sábado, 26 de abril de 2014

Del amor y otros demonios



 Entre efluvios, sueños y pestilencias:
la historia de los dos que soñaron

Vieja, legendaria y consabida es la afirmación del colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014)) de que la realidad de América Latina y del Caribe va más lejos que la imaginación humana, que es mejor escritor que los propios escritores. Así, Gabriel García Márquez, en Estocolmo, Suecia, dijo en su discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura 1982: “Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.” En este sentido, y como para no reñir con otra de sus célebres sentencias: “No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad”, Del amor y otros demonios (Diana, 1994) empieza con un prólogo que Gabriel García Márquez firma y fecha con su nombre en “Cartagena de Indias, 1994”. Apunta allí que el 26 de octubre de 1949, trabajando de reportero, fue a buscar una noticia en el acto de exhumación de las criptas del antiguo convento de Santa Clara, dado que sería derrumbado para construir en ese lugar un hotel de cinco estrellas. Una “lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta”, “medía veintidós metros con once centímetros” y tenía un promedio de 200 años. Estos datos, unidos a la leyenda que según él de niño le contaba su abuela materna (Tranquilina Iguarán Cotes) sobre “una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros”, fueron, dice, el origen de su noticia y de la presente novela. Pero ¿quién le puede creer al pie de la letra a este sofista y prestidigitador fuera de serie?
Tranquilina Iguarán Cotes (1863-1947)
Abuela materna de Gabriel García Márquez
      La novela Del amor y otros demonios se ubica en la antigua Cartagena de Indias, frente al Mar Caribe, a mediados del siglo XVIII. Empieza con el mordisco que un perro con el mal de rabia le da a Sierva María de Todos los Ángeles, niña de doce años e hija única del marqués de Casalduero. Ante el prólogo, quizá el lector espere asistir a su conversión en santa y a algunos de sus milagros. No es exactamente así, pese a que Dominga de Adviento (la esclava negra que la educó en el patio de los esclavos, la que juró ante sus santos que “la niña no se cortaría el cabello hasta su noche de bodas”) haya pronosticado: “¡Será santa!” Sin embargo, la novela concluye en el instante en que su conversión en una niña santa y milagrosa no resultaría extraña, sobre todo entre los esclavos y comunidades negras.
(Diana, México, 1994)
      Del amor y otros demonios es un título elocuente. Todas las venas y órganos amorosos se hallan corrompidos, por lo que se puede decir que el amor es un efluvio demoníaco que infesta todo. Esta mórbida atmósfera, casi siempre fantasmal, supura y repta entre el abandono y las ruinas de los antiguos edificios, entre la pobreza de los criollos y europeos venidos a menos y entre la miseria de los alegres arrabales negros, en la exuberancia de la naturaleza, de los vicios y desenfrenos sexuales, y en las diversas y abundantes formas de la locura, de la soledad y de la incomunicación. El obispo de la diócesis y las enterradas vivas del convento de Santa Clara, son herederos del desprecio y los resentimientos que engendró una antigua guerra entre franciscanos y clarisas. No sólo las monjas de clausura, sino todo lo que tiene el rancio hedor del catolicismo se halla amortajado y envilecido por los prejuicios y supersticiones de las creencias y prácticas sadomasoquistas, cuyo máximo flagelo es el Santo Oficio, que prohibe libros y enjuicia, tortura y lleva a la hoguera a dizque endemoniados, que pueden ser curanderos, dementes o los mordidos por un perro con rabia. Los padres de Sierva María de Todos los Ángeles nunca la amaron. Sólo el marqués de Casalduero empezó a quererla después del mordisco; pero al principio solamente se le acerca por y con el miedo a que la peste del mal de rabia también haga presa de él.
Gabriel García Márquez
   El marqués de Casalduero nunca pudo cultivar el amor: a los 20 años de edad se enamora de Dulce Olivia, una loca de la Divina Pastora, el manicomio de junto a su casona, pero no se atreve a unirse a ella. Dulce Olivia, siempre desamorada, con el paso del tiempo se convierte en un fantasma nocturno que se aparece en casa del marqués cuando éste menos se lo espera. Para protegerse de sus fobias, el marqués de Casalduero acepta que su padre lo case con “la heredera de un grande de España”: doña Olalla de Mendoza; pero esta mujer con honorables virtudes muere chamuscada por un rayo. Con Bernarda Cabrera, la madre de Sierva María de Todos los Ángeles, se casó a los 52 años, no por amor, sino para no enfrentarse al arcabuz del indio Cabrera, progenitor de Bernarda. Esta mujer es otro bicho no menos repugnante y endemoniado: en realidad, confabulada con su padre, el indio Cabrera, dispuso una trampa para casarse con el marqués de Casalduero. Bernarda nunca amó al marqués. Su delirio sexual fue un negro proxeneta y vicioso de bíblico y elocuente nombre: Judas Iscariote; y cuando lo matan a sillazos en un baretucho, Bernarda se dedica a fornicar con todo tipo de esclavos y esclavas, hasta que la melancolía la convierte en una devoradora insaciable de tabletas de cacao y de miel fermentada, abandona sus turbios negocios, engorda, enferma por siempre jamás y emite sonoras y fétidas flatulencias. 
   Hay otros personajes no menos pintorescos, como Sagunta, la curandera loca, que dizque posee las llaves de San Huberto, patrono de los cazadores y salvador de los arrabiados. Y Abrenuncio de Sa Pereira Cao, el médico portugués, erudito y solterón, cuyo proverbio sobre el amor no es menos triste que las anteriores vidas para nada ejemplares; según el médico portugués, el amor es un sentimiento contra natura, que condena “a dos desconocidos a una dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera cuanto más intensa”.
     El obispo de la diócesis, los atavismos religiosos y las supersticiones populares suponen que el demonio puede “adoptar la apariencia de una enfermedad para introducirse en un cuerpo inocente”. El mal de rabia es una de tantas. Así, ante la fiebre, las convulsiones y las obscenidades que Sierva María de Todos los Ángeles profiere en yoruba, congo y mandinga, el obispo De Cáceres y Virtudes deduce que se trata de una posesión demoníaca y ordena que la encierren en el convento de Santa Clara y que el padre Cayetano Delaura se haga cargo del exorcismo. 
Garcilaso de la Vega
   El padre Cayetano Delaura, de 36 años, piensa que su progenitor desciende de Garcilaso de la Vega. Políglota y erudito, el padre Delaura tenía 23 años cuando el obispo lo oyó por primera vez en Salamanca y entonces pensó que era “uno de esos raros valores que adornaban la cristiandad de su tiempo”. El padre Delaura fundó y es bibliotecario de la biblioteca de la diócesis, que llegó a contarse “entre las mejores de las Indias”. Se encuentra, nada menos, que en “la lista de tres candidatos al cargo de custodio del fondo sefardita en la biblioteca del Vaticano”. Su dignidad de lector lo hace estar cerca del obispo De Cáceres y Virtudes y fungir como su vicario. Y aunque su especialidad es la teología y aspira a convertirse en ángel, acepta el papel de exorcista de la niña Sierva María de Todos los Ángeles. 
  Sin embargo, el destino del padre Cayetano Delaura está cifrado en una serie de sueños (de índole borgesiana) y de premoniciones, como son los sonetos de amor de Garcilaso de la Vega, que lee y sabe de memoria, al derecho y al revés. Al tratar de demostrar que la niña no está poseída ni tiene rabia, el padre Delaura es presa del demonio del amor, que en él es una fiebre incontrolable, una locura que lo hace olvidarse de sí mismo, una enfermedad equivalente a la lepra.
Samuel Taylor Coleridge
       “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor  como prueba de que había estado allí y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?”, reza el fragmento del inglés Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) que inmortalizó el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986). Y más adelante agrega Borges en el mismo ensayo reunido en su libro Otras inquisiciones (Sur, 1952), donde el citado pasaje le sirve de leitmotiv: “Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prueba una flor.” Así, el padre Cayetano Delaura, sentado ante el mesón de trabajo de la biblioteca, en el que hay “un florero con un clavel podrido”, mientras lee los sonetos de amor de Garcilaso durante toda la noche, siempre pensando en la niña, se queda dormido sobre el mesón y la ve venir “con la bata de reclusa y la cabellera de fuego vivo sobre los hombros”; ella “tiró el clavel viejo y puso un ramo de gardenias recién nacidas en el florero del mesón”. El padre Delaura le dice un verso de Garcilaso, cierra los ojos y los vuelve a abrir, la visión se ha desvanecido, “pero la biblioteca estaba saturada por el rastro de sus gardenias”. Ante tal intensidad odorífera y erógena equivalente a la ambrosía, quizá el padre Delaura se hubiera reconocido en la esencia de las siguientes palabras (pese a la supuesta índole herética) que se leen en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, cuento que Borges incluyó en su libro El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, 1941): “En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua de los cántaros; si esas puertas se abrieran, no sentiría lo que esa tarde sentí.” 
Jorge Luis Borges
       El otro sueño el padre Delaura lo tiene antes de conocer a la niña Sierva María de Todos los Ángeles. La sueña tal como es, “sentada frente a la ventana de un campo nevado, arrancando y comiéndose una por una las uvas de un racimo que tenía en el regazo. Cada uva que arrancaba retoñaba en seguida en el racimo.” Era evidente que “llevaba muchos años frente a aquella ventana infinita tratando de terminar el racimo, y que no tenía prisa, porque sabía que en la última uva estaba la muerte.” 
  Más adelante, cuando el sacerdote y la niña ya son amigos, Sierva María le platica un sueño que resulta ser el mismo que el padre Delaura tuvo. Sobra decir, entonces, que ambos fueron poseídos por el mismo demonio, que se abandonaron a la pureza de sus mieles oníricas, que en los momentos de éxtasis se decían los versos de Garcilaso, los intercambiaban y trastocaban hasta el cansancio. El padre Delaura, para introducirse a la celda del convento donde la tenían presa y atada, cruzaba un túnel y escalaba un alto muro que lo hacía sangrar. Y si se hubiera acordado del largo pelo de Rapunzel, la niña de doce años que en el cuento de los hermanos Grimm, para hacer subir a su príncipe azul a la habitación donde se halla encarcelada, lanza sus cabellos desde el único ventanuco de una altísima torre que no tiene puerta ni escalera y que además se encuentra en medio del profundo bosque, quizá el padre Delaura, mientras trepaba feliz el muro, habría parafraseado, recitado y repetido: “Sierva María, Sierva María/ deja tus cabellos caer”. 
   Sin embargo, el padre Delaura termina en un juicio en la plaza pública que lo condena a servir, por un oscuro favor, de enfermero entre los leprosos, buscando siempre que la lepra se apodere de su muerte en vida. La niña Sierva María de Todos los Ángeles, por su parte, sola en las torturas del exorcismo, decide morir de amor. La niña, intencionadamente, vuelve a soñar el sueño de las uvas, “pero esta vez no las arrancaba una por una, sino de dos en dos, sin respirar apenas por las ansias de ganarle al racimo hasta la última uva”.
     Pese a lo triste y melancólico de la historia, Del amor y otros demonios es, sobre todo, una novela placentera repleta de una retórica y una erudición signada por calificativos y nombres propios igualmente floridos, por un estilo aforístico y lapidario que matiza la forma de hablar de los personajes, y por las infalibles anécdotas maravillosas e insólitas que caracterizan la mágica prosa garciamarquina.
(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
Cabe recordar, a modo de apéndice y ya encarrerado el gato en cuanto a libres y arbitrarias asociaciones que suscita e implica la epifanía de una inasible y evanescente flor celestial y sus efluvios aromáticos, lo relativo a las flores amarillas que, afirma Gabriel García Márquez, siempre hay en la casa que habita en cualquier rincón del mundo, según se lee en El olor de la guayaba (Diana, 1982), el libro de crónicas biográficas y entrevistas que Plinio Apuleyo Mendoza le hizo a Gabriel García Márquez meses antes de la noticia del Premio Nobel. Dice Gabo: “Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.” De ahí que Mercedes Barcha Pardo, su mujer desde el 21 de marzo de 1958, siempre ponga en su escritorio una rosa amarilla: “Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me traen la flor y todo empieza a salir bien.” 
Gabriel García Márquez la noche en que recibió el Premio Nobel de Literatura 1982
   De ahí que en Estocolmo, Suecia, ante el Rey y la Reina y “las cámaras de televisión de 52 países” proyectando por todo el globo terráqueo la imagen de Gabriel García Márquez, éste asistió a la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura “vestido de blanco liqui-liqui de algodón” y con una rosa amarilla en la mano, semejante a las rosas amarillas que entre los cientos de desconocidos y celebridades que había en los palcos, los amigos de Gabo (entre ellos Plinio Apuleyo Mendoza) lucían en las solapas del frac (algunos rentados “por doscientas coronas en una sastrería de Estocolmo”), mismas que Mercedes Barcha les entregó a cada uno en calidad de amuleto de la buena suerte. 


Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo


Gabriel García Márquez, Del amor y otros demonios. Diana. México, abril de 1994. 208 pp.



       Enlace a Del amor y otros demonios (2009), película dirigida por Hilda Hidalgo basada en la novela homónima de Gabriel García Márquez




jueves, 24 de abril de 2014

Todo México


La mamá de los pollitos
(o por mi espíritu hablará la raza)

En A ustedes les consta. Antología de la crónica en México (Era, 1980), Carlos Monsiváis apunta que Palabras cruzadas es la “única recopilación existente” de las entrevistas que la mexicana Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932) emprendió al iniciarse “en el periodismo en 1954”. Amén de que en realidad se inició en 1953, un año antes de que Juan José Arreola le publicara Lilus Kikus —su primer libro de narrativa— en la colección Los Presentes, el libro Palabras cruzadas (Era, 1961), por inconseguible, se tornó fantasmal y tan legendario y borroso como lo es su inicio en el periodismo y quizá por ello en 2013 —el año de su medalla de Bellas Artes y del sonoro Premio Cervantes— en Ediciones Era publicó una nueva edición, revisada y aumentada.
   
(Era, 2da. ed., México, 1981)
      El primer tomo de Todo México (Diana, 1990) —dijo por entonces la autora— es el primero de doce volúmenes que exhuman y reúnen, sin sujeción temática ni cronológica, muchas de las entrevistas hechas por ella desde 1953. En este primer libro entrevista a Luis Barragán, a Luis Buñuel, a Manuel Benítez El Cordobés, a Jorge Luis Borges, a María Félix, a Gabriel García Márquez, a Yolanda Montes Tongolele, a El Santo, y a Lola Beltrán.

Elena Poniatowska en 1962
Foto: Kati Horna
        Según se lee, la más vieja data de 1964 y la más reciente de 1980 (no obstante, Jorge Luis Borges viajó a México en 1981 para llevarse el Premio Ollin Yoliztli). Ninguna menciona (pero lo debió hacer) el medio en que se publicó. Todas concluyen con una ficha anecdótica y pedagógica que resume algo de la vida y obra del personaje, y en cuyo acopio y resúmenes intervino Adriana Navarro. Las entrevistas, además, están ilustradas con fotos en blanco y negro (cuya impresión es de baja calidad) que hubieran funcionado mejor con pies o comentarios puntuales y esclarecedores. 

Lo que quizá moleste a los acostumbrados a leer de corrido, es el hecho de que las entrevistas están interrumpidas por numerosos subtítulos, separadores, llamadas de atención o descansos (o como se quiera nombrarles), muy adecuados para los que no leen ni su nombre, pese a que de tacuche y con el copetín engominado pregonen en la feria del libro que leyeron la Biblia de cabo a rabo.
(Diana, México, 1990)
        Libro misceláneo, libro tutti frutti, de chile, de dulce y de manteca. ¡Qué canal de las estrellas ni qué ocho cuartos! En Todo México los nombres resplandecen en lo alto de la bóveda celeste de toditito el país (y más allá de él): ¡puro chingonauta!, ¡de auténtica cepa! Así, el consumidor y coleccionista puede atesorar sus palabras como piedras imán, pegaditas a la víscera cardíaca. Y si compró algunos o todos los libros de la serie, puede atesorarlos en fila india en uno de los estantes de su sacrosanto y tercermundista librero (pese a que terminan desgajados dada la deficiente y fraudulenta factura de Editorial Diana), pues todos los personajes son parte de la memoria, del corazón y del ser colectivo del mexicano, todos tienen que ver con el folclor, con la historia y la cultura nacional.

Elena Poniatowska no es únicamente la espantada ama de casa que va a las luchas por primera vez al Toreo de Cuatro Caminos cuando se inaugura la Gran Temporada 1977 de Lucha Libre; la mamá de los pequeños Felipe y Paula a quienes invitó nada menos y nada más que El Santo, el meritito Enmascarado de plata, el mismo de las historietas y de los soporíferos churros; la madre temerosa que se persigna en medio del fragor de las leperadas que grita y vocifera el respetable; y que ante los golpes, las manitas de puerco y los porrazos que se propinan los luchadores se le ocurre pensar lo siguiente, mientras allá en lo alto “pasa un jet haciendo retumbar los cielos”: “Miren nada más, allá está pasando uno de los más bellos inventos del hombre, y nosotros aquí dándonos de catorrazos, medio matándonos como trucutús en la época de las cavernas”, olvidando en su regaño y jalón de orejas que esos “bellos inventos” son también algunas de las más siniestras y destructivas armas “convencionales” que ha inventado el “progreso” del genocida y troglodita género humano para la expansión y dominio de los más cruentos y beligerantes circos, negocios, maromas y teatros, no únicamente del más poderoso país de la vapuleada aldea global.
Elena Poniatowska
      Elena Poniatowska es una de las más queridas mamás que tiene el territorio mexicano. Su calidad ética es inapelable. Merece todos los respetos y reconocimientos. Entre las escritoras y periodistas mexicanas casi nadie la iguala (su virtud moral es semejante a la de Cristina Pacheco o a la de Rosario Ibarra de Piedra). Con sus crónicas y comentarios ha velado por la dignidad de los hijos de México. Si no fuera por ella, no escucharíamos las voces de quienes sobrevivieron a la masacre de la larga Noche de Tlatelolco; las de los niños que medran y duermen en las calles; las de los presos políticos y la de quienes sufrieron la destrucción de los temblores de septiembre de 1985.

La madre Poniatowska tiene corazón de masa, ni duda cabe. Pensando en sus hijos se le espanta el sueño, vela por su dolor, orfandad y desamparo. Gabriel García Márquez “piensa que su verdadera vocación es la de ser padre”; en este sentido, no es difícil suponer que la vocación innata de la madre Poniatowska es la de ser mamá. 
Así, pese a la lección de cortesía que ya Borges le había dado en 1973 cuando voló a México para recibir el Premio Internacional Alfonso Reyes, no puede reprimir —cuando el argentino regresa en 1981 por el Premio Ollin Yoliztli— el impulso de preguntarle a bocajarro por sus otros hijos, los torturados, encarcelados y asesinados en el Cono Sur: “¿por qué recibió un premio de manos de Pinochet?”
No obstante, hay que decirlo, la madre Poniatowska, que bien sabe que Fuerte es el silencio y el olvido, no es la que está en primer plano en el tomo uno de Todo México, aunque ineludiblemente a veces emerge de la sombra. Por ejemplo, María Félix en su entrevista dice como si fuera la alcaldesa de Macondo en sus tiempos más ingratos: “¡Cada día es más notorio el progreso de mi país, cada día las cosas están mejor! Y es que hemos tenido muy buenos gobernantes.” A lo que la madre Poniatowska responde: “Ay, ¿a poco? Esto que dice usted no se lo creo ni yendo a bailar a Chalma. ¿No es demagogia?”
Elena Poniatowska
Foto: Rogelio Cuéllar
         En Todo México está presente esa Elenita Poniatowska que Juan García Ponce saludaba así: “¿Qué dices, taradita?” Es decir, a sus reseñas y preguntas las alienta su sonrisa dientes de conejo (Luis Buñuel solía llevarla al súper de Félix Cuevas donde frente a las jaulas de los hámsteres le decía: “te pareces a ellos”), su rostro aparentemente ingenuo de “yo no mato una mosca” (“ni muerdo un plátano”). No se trata de parecer inteligente, sino ligera, medio tontuela y tontorrona (tanto así que después de mucha plática Borges le dice que por sus preguntas pensó que no había leído sus cuentos y quizá, pues allí está, como fulgurante frijol en la sopa de letras, el apócrifo poema “Instantes” que Elena supone Borges escribió), espontánea, coloquial, y sobre todo: tierna y divertida, por lo que nunca falta una broma, el tono femenino, e incluso alguna alusión chusca sobre sí misma. Por ejemplo, al referir la altura de Luis Barragán, dice: “Pensé que no podría ser sacerdote porque besaba mucho a las mujeres llamándolas ‘linda’ y mirándolas con cariño. Se doblaba en dos para abrazarlas porque siempre eran más pequeñas, a veces se doblaba en cuatro, y en mi caso hasta en seis, porque siempre he sido del tamaño de un perro sentado.”

Otra lúdica ocurrencia es preguntarle a María Félix el cuestionario que aparece en el capítulo “Las golondrinas” de Zona sagrada (1967), obra donde Carlos Fuentes novelizó a la actriz con el nombre de Carla Nervo. Pero lo que suscita rechazo son las preguntas insidiosas (de chismosita light de nota rosa) con que mortificó a la pobre de Tongolele (¿qué piensa de Fulanita?, ¿qué de Perenganita?).
Y lo que más le agrada al presente tecleador es la entrevista que le hizo a Gabriel García Márquez (fechada en “Septiembre de 1973”). Allí, entre otras cosas, Gabo le narra la atmósfera mágica que rodeó a la “Cueva de la Mafia”, como en Historia de un deicidio (1971) Mario Vargas Llosa apuntó que así llamaban al habitáculo de la casa de San Ángel Inn donde el colombiano escribió Cien años de soledad (1967): “La ‘Cueva de la Mafia’ es el escritorio de García Márquez, en su casa del barrio de San Ángel Inn, el recinto donde permanecerá poco menos que amurallado el año y medio que le llevó escribir la novela, después de pedirle a Mercedes que no lo interrumpiera con ningún motivo (sobe todo, con problemas económicos). Sus hijos lo ven apenas en las noches, cuando sale de su escritorio, intoxicado de cigarrillos, después de jornadas extenuantes de ocho y diez horas frente a la máquina de escribir, al cabo de las cuales algunas veces sólo ha avanzado un párrafo del libro. La ‘Cueva de la Mafia’ es un hogar dentro del hogar de los García Márquez, un enclave auto-suficiente: hay un diván, un bañito propio, un minúsculo jardín...”
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa
       Todo mundo contribuyó con Cien años de soledad: el barrio; el carnicero al que debían cinco mil duros pesotes; el propietario de la casa, quien esperó ocho meses el pago de la renta; Mercedes Barcha Pardo, que hacía milagros; Pera, la mecanógrafa que se ocupó de su pésima ortografía; y sobre todo sus amigos: 

“Para hacer Cien años de soledad [Gabo le dice a la Poni] consulté médicos, abogados, y junté en mi casa una enorme cantidad de libros de medicina, alquimia, filosofía, enciclopedias, botánica y zoología, para que cada dato estuviera muy bien verificado y comprobado; no quería un solo error, a no ser las faltas de ortografía, que quedaban en manos de Pera. No podía detenerme en lo que estaba escribiendo para ponerme a estudiar alquimia; entonces escribía inventándolo todo y en la noche buscaba libros sobre la materia, que los amigos me habían conseguido, e incorporaba los datos que allí encontraba, pero lo que me resulta curioso es que yo no estaba equivocado o lejos de la verdad de mis invenciones. La obra me llevaba a tal velocidad que yo no me podía parar, y a partir de ese momento se creó una especie de equipo solidario alrededor del libro, y todos mis amigos me ayudaron. Yo le hablaba a José Emilio Pacheco: ‘Mira, hazme el favor de estudiarme exactamente cómo era la cosa de la piedra filosofal’, y a Juan Vicente Melo también lo ponía a investigar propiedades de plantas y le daba una semana de plazo. A un colombiano le pedí: ‘Haz el favor de investigarme cómo fueron todos los problemas de las guerras civiles en Colombia’, a otro le pedí la mayor cantidad de datos sobre las guerras federales en América Latina y siempre tuve amigos haciéndome tareas de este tipo; todo el trabajo poético, por ejemplo, que me hizo Álvaro Mutis, es invaluable. Cuando yo llegué [a México] en 1961, el grupo que estaba en Difusión Cultural [de la UNAM]: Pacheco, Monsiváis, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, y por otro lado, Jomí García Ascot y Álvaro Mutis, trabajaron para mí —y se ríe—. Ahora me doy cuenta de verdad que todos ellos estaban trabajando en Cien años de soledad, y no sólo no lo sabían entonces, sino que tengo la impresión de que no lo saben todavía.”



Elena Poniatowska, Todo México. Tomo 1. Editorial Diana. México 1990. 318 pp.




Presentación de Palabras Cruzadas en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2013



viernes, 18 de abril de 2014

El otoño del patriarca




El poder corrompe 
y el poder absoluto corrompe de un modo absoluto


La primera edición de El otoño del patriarca apareció en Barcelona, en 1975, editada por Plaza & Janés. Es la novela que el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014) escribió después del vertiginoso éxito obtenido con Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967) y por ende aún en la segunda edición que La Oveja Negra editó en Bogotá, en noviembre de 1979, con 10,500 ejemplares, concluye con la datación del lapso en que fue urdida: “1968-1975”. 
(La Oveja Negra,  2ª ed., Bogotá, 1979)
Portada
   
(La Oveja Negra, 2ª ed., Bogotá, 1979)
Contraportada
 
  (Diana, 16ª edición, México, septiembre de 2002)
         En México, Editorial Diana ha acaparado la continua edición de la mayoría de los libros de Gabriel García Márquez, pese a que normalmente son libros feotes y con erratas, como es el caso de la dieciseisava edición de El otoño del patriarca, concluida “el 9 de septiembre de 2002”, la cual, además de las infalibles erratas, mochó la datación que figura al final.

Dispuesta en seis capítulos sin títulos ni números, El otoño del patriarca es un divertimento, la novela más bufa, caricaturesca, hilarante y experimental de Gabriel García Márquez, pues además de que tales capítulos son seis largos y apretados bloques narrativos en los que las reglas de la puntuación han sido trastocadas y usadas de manera arbitraria, sucesivamente la secuencia narrativa se rompe y cambia de tiempos y de voces. No obstante, la polifonía y el conjunto narrativo trazan un círculo concéntrico, pues inicia con el descubrimiento del cadáver del anciano dictador (carcomido por los zopilotes) en la ruinosa casa presidencial infestada de vacas y gallinas, y concluye con el relato en el que por fin fallece, preámbulo del primer capítulo.
Gabriel García Márquez escribiendo El otoño del patriarca
Barcelona, años 70
Foto: Rodrigo García Barcha
       Con El otoño del patriarca la poderosa imaginación de Gabriel García Márquez vive uno de sus momentos más líricos y exultantes, pues pese a bosquejar el supuesto contexto social y la siniestra y cruenta trayectoria de un supuesto hombre que despóticamente gobierna un hipotético país caribeño, lo que campea y predomina en cada página es un constante sentido del humor, ya en el uso de la hipérbole y del eufónico vocabulario (que no excluye coloquialismos, palabrotas y juegos de palabras), en sus exageradísimas, caricaturescas y fantásticas anécdotas, y en sus incesantes y abigarradas imágenes poéticas, insólitas, absurdas, kafkianas, surrealistas e imposibles.  

Plinio Apuleyo Mendoza y Gabriel García Márquez en 1959
         Pese a que la idea de la novela del dictador la tuvo Gabo por primera vez cuando en enero de 1958 (como reportero de la revista Momento) vivió en Caracas la caída y la salida al exilio del dictador Marcos Pérez Jiménez, y a que su obra implica y supone “una síntesis de todos los dictadores latinoamericanos, pero en especial del Caribe”, con mil y un remantes extirpados de la historia y de la realidad, El otoño del patriarca no tiene un grumo de realista ni de historicista ni de sociología ni de análisis y conflicto político, pese a los genocidios y crímenes políticos y a que durante una aciaga coyuntura haya cedido, por fin, la entrega del Mar Caribe a los gringos con tal de saldar la impagable deuda externa. Pero esto no supone la ocupación y explotación de tales aguas territoriales que se observan desde su casona, sino que literalmente dejaron un desierto y se lo llevaron a territorio norteamericano: “o vienen los infantes o nos llevamos el mar, no hay otra, excelencia, no había otra, madre, de modo que se llevaron el Caribe en abril, se lo llevaron en piezas numeradas los ingenieros náuticos del embajador Ewing para sembrarlo lejos de los huracanes en las auroras de sangre de Arizona, se lo llevaron con todo lo que tenía dentro, mi general, con el reflejo de nuestras ciudades [...]” 

Y no fue una entrega fácil, pues el vejete replicó, aún rejego y egocéntrico: “qué haría yo solo en esta casa tan grande si no pudiera verlo ahora como siempre a esta hora como una ciénega en llamas, qué haría sin los vientos de diciembre que se meten ladrando por los vidrios rotos, cómo podría vivir sin las ráfagas verdes del faro, yo que abandoné mis páramos de niebla y me enrolé agonizando de calenturas en el tumulto de la guerra federal, y no crea usted que lo hice por el patriotismo que dice el diccionario, ni por espíritu de aventura, ni menos porque me importaran un carajo los principios federalistas que Dios tenga en su santo reino, no mi querido Wilson, todo eso lo hice por conocer el mar, de modo que piense en otra vaina, decía”.


Gabriel García Márquez
        El trazo legendario y mítico de ese abominable vejestorio rodeado siempre de lacayos (aún antes de morir casi como lo pronosticaron las pitonisas de los lebrillos) reza que vivió más de cien años con una salud de hierro (sólo padeció de fiebres tercianas durante la guerra y cuando arribó por primera vez a la casa presidencial), de hecho se dice que “había seguido creciendo hasta los cien años y que a los ciento cincuenta había tenido una tercera dentición” y que tuvo “una edad indefinida entre los 107 y los 232 años”, cosa probable dentro de la desmesurada, movediza y delirante lógica de la novela, pues durante el sanguinario período de terror en que el dandy y políglota José Ignacio Sáenz de la Barra controla los aparatos de inteligencia y las fuerzas represivas, se celebra “el primer centenario de su ascenso al poder”.
Vale apuntar que el entorno de su casona casi siempre está rodeado de hordas de leprosos, ciegos y paralíticos; y esto es así porque se le atribuyen poderes ultraterrenos. De modo que él evoca: “no me dejaban caminar con la conduerma de que écheme en el cuerpo la sal de la salud mi general, que me bautice al muchacho a ver si se le quita la diarrea porque decían que mi imposición tenía virtudes aprietativas más eficaces que el plátano verde, que ponga la mano aquí a ver si se me quitan las palpitaciones que ya no tengo ánimos para vivir con este eterno temblor de tierra, que fijara la vista en el mar mi general para que se devuelvan los huracanes, que la levante hacia el cielo para que se arrepientan los eclipses, que la baje hacia la tierra para espantar a la peste porque decían que yo era el benemérito que le infundía respeto a la naturaleza y enderezaba el orden del universo y le había bajado los humos a la Divina Providencia”. Así, no extraña que en los postreros límites de su vida y de la novela haya quienes digan: “y en el instante en que nos tocaba recuperábamos la salud del cuerpo y el sosiego del alma y recobrábamos la fuerza y la conformidad de vivir, y vimos a los ciegos encandilados por el fulgor de las rosas, vimos a los tullidos dando traspiés en las escaleras y vimos esta mi propia piel de recién nacido que voy mostrando por las ferias del mundo entero para que nadie se quede sin conocer la noticia del prodigio y esta fragancia de lirios prematuros de las cicatrices de mis llagas que voy regando por la faz de la tierra para escarnio de infieles y escarmiento de libertinos, lo gritaban por ciudades y veredas, en fandangos y procesiones, tratando de infundir en las muchedumbres el pavor del milagro, pero nadie pensaba que fuera cierto, pensábamos que era uno más de los tantos áulicos que mandaban a los pueblos con un viejo bando de merolicos para tratar de convencernos de lo último que nos faltaba creer que él había devuelto el cutis a los leprosos, la luz a los ciegos, la habilidad a los paralíticos, pensábamos que era el último recurso del régimen para llamar la atención sobre un presidente improbable cuya guardia personal estaba reducida a una patrulla [...]”
Gabriel García Márquez
        Se dice que “Se estimaba que en el transcurso de su vida debió tener más de cinco mil hijos, todos sietemesinos, con las incontables amantes sin amor que se sucedieron en su serrallo hasta que él estuvo en condiciones de complacerse con ellas, pero ninguno llevó su nombre ni su apellido, salvo el que tuvo con Leticia Nazareno que fue nombrado general de división con jurisdicción y mando en el momento de nacer, porque él consideraba que nadie era hijo de nadie más que de su madre, y sólo de ella.” Es así que la “proclamó por decreto matriarca de la patria”. Bendición Alvarado, su madre, pajarera ambulante y pintora de oropéndolas, con risibles hábitos y prejuicios de mujer doméstica de pocas luces, fue la persona que más lo quiso (o quizá la única), y a quien él amorosamente recuerda durante toda su ancianidad, incluso mucho después de que por todos los rincones del país se sucediera la peregrinación post mortem y de cuerpo presente que buscó proclamarla santa. Pero cuando aún está en los últimos suspiros trata de revelarle  minucias de su concepción y nacimiento: “cómo le echaron su placenta a los cochinos, señor, cómo fue que nunca pude establecer cuál de tantos fugitivos de vereda había sido tu padre, trataba de decirle para la historia que lo había engendrado de pie sin quitarse el sombrero por el tormento de las moscas metálicas de los pellejos de melaza fermentada de una trastienda de cantina, lo había parido mal en un amanecer de agosto en el zaguán de un monasterio, [...] y sólo una adivina de circo cayó en la cuenta de que el recién nacido no tenía líneas en la palma de la mano y eso quería decir que había nacido para ser rey, y así era”. 

Ahora que si el vejete estuvo estúpidamente enamorado de Manuela Sánchez, “reina de la belleza de los pobres”, que lo desdeñó y se esfumó de sus garras durante un manipulado eclipse, la joven Leticia Nazareno, por orden suya, fue secuestrada en un monasterio de Jamaica y traída en barco hasta su casona, donde con el tiempo se convirtió en su amante y luego en la esposa que le dio el hijo que él reconoció y cuyo espeluznante asesinato (mueren descuartizados por 60 perros) precede al susodicho período de terror dirigido por el todopoderoso José Ignacio Sáenz de la Barra (“lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado, un servicio invisible de represión y exterminio”), cuya vengativa ejecución por las muchedumbres: “macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca, tal como lo había previsto mi general”, evoca otra ejecución orquestada por éste, la del general de división Rodrigo de Aguilar, su otrora compañero de armas y luego su ministro de la defensa, servido en bandeja de plata al estado mayor de sus guardias presidenciales: “puesto cual largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca, listo par ser servido en banquete de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores.”
Gabriel García Márquez
         Y además de que con Leticia Nazareno vive episodios de intenso placer sexual coronados por las nauseabundas y pestilentes secreciones excrementicias de él, fue ella la que, pese a su decrepitud, le enseñó a leer y escribir y por ende durante su larga senilidad a veces evoca y canturrea infantiles cantaletas de alfabetización mnemónica, pero no puede evitar las fallas ortográficas en lo que rotula en la puerta del hediondo retrete: “prohibido haser porcerías en los escusados”. 




Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca. Editorial Diana. 16ª edición. México, septiembre de 2002. 304 pp.








Gabriel García Márquez. Una vida


       
Yo seré lo que tú digas que soy

Dividido en tres partes y veinticuatro capítulos (más la iconografía en blanco y negro, los “Agradecimientos”, los “Mapas”, el “Prefacio”, el “Prólogo”, el “Epílogo”, los “Árboles genealógicos”, las “Notas”, la “Bibliografía”, las “Referencias de las ilustraciones y los textos citados” y el “Índice alfabético”), el volumen Gabriel García Márquez. Una vida, del británico Gerald Martin (Londres, 1944), apareció en octubre de 2009 impreso en Colombia por Debate, traducido al español por Eugenia Vázquez Nacarino, puesto que en 2008 la primera edición en inglés fue impresa en Inglaterra por Bloomsbury Publishing Plc.
Gabriel García Márquez. Una vida
(Debate, Colombia, 2009)
Todo indica que se trata de la biografía más gruesa, ladrillesca y ambiciosa escrita hasta el momento sobre la ascendencia, la vida, la obra y el itinerario ideológico y político del colombiano Gabriel García Márquez [Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014], el celebérrimo autor de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967), Premio Nobel de Literatura 1982.
Según Gerald Martin trabajó en ella durante diecisiete años. Sus marcos temporales parten del siglo XIX (con alusiones relativas a la época prehispánica, a la Conquista y a la Colonia) y llega hasta el año 2007, precisamente en el contexto de la celebración en Cartagena de Indias, Colombia, del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, cuando el 26 de marzo le fue entregado el primer ejemplar (de un millón) de la Edición Conmemorativa de Cien años de soledad, editada por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española.
Si tal es un episodio feliz en la trascendencia de la obra de García Márquez, esbozado en torno a la dramática e íntima esfera de su declive personal y creativo (a partir del cáncer que le diagnosticaron en enero de 1999 y de la esporádica y paulatina pérdida de la memoria), en el volumen descuellan otros dos episodios apoteósicos, más exultantes y novelescos por las minucias y por el hecho de haber ocurrido en el mediodía de la vida y la salud del personaje. Uno es lo que atañe a la noticia y a la recepción del Premio Nobel en 1982 (dizque Borges fue de los primeros en felicitarlo, lo cual quizá no sea cierto). El otro es todo lo que concierne a la magia que se fue gestando al escribirla y al boom que suscitó la aparición de Cien años de soledad en 1967, capítulos que abarcan la mayor parte del volumen, pues el génesis de la novela (no sólo lo relativo a su escritura, entre 1965 y 1966, en el estudio de la casa que los García Márquez rentaban en el barrio de San Ángel, en la Ciudad de México) se remonta a sus ancestros y a su genealogía y a todo lo vivido y narrado por Gabo con anterioridad. 
Gerald Martin apunta, en el “Prefacio” y en el “Epílogo”, que en 2006 Gabo públicamente dijo que él era su “biógrafo oficial”. Quizá esto significa que, con tal espaldarazo, se considera el biógrafo canónico, el apapachado, el cómplice, el de la última e inapelable palabra. 
Sin embargo, todo sugiere que esto último no puede ser así. Pues si bien Gabo, en septiembre de 1993, en su casa en el Pedral de San Ángel, le dijo que “todo el mundo tiene tres vidas: la pública, la privada y la secreta” (por ende se negó a revelarle detalles del amour fou vivido con la española Tachia Quintana, en París, en 1956), y que “Yo seré lo que tú digas que soy”, su biografía resulta parcial en numerosos aspectos y subjetiva en otros tantos, muy matizada con sus propias interpretaciones y juicios, tan arbitrarios y discutibles como cuando Álvaro Mutis, en su nota preliminar incluida en la susodicha Edición Conmemorativa de Cien años de soledad, declara categórico: “Sigo pensando que su obra más acabada y perfecta es El coronel no tiene quien le escriba; la que se considera su obra prima” (sic).
En este sentido, Gerald Martin, por ejemplo, con su particular glosa e idiosincrasia, interpreta y sopesa en un grado superlativo el cuento “Los funerales de la Mamá Grande” (homónimo del libro editado en Xalapa por la UV en 1962) y la novela El otoño del patriarca (1975), a la cual, incluso, glorifica a la altura de Cien años de soledad.
 Gabriel García Márquez y Fidel Castro convaleciente en La Habana, en 2007,
poco antes de que Gabo viajara a Cartagena de Indias para los festejos de su
       80 aniversario, donde le entregarían el ejemplar número uno de la
Edición Conmemorativa de Cien años de soledad
Otro aspecto no menos controvertido (pero más intrincado, farragoso, parcial y fragmentario) es todo lo que concierne al ideario socialista y de izquierdas de Gabo (y su viraje hacia la derecha en los años 90) y al itinerario de sus posicionamientos políticos ante ciertos sucesos y entornos (ya en Colombia, la URSS, Europa, Cuba, México, Latinoamérica, España, Angola, Vietnam, etcétera) o frente a ciertos hombres del poder (Omar Torrijos, Felipe González, François Mitterrand, Carlos Salinas de Gortari, Vicente Fox, Bill Clinton, etcétera), descollando en ello su largo vínculo con el dictador cubano Fidel Castro. Si Gerald Martin yerra cuando dice que Simón Bolívar “es el político más destacado de América Latina” (p. 537), no es menos falaz y demagogo al apuntar: “Cuando escribió El general en su laberinto [1989], García Márquez mantenía desde hacía tiempo una estrecha relación con Fidel Castro, un indudable candidato de excepción para ocupar el segundo puesto —después de Bolívar— en la lista de los grandes hombres de América Latina. Aunque sólo sea por su longevidad política —casi medio siglo en el poder—, el récord de Fidel Castro está fuera de toda duda. Y Fidel, me dijo García Márquez en una ocasión, es ‘un rey’” (p. 531).
Vale decir, entonces, que ineludiblemente el lector tiene que hacer criba y llenar huecos al discurrir por las páginas de tal biografía, pues amén de que Gerald Martin matiza y mete su cuchara en primera persona, también escamotea o toma partido por su biografiado ante distintas controversias, lo cual puede ejemplificarse con la manera en que aborda el legendario pleito (sucedido “el 12 de febrero de 1976” en el aeropuerto de la Ciudad de México) que truncó la amistad personal que desde 1967 cultivaban Gabo y Mario Vargas Llosa (y por ende se coloca al lado de su gallo cada que vez puede, como cuando recuerda que en distintos foros el peruano llamó “lacayo de Fidel” a García Márquez):
“La política, el sexo y la rivalidad personal hacen un cóctel sumamente fuerte, sean cuales sean las proporciones en que se mezclen. Tras el evidente sentimiento de traición de Vargas Llosa, tal vez acechara la preocupación de que aquel colombiano de corta estatura y escaso atractivo le había tomado la delantera. El extraordinario y merecido éxito del propio Mario, su apostura de galán, tal vez no bastaran en sí mismos; así que quizá la única arma que le quedó fue aquel tremendo puñetazo. Y probablemente sólo podía acometerlo con el beneficio de la sorpresa: imaginemos a un García Márquez prevenido corriendo a su alrededor, como Charlie Chaplin, y dándole puntapiés en el culo una y otra vez. No importa lo bien que escribiera Mario, ni cuánta publicidad recibiera, porque era de García Márquez de quien los periódicos y el público deseaban oír hablar; y por muy justificado que Mario se considerara en su rechazo de Castro y de Cuba, García Márquez parecía haber reaparecido sin un solo rasguño tras el caso Padilla [sic] y se había convertido en el paladín literario de la izquierda latinoamericana [sic]. Tuvo que ser sumamente frustrante. Los dos hombres no volverían a encontrarse nunca más” (p. 436).
En la segunda de forros del presente volumen, se pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global que Gerald Martín es un académico con una larga y reputada trayectoria en Estados Unidos, Inglaterra y Francia. En este sentido, su biografía denota, con todo su aparato de notas, entrevistas y citas bibliográficas y hemerográficas, que no da paso sin guarache, que todo lo asentado e interpretado por él tiene una base documental y fehaciente. Esto sin duda es así. Y en México a un lector de a pie (incluso sin ser un gabomaníaco de hueso colorado) puede no darle mucho trabajo ir haciendo el cotejo de las notas y citas, pues la parte vertebral (la obra narrativa y periodística del biografiado) está publicada y es de fácil acceso. Sin embargo, es notorio que a la traducción al español impresa por Debate le faltó revisión (lo cual refleja un vil chambismo antiacadémico y antigarciamarquista, si se piensa que Gabo solía tirar a la basura la hoja si daba un mal teclazo en la máquina de escribir). Y esto se halla en numerosos detalles; por ejemplo, cuando en Bogotá hacia 1947-1948 el desgarbado costeño García Márquez era un alumno irregular de Derecho que vagabundeaba en los cafetines estudiantiles, se lee: “Plinio dice que muchos lo miraban con desdén, como una ‘causa perdida’” (p. 128); pero allí debió leerse “caso perdido”, tal y como lo ha contado el propio Plinio Apuleyo Mendoza en libros como La llama y el hielo (1989) y Aquellos tiempos con Gabo (2000). O cuando se lee que en 1975, “Durante el verano la familia se reunió en México. García Márquez y Mercedes [su esposa desde el 21 de marzo de 1958] habían encontrado una casa enclavada en el sur de la ciudad en la calle Fuego, en la zona del Pedregal del Ángel, justo detrás de la Universidad Nacional” (p. 434); pero allí, como se sabe, debió leerse “Pedregal de San Ángel”. O cuando se lee que “El 4 de noviembre García Márquez le llevó un ejemplar [de Vivir para contarla, recién salida del horno ‘el 8 de octubre de 2002’] al presidente Fox, al palacio de Los Pinos de Ciudad de México” (p. 604-605); pero tal residencia presidencial no es un palacio. O cuando se lee que “Saldívar, García Márquez: el viaje a la semilla [1997], es la fuente más completa sobre la época de GGM en el Colegio San Juan” (p. 649); pero debió leerse San José, el colegio de Barranquilla donde Gabito hizo estudios secundarios entre 1940 y 1942, y en cuya revista Juventud publicó sus primeras crónicas y sus primeros versos.
También hay contradicciones muy burras y obvias, como la que sigue. Entre las páginas 95 y 96 se narra que cuando “Acababa de estallar la Segunda Guerra Mundial”, en medio de la pobreza y de la continua ausencia de Gabriel Eligio —el padre de Gabito—, éste, pese a ser un niño, se vio impelido a orquestar el traslado de la familia de Barranquilla hasta Sucre, el pueblo ribereño elegido por su progenitor en su delirante papel de agente viajero de una firma farmacéutica: “Como de costumbre, Gabriel Eligio se adelantó al nuevo destino y dejó a Luisa, de nuevo embarazada, a cargo del traslado o la venta de los efectos familiares —en esta ocasión vendió la mayoría— y de sus siete hijos. Gabito, a quien ya se le habían encomendado tareas impropias para su edad cuando [desde Aracataca] fue a sondear el terreno a Barranquilla con su padre un año y medio antes, ahora se vio realzado en su papel de hombre de la familia. Se ocupó de prácticamente todos los preparativos, entre ellos hacer las maletas, contratar el camión de mudanzas y comprar los billetes del vapor para llevar a su familia río arriba hasta Sucre.” Pero si se cotejan los mapas de las páginas preliminares, claramente se observa que Sucre, en relación a Barranquilla, se ubica río abajo, hacia el sur del río Magdalena, y no “río arriba”. En fin: leerla para contarla.


Gerald Martin, Gabriel García Márquez. Una vida. Traducción del inglés al español de Eugenia Vázquez Nacarino. Iconografía en blanco y negro. Debate/Random House Mondadori. Colombia, octubre de 2009. 768 pp.


Enlace al discurso de Gabriel García Márquez leído al recibir el Premio Nobel el 8 de diciembre de 1982:  http://www.nobelprize.org/mediaplayer/index.php?id=1496




jueves, 27 de marzo de 2014

Octavio Paz. Las palabras del árbol




Mi árbol y yo


Octavio Paz nació el 31 de marzo de 1914 y falleció el domingo 19 de abril de 1998, un mes después de que apareciera la primera edición de Octavio Paz. Las palabras del árbol, libro de la mexicana de origen polaco Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932), donde le rindió y le rinde pleitesía al Premio Nobel de Literatura 1990, al poeta y otrora director de las revistas Plural (1971-1976) y Vuelta (1976-1998), quien en vida, además de virtuoso, siempre fue polémico y beligerante, capaz de desencadenar encendidas y arduas discusiones intelectuales, insultos, panfletos, riñas de callejón, deificaciones y demonizaciones. 
      “¡Qué bueno que sigas gallito [le celebra Elena Poniatowska en una página ante le coraje y el ímpetu que preservaba en la vejez], que no se te vean trazas de convertirte en una solemne estatua de ti mismo!”
  Octavio Paz, “el peor de todos”, alguna vez fue quemado en efigie durante un abominable y ciego auto de fe cuya ardiente multitud vociferaba: “¡Reagan rapaz/ tu amigo es Octavio Paz!” El mismo que no podía presentarse en un restaurante de lujo, sin que uno a uno de los espontáneos admiradores lo tributaran en fila india y brindaran por él enviándole a su mesa una serie de las mejores botellas.
 Sabedora de su propia celebridad y prestigio en la república de las letras mexicanas, Elena Poniatowska, teniendo como eje la vida y obra de Octavio Paz y hablándole de tú, ha urdido una crónica memoriosa, personal, autocomplaciente, fragmentaria, cuyos 25 mil ejemplares de la primera edición prefiguraron su instantánea índole de best seller.
(Plaza & Janés, México, marzo de 1998)
  Ilustrado en la portada con una foto que Lola Álvarez Bravo le tomó a Octavio Paz, en Central Park, en Nueva York, en “septiembre de 1945”, Elena Poniatowska inicia su libro evocando una fiesta de 1953 (el año en que empezó a hacer periodismo) en casa de los papis del joven Carlos Fuentes, sitio donde le fue presentado el poeta Octavio Paz (recién regresado del extranjero). A partir de tal encuentro (inicio de la recíproca amistad), la crónica memoriosa deambula por dos principales linderos que son, al unísono y entreverados entre sí, el mismo lindero. 
Octavio Paz entrevistado por Elena Poniatowska
tras su ingreso al Colegio Nacional en 1967
Foto: Héctor García
  Por un lado, la novelista y versátil entrevistadora recuerda un puñado de episodios que dan cuenta de ciertas vivencias, entrevistas, aventuras y aprendizajes que compartió con el poeta, desde los años felices del principio, pasando por el tiempo en que la relación se enfrió y distanció, lejanía signada por un rudo comentario al hígado que Paz publicó en el número 82 de la revista Vuelta (septiembre de 1983) en contra de la novela sobre la vida y obra de Tina Modotti que ya desde entonces pergeñaba Elena Poniatowska (misma que publicaría en 1992, en Ediciones Era, con el título Tinísima), hasta el momento en que Marie-José Tramini, la esposa de Octavio Paz, con su virtud conciliadora, dio pie a la distensión y reinicio del diálogo directo.
Octavio Paz y Marie-José en 1971
Foto: Nadine Markova
      Por otro lado, Elena hace un sintético y apretado recuento de algunos de los principales sucesos que registra la más elemental y consabida cronología del poeta, resumida, por ejemplo y de modo didáctico, por Alberto Ruy Sánchez en Una introducción a Octavio Paz (Joaquín Mortiz, 1990), la cual fue corregida y aumentada para su edición en la serie Breviarios del FCE, impresa en octubre de 2013 con 5 mil ejemplares. Es decir, desde su nacimiento en la casa que su abuelo paterno Ireneo Paz Flores tenía en Mixcoac, pasando por su temprana infancia en Estados Unidos en pos de su padre Octavio Paz Solórzano; el regreso a México; el período en San Ildefonso y las tempranas revistas juveniles; el abandono de la Facultad de Derecho y su ida a Yucatán; su boda con Elena Garro y el viaje a la España de 1937 en plena Guerra Civil (con motivo del Segundo Congreso Internacional de Escritores e Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura) y la primera estancia en Europa. Y entre otros episodios, la beca Guggenheim y su retorno a los Estados Unidos. Su inicio en el Servicio Exterior Mexicano. Su primera etapa en París. El movimiento Poesía en Voz Alta y su libreto teatral “La hija de Rappaccini. Los años de embajador de México en la India y su renuncia en 1968 tras la masacre de estudiantes del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Su ingreso al Colegio Nacional en 1967. Su divorcio de Elena Garro en 1959 y su boda con Marie-José Tramini en 1964. Las fundaciones y objetivos de las revistas Plural y Vuelta. Los numerosos premios, desde el Villaurrutia de 1956, hasta el Nobel de 1990. Su incursión en la televisión mexicana, desde los Nuevos Filósofos (1978), hasta “El siglo XX: la experiencia de la libertad” (1990). El “Coloquio de Invierno” (1992) del grupo de intelectuales orgánicos de la revista Nexos y el intríngulis del patrocinio (con fondos de la UNAM y del CONACULTA) que provocó el enojo y la furia mediática de Octavio Paz porque no lo invitaron a tiempo. La glosa (y a veces la cita) de algunos de sus libros de poesía y ensayo, desde los primeros, hasta Vislumbres de la India (Seix Barral, 1995) y sus Obras completas coeditadas por Círculo de Lectores, de Barcelona, y el FCE, de México; más el comentario de su presencia en el ciberespacio y en una abrumadora bibliografía que se ocupa de su obra. Pero no llega al incendio que la noche del 21 de diciembre de 1996 consumió parte de la biblioteca del escritor en su casa en Paseo de la Reforma 369; ni a su legado reunido en la incipiente Fundación Octavio Paz, inaugurada el 17 de diciembre de 1997 en la Casa de Alvarado (donde hoy se halla la Fonoteca Nacional), ubicada en Francisco Sosa 383, en el Barrio de Santa Catarina, en el corazón de Coyoacán; ni mucho menos a la reseña de su muerte por el cáncer, ni a las multitudinarias honras fúnebres en el Palacio de Bellas Artes.
 
Elena Poniatowska y Octavio Paz en Atlixco, Puebla (1970)
Foto: Héctor García
  Durante toda la fragmentaria retrospectiva, Elena le habla de tú a Paz, tal si se tratara de una larga carta o de un largo e íntimo monólogo donde charla con el poeta y que únicamente le dirige a él. Ya cuando evoca sus andanzas particulares, lecturas y aprendizajes; ya al reseñar y transcribir las dedicatorias de los libros que a ella le obsequió el propio Paz; algunas cartas que mutuamente se enviaron desde el extranjero; la diseminada colección o antología de fragmentos con árboles hallados en los poemas del autor de La estación violenta (FCE, 1958); al bosquejar y transcribir fragmentos de varias entrevistas que ella le hizo en distintos tiempos; y entre otras cosas, cuando boceta e inserta ciertos pasajes de Octavio Paz y de diferentes autores, como es el caso de una respuesta de Carlos Monsiváis, suscitada durante la legendaria polémica que éste sostuvo con el poeta en 1977.
Pero aunado a la carencia de análisis y de perspectiva crítica (pese a algunos tímidos, sentimentales, esporádicos y breves señalamientos), lo que marca la tónica del libro es la extrema adoración e idolatría de Elena Poniatowska hacia Octavio Paz, el exultante y melcochoso panegírico con que una y mil veces lo deifica. Si es verdad que alguna vez Juan José Arreola dijo que a Octavio Paz le decían “el becerro de oro”, “porque todos acudían a adorarlo”, Elena Poniatowska lo hace hasta el hartazgo, siempre aderezando sus líneas y citas con mil y una zalamerías, chistecitos sentimentaloides y expresiones populares, condimento y relleno tolerable si el lector es cómplice de su estilo y de su condición sentimental y arbórea que ella misma radiografía y cifra al decir: “Ya de por sí las mujeres somos sauces llorones en la orillita de la catarata desbordante del sentimiento.”
El árbol es la constante que más atrae a Elena Poniatowska en la poesía de Octavio Paz; de ahí que vea sus poemas como las hojas de un gran árbol y al mismo poeta corporificado en la figura de uno: “en vez de piernas tienes tronco y hojas de árbol en vez de cabellos”. Tótem, demiurgo y oráculo al que acudían de rodillas y en fila india los iniciados, ungidos y aborregados de la generación (no toda perdida) de la periodista y narradora: “Éramos muchos los que íbamos a buscarte; para todos nosotros eras una arboleda, un bosque que camina. Nos arrimábamos al buen árbol para que tu buena sombra nos cobijara, como esos borregos que se apelotonan en el vacío de la llanura bajo la redondez del único árbol.” “Éramos jóvenes, no pesábamos, teníamos agua en los ojos; la única mirada definitiva era la tuya y en cierta forma pendíamos de ella como la miseria sobre el mundo.”
En este sentido, si Las palabras del árbol es también una declaración de amor de Elena Poniatowska hacia la obra del poeta y al hombre, lo es también por Marie-José, la esposa y viuda de Octavio Paz de la que éste dijo: “Yo me buscaba a mí mismo y en esa búsqueda encontré a mi complemento contradictorio, a ese tú que se vuelve yo: las dos sílabas de la palabra ‘tuyo’.” “Después de nacer es lo más importante que me ha pasado.” Así, Elena Poniatowska ve a Marie-José como la bella “árbola” del poeta; incluso en una imagen que implica el final feliz y por siempre jamás de un sonoro cuento de hadas de los hermanos Grimm: “Huele a jabón, huele a ropa recién lavada. Huele bonito. Su cabello es larguísmo y rubio. Todas las noches se asoma al balcón como Rapunzel y Octavio sube por el cabello de Marie-José hasta entrar a la recámara. Son madejas de cabello fuerte, hermoso, macizo. Una enramada.”
Marie-José y Octavio Paz en Atlixco, Puebla (1970)
Foto: María García
    Cabe decir que los postreros listados de “Premios, distinciones y obras” de Octavio Paz apoyan y guían la lectura, más aún si se trata de un lector recién iniciado en la vida y obra del multipremiado y polémico poeta, ensayista, articulista y editor. A esto se añade el hecho de que la nutrida antología de fotos en blanco y negro (legible la mayoría de las veces, pero no muy óptima ni bien datada) ofrece un contrapunto visual que ilustra un buen número de los episodios y de las anécdotas que aborda Elena Poniatowska, pese a que no falta el duende. Por ejemplo, hay una foto de Lola Álvarez Bravo tomada en 1942, en Xalapa, en la que confluyen tres poetas: Jorge González Durán (1918-1986), Xavier Villaurrutia (1903-1950) y el joven Paz, misma que fue publicada en la iconografía del ensayo que a éste, el “25 de agosto de 1978”, el FCE le editó: Xavier Villaurrutia en persona y en obra; el pie de la oscura foto de tal libro reza que fue captada “en el parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver.”, lo cual es un error suscitado, quizá, por el hecho de que frente al parque Hidalgo (así se llama, pero desde siempre la vox populi le dice “Los Berros”) se localiza el muro de la Quinta Rosa que habitó el poeta Salvador Díaz Mirón (1853-1928), autor del célebre “Paquito”, en cuya entrada hay una anónima escultura de su cabeza (reproduce su greña y su mostacho a la Nietzsche) y una placa que dice: 
 “En esta casa vivió el insigne poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón, cuando escribió Lascas. Publicado en esta ciudad en 1901. Gracias a la amistosa intervención de don Teodoro A. Dehesa, gobernador del Estado.
 “Placa colocada durante la gestión del H. Ayuntamiento de Xalapa, año 1960.”
  Pero el pie de la oscura foto reproducida en Las palabras del árbol, además de omitir el sitio donde fue realizada, rebautizó a Jorge González Durán como “José González Hurón”.
Jorge González Durán, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz en Xalapa
Septiembre de 1942
Foto: Lola Álvarez Bravo
  Vale añadir que tal foto de Lola Álvarez Bravo (1907-1993), con el mismo mal encuadre del lado izquierdo, con mucho mejor resolución y sin los ángulos recortados, se observa en Octavio Paz, entre la imagen y el hombre (CONACULTA, 2010), iconografía en blanco y negro antologada y prologada por Rafael Vargas, quien repite el yerro del nombre del parque. Según él, “Lola fotografía a Octavio Paz por primera vez en septiembre de 1942 en el parque Salvador Díaz Mirón, en Xalapa, ciudad a la que ambos habían viajado junto con Xavier Villaurrutia, Jorge González Durán y algunos otros escritores, como parte de las giras culturales por los estados organizadas por Benito Coquet, entonces jefe del Departamento de Educación Extraescolar y Estética, de la Secretaría de Educación Pública.”

Elena Poniatowska, Octavio Paz. Las palabras del árbol. Iconografía en blanco y negro. Plaza & Janés Editores. México, marzo de 1998. 238 pp.