jueves, 13 de marzo de 2014

Aura



La bestezuela negra de la noche cumple 50 años




A Eugenia Rico, narradora y brujóloga

No obstante las explosivas y devastadoras críticas que han escrutado y hecho añicos la narrativa y el itinerario ideológico, político y moral del mexicano Carlos Fuentes (Panamá, noviembre 11 de 1928-México, mayo 15 de 2012) —por ejemplo, “Fuentes: de la pasión por los mitos al polyforum de las mitologías”, de José Joaquín Blanco, reunida en La paja en el ojo (UAP, 1980), y “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, de Enrique Krauze, compilada en Textos heréticos (Grijalbo, 1992)—, Aura, su nouvelle en V capítulos, publicada por primera vez en 1962 por Ediciones Era, cuya Edición Conmemorativa por sus 50 años está ilustrada con estampas de Vicente Rojo, sigue ejerciendo un poder magnético entre los muchos lectores que piensan que vale mucho más que un cacahuate, incluso entre las generaciones que no fueron contemporáneas de su esplendor y ubicuidad izquierdosa de los años 60 del siglo XX, ni de su cuestionada filiación en los años 70 con el entonces presidente Luis Echeverría Álvarez (diciembre 1 de 1970-noviembre 30 de 1976), quien en enero de 1975 lo nombró embajador de México en Francia, país donde sus restos descansan, precisamente en el Cementerio de Montparnasse, en París, junto a los restos de sus hijos Carlos Fuentes Lemus (1973-1999) y Natasha Fuentes Lemus (1974-2005).
Carlos Fuentes (1928-2012)
No resulta fortuito que si Felipe Montero, el protagonista de Aura al que durante toda la obra la voz narrativa le habla de “tú”, es un historiador joven, mexicano, de 27 años, ex becario de la Sorbona que domina el francés, contratado debido a ello por la anciana Consuelo Llorente para que dizque revise, corrija el estilo y complete las memorias (en parte históricas, en parte personales) que su ex marido el general Llorente (1819-1901) escribió en lengua francesa durante su exilio en París (iniciado con el fusilamiento de Maximiliano en 1867), que el epígrafe de la novela sea de Jules Michelet (1798-1874), el prolífico historiador francés en cuya obra destaca la Historia de Francia (XVII tomos publicados entre 1833 y 1867) y la Historia de la Revolución (VI tomos publicados entre 1847 y 1853), y ante el caso del relato de Carlos Fuentes, La bruja (1862), controvertido best-seller en su tiempo, un erudito “estudio de las supersticiones en la Edad Media” (años antes Michelet había impartido cursos sobre las leyendas medievales), una “biografía de mil años fundamentada en las actas judiciales de la Inquisición” y en los manuales de los inquisidores, de cuyo prefacio, aunque Carlos Fuentes no brinda la ficha bibliográfica, tomó los dos fragmentos que conforman el epígrafe de Aura: “El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...”
Si las líneas de Michelet y de Aura (especie de laberíntica sucesión de pesadillas en la pesadilla, de telaraña de viuda negra) evocan las reflexiones literarias, míticas, oníricas, pictóricas y las anotaciones etimológicas que Borges el memorioso dictó en “La pesadilla”, la segunda conferencia de su libro Siete noches (FCE, 1980), y si los intríngulis de la trama de la nouvelle están más o menos cifrados en el epígrafe de Michelet (su sentido, con relación a ésta, adquiere mayor amplitud en las últimas páginas), no es casual que el epicentro de la pesadilla (la bête noir de la nuit) sean las dos féminas (la vieja y la joven), que son la misma Aura, una bruja de la estirpe que Michelet abordó en su libro publicado un siglo antes que la nouvelle de Fuentes, quien subsiste recluida en una casona antigua, oscura, ruinosa, húmeda, mugrienta, pestilente, donde abundan los escombros y los elementos escenográficos de una ritual, oculta, secreta y pseudorreligiosa misa negra (el abigarrado adoratorio o altar repleto de veladoras e iconos donde la hechicera, de rodillas, se abandona al supuesto “placer de la devoción”), donde no falta el herbario de sombra con las plantas y yerbas medicinales y narcóticas, propio para las pócimas, filtros, conjuros, venenos y hechizos, lo que ilustra y se vincula con lo que apunta Michelet en la introducción de La bruja (Akal, Barcelona, 1987): “A las brujas se las encuentra, necesariamente, en lugares siniestros, aislados, malditos, entre ruinas y escombros. ¿Dónde habían de vivir, si no en las landas salvajes las infortunadas, de tal forma perseguidas, malditas, proscritas? La novia del Diablo, la envenenadora que curaba, hizo mucho bien según Paracelso, el gran médico del Renacimiento. Cuando éste quemó toda la medicina en Basilea, en 1527, afirmó no saber más que lo que le habían enseñado las brujas.” 
(Akal, Barcelona, 1987)
    No sorprende, entonces, que la coneja blanca, la mascota que la anciana bruja tiene en su camastro (un chiquero rodeado de ratas) haya sido bautizada por ella con las tildes de “Saga” y “Sabia” (“sigue sus instintos”, “es natural y libre”, dice del bicho, proyectando sus negras y subliminales pulsiones más íntimas), puesto que según Michelet la Saga o la Mujer-sabia era la curandera que, durante mil años, la masa del pueblo solía consultar, en contraste con “los emperadores, los reyes, los Papas, la gran nobleza”, quienes “tenían algunos médicos de Salerno, musulmanes, judíos”. Si la Saga “no curaba, se la atacaba, se la llamaba bruja. Pero generalmente, por un respeto mezclado de temor, se le llamaba igual que a las Hadas, Buena mujer o Bella dama.” 
En Aura, la nouvelle de Fuentes, casi todo ocurre en el centro de la Ciudad de México alrededor de tres días de 1961, cuando Felipe Montero, el joven historiador, tras leer un anuncio en el periódico que parece escrito sólo para él, acude a Donceles 815 y se introduce en la astrosa y oscura casona, fantasmal y pesadillesca. “Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie”, le dice la omnisciente voz narrativa al personaje como si éste fuera un turista panameño o un gringo de shorts y cámara fotográfica que desconoce el viejo, legendario y popular hacinamiento del centro de la Ciudad de México.
     Con un sueldo de cuatro mil pesos, más que corregir el estilo y completar las somníferas memorias del militar, se dispone a extender el tiempo con tal de reunir los ahorros que le permitan entregarse, durante un año, a la investigación y redacción de su “propia obra”. Sin embargo, paulatinamente empieza a ser aún más envuelto por el embrujo (iniciado con el anuncio), por la mórbida y pesadillesca atmósfera, signada por la sombría presencia de las dos mujeres, que a la postre resultan ser la misma mujer: Aura, la joven con un tentador cuerpo de pecado e hipnóticos ojos verdes, y Consuelo Llorente, el encogido, diminuto, jorobado, rancio, fétido, rugoso y frágil resto de un naufragio de 109 años, según deduce en las memorias del general, donde también lee el indicio de ciertas perversiones que ambos compartían: “Un día la encontró, abierta de piernas, con la crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo llamarle la atención [...] e incluso lo excitó el hecho, de manera que esa noche la amó, si le das crédito a tu lectura, con una pasión hiperbólica”. Retorcida práctica que tal vez aún se oficia en la casona, si se piensa en los siete gatos encadenados, revolcándose “envueltos en fuego”, que el joven oye y observa desde el tragaluz de su recámara, puestos allí por el conjuro de la vieja hechicera (esto se colige casi al término de la lectura) para hacerle creer, como casi todo lo que lee, sueña y encuentra, que los descubre por casualidad, por un trasfondo terrible y secreto.
Edición conmemorativa
por sus 50 años
(Era, México, 2012)
   Es decir, el brujeril embrollo que lo atrapa en tal telaraña de viuda negra, no tiene como fin corregir y terminar las memorias del general (esto sólo fue el cedazo, pues la maniática vieja le facilita todas las pistas, paradojas, sueños, visiones, confluencias sexuales, retratos, legajos, e incluso el llavín del baúl donde los guarda, los otorgados y los prohibidos, para que se entere de los secretos del general, de ella misma y de la joven meollo que es una transfiguración de la trampa urdida en el cuento de Barba Azul que compiló Charles Perrault en el siglo XVII), sino para que sea objeto y sujeto en las rituales comuniones de erotismo negro, ya con Aura, el espectro creado o convocado por el poder de la bruja, ya con ella, cuando al término, con el joven caído y preso en el sucio camastro (el punto nodal y climático de la trampa: la pesadilla), le revela que pese a sus poderes no ha podido controlarla y mantenerla a su lado más de tres días, y que el destino de él, su papel en el rito, no sólo es esperar el retorno de Aura, sino asumir en sus rasgos faciales los rasgos faciales que tuvo el general Llorente. Todo lo cual recuerda el antiguo atavismo de que los malos sueños, la pesadilla, “producía opresión en pecho y estómago” (dizque producto de “una alteración de la bilis o humor negro”), y que la ancestral “creencia popular personificaba a la pesadilla en una vieja que oprime el cuerpo del que la sufre” (Francisco Rico dixit).
Además de las oníricas rondas de sonámbula con una campana negra de orfanato, leprosario o manicomio con cuyos toques Aura llama al comedor (cosa absurda, al parecer, puesto que fuera del par de mujeres y del supuesto criado al que nunca se ve en escena, el historiador Montero es el único visitante instalado en una de las cochambrosas habitaciones), en varios episodios el joven observa que Aura, como una autómata o bajo poderes hipnóticos, ejecuta exactamente lo que la anciana hace: en el comedor, enfrentados a la rutinaria y vomitiva dieta de riñones en salsa de cebolla; cuando Aura, en la cocina, con vestuario y maquillaje de criada o Cenicienta, degüella un macho cabrío, mientras la vieja en su recámara ejecuta los mismos pases en el aire blandiendo un filoso cuchillo sin hoja al que le falta el mango (toda bruja que lo sea, receta el estereotipo de la ancestral tradición, suele sacrificar y ofrecer un macho cabrío a las fuerzas ocultas o del mal que invoca y adora); y al despertar, como en la telaraña de otra brumosa pesadilla, tras una de las oníricas comuniones eróticas con la espectral joven. 
Otro pasaje parece un eco o una barnizada reminiscencia del milenario clisé que deviene de la medievalesca tradición del cuento oral donde la bella princesa, prisionera en el escarpado castillo de la malvada bruja y quizá bajo los efectos de un hechizo, es rescatada de allí por el príncipe azul y valiente después de vencer mil y una peripecias y peligros, siempre en riesgo de morir o de que lo conviertan en un sapo negro y peludo, con llagas supurantes y hediondas, o con un falo más grande que su diminuto cuerpo; es decir, el historiador cree, con las pocas neuronas deductivas que le quedan, que puede salvar y sacar a Aura de la pesadillesca telaraña, y habla y pacta con ella sobre ello.
    Sin embargo, pese al aparente acuerdo con Aura, los misterios lo conducen, tras mirar ciertos daguerrotipos y tras leer ciertos papeles dizque aún prohibidos, a enfrentarse con lo inapelable: que Aura, que reproduce la viva imagen que Consuelo tuvo de joven, es sólo un fantasma, una aparición convocada o creada por la bruja para consumar sus insaciables y frenéticas pulsiones eróticas (todo indica que surge a partir de los borboteantes y humeantes brebajes que la hechicera prepara en su gran cazo con las yerbas del herbario de sombra que Aura, ella, cultiva en la fétida casona), que no la ha podido mantener en actividad y bajo su influjo por más de tres días, y que él, Felipe Montero, atrapado en el sucio y apestoso camastro de la bruja donde confluye con su decrépito y arrugado cuerpo (labios sin carne, encías sin dientes), ya ha empezado a ser el otro, el doble del general. 


Carlos Fuentes, Aura. Ediciones Era, Edición Conmemorativa con estampas de Vicente Rojo. 3ª edición ilustrada, mayo de 2012. México, 80 pp.







Aunque seamos malditas



Historia de las dos que soñaron

Dispuesta en un puzzle de fragmentos y capítulos breves, con no pocas digresiones, buscados antagonismos, puntos suspensivos e hilos sueltos, Aunque seamos malditas (Suma de letras, Madrid, 2008) es una novela fantástica de la española Eugenia Rico (Oviedo, 1972). Ainur Méndez Álvarez, su protagonista, es una joven historiadora del siglo XXI que ha ido a refugiarse a un pueblo de Asturias cuyos acantilados colindan con el mar. Según le dice a la vieja Consuelo, la única tendera, quien le da la llave de la casa que heredó de su abuela, pretende concluir su tesis doctoral, que es el libro sobre Selene Martínez de Córdoba, una joven curandera y partera del siglo XVI que murió en la hoguera acusada de “brujería y tratos con el Diablo”, que a lo largo de las páginas escribe en medio de los signos funestos, macabros e infortunados que la rodean y amenazan y que acaban de expulsarla a un paso de ser quemada por los lugareños (o de ser ejecutada por los matones de su ex jefe, el otrora alcalde de Idumea). Aunque nunca se le ve terminar el libro (ni se narra qué ocurrió con sus originales, con los documentos, con los libros y con su computadora, objetos que estaban en su casa en el momento del incendio), tal tesis, se infiere, es el título que se cita en el pie de la página 42: “Ainur Méndez, Brujos y brujas en la España renacentista. El caso de la partera. Universidad de Oviedo, 2008.”

Eugenia Rico
Según se apunta en varios pasajes, Ainur ganó, contra el alcalde de Idumea, el primer juicio, en España, de acoso sexual y laboral. Pero tal ex alcalde, “líder de la Plataforma contra las mentiras de las mujeres”, es un pillo obsesionado con hacerle la vida imposible, ya con amenazantes anónimos y con los sicarios que la buscan para matarla. 
Si esto resulta espeluznante, lo es más aún porque se entronca con la agresiva y odiosa animosidad contra ella que paulatinamente se fermenta in crescendo en el pueblo, gracias al influjo que en los lugareños ejerce la vieja Consuelo y a la serie de atavismos y prejuicios que tildan a Ainur de bruja, igual que a su madre y a su abuela. 

(Suma de letras, 1ra. reimpresión mexicana, México, 2011)
Aunque seamos malditas no es una novela de terror, pero sí abundan en ella los remanentes fantásticos que tipifican el relato de horror, cuyos detalles visuales, humorísticos y escenográficos, y no sólo los macabros y los sobrenaturales, son descritos como si de tratara de una novela gráfica, de un cómic. Están ahí, por ejemplo, los cuervos que empiezan a volar en círculos (y no dejan de hacerlo) sobre la casa de Ainur a partir de que puso un pie en ella, casi al unísono de los animales muertos que comienzan a aparecer en su puerta y en la puerta de la iglesia de Santa Magdalena, ubicada casi frente a su casa; los rasgos físicos de la vieja Consuelo (nariz aguileña, calva, con un diente de oro, un ojo de cristal y el otro verduzco y sin la pierna izquierda) y los apodos y singularidades corporales y las vestimentas de los otros personajes (el farero, el Señor Oscuro, el siniestro y la siniestra, el perro Satán, etc.), cojos en su mayoría. 
Dado que Ainur ganó, contra su jefe, ese mediático y sonado caso de acoso sexual y laboral, y ella escribe un libro sobre una mujer que en el siglo XVI murió en la hoguera acusada de bruja (obviamente en un consabido entorno intolerante y falocéntrico, envidioso y misógino), el lector supondría que la heroína es un paladín del delito de género y del feminismo, congruente consigo misma. Pero no es así; además de su desparpajo, de sus frases y argumentos categóricos, de sus debilidades y de sus múltiples contradicciones, después de que desaparece el farero (quizá asesinado), su amante en el pueblo, es violada por el Señor Oscuro y, pese a la adversidad y a la fobia que le suscita, entabla con él un vínculo sexual en el que no media el amor ni la confianza, sino cierto masoquismo y cierta perversión sobre la que ella dice: “Ese hombre me violó y yo me denigré entregándome a él.” “Me entrego al Señor Oscuro una y otra vez. De día y de noche. No sé por qué lo hago. Si brujería es hacer lo contrario de lo que uno quiere, esto es brujería. Me someto a su voluntad. Me repugna y me repugno. Supongo que lo hago porque siempre he pensado que no merezco la felicidad. Él me ha ensuciado, estoy sucia, tanto da dejar que me ensucie del todo. Voy a su casa y él viene a la mía. Nunca digo su nombre y él nunca me llama por el mío. No digo su nombre aunque todo el pueblo conoce el suyo.” Por si fuera poco, en el Archivo Provincial, en vez de copiarla, arranca, para robarla, una hoja del “único ejemplar del proceso de Selene”; y para sobornar al vigilante, deja que la manosee y le chupe los senos. 
Pero el meollo del puzzle, de las digresiones, de los hilos sueltos y de la urdimbre fragmentaria y fantástica son las coincidencias y paralelismos entre las particularidades fisonómicas de Ainur y Selene y el destino de ambas, muchísimo más dramático y trágico en el caso de la curandera, sobre la que se cuentan varios episodios de su vida y de su contexto social e idiosincrásico.
Según dice, Ainur era vidente por naturaleza. Recuerda que una vez vio con antelación la muerte de un marido golpeador (la viuda la acusó de bruja) y otra vez soñó las preguntas de un examen y por ende estudió las respuestas. Y los viajes astrales los dejó de realizar porque le dio miedo ver su propio cuerpo abandonado en la cama. Selene también tenía el poder de ver con antelación y anunciar la muerte de un marido (igual que su tía Milagros y que la abuela de Ainur) y por ello también era acusada de bruja, es decir, de provocarla. 
Pero lo más singular es su parecido físico y en que ambas se ven, cada una desde su ámbito, en varios episodios, oníricos o pesadillescos. Por ejemplo, Selene, que ignora de quién se trata, en la celda de la cárcel de la Inquisición (que la condenará a la hoguera), observa en varias visiones su parecido con “la mujer de los objetos extraños”: “Cerraba los ojos en la prisión y siempre veía lo mismo. Me veía escribiendo de un modo muy extraño y, cuando me fijaba, me daba cuenta de que no era yo sino alguien muy parecido a mí, con más pelo que yo y con todos los dientes. Pensé que había visto a mi doble y me faltaba poco para morir.” Cosa que ya antes dedujo cuando durante la peste, que la derrumbó y la mantuvo enferma, la atisbó en el delirio de la fiebre: “vio a una mujer que la miraba inclinada sobre un espejo blanco lleno de símbolos y supo que la mujer era su gemela y que escribía sobre ella, sobre la peste y el temor de los hombres. La desconocida se le parecía, aunque era más joven y más flaca. Hacía extraños movimientos con los dedos, como si quisiera convocar a los espíritus. Y entonces la mujer levantó la vista y Selene supo que conocía el día de su muerte.”
La ventaja de Ainur es que ella está investigando y escribiendo la historia de Selene y la confirmación de su parecido físico ocurre cuando el farero la lleva a la iglesia de la Santa Magdalena, que es la iglesia del pueblo y está en la plaza, casi frente a su casa, donde otrora, en esa “Villa de las Asturias de Oviedo”, se levantó el patíbulo donde Selene, “tenida por santa y bruja”, fue quemada. Además del macabro y antiguo memento mori que Ainur ignoraba que se escondía en la cripta, cuyas subterráneas paredes “estaban hechas de cientos, quizá miles, de calaveras de todos los tamaños”, hay tres esqueletos de tres niños “vestidos como príncipes”. El más pequeño “abría los brazos formando una cruz. Con una mano sostenía un misal, con la otra una loseta grabada: ‘Como tú eres, nosotros hemos sido; como somos, tú serás’.” Si a la postre tal misal cobra trascendencia, lo relevante de ese episodio es que el farero le muestra, en una hornacina lateral del altar central, el cuadro de Santa Magdalena, “que había dado nombre a la iglesia y a la parroquia” y del que ella había leído “era un retrato de Selene”. Se trata de “una tabla de factura flamenca de grandes proporciones” y Ainur, pelirroja y de ojos verdes, es muy parecida a la mujer del óleo, tanto que el farero le dice: “se te parece como una gota de agua a otra gota. Parece un retrato tuyo vestida de Magdalena”. 
Ainur piensa en la endogamia que pulula en el valle, lo que hace suponer que descienda de Selene. Pero lo que Ainur y el farero ignoran es que ese cuadro de la Magdalena Penitente lo pintó Samuel de la Llave, inquisidor del Santo Oficio, cuando en tal camuflada identidad solía visitarla en la celda de la prisión. Samuel es el amor de Selene, cuyo enamoramiento en la adolescencia quedó marcado por el “Lazarillo editado en Flandes en 1554” que él le regalara. El sacerdote Samuel, además, es el padre de la hija que Selene concibe y tiene en la sórdida y sucia celda y que es entregada a un convento de monjas clarisas. Samuel, siguiendo las instrucciones de Selene, vierte una receta o un hechizo a las aguas que alimentan al pueblo. De modo que cuando un “veintitrés de junio, noche de San Juan”, Selene es quemada en la plaza, la multitud allí reunida vive una especie epifanía, porque la gente, que está allí para insultarla, maldecirla y gritarle ¡bruja!, mientras la consumen las llamas, la oyen emitir una especie de cántico angelical y la ven ascender al cielo, de modo que hay quienes se arrodillan y la proclaman santa. 
Esto lo ve Ainur en un sueño y Selene y la gente de la plaza, mientras es quemada, ven que llega un gran pájaro metálico con aspas metálicas en la corona, y que de éste descienden unos hombres raros que recogen a una mujer que estaba inconsciente en el suelo. Ella vestía extrañas ropas y “parecía la misma que estaba amarrada a la hoguera”.
Es decir, “un 24 de junio, cuando estaban más altas las hogueras de San Juan”, el pueblo, azuzado por la vieja Consuelo, incendia la casa de Ainur; pero ésta, escondida en la cripta, descubre que en el misal del citado niño-esqueleto se oculta “un Lazarillo edición de Flandes de 1554” (el Lazarillo, además, es el libro fetiche de Ainur, que, piensa, pudo ser escrito por una mujer) y en él se oculta “el secreto de Selene”: unos polvos o una fórmula de palabras mágicas (o “un bebedizo que cambia a las personas”). Tal es así que, mientras se sucede el incendio de la casa de Ainur, se suscita una orgía colectiva que recuerda la orgía multitudinaria que provoca el poderoso perfume creado por Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista asesino de doncellas de la famosa novela de Patrick Süskind. 
Eugenia Rico
El caso es que alguien llamó a la guardia, porque ese “pueblo está demasiado cerca del Parque Natural”, y los uniformados del helicóptero rescataron, en medio de la orgía y del incendio de la casa, a la única mujer vestida y despierta, junto con su perro negro, el mero Satán. Según dice Ainur al abrir los ojos en el helicóptero, “Volaba sobre la plaza del pueblo, sobre la pira de Selene, sobre su triunfo final en el futuro y su terrible derrota en el pasado. Volábamos. Era difícil saber si todo había sido un efecto de las hierbas mágicas o de las palabras de la comadrona. Una alucinación o una profecía. O las dos cosas.”
Lo cierto es que para Ainur el pueblo se tornó fantasmal: cada vez que intenta regresar a él no lo halla. Y mientras Selene tuvo una hija, de la que quizá desciende Ainur, ésta, dentro de nueve meses, dará “a luz al hijo de un hombre muerto”, que, por su consubstancial descuido e índole contradictoria, no sabe si es del farero o del Señor Oscuro. 


Eugenia Rico, Aunque seamos malditas. Suma de letras. 1ª reimpresión mexicana. México, agosto de 2011. 496 pp.






Antes




 El sueño que es mi vida desde que yo nací
                              

Si un rasgo axial de la atmósfera sórdida y derruida que singulariza al mórbido entramado familiar de Mejor desaparece (Océano, 1987), primera novela de la prolífica escritora Carmen Boullosa (México, septiembre 4 de 1954), es su procedimiento discontinuo y fragmentario, en Antes (Vuelta, 1989), su segunda novela, lo que descuella es la continuidad y la congruencia entre los capítulos. Ambas obras deambulan en pasados que oscilan entre lo patológico y lo sobrenatural. En Mejor desaparece esto se delinea y traza en fragmentos y bosquejos, como secretos innombrables silenciados por el pudor. Los numerosos hijos e hijas son fantasmas que oscilan solitarios y distantes entre los intrusos que habitan la casona paterna (lo cual es un eco de la “Casa tomada” de Julio Cortázar). Son víctimas frágiles y dóciles ante la violencia y la indiferencia que dicta el padre. Y Antes es, sobre todo, el monólogo de una niña fantasma; y lo que narra es, precisamente, la vida que antecede a lo que ahora es su inasible identidad: la inexistencia.
(Océano, México, 1987)
         
(Vuelta, México, 1989)
        Con varias ediciones en distintas editoriales, Antes inicia cuando la protagonista le habla a un interlocutor imaginario, a quien le platica la evocación de su infancia y que, para revivirla, quisiera que se corporizara. Es decir, la protagonista es sólo un cúmulo de fantasmales recuerdos. Desde la nada imperceptible y solitaria que ahora es, está condenada a la nostalgia, al obsesivo y repetitivo eterno retorno de los hechos que se cuenta a sí mima vagando, encerrada, en los pasillos y habitaciones sin salida de su solitaria y laberíntica memoria. Obedece a una compulsiva y mórbida necesidad de recordar y contar; y el hacerlo le produce placer, pero también tristeza y miedo. La protagonista dice, además, que sus recuerdos son como niños, que piden ser los primeros en ser narrados, y que ella tiene que sermonearlos para que se calmen y esperen su turno, y para que a cada uno le toque el lugar que le corresponde.

Pero si desde el comienzo de la novela queda claro que se contará la conversión de la niña en algo intangible e invisible, Carmen Boullosa, a través de su personaje y para sostener y acrecentar la intriga y el suspense, deja este asunto para el episodio final. Sólo al término de la novela se sabrá cómo ocurrió la transformación y se entreverá la naturaleza del cambio.
       A lo largo de las anécdotas que la protagonista evoca y narra y que se desprenden sobre todo del miedo y del terror que le suscitaba la persecución de ruidos y pasos que sólo ella oía y que la seguían lo mismo en el día que en la noche, el lector es situado en el ámbito de un ambiguo dilema: no sabe si lo que veía y le ocurría a la niña es real, o si todo es resultado de psicóticas alucinaciones y somatizaciones que su fobia, paranoia y esquizofrenia le provocaban. Esto, pese a los curiosos ritos y sucesos que cuenta y a pesar de las supuestas pruebas fehacientes que enumera: el recuerdo que halla en su mochila y que preludia la muerte de su amiga Enela; el hoyo en su camisón y la quemadura que le ocasiona una bola de papel mojado; las tijeras bajo la almohada y luego la tortuga sin cabeza y sin una pata; los sigilosos pasos que se llevan a Esther; la quemadura que le provoca una caída en un alberca de la cual emerge con el cabello seco y peinado después de haberse hundido; entre otras absurdas y fantásticas cosas por el estilo. El equívoco, en lugar de ser esclarecido al término de la obra (para la comodidad y tranquilidad del insaciable e insomne lector), se enfatiza con otras paradojas y queda abierto. 
Confluye en el dilema la culpa que atosiga a la protagonista; se siente responsable no sólo de la muerte de Esther, sino también del abandono de la casa, de la disgregación de su padre y de sus hermanas y de su propia soledad. La protagonista narra la forma en que, según ella, dejó de soñar; sin embargo, después cuenta una pesadilla en donde la visita su madre muerta; y cuando por fin refiere su muerte y el arribo de sus perseguidores, resulta que no está en el portón de su casa, como decía, sino en su cama y en un sueño y en la llegada hormonal de su adolescencia. Esto induce a pensar que en realidad ella no habita un plano de inexistencia, sino que está recluida en la oscuridad corporal de su solitaria psique, donde su conciencia y su inconsciente detuvieron el tiempo y el espacio como una negación aprehensiva mediante la cual no deja de ser la chavita que fue y por ende cumple con el recóndito propósito de nunca dejar de ser una niña, como una vez a sí misma se lo prometió.
Carmen Boullosa
        Habrá que decir, además, que la niña fantasma que merodea y repta en los recuerdos de Antes, es también una forma lúdica y crítica con la que Carmen Boullosa configuró una especie de alter ego que le dio pie para hacer un novelado recuento de ciertos rasgos de su identidad e infancia. Como ella, su personaje nació en la ciudad de México, en 1954. Y no sólo vierte una mirada cuestionadora sobre el colegio donde imparten clases unas madres norteamericanas; lo cual tiene uno de sus puntos chuscos cuando una escuincla hace un dibujo en el que ilustra a otras niñas como ella regalando gansitos (los célebres pastelillos de la Bimbo cubiertos de chocolate y rellenos de crema y mermelada de fresa) en un campamento de pobrísimos y harapientos paracaidistas, porque piensa que esto es hacer el bien y servir a Dios y cumplir con el lema de la escuela; sino que también, al aludir los hábitos y las actitudes de su madre y de sus hermanas, registra clichés, costumbres, usos y posturas propias de la clase social a la que pertenecen. La madre, por ejemplo, es una previsible mujer de posición acomodada, muy a la high society mexicana, pintora y quezque intelectual, que discute de libros con sus amigas, que siendo antigringa tiene a sus hijas en una escuela norteamericana y católica, y que por su anfibia xenofobia ecologista no le gustan las reglas de plástico que encargan en el colegio, sino las de madera, y que tampoco le agrada la ropa interior de nylon para sus hijas, sino la de algodón y con listones de colores hechos moñitos. En tal tenor se opone al concurso escolar que consiste en premiar a la niña que lleve la muñeca más bonita y propone un certamen en el que las alumnas realicen dibujos que sean una interpretación del lema escolar, cuyo sentido es “emplearse en la gloria y veneración de Dios y estar al servicio del prójimo”.

Y así como en un momento la protagonista pone en entredicho las nociones de progreso de la economía mexicana o expresa su sentimiento de culpa por pertenecer a una clase social que se encarga de que el país le sirva, también se burla del aspecto tontorrón y ridículo del cómico Chabelo (“el amigo de todos los niños” deificado por la tele y el cine); menciona el supuesto egoísmo idiosincrásico de la historiadora y crítica de arte Raquel Tibol; con anacrónicos prejuicios ironiza la admiración que sienten sus padres por un amigo “intelectual” o de un modo ñoño refiere a Elda Peralta cuando va a comprar el pan (¡la mujer de un escritor! ¡mire usted nada más!); o de plano, Carmen Boullosa sitúa las facultades de la pintora Esther de la Fuente entre las de Fernando García Ponce, Lilia Carrillo, Manuel Felguérez y Juan Soriano, consabidos y notables engendros de la generación de la Ruptura, aunque Juan Soriano la precede. En fin, la novela Antes es un regodeo en la niñez (la infancia de la niña fantasma) y un regreso (somero, conciso y subjetivo) al México y al Cuernavaca de los años 60. 


Carmen Boullosa, Antes. Editorial Vuelta. México, 1989. 108 pp.






viernes, 15 de noviembre de 2013

La hora de la estrella




Había nacido para el abrazo con la muerte


Descendiente de los procedimientos novelísticos articulados en lengua inglesa por Laurence Sterne (1713-1768) en Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767), con sus continuas digresiones salpimentadas de humor y con la exhibición y escamoteo de sus costuras narrativas, La hora de la estrella de la escritora brasileña Clarice Lispector —nacida en Ucrania el 10 de diciembre de 1920, muerta en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977— es un relato largo o novela corta que implica una meditación, lúdica y paródica, sobre lo frágil, vertiginoso e infinitesimal de lo intrínseco de un individuo (y por ende del género humano), y sobre los lazos lúbricos entre la nada (el vacío, la vida) y el instante de morir. 
(Siruela. 5ª edición. Madrid, 2007)
  Redactada en portugués, La hora de la estrella se publicó en 1977, meses antes del fallecimiento de su autora; y en 1989 Ediciones Siruela publicó por primera vez la traducción al español de Ana Poljak (entonces con el número 3 de la serie Libros del Tiempo). En sus páginas, Clarice Lispector escribe sobre un escritor que está escrito en el acto de estar escribiendo el relato que, en el instante de la escritura, el lector lee. Lo cual, por particular asociación, recuerda al célebre grafógrafo que inicia el libro homónimo que Salvador Elizondo (1936-2006) publicó en 1972: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.”
Clarice Lispector
       El protagonista, un grafógrafo sin mayor pena ni gloria (“Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte”), afectado por la figura escuálida y misérrima de una jovencita norestina que deambula en Río de Janeiro a imagen y semejanza de un ser microscópico, subterráneo y cuasi inexistente, se ha propuesto escribir una narración sobre ella, pero al hacerlo incurre en una serie de digresiones que van dando cuenta de lo que en ese momento piensa de sí mismo, del mundo, de la vida cotidiana, del universo, de la soledad, de la muerte, de sus estados de ánimo, de las ocurrencias que les platica a los lectores, de la escritura misma, de lo que está escribiendo o va a escribir (y escribe o nunca escribe), y de los miedos y angustias que lo anterior le produce, entre otros etcéteras. 

La hora de la estrella es parodia, espejo, juego, crítica, premonición y revelación. El escritor, a imagen y semejanza de un ejemplar estereotipado, ridículo, risible, minúsculo, perdido en lo inconmensurable del cosmos e innecesario, incluso para escribir o concluir la obra que redacta sobre la sustituible y desapercibida muchachita, a través del omnisciente y ubicuo ojo avizor de Clarice Lispector que lo hace posible (sin que él lo sepa, como tampoco la norestina sabe de su autor), resume su condena existencial mientras espera la hora de mirar “el último poniente”, de oír “el último pájaro”, de legar “la nada a nadie” (Borges dixit): “Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo; estoy de sobra y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo por mi desesperación y mi cansancio, ya no soporto la rutina de ser yo, y si no existiese la novedad continua que es escribir, me moriría simbólicamente todos los días. Pero estoy preparado para salir con discreción por la puerta trasera. He experimentado casi todo, aún la pasión y su desesperanza. Ahora sólo querría tener lo que hubiera sido y no fui.” 
       
Clarice Lispector
         No obstante lo serio, dramático y melancólico de tal acotación, lo que a lo largo de la novela enmarca las radiografías que el escritor hace de sí mismo y de la norestina, es el irónico humor con que delinea, tanto la escritura de su obra (salpimentada con frases y fragmentos que burlescamente parafrasean corrientes frenéticas e inesperadas de inspiración), como el engendramiento (exterior y explícito), el itinerario y la personalidad de la muchachita de sus desvelos, abstenciones y dietas. De tal modo que lo melodramático, hueco y trágico que caracteriza lo miserable y estúpido de la vida de la norestina resulta tragicómico, ídem la presencia misma del grafógrafo y sus apuntes. 

La piedra angular de la perspectiva filosófica de La hora de la estrella reside en que conlleva una reflexión y una metáfora sobre el erotismo entre la nada/la vida y la muerte. El escritor tiene la facultad de desdoblarse en otro; no es Macabea (la norestina) pero es ella; la vive en su miseria, en su transitar estéril, idiota y abstracto; se conmueve ante su infortunio y quiere sacarla de allí, de la página, del libro; que conozca el placer de la vida, e incluso llega a desesperarse tanto que imaginativamente se degrada y ansía ultrajar su virginidad. Sin embargo, la deja ir en el juego de espejos que es su inframundo, donde se fermenta y prolifera lo paupérrimo, prostituido, hacinado, sucio, fétido y periférico de ciertas zonas porteñas del Brasil en las que se multiplican las favelas, lo cual implica el rezago y el fracaso de la modernidad, del rapaz capitalismo transnacional y de la democracia, arrastrando con ello a los lectores.
En sus devaneos metafísicos, el grafógrafo discierne con la elemental sabiduría de un panteísmo doméstico y casero que destila y acuña el aforismo o el fragmento pintoresco o poético: que el todo es uno; que todos somos uno; que el inescrutable e inasible universo siempre ha estado aquí; que hay preguntas sin respuestas; y que la vida no es otra cosa que un raudo ventarrón de la nada hacia la nada. 
Clarice Lispector
        Y en tal punto es donde radica la dualidad de la obra de Clarice Lispector. Macabea, perdida en la masa anónima del lumpemproletariado, con su desnutrición histórica y congénita, y con la morbidez de su limitadísimo intelecto (propio de un detritus urbano, de un deshecho de la industrialización expoliadora, de los ninguneadores mass media que estandarizan y masifican el consumo, el gusto y las ideas, y por ende rasgo distintivo del tercermundismo tropical y bicicletero), asume religiosamente la paradoja de su vida (sin ser religiosa, puesto que no cree en nada) y sin pensar (su coeficiente no le da para ello) simplemente es lo que es, y al serlo es feliz en su vacío que es ser nada con sus carencias y defectos que dibujan a una muerta en vida.

Macabea, quien siempre fue un ser inexistente, un guiñapo desapercibido en medio del deshumanizado y egocéntrico entorno, cobra cierta notoriedad cuando súbitamente es atropellada: los que no la miraban la miran (el memento mori, “recuerda que morirás”) en el único instante en que la evanescente nada de la vida la hace estrella en un volátil recodo microscópico.
Clarice Lispector
      “La muerte es un encuentro con uno mismo”, filosofa el grafógrafo de pacotilla. Y el lector ve, entonces, cómo se va recogiendo consigo misma; cómo se enrosca en una postura fetal, larval, cifrando el retorno a su origen; cómo se abraza “a sí misma con la voluntad de la dulce nada”; y cómo logra vislumbrar en el instante orgásmico y climático que “había nacido para el abrazo con la muerte”.

Y es en tal engarzamiento lascivo y raudo donde se funden boca a boca, cuerpo a cuerpo la nada/la vida y la muerte (Eros y Tánatos fundidos en un beso negro, circular). Muere en ella el grafógrafo aunque no muera. Y los lectores quizá sientan el vértigo, la presencia, la perpetua y silenciosa compañía, y mueran en ese pasaje que tal vez les otorgue la intuición premonitoria, el acceso y la resurrección en alguna página aún no escrita.



Clarice Lispector, La hora de la estrella. Traducción del portugués al español de Ana Poljak. Serie Libros del Tiempo (125), Ediciones Siruela. 5ª edición. Madrid, 2007. 88 pp. 





      Trailer de La hora de la estrella (1985), película de Susana Amaral basada en la novela homónima de Clarice Lispector.



Dos mujeres




La otra elegía de Safo

Firmada en “Lingueglietta, mayo-junio de 1975”, Dos mujeres, novela del narrador holandés Harry Mulisch [Haarlem, julio 29 de 1927-Ámsterdam, octubre 30 de 2010], cuya primera edición en neerlandés data de 1975 y en español de 1988, comienza cuando una mujer de 35 años, radicada en Ámsterdam, recibe un telefonema desde Niza en la que se le informa que su madre ha muerto en el asilo donde se encontraba recluida. Ella, entonces, toma su pasaporte y su coche para trasladarse a aquel sitio con la intención de efectuar las diligencias que le permitan enterrar a su progenitora en un cementerio del Sur de Francia con vista al mar, ubicado en Saint-Tropez, lugar donde su padre otrora escribiera un libro en el que “una vez más se inventa al amor”.
Harry Mulisch
       A partir de esto, la novela de Harry Mulisch adquiere un carácter retrospectivo; la protagonista —divorciada hace un quinquenio (después de siete años de matrimonio) y conservadora de museos—, en su desplazamiento por la carretera se sumerge en una serie de evocaciones que remontan al lector a distintos tiempos de su vida pasada, cuyo punto central es desglosar el tipo de romance que tuvo durante seis fugaces meses con una joven peluquera de 20 años. 

Pero páginas adelante, si el lector suponía que el tiempo presente que unifica dichas reminiscencias es el que se sucede durante tal viaje a Niza, se enterará que esto no es así. Tal cosa ocurre cuando la protagonista se ve a sí misma urdiendo tales vivencias, es decir, en el acto de redactarlas. Y si esto le hace suponer que la fémina ya regresó a Ámsterdam, al final de la obra sabrá que nunca llegó a Niza para sepultar a su madre ni retornó a Ámsterdam, sino que en realidad se quedó varada en una casa de Avignon donde le dieron alojamiento y donde, haciendo agua en la pesadumbre y en el marasmo de sus recuerdos, ha estado escribiendo, como una maníaca o posesa, los hechos que el lector acaba de leer y que constituyen Dos mujeres, la novela de Harry Mulisch.
(Tusquets, Barcelona, 1988)
      Este clima nostálgico y opresivo, a imagen y semejanza de un estertor entrecortado en el que los distintos tiempos están entretejidos y a veces desvanecidos entre sí, exhibe las cualidades de Harry Mulisch como constructor de estructuras narrativas. En este sentido, e inextricablemente, allí se urden los giros sorpresivos que con su inserción estratégica modifican el curso y el sentido de los sucesos pretéritos. No obstante, sin el manejo y dominio de los tiempos, así como sin la dosificación de los ingredientes sorpresivos que integran y sazonan el armazón y la urdimbre, la obra sería una novela completamente intrascendente.

Dos mujeres no es una narrativa que conlleve un análisis crítico o una reflexión revulsiva e iconoclasta sobre el vínculo lésbico; es decir, no está planeada desde una óptica arquetípica o ensayística que aborde los asuntos y trasfondos íntimos, personales, familiares, filosóficos, sociales, económicos, políticos, psicológicos y sexuales que implica una relación de tal naturaleza, tantas veces condenada por cierta obtusa moral cristiana y por las intolerancias y miopías de derechas (que ahora mismo, en México y en otras partes del mundo, cuestionan el matrimonio legal entre dos personas del mismo sexo y la posibilidad de que adopten hijos y los eduquen). Lo que expone es un conjunto de anécdotas triviales, cuya banalidad no puede ser tomada como un reflejo de la vida misma, dado que la vida no es tan simple. En este sentido, no disecciona ni diserta sobre las contradicciones y afirmaciones que pueden establecerse entre una fémina intelectual y madura y una jovenzuela maliciosa, precipitada e ingenua; más bien mitifica y mixtifica.
La nimiedad anecdótica quizá hubiera podido enriquecerse si el autor la hubiera contrastado o matizado con sutilezas o deslizamientos eróticos, pero tales no se dan. Harry Mulisch, modosito y bien portado, llega de puntitas hasta los contornos y omite la concupiscencia con una postura aséptica, si no moralista, sí desinteresada. En este sentido, los puntos neurálgicos y climáticos de Dos mujeres son lacrimógenos y melodramáticamente telenoveleros (un auténtico culebrón, dirían los españoles), con lo cual las buenas conciencias pueden dormir tranquilas y tener dulces, bonachones y reconfortantes sueños hasta el momento en que restallen las sonoras siete trompetas del Juicio Final.
En resumidas cuentas, Dos mujeres es un transitar por la pasión infructuosa, signada por una serie de sorpresas, que se posesiona de la protagonista: la señora Tinhuizen. La primera sorpresa es sin duda el hecho de que si había sido una mujer heterosexual, descubra de pronto y compulsivamente que es bisexual e inclinada ahora hacia el lesbianismo. La segunda ocurre cuando la madre de la protagonista, de pronto, arremete a bastonazos contra Silvia, la amante de su hija, porque en el agrio tepache de su vejez intuye que son lesbianas en amoríos. La tercera sucede cuando, sin explicaciones y a imagen y semejanza de un crucifijazo trapero, Silvia se va con Alfred, el ex marido de la señora Tinhuizen, dejando a ésta en la lona y boquiabierta, con el corazón destrozado y lamiendo el polvo. 
Harry Mulisch
      La cuarta sorpresa sucede cuando Silvia regresa a la protagonista con el cuento de que se había enredado con Alfred para que ellas dos, en su condición de mujeres amantes, pudieran engendrar un hijo, el vástago que la esterilidad de la Tinhuizen le había prohibido en su vida matrimonial y así, ésta, a través del papel “heroico” de Silvia, podrá por fin romper el cordón umbilical que la situaba como una eterna hija ante su madre (meollo que otrora la atosigara). Y la quinta sorpresa es cuando el despechado Alfred, ciego por los celos y enardecido por la venganza, mata a balazos a Silvia, transformando el culebrón en una obra sobre un crimen pasional (o de violencia misógina) y sus estragos.

Pero fuera de estos elementos truculentos, que además conforman el triste deambular de la protagonista de “un muerto hasta otro muerto”, vertidos a través del resuello de la muerta en vida que es ella misma, la trama lastimosamente no conlleva ninguna otra cosa de interés, pese a las acotaciones literarias, a la puntillosa descripción que se engrana sobre la grotesca escenificación que se sucede en torno al montaje teatral El amigo de Orfeo, y pese a la ingeniosa minusvalía de la crítica teatral que el director de tal obra acuña, a imagen y semejanza de un alter ego del propio Harry Mulisch curándose en salud y defendiéndose contra los “ataques” y las “descalificaciones” de los infalibles y recurrentes críticos, critiquillos y criticones: “Como si todo lo que se les ocurre a los críticos en una hora, no lo hubiera pensado yo centenares de veces ni hubiera tenido mis buenas razones para rechazarlo. Mejor harían en reflexionar sobre estas razones. Uno se pregunta por qué no lo hacen ellos mismos, si saben tan bien cómo hay que hacerlo”. 
Harry Mulisch
        Y ya encarrerado el gato, tundiendo aquí y tundiendo allá, hasta resulta lapidario y jocosamente escatológico: “Si empiezas con la crítica es como si alguien se comiera un excremento con la esperanza de defecar un pan”.



Harry Mulisch, Dos mujeres. Traducción del neerlandés al español de Felip Lorda i Alaiz. Colección Andanzas (71), Tusquets Editores. Barcelona, 1988. 232 pp.







jueves, 26 de septiembre de 2013

El último rostro




Los seres son iguales en el mundo entero



                                               Álvaro Mutis in memoriam 


Iturri, el capitán del Alción, uno de los protagonistas de La última escala del Tramp Steamer (Ediciones del Equilibrista, México, 1988), novela del poeta y narrador colombiano Álvaro Mutis (1923-2013), dice en forma concluyente, inapelable y lapidaria: “los seres son iguales en el mundo entero y los mueven iguales mezquinas pasiones y sórdidos intereses, tan efímeros como semejantes en todas las latitudes”.
Álvaro Mutis
     
(Ediciones del Equilibrista, México, 1988)
        Tal conclusión escéptica, pesimista, corrosiva, lúcida y sin esperanza (quizá diría el colombiano Eduardo García Aguilar) es la que permea y unifica, también, a “La muerte del estratega”, “El último rostro”, “Antes de que cante el gallo” y “Sharaya”, los cuatro cuentos que Álvaro Mutis reunió en El último rostro, libro impreso en Madrid, en 1990, por Ediciones Siruela, dentro de la serie Libros del tiempo.

(Siruela, Libros del Tiempo núm. 14, Madrid, 1990)
         Otro ingrediente unificador, tan significativo como lo dicho, lo cifra el epígrafe del relato homónimo del libro, atribuido, de un modo cervantino y borgeano, a un apócrifo “manuscrito anónimo de la Biblioteca del Monasterio del Monte Athos, siglo XI”; la inscripción (cuasi pétreo epitafio) reza: “El último rostro es el rostro con el que te recibe la muerte
”.
       
El domingo 22 de septiembre de 2013, en la Ciudad de México,
el escritor colombiano Álvaro Mutis falleció a los 90 años.
        En este sentido, casi sobra decir que en cada una de las cuatro narraciones se da noticia de un rostro que dibuja sus últimos rasgos.

Quizá no asombre que Jorge Luis Borges se haya referido a “La muerte del estratega” como “uno de los relatos más hermosos que he leído en mi vida”. Escrito bajo el influjo de Vidas imaginarias (1896), del francés Marcel Schwob (1867-1905) —el cual, junto a La cruzada de los niños (1894), también influyó en la urdimbre de los relatos reunidos por Borges en Historia universal de la infamia (Tor, Buenos Aires, 1935)—, “La muerte del estratega” narra los trasfondos íntimos que vivió Alar el Ilirio, estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, los cuales impidieron que se le canonizara junto a un grupo de cristianos que perecieron emboscados por los turcos en arenas sirias.
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 36
(Hyspamérica, Buenos Aires, 1985)
     
(Tusquets, Cuadernos marginales núm. 13, Barcelona, 1984)
     
(Tor, Col. Megáfono núm. 3, Buenos Aires, 1935)
         Alar el Ilirio encarna un modelo de escéptico que sirve con fidelidad y frialdad a los vaivenes e intrigas, fanáticas e inquisidoras, de un imperio y una fe religiosa que cuestiona en su fuero interno:

“Hemos perdido el camino hace muchos siglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de sangre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazón del hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. Hemos tapiado todas las salidas y nos engañamos como las fieras se engañan en la oscuridad de las jaulas del circo, creyendo que afuera les espera la selva que añoran dolorosamente”.
El estratega, por sus intrínsecas reflexiones, es uno de los personajes más perspicaces y desilusionados del libro El último rostro. Su vida, pese a ser un guerrero que encabeza y comanda un ejército, es casi monacal, desprendida de los placeres y bienes mundanos, y físicamente alejada de las miserias e intrigas de la corte, pese a que sirve a éstas. Su conciencia del vacío es su secreto mejor guardado. Y la aceptación de su nada es el íntimo estoicismo que todos interpretan como reflejo de una religiosidad extrema.
Alar el Ilirio piensa y filosofa que “con el nacimiento caemos en una trampa sin salida”, “que cualquier comunicación que intentes con el hombre es vana y por completo inútil”. Sin embargo, a imagen y semejanza de los grandes románticos, llega a decir: “Ana es, hoy, todo lo que me ata al mundo”; “Con ella he llegado a apresar, al fin, una verdad suficiente para vivir cada día”.
Certidumbre y pasión amorosa que se encamina a un clásico final trágico y evanescente, cuando las coyunturas que se urden en la cumbre del Imperio lo distancian para siempre de su amada. No le queda más remedio que cumplir como todo un héroe por los cuatro costados: orquesta una batalla que lo conducirá, con celeridad, al silencio honorable y redentor de la muerte.
Algo parecido ocurre en “El último rostro”, el cuento que incitó a Gabriel García Márquez a escribir la novela El general en su laberinto (Diana, México, 1989). Guiado por el coronel Napierski, el lector asiste a Pie de la Popa, “una fortaleza que antaño fuera convento de monjas”, donde Simón Bolívar, el Libertador y héroe marmóreo de cinco naciones, vive sus últimos días mientras da cuenta de su desencanto ante las ruindades, intrigas y traiciones que definen “lo irremisible y propio de toda condición humana”; lo cual se puede resumir con sus propias palabras:
(Diana, México, 1989)
       “¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosado por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando!”

Sólo el amor que llega oculto en una carta que le envía una ecuatoriana que otrora lo amó y salvó su vida, lo anima por unos instantes y hace reverberar la juventud de su moribundo corazón.
“Antes de que cante el gallo”, el tercer cuento, parodia el surgimiento de Jesús y los doce apóstoles. La narración, situada en un contexto entonces y todavía actual, portuario y latinoamericano, expone dos asuntos entretejidos.
Uno es la infamia (delirante y esquizofrénica) del Maestro y sus discípulos (una secta pseudorreligiosa) cifrada en la siguiente frase con que el heresiarca fustiga y amonesta a sus acólitos (y que ineludiblemente lo implica y refleja): “Todos son unos cerdos que siguen revolcándose en la inmundicia en que nacieron”.
El otro es el hecho de que retornan a un puerto sitiado por una mafia que controla todos los poderes: la alcaldía, la policía, las compañías navieras, que vigila y observa las juntas e impide las manifestaciones, y que ha impuesto líderes sindicales vendidos a los patrones mercantes; la cual, para intimidar y disuadir a las avanzadas extremistas y la agitación de los trabajadores, no duda en hacer uso de la secta en calidad de chivos expiatorios.
Cuando la policía, con saña y sadismo, tortura al Maestro (cuya psicosis y egocentrismo lo obligan a convertirse en mártir), éste refrenda ante Pedro, su discípulo preferido, que lo negaría tres veces antes de que cantara el gallo.
Y “Sharaya”, el cuarto cuento que cierra el presente libro de Álvaro Mutis, narra, en forma alterna, el último monólogo interior del Santón de Jandripur (especie de pueblo hindú) y el sangriento arribo de un ejército invasor.
El monólogo del Santón, a imagen y semejanza de los invisibles y fugaces rescoldos de un solipsista que se “sueña descubriendo las pistas secretas de su destino”, hace evidente su anquilosamiento, estrechez y oquedad (“Un tiempo sin cauce como un grito sin voz en el blanco vacío de la nada. Lo llaman vida, presos en sus propias fronteras”), escepticismo (“eres tan miserable y tan pobre como ellos”) e incurable y laberíntica desesperanza (“Ellos mismos traen un nuevo caos que también mata y una nueva injusticia que también convoca a la miseria”).
Así, tanto su largo y lento suicidio-meditación, como la carencia de escrúpulos de los soldados que lo asesinan y de la mujerzuela que fornica con ellos, y el olvido al que lo arrinconara la avaricia e hipocresía del pueblo, no son más que imperceptibles e infinitesimales pedúnculos umbelíferos que corrieron, se propagaron y fundieron como el polvo “por el piso indiferente del pobre astro muerto viajero en la nada circular del vacío que arde impasible para siempre para siempre para siempre”.


Álvaro Mutis, El último rostro. Colección Libros del Tiempo núm. 14, Ediciones Siruela. Madrid, 1990. 106 pp.