquicia y empobrece a Enrique Tenorio hasta dejarlo sin un céntimo. 

      Otra azarosa aventura es la que Enrique Tenorio vivió en África, donde además de experimentar en carne propia el famoso aforismo sartreano: “el infierno son los otros”, aprendió que “el hombre es un lobo para el hombre”; es decir, que “hay que matarlos si pretenden ellos matarte a ti”. 
Una aventura más es la que narra la pérdida de Carmen, la mujer con quien se casó. O aquella que se remonta a la India, país que visitó, ciego e ignorante, y que fue el ámbito que lo convirtió en el manco de Barcelona, lo cual signa su condición de solitario, de enterrado en sí mismo al pie de un famélico Cancerbero, de insomne y chillón. Una nostálgica, barrigona y triste figura que en nada se parece a la acuñada por el célebre e ingenioso manco de Lepanto


Enrique Vila-Matas, Lejos de Veracruz. Serie Narrativas hispánicas (177), Editorial Anagrama. Barcelona, 1995. 240 pp.


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Enlace a "Palmeras", canción de Agustín Lara cantada por Pedro Vargas.
Enlace a "Palmeras", canción de Agustín Lara en las voces de Toña la Negra y Pedro Vargas.

domingo, 1 de marzo de 2015

El héroe discreto




Nunca te dejes pisotear por nadie


Con un tiraje de 44 mil ejemplares, en junio de 2013 se terminó de imprimir, por Alfaguara, la primera edición mexicana de El héroe discreto, la última novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), Premio Nobel de Literatura 2010, la cual, al unísono, en varios países del idioma español empezó a venderse en las librerías el jueves 12 de septiembre pasado, luego de que un día antes fuera presentada por Pilar Reyes y el autor en la Casa de América, en Madrid. Ubicada en el Perú de la época actual (con la ebullición de la web, de los blogs, de los celulares), si bien un lindero temático implica y refleja extendidos conflictos delincuenciales que trastocan vidas individuales y familiares y la paz social, como es el secuestro de una persona y la coercitiva exigencia de cupos a comerciantes y empresarios por parte de mafias organizadas, El héroe discreto es un divertimento novelístico, urdido con maestría y amenidad, con el que Mario Vargas Llosa retoma sus raíces peruanas (signadas por un florido vocabulario salpimentado de sonoros piruanismos y peruanismos) y recrea su propia obra. Dedicada a la memoria del piurano Javier Silva Ruete (1935-2012), amigo de la infancia del autor y ministro de Economía y Finanzas en tres gobiernos del Perú, El héroe discreto tiene por epígrafe una línea de “El hilo de la fábula”, poema en prosa de Borges reunido en Los conjurados (1985), que semeja una especie de declaración de principios narrativos del novelista: “Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo.” Y por ende evoca unas palabras dichas por él casi al término del coloquio de presentación: “Lo importante es vivir como si uno fuera inmortal, como si la muerte no existiera, como si no fuera a morir, aunque secretamente sepamos que eso no va a ocurrir [...] Para mí, escribir es abolir ese aspecto tan negativo de la temporalidad. Me hace vivir intensamente, anula la preocupación [...] Me gustaría mucho morirme escribiendo”. 
Mario Vargas Llosa 
  Dividida en XX capítulos, El héroe discreto discurre por dos vertientes alternas y paralelas que llegan a tocarse y a coincidir sin perder su distancia y paralelismo. Una gira en torno a los problemas que empieza a confrontar Felícito Yanaqué, un empresario de Piura, de 55 años, dueño de Transportes Narihualá, a raíz de que recibe un mensaje anónimo (firmado con el dibujo de una arañita) donde una mafia le anuncia que tendrá que empezar a pagarle 500 dólares mensuales con tal de dizque protegerlo ante la delincuencia y otras mafias. Vale recordar que Vargas Llosa vivió de niño en Piura y que de ello habla en Historia secreta de una novela (1971), en El pez en el agua (1993) y en el Diccionario del amante de América Latina (2005). La otra vertiente narrativa se desarrolla centralmente en Lima (allí Vargas Llosa se licenció en la Universidad de San Marcos y se lió con su tía Julia), donde don Rigoberto —protagonista, junto con su esposa Lucrecia y su hijo Fonchito, de las novelas Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997)—, de 62 años, es gerente de una compañía de seguros y vive en el penthouse de un edificio ubicado en Barranco (donde Vargas Llosa tiene una casa familiar que fue sede operativa del Frente Democrático durante su campaña por la presidencia del Perú). A un paso de jubilarse (después de 30 años) y emprender un añorado viaje a Europa con Lucrecia y Fonchito, Rigoberto es citado por Ismael Carrera, el octogenario y acaudalado dueño de la compañía, quien le pide que, junto con el negro Narciso, su chofer, sea testigo de su inminente y furtiva boda con Armida, su sirvienta, chola, humilde y 38 años menor que él. Casorio que provocará, y provoca, con prejuicios racistas, la codicia y la sucia virulencia de Miki y Escobita, los mellizos que tuvo con su difunta esposa.

Felícito Yanaqué tiene como principal divisa moral la única herencia que le dejó su padre, el yanacón Aliño Yanaqué, quien lo educó pese a su analfabetismo y pobreza extrema: “Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo.” Así que Felícito, pequeño y frágil, les responde a los mafiosos, con un aviso en El Tiempo, diciéndoles que no recibirán de él ni un clavo. Presionados por el coronel Ríos Pardo, jefe policial de la región, el capitán Silva, comisario en Piura, y su adjunto el sargento Lituma, se ven impelidos a indagar el caso. Y aquí vale recordar que Lituma es un personaje recurrente en la obra de Mario Vargas Llosa, desde su tarea en “Un visitante”, cuento de Los jefes (1959), su primer libro, destacado, incluso, en el título de una de sus novelas: Lituma en los Andes (1993). Y que como pareja policíaca (Lituma y Silva) tienen una breve pero clave aparición en Historia de Mayta (1984) y protagonismo en ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986). Pero el papel más memorable y entrañable de Lituma se sucede en la intrincada y laberíntica La Casa Verde (1966), cuando en Piura, de jovenzuelo y joven, fue de “los inconquistables”, tres mangaches de la Mangachería: él y sus primos los León: José y el Mono, más Josefino, un gallinazo de la Gallinacera, que se les unió, y quienes frecuentaban la segunda Casa Verde, regentada por la Chunga —y por ende son protagonistas del libreto La Chunga (1986)—, hombruna e hija natural de don Anselmo, el arpista ciego y fundador de la primera Casa Verde, incendiada por un grupo de airadas beatas encabezadas por el padre García. Y es que tales pormenores de antaño (y otros, como el lépero himno que a gaznate pelado solían rebuznar “los inconquistables”) los rememora el sargento Lituma ante el capitán Silva cuando más o menos recuerda que uno de “los inconquistables” todo el tiempo dibujaba arañitas y por ende podría ser el mafioso que firma los amenazantes anónimos con el dibujo de una arañita. Tal ingrediente se engarza al suspense en torno al descubrimiento de los criminales que acechan al metódico y disciplinado Felícito Yanaqué, quien inicia cada día con una mañanera rutina de lentos ejercicios chinos que le ayudan a encontrar su centro, que suele consultar a una estrafalaria “santera” y clarividente cuyas infalibles “inspiraciones” inciden en el rumbo de su vida, quien tiene una religiosa, callada y resignada esposa, dos hijos que trabajan de choferes e inspectores en Transportes Narihualá, una joven amante a la que le puso casa chica, y una colección de discos de Cecilia Barraza que lo embelesan y fascinan, lo cual implica un claro homenaje que el narrador le rinde a tal gloria de la canción popular peruana. 
Cecilia Barraza con El héroe discreto (2013)
  Don Rigoberto, por su parte, pese a ser un oscuro abogado a punto de jubilarse, sigue siendo un cultísimo lector y melómano, que suele refugiarse en su secreto e individual “espacio de civilización” (su estudio) a hojear sus exquisitos libros de arte y literatura y a oír una refinadísima música; y un incorregible erotómano que preludia sus ayuntamientos con Lucrecia susurrando, entre ambos, disparatas fantasías sexuales. Mientras que Fonchito, con sus 15 años, sigue siendo un rubicundo escuincle con una perspicacia e inteligencia un poco más allá de lo común, con virtudes histriónicas y picarescas teñidas de humor negro, de modo que urde un oscuro juego que trastoca la tranquilidad y la cotidianeidad de sus padres, donde un tal Edilberto Torres, más o menos de la edad de Rigoberto, dizque se le aparece en los lugares más inesperados y cuya presunta omnisciencia y ubicuidad, aunada a supuestas y casi postreras historias sexuales y de autoflagelación quezque le narra al chaval, dan visos de que se trata del mero diablo o de un pedófilo, según colige Rigoberto, quien también llega a pensar en una psicosis. Pero según la psicóloga Augusta Delmira Céspedes, “Fonchito es el niño más normal del mundo”. Y según deduce el inocente y sugestionado padre O’Donovan, se trata de una experiencia espiritual que les sucede a pocas personas, pues dizque el niño sí ve al tal Edilberto Torres y representa para él “todo el sufrimiento humano”.  

Rigoberto confronta los embates, las amenazas y los insultos de los mellizos mientras Ismael Carrera se halla oculto en Europa disfrutando su luna de miel. Pero cuando regresa a Lima después de tres meses, luego de explicarle el secreto plan urdido por él para derrotar y dejar prácticamente sin nada a los torpes y codiciosos mellizos, muere de un infarto casi a los 82 años. Y el día que el testamento se lee en dos partes, Armida, convertida ahora en una elegante viuda, huye con extremo sigilo rumbo a Piura, pues es hermana de Gertrudis, la retaca y silenciosa esposa del flaquito y menudo Felícito Yanaqué, quien se enteró de su existencia días antes de su breve matrimonio.
Cuando Armida arriba a Piura a esconderse en la casa de su hermana y del dueño de Transportes Narihualá, bulle en la ciudad, con amarillista escándalo mediático, el caso de Felícito Yanaqué, pues primero se hizo célebre, reconocido y condecorado por haber enfrentado a la mafia con valentía y dignidad (recibió, por ejemplo, “la medalla de Ciudadano Ejemplar” otorgada por el Rotary Club y “la Sociedad Cívico-Cultural-Deportiva Enrique López Albújar lo declaró El Piurano del Año”) y luego celebérrimo por el hecho de que uno de los malhechores resultó ser nada menos y nada más que uno de sus hijos (el ojiazul y blanquiñoso), conchabado con la querida del transportista, de quien también era amante desde hacía dos años y medio. Y dado que Ismael Carrera era un distinguido empresario en Lima y en el Perú, cuyas exequias convocaron a una rutilante fauna de principales empresarios y políticos del país, al desaparecer la ricachona viuda, el propio ministro del Interior tomó cartas en el asunto para hallarla o rescatarla, pues se piensa que se trata de un secuestro y que los secuestradores reclamarán un rescate. 
No obstante, Armida, la mujer más buscada en el Perú, pasó inadvertida siete días y siete noches oculta en la casa de Felícito Yanaqué, quien por petición de su cuñada, hace venir a Piura a Rigoberto (quien viaja en avión con Lucrecia y Fonchito) para urdir una estrategia ante la ambición y los golpes bajos de los mellizos. 
(Alfaguara, México, 2013)
  La novela no narra las menudencias de tal estrategia ni cómo fue que los mellizos por fin se aplacaron (debió mediar una sustanciosa cantidad y quizá algún peligro o inconveniencia para ellos). Pero la viuda pudo irse a Italia a residir y a disfrutar su fulgurante fortuna, mientras que la muerte de Ismael Carrera liberó a Rigoberto de las demandas judiciales y agilizó su trabada jubilación, preámbulo de su pospuesto viaje a Europa en compañía de Lucrecia y Fonchito.

Y en lo que concierne a Felícito Yanaqué sí se cuentan coloridas minucias sobre cómo el transportista, siempre con entereza y comprensible coraje, urde el modo de poner en su lugar a los mafiosos de la arañita (al siete leches de su ex hijo, encarcelado, le da una buena zarandeada verbal y con furia y litigio le arranca el apellido Yanaqué; mientras que su ex querida, con libertad condicional, la deja con el crédito cortado y de patitas en la calle). 
El curioso y lúdico corolario de todo el embrollo novelístico, que mucho tiene de peliculesco (meollo que cada uno por su cuenta advierten los propios protagonistas Felícito y Rigoberto), además de la lúdica jugarreta de Fonchito con la supuesta, terrorífica, inesperada y fugaz reaparición de Edilberto Torres, es el hecho de que al partir rumbo a Europa, Rigoberto y su familia paralelamente coinciden, en la sala de espera y en el avión, con Felícito Yanaqué y su esposa Gertrudis, quienes también viajan al Viejo Continente, invitados por la viuda Armida, quien los espera en su residencia en Roma, donde llevará a Gertrudis, ahora muy parlanchina, “a la Plaza de San Pedro cuando el Papa salga al balcón”. No extrañaría, entonces, que en ese planificado y culto viaje de 31 días de Rigoberto y los suyos (“Cuatro semanas, una en Madrid, otra en París, otra en Londres y, la última entre Florencia y Roma”), vuelvan a coincidir en la casa que Armida tiene en la capital italiana, pues los ha invitado a un banquete.


Mario Vargas Llosa, El héroe discreto. Alfaguara. México, 2013. 390 pp.

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Presentación de El héroe discreto en la Casa de América en Madrid (septiembre 11 de 2013)


Viernes o los limbos del Pacífico




Una islita delicada y suave...

Publicada en francés, en 1967, por Éditions Gallimard, Viernes o los limbos del Pacífico (cuya traducción al español de Lourdes Ortiz data de 1986) es la reescritura que Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924) hizo de Robinson Crusoe (1719), novela del británico Daniel Defoe (c. 1660-1731). Se ha dicho —el mismo Tournier lo recuerda en un ensayo reunido en El viento paráclito (Alfaguara, 1994)— que una de las historias que posiblemente incidieron en la imaginación de Daniel Defoe es la del escocés Alexander Selkirk, quien un día de la primera década del siglo XVIII fue abandonado en una isla desierta del archipiélago Juan Fernández, en el Pacífico, frente a las costas de Chile. Allí vivió 4 años y 4 meses. Defoe, se piensa, pudo haber leído lo que se escribió sobre Alexander Selkirk y tal vez haya hablado con él. Pero el Robinson de York, el personaje de Daniel Defoe, naufraga en una isla del Caribe, cerca de la desembocadura del Río Orinoco, en el Atlántico, en la que vive 28 años. Así, el Robinson de Michel Tournier, también nacido en York, Gran Bretaña, el 19 de diciembre de 1737, naufraga el 30 de septiembre de 1759, a los 22 años, en una de las islas Juan Fernández. Allí, casi al término de la obra, al arribar una goleta mercante, se entera que es el 30 de septiembre de 1787; es decir, han transcurrido 28 años, 2 meses, 19 días, y tiene 50 años.
Daniel Defoe
(Londres, c. octubre 10 de 1660, ibídem, abril 21 de 1731)
       Mientras estalla una tormenta, a bordo del Virginia, en el camarote de Van Deyssel, el capitán, con las cartas del tarot, le cifra al joven Robinson Crusoe los episodios de su destino. Al terminar de leer cada uno de los arcanos, ocurre el naufragio. Sólo al final de la novela, el lector y el propio náufrago, podrán conocer los alcances de tales predicciones. En un primer momento, Robinson Crusoe bautiza a la isla con el nombre de Desolación y emprende la tarea de construir el Evasión, un navío que, sólo al concluirlo, advierte la imposibilidad de moverlo; es decir, como si inconscientemente hubiera esperado que las aguas llegaran a él, tal como ocurrió con el Arca de Noé. Así, roído por el abandono, la soledad y el pesimismo, le da por tirarse en una charca lodosa, hasta que una serie de espejismos (con reminiscencias infantiles) amenazan con trastornar su cordura. Y es aquí, en medio de ese limbo al margen de la historia y del tiempo, cuando empieza a germinar un Robinson Crusoe que es, él solo, la suma de todos los hombres de la civilización occidental. Concibiéndose elegido por la Providencia, rebautiza a la isla con el nombre de Speranza (“la esperanza es una de las tres virtudes teologales”). Y siempre envuelto en la Biblia y nostálgico ante el mundo humano, semeja una especie de solitario Adán que inicia y construye una pequeña ciudad-estado hecha a imagen y semejanza del orbe que lo acuñó; su objetivo: dizque vencer la deshumanización que provoca el entorno salvaje. 
Robinson Crusoe
No obstante su juventud y el breve lapso que vivió entre los suyos, Robinson Crusoe es un tipo con numerosos conocimientos, oficios y virtudes: en la agricultura, arquitectura, ganadería, etcétera, etcétera, por lo que descuella (quizá por su tácita salud de hierro) que no refiere nociones de herbolaria y farmacopea. Sólo dos veces sufre una misma dolencia: indigestión, una por comer filetes de tortuga con arándanos y otra debido a conservas y carne en salsa; y sólo una vez alude alimentos para prevenir el escorbuto. Él mismo (un modelo de orden, rigor, avaricia, raciocinio, locura y perversiones) organiza y escribe sus propias leyes, se nombra gobernador, administrador, general. Y dado que es excesivamente ritualista y religioso, es también el pontífice que oficia sus propias ceremonias religiosas, el pensamiento que, al ritmo de la clepsidra, preside, estipula y sanciona cada uno de los actos de cada día y de cada semana. Así, el log-book que escribe es un acto sagrado, ritual, narcisista, en el que registra lo trascendente de los acontecimientos y de sus meditaciones, que llegan a ser, muchas veces, además de exhibicionismo mnemónico e intelectual, breves devaneos y disquisiciones teologales, metafísicas y filosóficas sobre distintos tópicos, todo lo cual ilustra los tintes de su demencia solipsista.
Michel Tournier
       Una de las vertientes más atractivas de esta novela de Michel Tournier es la que concierne a la vida sexual de Robinson Crusoe. Speranza, además del sentido sacro, tiene, para él, implicaciones femeninas: su nombre le recuerda a una italiana de la Universidad de York. Y al trazar el mapa de ella, observa que sus contornos son la silueta de una mujer sin cabeza, en cuya actitud “resultaba difícil separar lo que había de sumisión, de miedo o de simple abandono”. 
Seducido por la naturaleza femenina de la isla, es atraído por el “foco de Speranza, de donde partían radialmente todas las terminaciones nerviosas de aquel gran cuerpo”; desciende a la gruta, y a través de un orificio, luego de una especie de penetración, cae a una pequeña cripta, allí observa una flor mineral de erógeno aroma, pero lo más magnético es un alvéolo, donde se acomoda en postura fetal. En esa comunión erótica, edípica, genésica, iniciática, descuella, una y otra vez, su reflexión narcisista: “Se hallaba suspendido en una eternidad feliz. Speranza era un fruto que maduraba al sol, cuyo hueso desnudo y blanco, recubierto por mil capas de corteza, de cáscara y de peladuras, se llamaba Robinson.” Tales episodios se interrumpen cuando una gota de su semen le hace verse, desde su óptica devota, como un monstruo incestuoso. Más adelante, al no poder eludir la sensualidad de la isla ni sus propias pulsiones sexuales, empieza a penetrar un árbol, un quillai: allí “su sexo se aventuró en la pequeña cavidad musgosa que se abría en el punto de unión de las dos ramas”. Pasa dichosos meses con la quillai, hasta que en pleno acto sexual la picadura de una araña en su miembro le dicta una nueva restricción: la picadura equivale al mal francés, una enfermedad venérea que le advertía de los peligros de la vía vegetal. Sin embargo, la apoteosis lasciva ocurre al descubrir una zona lúbrica que llama loma rosa: unos arenales en cuya geografía ve protuberancias y formas femeninas. Allí siente que se halla en otra isla, que al penetrarla “tenía el cuerpo de la isla bajo sí” y que moría en los momentos culminantes: “He cavado mi tumba con mi sexo y he muerto de esa muerte pasajera que tiene por nombre voluptuosidad”. 
Así, evocando, reescribiendo y reinterpretando fragmentos de la Biblia (del Cantar de los Cantares, por ejemplo), celebra su boda con Speranza. Poco después observa que, en los sitios donde había enterrado su simiente, primero desaparecen las hierbas y las gramíneas, y luego brotan una serie de mandrágoras (que nunca antes había visto en la isla), sus hijas, puesto que, según el mito, esas flores suelen surgir al pie de los cadalsos, allí donde los ajusticiados dejaron caer “sus últimas gotas de licor seminal”; es decir, “son, en suma, producto del cruce del hombre y de la tierra”.
       Pero es un araucano, una mezcla de negro e indio, que Robinson Crusoe bautiza con el nombre de Viernes, el que empieza a trastocar tanto el statu quo edificado por su desvarío fundacional (civilizador-conquistador), como sus perversiones en loma rosa. Al principio, Viernes exacerba sus atavismos de hombre blanco. Desde su religiosidad egocéntrica, megalómana y automitificadora, Viernes es un negro del nivel más bajo de la escala humana, un salvaje cercano a los animales, enviado para él, por Dios, para que le sirva de esclavo. Así, además del desinterés por lo que piensa y siente el negro araucano, se la pasa reprobando su ocio y conducta lúdica e infantil. 
(Alfaguara/CONACULTA, México, 1994)
Uno de los episodios críticos ocurre cuando Robinson Crusoe descubre que en loma rosa ha brotado una mandrágora acebrada, pues el maldito y odioso negro se la ha fornicado; por ende divaga y fantasea, incluso, con las formas de su muerte. En este sentido, al tropezar con las “dos pequeñas nalgas negras bajo las hojas” en plena fornicación de loma rosa, arremete a golpes contra Viernes. Hojeando la Biblia, busca al azar y halla versículos que interpreta, siempre automitificándose, como la condenación de tal sacrilegio. Pero también renuncia a volver a loma rosa.
       Luego de una serie de trastornos que Viernes, el esclavo, engendra en el dizque civilizado orden de la isla, éste, accidentalmente, hace estallar los 40 toneles de pólvora que Crusoe atesoraba en la gruta y así destruye los edificios y atributos de la pequeña ciudad del amo. Robinson queda a merced de Viernes, pero más que nada porque así lo desea el inglés, porque intrínsecamente espera que nazca en él el hombre nuevo, el habitante de la otra isla, del limbo, de la eternidad que a veces vislumbraba y vislumbra. Viernes deja de ser su esclavo, lo trata de hombre a hombre (siempre distintos y antagónicos), se esmera por comprender sus hábitos, su ocio, su risa y sus juegos infantiles (nunca rituales). Al meditar, lo mitifica. E incluso comparten instantes de éxtasis cuando oyen la música elemental que emiten los instrumentos eólicos (un arpa y un tambor) pergeñados por el negro con los restos de un gran carnero. Sin embargo, Robinson Crusoe nunca logra acceder al mundo interior y cosmogónico del araucano.
       Mientras que Viernes continúa con sus juegos y obsesión eolia, Robinson, que sigue siendo narciso y religioso, empieza a vivir sobre una araucaria y a adorar al sol. Cuando aparece un barco, el Whitebird, Viernes, con facilidad, se integra a la tripulación; pero Crusoe comienza a experimentar aversión hacia los hombres y hacia la cultura que tales europeos representan. Así, para permanecer en el dizque nivel superior, en ese trozo de eternidad (que sólo concibe y conceptualiza su solipsismo idealista, poético y mitificador), en el limbo intemporal poblado por seres inocentes (sólo dos), Robinson, sin consultar al negro, decide que ambos se quedarán en Speranza por siempre jamás. 
(Alfaguara, Madrid, 1994)
Pero al día siguiente, cuando la goleta se ha marchado, descubre que Viernes se escapó llevándose todos los objetos de su mundo interior. Deprimido ante el abandono, Robinson Crusoe envejece en un segundo y decide morir en el alvéolo de la derruida gruta. Pero al disponerse a hacerlo es sorprendido por un niño: el pelirrojo grumete del Whitebird, quien dejó el barco para quedarse con él, cuya aura humana y afectiva lo revive e induce a revivir su adoración solar. 
Mas nuevamente, con su tendencia sacerdotal, patriarcal, egocéntrica, pese a que el escuincle se llame Jaan Neljapäev, lo unge con sus palabras: “Te llamarás Jueves. Es el día de Júpiter, dios del Cielo. Es también el domingo de los niños.”


Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico. Traducción del francés al español de Lourdes Ortiz. Serie Fin de Siglo, Alfaguara/CONACULTA. México, 1992. 272 pp.


lunes, 23 de febrero de 2015

Frida Kahlo. El círculo de los afectos




Amadísimas hermanitas mías



I de II
Frida Kahlo. El círculo de los afectos. Fotos y documentos inéditos (Cangrejo Editores, Colombia, 2007) es un volumen de atractivas dimensiones (31 x 23.07 cm), de pastas duras, y con un buen diseño y una buena diagramación, lo cual permite apreciar la excelente iconografía a color y en blanco y negro, en buena parte desconocida hasta entonces, así como leer la letra manuscrita de algunas tarjetas postales y cartas que escribió la célebre pintora, y varias que le escribieron a ella.
Frida Kahlo. El círculo de los afectos
(Cangrejo Editores, Colombia, 2007)
       
En la foto: Isolda Pinedo Kahlo y su tía Frida Kahlo
(Ediciones Dipon/Ediciones Gato Azul, Bogotá, 2004)
        Isolda Pinedo Kahlo (1929-2007) —sobrina de la artista y autora de las fragmentarias memorias Frida íntima (Ediciones Dipon/Ediciones Gato Azul, Bogotá, 2004), cuyo fallecimiento casi coincidió con el centenario del natalicio de la artista—, fue quien invitó el historiador Luis-Martín Lozano (Chicago, 1965) a participar en la edición del presente volumen en base a “la lectura y estudio de más de 150 cartas, 300 fotografías, la biblioteca familiar y diversos artículos periodísticos que conforman el archivo” que Isolda heredó de sus abuelos Guillermo Kahlo Kaufmann y Matilde Calderón y González —los padres de Frida—, así como de Cristina Kahlo Calderón —madre de ella y de su hermano Antonio—, y de sus tías Matilde y Adriana Kahlo Calderón, quienes no tuvieron hijos.

Cristina Kahlo Calderón y sus hijos Isolda y Antonio Pinedo Kahlo
 a los seis y cuatro años de edad (1935)
Foto: Guillermo Kahlo
        Pese a que el ensayo central de Luis-Martín Lozano (firmado en “Sebastián de Axotla, julio del año 2007”) es formalmente acucioso y repleto de notas, también es breve, parcial, somero y subjetivo. No explora aspectos de la obra artística de Frida (sólo fragmentariamente alude algo de ello en las breves notas insertadas en la sección “Álbum de la familia Kahlo Calderón”), sino que se limita a reseñar un puñado de minucias y entresijos de su genealogía y biografía.

        En este sentido, da la impresión de que el objetivo de su pesquisa era argumentar, con imágenes y documentos, posturas sostenidas por Isolda Pinedo Kahlo y así incidir en el debate: que a sus 47 años (amputada de una pierna, enferma y sujeta a las drogas para inhibir el dolor y la depresión) Frida no se suicidó el 13 de julio de 1954, hipótesis que el historiador públicamente conjeturaba cuando aún dirigía el Museo de Arte Moderno de Chapultepec (lo hizo entre febrero de 2001 y febrero de 2007); que el carácter de la madre de Frida, en la niñez de ésta, no fue infame, poco amoroso ni desalmado; que ambas se querían y que no obstante el arraigado catolicismo de Matilde, también influyó en la educación e idiosincrasia de su hija y no sólo Guillermo Kahlo con su labor fotográfica y afición por las acuarelas; y que, como lo destaca el sonoro título del volumen, el entorno más íntimo y familiar de la pintora era muy solidario, fraterno y afectivo con ella y entre sí, sobre todo entre la pintora y su hermana Cristina.
Guillermo Kahlo (1871-1941)
Autorretrato
   
Las hermanas Adriana, Cristina y Frida a los 18 años vestida de hombre;
su prima Carmen Romero y el niño Carlos Veraza.
Casa Azul de Coyoacán (febrero 7 de 1926)
Foto: Guillermo Kahlo
     
Retrato familiar en la Casa Azul de Coyoacán
Foto: Guillermo Kahlo
       Para apuntalar esto, el historiador bosqueja (con citas, fragmentos de cartas y fotos) un episodio difícil y doloroso para Frida y para sus seres queridos (destacan sus tres hermanas, sus dos únicos sobrinos consanguíneos, Diego Rivera, y sus dos medias hermanas: María Luisa y Margarita Kahlo Cardeña, quien desde el convento de Atlacomulco, pues era monja reclusa, les escribía amorosas cartas): el padecido en un hospital de Nueva York a mediados de 1946 cuando a la pintora, dice Hayden Herrera, le “soldaron cuatro vértebras con un pedazo de hueso extraído de la pelvis y una vara de metal de 15 centímetros de largo”.

Cristina y Frida Kahlo en la azotea del hospital neoyorquino
(junio de 1946)
Foto: Nickolas Muray
     
Frida Kahlo en Nueva York (junio, 1946)
Foto: Nickolas Muray
       Si lo más atractivo del volumen es la reproducción de fotos y documentos, también incluye la transcripción de dos históricos artículos periodísticos consultados por Luis-Martín Lozano, de los cuales se brindan dos imágenes que captan ciertos detalles de los ejemplares que se resguardan en el archivo preservado por Isolda, ahora en manos de su hija Mara Romeo Pinedo. Uno es la nota de Bambi (Ana Cecilia Treviño) que el miércoles 14 de julio de 1954, en el Excélsior, dio noticia del fallecimiento de la pintora, cuya cabeza rezó: “Manuel, el Chofer de Diego Rivera, Encontró Muerta Ayer a Frida Kahlo, en su Gran Cama que Tiene Dosel de Espejo”, cuyo término proclama y enfatiza el apego a la vida que, se dice, aún tenía Frida, pese a sus múltiples y consecutivas dolencias para sobrevivir y continuar con su obra pictórica: “Lo único que quiero en la vida son tres cosas: vivir con Diego, seguir pintando y pertenecer al Partido Comunista”.

Bambi en 1963
Foto: Kati Horna
  El otro artículo es más célebre, pues ha tenido mayor influjo y trascendencia en no pocos biógrafos, ensayistas y lectores de diversas latitudes e idiomas de la aldea global. Se trata de los “Fragmentos para una vida de Frida Kahlo” (donde cada vez que aparece el apellido de la pintora la hache figura antes de la a) que Raquel Tibol publicó, el 7 de marzo de 1954, en México en la Cultura, suplemento del Novedades, “a cargo de Fernando Benítez y Miguel Prieto”. En un principio Luis-Martín Lozano le brinda una relativa valoración: 

         “El 7 de marzo de 1954, en el suplemento ‘México en la cultura’ que dirigía Fernando Benítez para el diario Novedades, se reseñó un amplio artículo en donde Frida Kahlo vertía múltiples datos para una autobiografía. La información fue publicada cuatro meses antes de morir. El artículo pone en claro que Frida quería dejar constancia de su paso por la vida y que deseó plasmar estos testimonios, basados en la memoria, los cuales constituyen la fuente más valiosa de información, hasta la fecha, sobre sus orígenes, el de sus padres y ciertos pasajes de su niñez y adolescencia. Casi todo cuanto se conoce, hasta ahora, sobre lo que Guillermo Kahlo y Matilde Calderón significaron para la pintora, proviene de la autobiografía inconclusa que Frida Kahlo dictó.” Y aquí Luis-Martín Lozano remite a un pie donde dice: “Sobre las memorias de Frida se basan las mayoría de los datos biográficos recopilados por Tibol en los libros [Crónica, 1977] y Frida Kahlo. Una vida abierta, de 1983: asimismo, Hayden Herrera reutiliza las memorias autobiográficas dictadas por Kahlo a Tibol, en su célebre biografía: Frida. A Biography of Frida Kahlo, Harper & Row, 1983. Sin embargo, la fuente original que debe citarse es a Frida Kahlo y el artículo del Novedades, ya que la redacción fue autobiográfica y se publicó cuando la pintora aún vivía. De ahora en adelante esta fuente directa será citada como [Autobiografía, Kahlo a Tibol, 1954].”
Raquel Tibol en 1978
Foto: Pedro Meyer
  Si bien el historiador cita dos libros de Raquel Tibol en los que ella hizo uso de los seminales “Fragmentos”: Frida Kahlo. Crónica, testimonios y aproximaciones (Ediciones de Cultura Popular, México, 1977) y Frida Kahlo: una vida abierta (Editorial Oasis, México, 1983), no menciona la reedición corregida y aumentada de éste (con una “Addenda” que reúne nueve polémicos artículos y ensayos de Tibol), impresa en 1998 por la Coordinación de Humanidades de la UNAM; ni la reelaboración que hizo en su libro Frida Kahlo en su luz más íntima (Lumen, México, 2005). 

(Lumen, México, 2005)

  Hay que recordar que la entonces joven argentina Raquel Tibol (Basavilbaso, diciembre 14 de 1923) llegó a la Ciudad de México el 25 de mayo de 1953 “en calidad de secretaria de Diego Rivera, a quien conoció durante el Congreso Continental de la Cultura, celebrado en   Santiago de Chile, al hacerle una entrevista para el periódico La Prensa, de Buenos Aires”, y que por entonces lo acompañó en su breve viaje a Bolivia, donde en La Paz el muralista quiso conocer las verdaderas condiciones laborales de los mineros de Catavi, pero los burócratas se lo impidieron. En ese encuentro y viaje a México fue cuando, a través de la plática del pintor, Tibol supo de la existencia y de la pintura de Frida Kahlo. Y si bien al principio Tibol se instaló en la Casa Azul para acompañarla, hacerla de enfermera y entrevistarla para una biografía (en agosto de 1953 a Frida le amputaron hasta la rodilla la pierna derecha), casi de inmediato comenzó a colaborar en suplementos literarios y en revistas. Y fruto de los interrumpidos diálogos y de la difícil convivencia con la pintora (Tibol públicamente ha contado que hubo una ríspida propuesta lésbica que ella rechazó) son los legendarios “Fragmentos para una vida de Frida Kahlo” que la historiadora y crítica publicó con todas las letras de su nombre. 


Frida Kahlo en su estudio de la Casa Azul (c. 1947)
Foto: Antonio Kahlo
       Es decir, se colige que Raquel Tibol no fue una simple amanuense que cabizbaja y sumisa tomó el dictado de la pintora. Los fragmentos recabados por la argentina (obviamente a través de la entrevista o de varias entrevistas) sólo son fragmentos; y aunque están redactados en primera persona (la de Frida) por Tibol, es erróneo tildarlos de “Autobiografía”. Cualquier fervoroso lector de las biografías de Frida fácilmente puede advertir (y cotejar con información fehaciente) que en los “Fragmentos” descuellan mentiras, errores, omisiones y olvidos. Quizá Raquel Tibol advirtió algo de esto, pues en el tercer párrafo de la presentación de los “Fragmentos” anuncia que alguna vez los utilizará en una “Vida Imaginaria de Frida Kahlo”:
        “Conocí a Frida Kahlo una tarde del mes de mayo de 1953 y por algunos días, brevísimos e intensos, habité su universo habitado de sinceridad. Era tiempo de extremo sufrimiento para esa mujer bellísima. El sufrimiento habitaba en ella golosamente. Los padecimientos estallaban como secuencias de un empecinado y caprichoso juego malabar. Desde su dolor llegó Frida, como un mensajero sereno y heroico, a relatar fragmentos de una historia que era la suya, y yo hubiera querido medir mi desconcierto para saber si fui capaz de comprenderla. Hoy reproduzco aquellos fragmentos que alguna vez habré de elaborar en una ‘Vida Imaginaria de Frida Kahlo’.”
Matilde Kahlo Calderón (c. 1925)
Foto: Guillermo Kahlo
  Si en los “Fragmentos”, Frida dice que su madre fue una gran amiga, lo cierto es que la imagen que predomina es negativa e inflexible con sus atavismos. Por ejemplo, afirma: “A los siete ayudé a mi hermana Matilde, que tenía 15 años, a que se escapara a Veracruz con su novio. Le abrí el balcón y luego cerré como si nada hubiera pasado. Matita era la preferida de mi madre y su fuga la puso histérica. ¿Por qué no se iba a largar Matita? Mi madre estaba histérica por insatisfacción. A mí me resultaba odioso ver cómo sacaba los ratones del sótano y los ahogaba en un barril. Hasta que no estaban completamente ahogados no los dejaba. Aquello me impresionaba de un modo horrible. Llorando le decía: ‘Ay, madre, ¡qué cruel eres!’ Quizá fue cruel porque no estaba enamorada de mi padre. Cuando yo tenía once años me mostró un libro forrado en piel de Rusia donde guardaba las cartas de su primer novio. En la última página estaba escrito que el autor de las cartas, un joven alemán, se había suicidado en su presencia. Ese hombre vivió siempre en su memoria. El libro forrado en piel de Rusia, se lo di a Cristi.”



Matilde Calderón y González y Guillermo Kahlo Kaufmann
Retrato de boda
Ciudad de México, febrero 21 de 1898
Archivo Isolda Pinedo Kahlo, México



II de II
Recapitulando lo dicho en la primea entrega de la presente nota, el volumen Frida Kahlo. El círculo de los afectos (Cangrejo Editores, Colombia, 2007) se divide en las siguientes partes ilustradas con reproducciones de fotografías y de documentos que obran en el archivo resguardado por Isolda Pinedo Kahlo (1929-2007), sobrina de la pintora: “El círculo de los afectos”, texto donde el historiador y curador Luis-Martín Lozano prologa y presenta los resultados de su investigación, la cual desglosa en cuatro capítulos: “Herr Kahlo y Matilde Calderón: los padres revisitados”, “Matilde, Adriana, María Luisa y Margarita: los códigos secretos”, “Cristi de mi vida” y “Frida Kahlo: las noches y los días en un hospital de Nueva York”, ensayo que cierra con un epílogo titulado “Últimas consideraciones”.
Frida Kahlo en la azotea del hospital
Nueva York, junio de 1946
Foto: Nickolas Muray
        Luego sigue la transcripción del par de susodichos e históricos textos periodísticos consultados por él: “Manuel, el Chofer de Diego Rivera, Encontró Muerta Ayer a Frida Kahlo, en su Gran Cama que Tiene Dosel de Espejo”, que Bambi (Ana Cecilia Treviño) publicó, el miércoles 14 de julio de 1954, en el Excélsior; y los “Fragmentos para una vida de Frida Kahlo” que Raquel Tibol dio a conocer el 7 de marzo de 1954 en México en la Cultura, suplemento del Novedades.

      Y por último figura la sección denominada “Álbum de la familia Kahlo Calderón”, constituida por un conjunto de fotografías y ocho notas sin título de Luis-Martín Lozano. 
Luis-Martín Lozano
         En el ensayo central del historiador queda claro que él no da paso sin guarache; o sea que todo lo que argumenta y conjetura sobre la ascendencia y vida de Frida Kahlo tiene una base documental y fehaciente, de ahí las numerosas citas y comentarios al pie de las páginas que lo integran. Al mismo tiempo impera en su escritura una exigencia y severidad crítica; o sea que pone los puntos sobre las íes o no deja títere con cabeza.

       En este sentido, se le pueden entresacar y señalar ciertas ligerezas y desaciertos. Por ejemplo, en su segunda nota insertada en el “Álbum de la familia Kahlo Calderón” afirma que Frida “El 16 de enero de 1922, se dirigió mediante escrito al director de la Escuela Nacional Preparatoria, solicitando formalmente la inscripción y pidiendo se le revalidaran los dos años de estudio como maestra normalista [estudió en la Escuela Normal para Maestros entre 1919 y 1921]; el 27 de febrero de aquél mismo año [1922], el secretario del director de la escuela sólo confirmó la aceptación de algunas de las materias cursadas”; por ende, Luis-Martín Lozano yerra al decir que “Cuando Frida Kahlo ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria en 1922, era una joven inquieta de 15 años”, pues por entonces aún tenía 14, dado que nació el 6 de julio de 1907 en la ahora célebre Casa Azul de la entonces Villa de Coyoacán.
Pancho Villa y la Adelita (c. 1927)
Óleo sobre tela ((65 x 45 cm) de Frida Kahlo
Instituto Tlaxcalteca de Cultura, México
       
Portada del número 2 de la revista Irradiador (octubre de 1923)
       
Detalle del cartel-manifiesto fijado en los muros: Actual No. 1. Hoja de Vanguardia.
Comprimido estridentista de Manuel Maples Arce
 (diciembre de 1921)
En la foto: Manuel Maples Arce
       En la tercera nota del mismo apartado, al enumerar ciertas vertientes estéticas que influyeron en la obra inicial de Frida, el historiador menciona “los influjos del movimiento Estridentista de 1921”. Cierto es que en algunas obras iniciales de Frida es visible la impronta del estridentismo, particularmente en el autorretrato al óleo Pancho Villa y Adelita [o Café de los Cachuchas] (c. 1927) —vanguardia con la que Diego Rivera simpatizó—; por ejemplo, la portada del segundo número de Irradiador. Revista de vanguardia. Proyector internacional de nueva estética publicado bajo la dirección de Manuel Maples Arce & Fermín Revueltas (primera revista del movimiento que sólo editó tres números entre septiembre y noviembre de 1923) se ilustró con Los mineros, una imagen en blanco y negro que reproduce el panel de Rivera Entrada en la mina, el cual forma parte del Patio del Trabajo (en la pared oriente de la planta baja de la SEP). Pero si bien el joven Manuel Maples Arce inició en solitario el estridentismo cuando a fines de diciembre de 1921 pegó en ciertos muros del centro de la Ciudad de México el cartel con su manifiesto Actual No. 1. Hoja de Vanguardia. Comprimido estridentista, la abigarrada estética de tal movimiento se pergeñó en el proceso de su gestación y volátil auge, por lo que Luis-Martín Lozano hubiera sido más certero si hubiera anotado las fechas que históricamente enmarcan la breve vida del estridentismo: 1921-1927. Cabe añadir que la imagen arquetípica de éste, desde el punto de vista plástico, es el cuadro cubofuturista El Café de Nadie (1930), de Ramón Alva de la Canal, preservado en el MUNAL, el cual es una variante —y no una copia— de la desaparecida primera versión de 1924.

El Café de Nadie (1930)
Óleo y collage sobre tela (78 x 64 cm) de Ramón Alva de la Canal
Museo Nacional de Arte, México
     
El Café de Nadie (1924)
Óleo y collage sobre tela de Ramón Alva de la Canal
Obra desaparecida
       En la sexta nota del “Álbum”, el historiador apunta que Frida presentó “su segunda exposición individual en la galería Renou & Colle, en París”. Pero si bien la primera individual de Frida se montó en la Galería Julian Levy de Nueva York, entre el primero y el 15 de noviembre de 1938, donde expuso 25 obras y cuyo folleto reprodujo en francés el famoso texto de André Breton donde dijo que “El arte de Frida Kahlo de Rivera es una cinta alrededor de una bomba”, lo exhibido en la galería Renou & Colle no fue “su segunda exposición individual”. Lo que se montó en tal galería parisina fue una muestra colectiva llamada Mexique (cuyo catálogo incluyó el citado texto de Breton), visible entre el 10 y el 25 de marzo de 1939, la cual sólo incluyó 18 obras de Frida, 32 fotos de Manuel Álvarez Bravo, piezas precolombinas, 14 óleos de pintores anónimos de los siglos XVIII y XIX y de José María Estrada, y ejemplares del arte popular mexicano, como grabados de Posada en hojas impresas por Vanegas Arroyo, ex votos, máscaras de demonios, un cráneo de azúcar y juguetes, acervo compilado por André Breton durante su visita a México (entre el 30 de marzo y el primero de agosto de 1938), quien ya en París se comportó muy negligente y desinteresado para que la muestra se efectuara. Y tuvo que ser Marcel Duchamp el que le echara una mano a Frida para que las cosas se encausaran, incluso ante uno de los obtusos dueños de la Renou & Colle, pues al ñoño galerista los cuadros de ella le parecieron “demasiado ‘escandalosos’ para el público” y sólo quería exponer dos. 

Frida Kahlo con esfera
Foto: Manuel Álvarez Bravo
  Sobre tal curioso capítulo pueden consultarse, entre otros títulos, los libros de Hayden Herrera: Frida: una biografía de Frida Kahlo (Diana, 9ª impresión, marzo de 1991) y Frida Kahlo: las pinturas (Diana, 5ª impresión, abril de 2003); y desde luego, las divertidas, cáusticas y floridas cartas de Frida que al respecto se leen en Escrituras de Frida Kahlo (3ª ed. ampliada y 1ª ed. en Plaza & Janés, 2004), libro que es una selección prologada y anotada por Raquel Tibol, precedido por un prefacio de Antonio Alatorre.

Frida Kahlo junto al boceto del mural Unidad Panmericana de Diego Rivera
San Francisco, 1940
Foto: Wittlock
        Casi al final de la antedicha sexta nota, Luis-Martín Lozano apunta que “Frida y Diego se volvieron a casar en San Francisco, donde el muralista había sido invitado a pintar un gran mural en el contexto de la feria internacional del puente Golden Gate”. El historiador se refiere a Unidad Panamericana (1940), “fresco sobre diez tableros unidos y transportables en cinco partes” concebido a la luz pública, en la Isla del Tesoro, dentro del programa “Arte en acción”, el cual estuvo oculto por más de 20 años hasta que en 1961 fue montado en la Biblioteca del City Collage de San Francisco (donde actualmente se ve), muestra que incluyó obras de Frida: Pitahayas (c. 1938), Cuatro habitantes de la ciudad de México (1938), Los frutos de la tierra (1938) y Autorretrato dedicado a Sigmund Firestone (1940); pero así como Lozano lo apunta de vago y escueto parece que la estancia del pintor en tal urbe californiana sólo obedecía a cuestiones laborales y que todo era miel sobre hojuelas. Es decir, según cuenta Raquel Tibol en Diego Rivera, luces y sombras (Lumen, 2007) tal viaje estuvo precedido por varios de los meollos más oscuros y controvertidos del muralista, pues “Al producirse el pacto germano-soviético de 1939 y la anexión por la URSS de Polonia oriental, los estados bálticos y otros territorios, Rivera sufre tal descontrol que llega a ofrecerse, en enero de 1940 [y hasta junio de tal año], como informante de la embajada estadounidense en cuestiones tales como objetivos del Partido Comunista, filiación de los refugiados españoles, colaboración en México entre estalinistas y nazis. Sus ‘revelaciones’ no fueron tomadas en serio, aunque el FBI (Buró de Investigaciones Federales) lo tenía vigilado. En algunos de los encuentros llegó a proporcionar una lista de cincuenta nombres de agentes estalinistas infiltrados en el gobierno mexicano [que aún presidía el general Lázaro Cárdenas]. En diciembre de 1939 había anunciado públicamente su decisión de testificar ante el Comité Dies (comité de la Cámara de Representantes de Estados Unidos para actividades antiestadounidenses), cosa que hizo y que fue considerada por diversos sectores como una acción intervencionista de Estados Unidos en asuntos internos de México.”

Frida Kahlo y Diego Rivera con changuito
        Por si fuera poco, apunta Tibol, “El 24 de mayo de ese año [1940] Siqueiros, al frente de un grupo [estalinista], asaltó la casa de Trotsky en las calles de Viena, en Coyoacán [intentaron asesinarlo con ráfagas de metralletas mientras dormía con su mujer y un nieto pequeño y sería atacado por la espalda con un piolet el siguiente 20 de agosto y moriría el 21]; entre los vehículos utilizados figuró una camioneta propiedad de Rivera. El 29 de mayo Diego llamó al consulado estadounidense solicitando con urgencia visa para ingresar a Estados unidos, pues temía ser víctima de un atentado. Por lo mismo prefirió volar prontamente a Tamaulipas, de ahí pasar a Brownsville y tomar otro vuelo el 4 de junio, en compañía de la actriz Paulette Goddard [ex mujer de Charles Chaplin], hasta San Francisco, California, para cumplir un contrato con la Golden Gate Internacional Exposition. El 30 de mayo de 1940 en el periódico mexicano La Prensa apareció una ‘Protesta por el cateo de su casa [de San Ángel Inn]. Comunicado a la prensa de México’, antecedido por un comentario de la publicación”, documento que Raquel Tibol transcribe a continuación en su libro y del que afirma que está fechado “el 29 de mayo de 1940” y dirigido “al presidente de la República” (el general Lázaro Cárdenas), y que “seguramente es uno de los documentos más reveladores firmados por Rivera”, donde se lee que también las hermanas Cristina y Frida Kahlo fueron detenidas e interrogas por la policía y la Casa Azul de Coyoacán cateada por la búsqueda del pintor tránsfuga. 

Frida Kahlo en 1940
Foto: Bernard Silberstein


Luis-Martín Lozano, Frida Kahlo. El círculo de los afectos. Fotos y documentos inéditos. Iconografía a color y en blanco y negro de Guillermo Kahlo y otros. Cangrejo Editores. Colombia, 2007. 192 pp.


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