jueves, 15 de agosto de 2013

Luis Buñuel. Una biografía




En el nombre del Ojo

                                 
I de II
Publicada originalmente en inglés, en Londres, en 1994, por Fourth Estate Limited, e impresa en español en Barcelona, en 1996, por Ediciones Paidós Ibérica, bajo la traducción de Núria Pujol i Valls, Luis Buñuel. Una biografía, del polígrafo australiano John Baxter (Randwick, Nueva Gales del Sur, 1939), no es ni puede ser la biografía definitiva del cineasta aragonés Luis Buñuel (1900-1983), sino que ineludiblemente resulta una biografía más entre las numerosas exploraciones biográficas (muchas veces divergentes en cuanto a fechas y datos no sólo sobre sus filmes) que sigue suscitando la polémica y legendaria trayectoria del célebre director de cine, cuya filmografía (ilustrada con retratos y fotogramas) puede leerse, por ejemplo, en ¿Buñuel! La mirada del siglo (Madrid, 1996), el voluminoso libro-catálogo de la retrospectiva montada, entre el 4 de diciembre de 1996 y el 2 de marzo de 1997, en el Museo del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, organizada a través del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, España, y del mexicano CONACULTA (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes).
 
(Paidós, Barcelona, 1996)
   
Museo Nacional de Arte Reina Sofía en Madrid
Museo del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México
"Edición a cargo de Yasha David"
(España, 1996)

   
Luis Buñuel (París, 1929)
Fotografía de Man Ray
      Uno de los elementos más atractivos de la biografía de Luis Buñuel escrita por John Baxter, es, sin duda, la exhaustiva investigación que deja entrever a lo largo de los 33 apretados y minuciosos capítulos que la conforman, de la cual, al término, expone tan sólo una “Bibliografía básica”, entre la que se distingue Mi último suspiro (Plaza & Janés, 1982), las memorias de Luis Buñuel dictadas a Jean-Claude Carrière, que varias veces el biógrafo cita y cuestiona, y Memorias de una mujer sin piano (Alianza Editorial, 1991), las evocaciones de la francesa Jeanne Rucar (1908-1994), esposa del cineasta desde enero de 1934 hasta su fallecimiento, escritas con la colaboración de Marisol Martín del Campo, y que a John Baxter le sirven para contrastar la imagen de familia y matrimonio feliz que los Buñuel mostraron ante los ojos del mundo, y el machismo y los dogmas personales con que, al parecer, el cineasta gobernó en su casa con ubicuo ojo avizor. Dice Jeanne Rucar: “Creo que el motivo por el que Luis me mantenía al margen de sus conversaciones íntimas con sus amigos y su vida intelectual era que era un macho. Luis era un macho celoso. Su mujer debía ser siempre la novia-niña que no creciera. Jamás me hizo partícipe de sus proyectos, de sus sueños, sus problemas, del modo en que administraba el dinero, de la política, de la religión. Lo decidía todo: dónde vivir, la hora de comer, dónde íbamos cuando salíamos, la educación de nuestros hijos, mis relaciones, mis amigos.”

     
Viridiana (Silvia Pinal)
Fotograma de Viridiana (1961)
     
Don Jaime (Fernando Rey)
Fotograma de Viridiana (1961)
   
Viridiana (Silvia Pinal)
Fotograma de Viridiana (1961)
       Las anécdotas del primer capítulo giran en torno a Viridiana (1961), esa película que Buñuel rodó en España tras 24 años de exilio, y que significó una iconoclasta bomba de tiempo que el director y coguionista infiltró en su país e hizo estallar en las narices del generalísimo dictador Francisco Franco (1892-1975), del Opus Dei español y del Vaticano, precisamente al obtener en Cannes “la Palma de Oro a la mejor película y el premio especial de la crítica francesa del humor negro”. Sobre tal filme, en la breve iconografía del libro se observa el fotograma de la célebre parodia de La última cena, el mural de Leonardo da Vinci (1452-1519), pintado entre 1495 y 1497 en el refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie en Milán, Italia, la cual remite al siguiente instante en que frente a la congelada pose de los mendigos para la dizque foto del recuerdo, una de las pordioseras, como si ella misma fuera la cámara fotográfica de trípode y paño, se coloca frente a ellos, les sonríe y se alza el vestido mostrándoles quizá sólo los calzones.

 
Fotograma donde los mendigos parodian La última cena, el celebérrimo mural pintado por
Leonardo da Vinci en el refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie en Milán, Italia.
Es el instante más lúdico y socarrón y quizá el más blasfemo de Viridiana (1961), película
dirigida por Luis Buñuel, protagonizada por Silvia Pinal (Viridiana) y Fernando Rey (Don Jaime).
      En el segundo capítulo, John Baxter asume una perspectiva cronológica a modo de hilo conductor de sus minucias, datos, digresiones y anécdotas. Es decir, esbozando la genealogía de Luis Buñuel y el contexto geográfico, político y social de la época, empieza con su nacimiento en Calanda, provincia aragonesa de Teruel, el 22 de febrero de 1900, y concluye, en el último capítulo, con su muerte, acaecida en la Ciudad de México el 29 de julio de 1983. En este sentido, se puede afirmar que los episodios y datos que John Baxter compiló y narra sobre la vida y obra de Luis Buñuel, si bien no descartan lo personal, familiar, amistoso y enemistoso, oscilan, principalmente, en torno a su formación e itinerario como guionista y director de cine. Así, después de abordar lo relativo a sus estudios entre los jesuitas, a su pérdida de la fe católica y a su paso por la Residencia de Estudiantes, en Madrid, donde conoció a Federico García Lorca (1898-1936) y a Salvador Dalí (1904-1989), el biógrafo, entre otros etcéteras como la constante antipatía con que describe y ridiculiza al pintor, reseña lo que concierne a la guionización, rodaje, contenido y exhibición de Un perro andaluz (1929) y de La edad de oro (1930) y sus parisinos escándalos públicos. Esto, para decirlo sintéticamente, implica la pauta que emplea para desglosar la trayectoria filmográfica de Luis Buñuel.

   
Fotograma de Un perro andaluz (1929)
 
Fotograma de Un perro andaluz (1929)
         Así, luego de lo relativo al rodaje del documental Las Hurdes (1933); a su filiación surrealista, anarquista y comunista; a las cuatro películas producidas y rodadas en Madrid para Filmófono entre 1935 y 1936; a su exilio en París, junto a su activismo y labor de espía tras estallar la Guerra Civil en España; a la supervisión y dirección del documental España 1936 (1937) financiado por el Partido Comunista español (que otros autores registran con el nombre de Espagne 37 o España leal en armas); a su estancia en Estados Unidos, entre 1937 y 1945, donde trabajó en Hollywood y en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Y tras instalarse en México en 1945, John Baxter prosigue la reseña, una por una, de los rasgos y del contenido de sus películas, ya en cuanto a producción, guionización, argumento, reparto, fotografía, rodaje, música, montaje, estreno, acogida del público y de la crítica, premios (si los hubo o no), más otros etcéteras que implican, por ejemplo, paralelismos fílmicos, históricos y culturales; contrapuntos que bosquejan sus obsesiones y posturas ideológicas, anticlericales, surrealistas, oníricas y filmográficas; sus maneras toscas y la distancia con que solía tratar a los actores; su maniática disciplina para rodar y para vivir día a día; los efectos de su creciente sordera; su apego a las armas; a los martinis y buñuelonis; o su frustración ante el resultado de ciertas películas, tales como Gran casino (1947) y El gran calavera (1949), ante las cuales, según el biógrafo, “Buñuel fue el primero en admitir que ambas eran mediocres técnicamente y de contenido más bien banal”; o frente a sorpresas como el éxito en Europa de Los olvidados (1950) —que en México había sido vista con menosprecio, insultos y furiosas pataletas y berrinches— a partir del “premio otorgado por la FIPRESCI, la federación internacional de críticos”, tras ser exhibida en el Festival de Cannes de 1951; el de Nazarín (1958), que según John Baxter, es “la película que relanzó definitivamente a Buñuel a la escena internacional y que marcó el inicio de la segunda y más fructífera etapa de su carrera”; o el de La Vía Láctea (1969), que en contra de lo esperado estuvo largo tiempo en el pequeño cine parisino donde se estrenó, además de que no fue tachada de blasfema y sacrílega por la Iglesia católica, sino que, por ejemplo, cuando “la censura italiana prohibió la película”, el Vaticano mismo “intervino para revocar su decisión”, y pese a “las protestas de algunos sacerdotes críticos, el Festival de Cine Religioso y de Valores Humanos de Valladolid invitó la película”. 

Luis Buñuel durante el rodaje de La Vía Láctea (1969)
          No obstante, la versión de La Vía Láctea que ahora mismo en 2013 circula en DVD, coeditada por Studio Canal y Zima Entertainment en la Colección Buñuel, sí está censurada, precisamente en la secuencia donde Jesús (Bernard Verley), seguido por sus discípulos y otros comensales, se embriaga, hecha relajo, se carcajea y hace obscenos desfiguros tras haber convertido el agua en vino. Mientras que Diario de una recamarera (1964), protagonizada por la actriz Jeanne Moreau (Célestine) y coeditada en la misma serie, no reproduce la versión original en francés (con los obvios y alternativos subtítulos en español), sino ¡una versión doblada al alemán!, pese a que los hechos se ubican en la Francia de 1928, lo cual, en ambos casos, es el colmo de la pestilente sociedad de consumo y de la manipulación industrial de las conciencias (para decirlo con el título de Hans Magnus Enzensberger). 

Jenne Moreau (Célestine) y Luis Buñuel (director)
durante el rodaje de Diario de una recamarera (1964)




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II de II
Es posible que en inglés la presente biografía de Luis Buñuel, escrita por John Baxter, sea otra cosa. La traducción al castellano de Núria Pujol i Valls, si bien es amena, está plagada de errores y erratas e incluso no faltan los yerros sintácticos. John Baxter, que tiene en su haber varias biografías y algunos libros sobre diversas vertientes cinematográficas, da la impresión de ser un crítico e investigador muy documentado y riguroso, de ahí que sorprendan ciertas menudencias diseminadas a lo largo del libro. Por ejemplo, varias veces cita el nombre de Guillermo de Torre (1900-1971), uno de los protagonistas del ultraísmo español e historiador de las vanguardias, y desde 1928 esposo de Norah Borges (1901-1998) y por ende cuñado de Jorge Luis Borges (1899-1986); pero su apellido figura como “De la Torre”. En la mínima iconografía en blanco y negro (y en el listado de la misma) el nombre del pintor, poeta y crítico de arte José Moreno Villa (1887-1955) aparece como “Juan”, célebre, entre otras cosas, por su cercanía a la Generación del 27 y por figurar en varias fotos, muy conocidas, que aluden a la legendaria y paródica Orden de Toledo, a la que perteneció, fundada en 1923 por Luis Buñuel y sus amigos de francachelas. Meche (Alma Delia Fuentes), la niña de Los olvidados (1950) que protege a Ojitos (Mario Ramírez) y que junto con el abuelo (Juan Villegas) lleva al basurero el cuerpo muerto de Pedro (Alfonso Mejía) —el niño asesinado a palos por El Jaibo (Roberto Cobo)—, erradamente aparece, también varias veces, como “Merche”. Al reseñar la película El fantasma de la libertad (1974), se dice que de los encuentros surrealistas que se ven en ella, el más memorable “presenta a unos sofisticados parisinos sentados en los lavabos en una fiesta de defecación”, cuando en realidad se sientan en los retretes, no “en los lavabos”, colocados alrededor de una mesa de comedor. Y sí lo hacen para defecar en grupo mientras parlotean, fuman y hojean publicaciones con franca actitud de mundana cotidianeidad; en tanto que, muy modositos y avergonzados, cada uno (de uno en uno) debe encerrarse en un estrecho habitáculo individual para comer en solitario. Y en vez de la palabra locaciones, propia del argot cinematográfico, se lee “localizaciones”.
 
En Toledo (Venta del Aire) la Orden de Toledo:
Salvador Dalí, Ernestina González, Luis Buñuel, JuanVicens y José María Hinojosa.
Sentado, José Moreno Villa (1924).
   
La Orden de Toledo: Pepín Bello, José Moreno Villa, Ernestina González,
Luis Buñuel, Salvador Dalí y José María Hinojosa (Toledo, 1924).
       En fin y así por el estilo, como la mirada turística, mitificante y hollywoodense con que John Baxter describe el arribo de Luis Buñuel (desde Nueva York) a México (“el país de la mordida”) en 1945, diciendo (con imprecisión) que los edificios antiguos datan del siglo XVIII y de 1918 la caída de Porfirio Díaz (1830-1915), pese a que en 1918 ya el general había muerto durante su exilio en Francia y a que su caída, si bien comenzó a pergeñarse con el emblemático inicio de la Revolución Mexicana el 20 de noviembre de 1910, se consumó con la firma de su renuncia el 25 de mayo de 1911: “Inicialmente, México, DF, con sus mansiones del siglo XVIII edificadas sobre piedra volcánica del color de la sangre seca, no impresionó ni a Denise [Tual] ni a Luis. Los bloques de oficinas erigidos junto a antiguas iglesias resquebrajadas por los terremotos eran como una metáfora de la violencia implícita en la sociedad mexicana. El espíritu del dictador Porfirio Díaz, destituido en 1918, flotaba aún por todo el país, igual que las antiguas leyes de odio entre razas y la magia ritual.” En este sentido, no asombra que anote: “Durante su primera mañana en México, Buñuel llamó a Tual para leerle la lista de los crímenes que habían ocurrido el día anterior y que aparecían en el periódico de la mañana: ocho asesinatos, dos violaciones y una docena de secuestros.”

        O la siguiente contradicción, entre otras que se hallan por allí, cuando afirma que El discreto encanto de la burguesía (1972) “no se abría hecho si Serge Silberman [el productor que también era amigo de Buñuel] no lo hubiera presionado”, pues páginas adelante John Baxter dice que en 1971, en Cannes, Buñuel se reencontró con Jean-Claude Carrière y “Le confesó que se aburría en ciudad de México y que no le importaría volver a trabajar”; y que después de Cannes “Buñuel fue a París a ver a Silberman” y entonces el cineasta le dijo al productor: “‘Serge, dame dos mil dólares. Tengo una idea para un guión. Necesito ir a España para escribirlo. Si me lleva más tiempo, será responsabilidad mía’. Le di el dinero [apunta el biógrafo que le comentó Serge Silberman] y él y Carrière se marcharon. Tres semanas después recibí un telegrama: ‘Hemos terminado el primer borrador’. Volé a Madrid y me entregó el guión, como si yo fuera el profesor y él el alumno. Y, naturalmente, era fantástico. Era El discreto encanto de la burguesía.” Es decir, no hubo ninguna presión.
      
John Baxter
        Vale señalar, que si bien la biografía de John Baxter bosqueja, uno por uno, lo relativo a los filmes que Luis Buñuel realizó en México y en Europa, siempre lo hace de un modo arbitrario, es decir, abunda más en el rodaje, contenido, intríngulis y vicisitudes de ciertas películas —Un perro andaluz (1929), La edad de oro (1930), Las Hurdes (1933), Robinson Crusoe (1952), por ejemplo—, mientras que de otras casi no cuenta nada, como son los casos de Él (1952), de La ilusión viaja en tranvía (1953), de Nazarín (1958) y de Ese oscuro objeto del deseo (1977), lo cual, viéndolo bien, constituye una caprichosa regla que sostiene a lo largo de las páginas.

        Por otra parte, si el libro da visos de haber querido ser una biografía total o por lo menos lo más completa posible, es evidente que quedaron fuera (o más o menos aludidas) numerosas y novelescas anécdotas relacionadas con su vida de abajo y detrás del pedestal, o sobre su estadía y arraigo en México (para mala fortuna del sentimentalismo de los mexicanos que lo adoptaron o comulgaron con él), pese a que narra un buen número. 
     
Octavio Paz y Luis Buñuel en la entrega de los Premios Nacionales
(México, 1977)
     
Luis Buñuel en el centro con el grupo Nuevo Cine:
Jomí García Ascot, José Luis González de León, Gabriel Ramírez,
Armando Bartra, Emilio García Riera, José de la Colina y Salvador Elizondo.
       
(FCE/UG,  México, 1988)
          Tras su llegada al país azteca, Luis Buñuel hecho raíces. En México desarrolló su técnica para filmar de manera rápida y barata, que John Baxter bosqueja. Se nacionalizó mexicano en 1948. En 1952 construyó su célebre casa familiar en la Cerrada de Félix Cuevas número 27, en la Colonia del Valle, sagrario del eterno retorno al que acudía cada vez que en Europa se sentía enfermo o cansado y a donde finalmente llegó a morir bajo los mimos y desvelos de Jeanne Rucar, su esposa de toda la vida. Residencia comprada a los hijos del cineasta (Juan Luis y Rafael)  por el gobierno español y convertida en la Casa-Museo Luis Buñuel desde el 5 de diciembre de 2011, día que abrió con una muestra en torno a Viridiana (1961) y la Palma de Oro obtenida en Cannes tras su estreno el “17 de mayo de 1961”.

Luis Buñuel con Jeanne Rucar y sus hijos Juan Luis y Rafael.
"Es una de las últimas fotos familiares en su casa de Cerrada de Félix Cuevas"
(México, 1981)
       Entre otras cosas, queda turbio el relato de la supuesta noche que el cineasta pasó en la celda del Palacio Negro de Lecumberri donde se hallaba preso nada menos que el asesino de León Trotsky (1879-1940). No se narra la legendaria anécdota vinculada al texto sobre Los olvidados (“El poeta Buñuel”) que el poeta Octavio Paz (1914-1998) escribió y fechó en “Cannes, 4 de abril de 1951”, antologado por Alba Cama de Rojo en Buñuel. Iconografía personal (FCE/UG, México, 1988). No se detiene en su relación con el grupo Nuevo Cine, pese a que menciona al escritor José de la Colina. E incluso el biógrafo se contradice (y la historia lo contradice a él) al afirmar, siguiendo ciertas observaciones del cineasta Arturo Ripstein, que “Por más que se prodigaran en alabanzas de Buñuel, México nunca lo acogería. Siguió siendo lo que prefería ser, un marginal.”

Luis Buñuel disfrazado de monja y Juan Vicens de monje.
Sentadas, las hermanas Rucar: Jeanne y Georgette (París, 1925)

John Baxter, Luis Buñuel. Una biografía. Traducción del inglés al español de Núria Pujol i Valls. Iconografía en blanco y negro. Colección Testimonios núm. 19, Paidós. Barcelona, 1996. 400 pp.










viernes, 2 de agosto de 2013

Manuscrito encontrado en Zaragoza y El monje




Pesadillas de la hostia en la pesadilla de la ostia

Manuscrito encontrado en Zaragoza, del dramaturgo y narrador Juan Tovar (Puebla, octubre 23 de 1941), no es una adaptación teatral de la novela cuya homónima primera parte (la más difundida) el legendario conde polaco Jan Potocki (1761-1815) publicó por primera vez en francés en una edición limitada impresa en dos partes, en 1804 y 1805, en San Petersburgo, sino que se trata de una versión teatral muy resumida, parcial y fragmentaria basada en dicha obra, cuya extensión, en años subsiguientes, fue ampliándose hasta alcanzar las casi mil y una páginas. Es decir, Juan Tovar utilizó ciertos personajes y pasajes de la primera parte del Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, preñados con la fantasía y el hechizo original, y sin supeditarse del todo a ello urdió variantes e invenciones.
 
(Alianza, 4ta. ed. en El libro de bolsillo, Madrid, 1984)
 
Jan Potocki (1761-1815)
         El Manuscrito encontrado en Zaragoza de Juan Tovar (“Tragicomedia en tres jornadas, un prólogo y dos interludios”) narra, centralmente, las vicisitudes de Alfonso van Worden, capitán de las Guardias Valonas al servicio de Felipe V, Rey de España, al cruzar El Valle de los Hermanos situado en Sierra Morena. Sus percances no sólo dan pie a que algunos de los personajes con que tropieza, siguiendo la estructura de la novela, cuenten su propia historia (analepsis o flashback), sino que esto sirve de marco para que en un tétrico ambiente matizado por aparecidos, espíritus, cabalistas, asaltantes y demonios, se exponga un breve mosaico de la situación pagana y supersticiosa de la España de finales del siglo XVIII, (mientras que los atisbos del inicio del siglo XIX se observan en el prólogo y en los interludios). Allí se dan cita guardias napoleónicas (representadas por el mismo Jan Potocki), inquisidores, cristianos, moros, judíos, gitanos, árabes y ateos.

       En el libreto teatral, como en la novela (en ésta detalladamente enriquecido) descuella la mixtura de fantasía crítica, irónica y erótica, en torno a las supercherías religiosas y su degeneración negra y macabra, cuyo epicentro es la decadente y corrompida idiosincrasia de la moral y fe católica. La tragicomedia de Juan Tovar no únicamente demuestra capacidad de síntesis inventiva, sino también imaginación en los enlaces de los ciclos mágicos, donde el factor sorpresa cumple su cometido estético. Cuando Alfonso van Worden cruza El Valle de los Hermanos (un par de bandoleros italianos ahorcados por sus fechorías, convertidos en terroríficos fantasmas que asedian la región) y llega a Venta Quemada, se le presentan dos bellísimas y voluptuosas moras: Emina y Zibedea, a quienes brinda su palabra de honor de no confesar su identidad. Alfonso van Worden, al continuar su camino, descubre que su intrínseca y onírica aventura, semejante a un inquietante sueño con final de pesadilla, es semejante a la “Historia de Pacheco” y a la “Historia de Uceda”. No quebranta su palabra de no decir palabra alguna sobre lo visto y vivido; no obstante, trata de indagar por cuenta propia el meollo del asunto: la posible vinculación lúbrica y demoníaca entre los ahorcados y las moras Emina y Zibedea.
        Vale observar que, como prototipo de héroe, Alfonso van Worden, vulnerable a la seducción erótica, siempre es temerario y fiel a los principios morales y de honor sobre los cuales fundamenta su conducta. De pronto, en el centro de un campamento gitano, a Alfonso van Worden se le revela que todo lo sucedido ha sido un tinglado construido para probar su integridad. Es aquí donde Juan Tovar hace una quimérica traslación, exegética, referente al suicidio de Jan Potocki, en 1815, con una bala de plata que él mismo había limado y enviado a bendecir. Tanto en el prólogo, como en los interludios, el dramaturgo glosa y esboza a un Jan Potocki urdido y acuñado de imaginación, leyenda y biografía; por ende, en el libreto resulta ser un personaje más, pero con la particularidad de que es el creador de los personajes de las jornadas que se suceden. Cuando Pandesowna, el líder de los gitanos, le señala a Alfonso van Worden al Jan Potocki inventor del sueño en que se encuentra (que es, al unísono, un sueño ya soñado que precede al suicidio que Potocki perpetrará años después), lo observa enfermo, neurasténico, solo, derrotado; y presencia el momento en que termina de limar la bala y el instante en que oprime el gatillo. Alfonso van Worden lo contempla como su verdadero y auténtico padre y deduce, del acto de él, que “es deshonroso vivir disminuido”. Alfonso van Worden renuncia al harén, al poder, a las riquezas, a la honra militar, a lo religioso; escoge la muerte por honor, porque no soporta habitar una ficción, una “mentira piadosa”. En este sentido, Juan Tovar, al colocar a Alfonso van Worden como reflejo y alter ego de Jan Potocki, traza un paralelismo entre el fin romántico del verdadero Jan Potocki y el dramático y literario destino de Alfonso van Worden.
(Cátedra, 2da. ed. en Letras Universales, Madrid, 2003)
 
Matthew Gregory Lewis (1775-1818)
        El libreto teatral El monje tampoco es una adaptación, sino un breve “Melodrama en tres episodios basado en la [extensa] novela” homónima y gótica que el británico Matthew Gregory Lewis (1775-1818) publicó en inglés y en Londres el 12 de marzo de 1796. Este libreto, si bien funciona de manera individual, está urdido para que sus movimientos sean insertados a modo de entremeses en el curso escénico del Manuscrito encontrado en Zaragoza. Esto a partir de que el director polaco Ludwik Margules (1933-2006) le sugirió al dramaturgo Juan Tovar la adaptación teatral del Manuscrito de Jan Potocki; pero como Ludwik Margules no quedó satisfecho con la extensión redactada por el escritor, éste le propuso el libreto El monje como complemento alterno para ser entreverado en el decurso del Manuscrito.

       
Juan Tovar
       
Ludwik Margules (1933-2006)
         La complejidad de El monje es muchísimo más sencilla; básicamente, en medio de un cáustico y corrosivo cuestionamiento a la moral intolerante e intransigente de monasterios y conventos asistidos por monjes (todos inquisidores inextricablemente conjugados a la violencia desenfrenada de fanáticos y obtusos feligreses), el espectador asiste a la abyección delirante y lasciva de Ambrosio, prior de los Capuchinos, el más respetado de Madrid. Su perfidia y sevicia no sólo tiene origen en la congénita y arquetípica debilidad humana ante los deseos y tentaciones de la carne, sino sobre todo en las invisibles telarañas que le tiende Matilde, un demonio (una auténtico súcubo de la peor cepa) que primero se disfraza de monje para acercársele y seducirlo y, entre otras cosas, para inducirlo (sin que él se dé cuenta ni lo advierta) a que asesine a su propia madre y viole y mate a su hermana. 

Después de que Ambrosio, siempre vil y para salvarse de quienes amenazan con lincharlo, firma el pergamino del Mal con una pluma de acero que remoja en su sangre, aparece en Sierra Morena, donde estará condenado (“por los siglos de los siglos”) a residir en una ermita abandonada. Con estos datos, el inocente espectador (con los pelos de punta, el Jesús en la boca y el corazón en la mano) descubre la procedencia y naturaleza de aquel ermitaño desmemoriado y dizque bondadoso con el que Alfonso van Worden convivió en las montañas de El Valle de los Hermanos.
        Dos libretos fantásticos, macabros, palimpsésticos, con remanentes históricos y literarios, diestramente armados y compaginados por Juan Tovar en un solo libro dedicado “A Ludwik Margules”. 
(Joan Boldó i Climent, Editores/Fundación Enrique Gutman, México, 1986)
         Y si vale destacar el buen diseño de la portada concebido por Jordi Boldó, vale lamentar, no las diestras fotos de Ricardo Vinós, sino las nueve malísimas reproducciones fotográficas en blanco y negro del montaje del Manuscrito encontrado en Zaragoza que Ludwik Margules alguna vez dirigió en el Centro Universitario de Teatro de la UNAM. 




Juan Tovar, Manuscrito encontrado en Zaragoza y El monje. Fotografías en blanco y negro de Ricardo Vinós. Joan Boldó i Climent, Editores/ Fundación Enrique Gutman. México, septiembre 8 de 1986. 168 pp.








viernes, 26 de julio de 2013

La niñez... de Frida Kahlo




Viva en sus retratos

Idealmente y por antonomasia la lectura es una forma de felicidad (Borges dixit), un divertimento estético, un juego de la inteligencia y de la imaginación no muy distinto de los consabidos juegos de nunca acabar que a veces transmiten las abuelas o los abuelos o el callejero corro de alharaquientos escuincles, muy adecuados para torcerle el cogote al diocesillo Cronos; quizá el más conocido entre los mexicanos sea el que canturrea: 

         Este era un gato
         con su colita de trapo
          y sus ojos al revés.
         ¿Quieres que te lo cuente otra vez?
          
         Este era un gato...
       
        Felizmente, como se sabe, la cantaleta se repite hasta la locura o el hartazgo, variante antologada por Gabriel Zaíd en su Ómnibus de poesía mexicana (Siglo XXI, 1971), donde reunió textos populares y cultos, pergeñados entre el siglo XIV y el siglo XX.
 
(Siglo XXI, 8va. ed., México, 1980)
        Los lectores adultos saben muy bien que hay montañas de libros de literatura infantil que explícitamente implican (en los procesos de enseñanza-aprendizaje) la
praxis de la lectura como un juego cognitivo, del lenguaje, de la memoria y de la imaginación. 
(Montena/CONACULTA, México, 1991)
       
(FCE, México, 2004)
     
(FCE, México, 2003)
        Puede ser el caso de El libro de los trabalenguas  (Montena/CONACULTA, 1991), con antología y prefacio de Carmen Bravo-Villasante; o Adivina divino adivinador (FCE, 2004), donde además de las ilustraciones en color, imbricadas al lúdico diseño a la trampantojo y bajo la coordinación de Miriam Martínez y Juana Inés Dehesa, enfatiza su ascendencia colectiva y oral con una nota preliminar que declara a los cuatro pestíferos vientos terrenales y más allá de las ondas hertzianas: “Este libro se realizó en respuesta al entusiasmo que los niños mostraron durante dos años al jugar en el programa Monitor aportando sus adivinanzas”; o Animalario universal del profesor Revillod (FCE, 2003), “Miscelánea de curiosidades para disfrutar aprendiendo”, con textos e instrucciones de Miguel Murugarren y laboriosas láminas en blanco y negro de Javier Sáez, cuya mayor parte de hojas, cada una divida en tres segmentos móviles, implican que el pequeño lector elabore, lea y observe una serie de intercambiables nombres de fabulosos animales, intercambiables frases que los describen e intercambiables estampas que los ilustran.


       

         Pero también hay libros más complejos y elaborados que convocan a niños o adolescentes que ya son lectores cabales e insaciables. Por ejemplo, Jugar con Borges (Dipon/Gato Azul, 2003), de Jaime Poniachik, donde además de una lúdica, supuesta y pedagógica entrevista con el poeta ciego de Buenos Aires, de los anecdóticos visos sobre su vida y obra, implica que el muchachito o la muchachita (e incluso el adulto), al informarse y leer una serie de fragmentos del célebre escritor, juegue a la colaboración con él, a las metáforas, a las rimas, a las adivinanzas, a la consulta del diccionario y demás libros, entre otras paradojas y perplejidades de los resabios de los tiempos cuadernícolas infestados por la irrupción de la web y de los artilugios digitales.

(Dipon/Gato Azul, Colombia, 2003)
        Pero si Jugar con Borges sólo incluye como ilustraciones un puñado de viñetas y caricaturas en blanco y negro de Dany Duel donde Borges es el modelo principal (el gato que se ve en varias quizá sea Beppo, pero ya encarrerado el gato podría ser el rabínico gato de Gershom Scholem), hay libros —página por página— profusa y magnéticamente diseñados e ilustrados en color, donde el sentido anecdótico, pedagógico y visual es inextricable. Es el caso de El nombre del juego es Cervantes (FC, 2005), con textos de Miguel Ángel Mendo e ilustraciones de Maricarmen Miranda; y el caso de El nombre del juego es Posada (FCE, 2005), con textos de Hugo Hiriart y Selva Hernández, e ilustraciones de José Guadalupe Posada y Joel Rendón.

(FCE, México, 2005)
       
(FCE, México, 2005)
     
(IVEC/CONACULTA, México, 2000)
        En una categoría parecida se puede ubicar ¿Y quién es ese señor? Antología ilustrada de un grillito fabulista y cantador (IVEC/CONACULTA, 2000), donde amén de los prefacios de Susana Ríos Szalay, Esther Hernández Palacios y Emilio Carballido, del “Palabrario”, del “Índice de canciones” y de la nota biográfica sobre el compositor orizabeño Francisco Gabilondo Soler (1907-1990) firmada por Tiburcio Gabilondo Gallegos, bajo la guía y batuta de Elisa Ramírez permite al joven o al viejo lector acceder a las letras de una serie de canciones de Cri-Cri, cuyas viñetas y láminas en color fueron creadas ex profeso por un conjunto de pintores y diseñadores gráficos.

Carmen Leñero en la contraportada de su disco compacto La tierra mía (2002),
donde en solitario toca la guitarra y canta canciones de origen popular
 
(Callis Editora, São Paulo, 2003)
         
Autorretrato con mono (1940)
Óleo sobre masonite (55 x 43.5 cm) de Frida Kahalo
       
Autorretrato con pelo cortado (1940)
Óleo sobre tela (40 x 28 cm) de Frida Kahlo
   
Las dos Fridas (1939)
Óleo sobre tela (173.5 x 173) de Frida Kahlo
Frida y Diego (1931)
Óleo sobre tela (110 x 79 cm) de Frida Kahlo
   
El camión (1929)
Óleo sobre tela (26 x 55.5 cm) de Frida Kahlo
        Además de guitarrista y cantante con discos compactos circulando, Carmen Leñero (México, 1959) es autora de varios libros de literatura infantil. Uno de ellos es La niñez... de Frida Kahlo, impreso en 2003, en São Paulo, por Callis Editora, cuyo atractivo diseño gráfico se debe a Camila Mesquita, quien para ello utilizó cinco reproducciones fotográficas en color de cinco pinturas de Frida Kahlo: Autorretrato con mono (1940), Autorretrato con pelo cortado (1940), Las dos Fridas (1939), Frida y Diego (1931), y El camión (1929) —el cual, junto con otras once obras de ella y doce de Diego Rivera (y fotografías de ambos), en estos evanescentes e irrecuperables minutos del globo terráqueo se pueden observar en Xalapa (ombligo del mundo), precisamente en la Pinacoteca Diego Rivera (del 8 de noviembre de 2006 al próximo 4 de febrero de 2007), dentro de la minúscula muestra “Viva la vida”, palabras que se leen en una sonriente rebanada de sandía que es el epicentro de una frutal naturaleza muerta que ella logró pintar en 1954 (“días antes de morir”) y que ineludiblemente evoca un feliz y cantarín haikú de José Juan Tablada compilado en dos ilustradas antologías infantiles: El arca de Noé (UNAM/CONACULTA, 1998) y José Juan Tablada para niños (CONACULTA, 2001), ésta con textos en español y huichol: 


             Del verano, roja y fría
             carcajada
             rebanada
             de sandía.

Naturaleza muerta "Viva la vida" (1954)
Óleo y tierra sobre masonite (52 x 72 cm) de Frida Kahlo
     
(UNAM/CONACULTA, México, 1998)
 
(CONACULTA, México, 2001)
     
José Juan Tablada de niño
(a los 2 años y 9 meses)
        La delgadez y las medidas (21 x 21 cm) de La niñez... de Frida Kahlo evocan un título infantil de proporciones semejantes: Zili el unicornio, de Luis Arturo Ramos, impreso en Xalapa por la Universidad Veracruzana y el extinto FONAPAS (Fondo Nacional para Actividades Sociales) —pero sin fecha, sin ISBN, sin colofón y con flamantes y distinguidas erratas—, minuciosamente ilustrado a dos tintas por Leticia Tarragó. 

(UV/FONAPAS, Xalapa, s/f)
      Pero si el ameno cuento de Luis Arturo Ramos pone énfasis en la fabulosa existencia de ese epifánico ser de un solo cuerno cuya noble estirpe habita ciertas mitologías y la literatura fantástica de todos los lugares y tiempos, el cuento de Carmen Leñero, en su simplicidad y sencillez, recrea y reinventa algunos datos de la vida y obra de la pintora, como es el caso de un pasaje del Diario de Frida Kahlo. Autorretrato íntimo (La vaca independiente, 1995) que data de 1950 y que la propia artista tituló con letra manuscrita “Origen de Las dos Fridas”, “Recuerdo”, líneas reescritas por Carmen Leñero como una especie de palimpsesto en las que descuellan dos rasgos que claramente translucen un influjo y un tributo al reverendo Charles Dogson (1832-1898), legendario fotógrafo de niñas, con cuyo pseudónimo de Lewis Carroll publicó en inglés dos obras inmortales: Alicia en el país de las maravillas (1865) y Al otro lado del espejo (1871) —la rudimentaria edición conjunta en “Sepan cuantos...” (sucesivamente reeditada), además de los grabados de John Tenniel, incluye un espléndido prólogo de Sergio Pitol que ni chicos ni grandes deben perderse—.

(Porrúa, 1ra. ed., México, 1972)
     
El reverendo Charles Dodgson (Lewis Carroll) en 1857
        Es decir, la niña Frida, a los seis años, espejeándose en la ventana de su habitación en la Casa Azul de Coyoacán, sopla vaho sobre el vidrio, dibuja con su pequeño dedo una puertita y con la imaginación la atraviesa y accede a un cúmulo de maravillosas aventuras; un orbe imaginario, fantástico, onírico y premonitorio al que va (y viene) cuando quiere.

Frida con su osito y un martillo
Foto de Guillermo Kahlo
       Andando en ese otro lado del cristal y luego de recorrer cierta distancia en una silla de ruedas que de pronto descubre por allí, llega hasta una fachada donde cuelga un letrero que dice “Las dos Fridas”. Y como toca y nadie le abre y mira en la puerta “un agujerito redondo como claraboya de barco. Usando de nuevo su imaginación se volvió diminuta y delgadísima para colarse por ese agujerito. Y entonces, sin esperárselo, cayó y cayó hasta el interior de la tierra. Mientras caía se sintió una pequeña gota de color radiante que buscaba ir a dar al centro de un dibujo.”

Después de aterrizar y andar en tal sitio, la niña Frida encuentra a una escuincla “exactamente de su edad”, cuyo rostro el pequeño lector o la pequeña lectora seguramente visualizará idéntico al rostro de la niña Frida, es decir, a todas luces se trata de “la otra Frida”.
El caso es que la niña Frida se aficiona a las visitas que le hace a su “hermana gemela”. Y luego de bailar, de jugar, de cuchichear y “de gozar las piruetas que hacía su amiga como si ella misma las estuviera haciendo, la pequeña Frida volaba de vuelta a su cuarto, cruzaba el llano ya sin esfuerzo y llegaba hasta la puertita que había dibujado en la ventana. Después de atravesarla deslizaba su mano sobre el cristal y la puertita desaparecía. Se iba entonces al último rincón del patio y se sentaba bajo un árbol a reír y gritar de gusto, feliz con su secreto.”
Frida a los cuatro años
Foto de Guillermo Kahlo
      La verdad es que además de cierto anticapitalismo y la pizca de elemental comunismo ortodoxo en algunos cuadros, hay demasiado dolor, mucho martirio, y truculentos, tétricos, macabros y terribles dramas en la vida y en las pinturas de Frida Kahlo. No obstante, también hay cierta verdad en el noble y poético final con que Carmen Leñero cierra su cuento:

“Hoy la vemos viva en sus retratos, que viajan por todo el mundo igual que pájaros fantásticos. Su rostro pensativo está en la memoria de muchas personas. Y todos guardan en su alma esta historia fabulosa pero verídica, como un secreto feliz.”

Frida Kahlo y Diego Rivera


Carmen Leñero, La niñez... de Frida Kahlo. Viñetas y diseño gráfico en color de Camila Mesquita. Callis Editora. São Paulo, 2003. 24 pp.









sábado, 6 de julio de 2013

El caballero y la muerte




Asesinato por olisquear el blablablá               

Editada en italiano en 1987 y traducida al español por Ricardo Pochtar, en la novela El caballero y la muerte el siciliano Leonardo Sciascia (1921-1989) sintetizó e hizo confluir varias de sus obsesiones que distinguieron y distinguen su imaginación crítica. Corre 1989 (año en que en numerosos ámbitos de la aldea occidental de mil y un mediáticos y alharaquientos modos se conmemoró el centenario de la Revolución Francesa) y en el arquetipo de una ciudad italiana, en el departamento de policía, el Jefe y el Vice, poco antes de las siete de la mañana, se disponen a indagar un asesinato cometido en la madrugada. Se trata, como se ve, de una novela policíaca; pero con una buena dosis lúdica, paródica y cáustica. Y aunque el Jefe y el Vice actúan juntos y han cultivado una relación amistosa, no reproducen el clisé del dúo dinámico de ascendencia clásica (acuñado por primera vez por Edgard Allan Poe entre 1841 y 1844): el inteligente raciocinador y su lerdo ayudante; sino que el Vice, el segundo de a bordo, es quien encarna a la hábil mente deductiva (e inductiva) capaz de armar y desarmar los indicios, los resortes, los engranajes, los entretelones y los intríngulis de un enigmático crimen, el que por iniciativa propia empieza la investigación y el que desempeña un papel protagónico. 
 
Leonardo Sciascia (1921-1989)
          El Vice —un hombre maduro, sin familia, solitario, escéptico y casi ascético— no es cualquier policía; es un intelectual, un maniático lector, cuyas citas y parafraseos (de libros, autores, películas, pinturas, obras de teatro) condimentan su plática de café y sus reflexiones. En este sentido, y dado su origen siciliano y su modo de comentar el recuerdo de la isla y sus noticias, es obvio que Leonardo Sciascia lo acuñó a imagen y semejanza de un alter ego. Así, el incurable lector, tal un asidero inconsciente en el que sublima y transpone su ascendencia insular, ha guardado y releído durante años y años un astroso ejemplar de La isla del tesoro, la inmortal novela juvenil de Robert Luis Stevenson, siempre como una forma de felicidad y de tabla de salvación, latitudes a las que retorna cuando siente muy cerca la pulsión de la muerte.

     
El caballero, la muerte y el diablo (1513)
Grabado de Albrecht Dürer (1471-1528)
       En su despacho, frente a su escritorio, el Vice tiene en la pared un póster con la reproducción de un grabado de Durero: El caballero, la muerte y el diablo (1513), que de ser una antigua estampa agitaría las especulaciones de marchantes (no sólo del mercado negro) de Nueva York, Zürich, Londres, París y quizá de cierta camorra napolitana. La lectura que hace de la imagen no es una intromisión en la iconografía del legendario artista renacentista nacido Nüremberg en 1471, sino un devaneo subjetivo, personalista, que tiene que ver con dos cosas: por un lado, con la descomposición social, económica, ética y política del mundo moderno (no sólo italiano), que bien pude resumirse con la siguiente fragmentaria divagación metafísica: “el diablo estaba tan cansado que prefería dejarlo todo en manos de los hombres, más eficaces que él”; por el otro, con el hecho de que el Vice, viejo fumador, está desahuciado, roído por un cáncer, por un tremendo dolor que lo corroe y acosa y que apenas y logra conjurar con la morfina.

       Pero el asesinato que investiga el Vice no es, al parecer, un crimen cualquiera. La primera pista los lleva, a él y al Jefe, frente a Aurispa, el Presidente de las Industrias Reunidas, cuyas decisiones mantienen al país “en el filo de la riqueza”, sin que esto implique que la miseria haya desaparecido. Aurispa es el capo de una mafia infiltrada hasta en los tuétanos de la misma policía, ante el cual, el Jefe, se dirige con temor y cautela. El mismo Aurispa es quien desencadena las primeras ambigüedades y suspicacias al revelar que el abogado Sandoz, el asesinado, había recibido amenazas de una organización clandestina autodenominada “Los hijos del 89”. Ante esto, el Jefe sigue una línea de investigación servil empeñada en localizar a tales bastardos de alcantarilla, sobre todo para no herir la susceptibilidad de Aurispa y sus poderosos e influyentes nexos. El Vice, por su parte, duda que “Los hijos del 89” hayan sido creados para matar al abogado Sandoz, y supone que quizá el asesinato haya sido concebido para crear, a la luz pública, a “Los hijos del 89”. Así, opta por otro rumbo, que sin embargo lo conduce a un laberinto plagado de interrogantes, equívocos y callejones sin salida.
     
(Tusquets, 2da. reimpresión mexicana, 1991)
       El Vice es un caballero, es decir, además de culto, ha pretendido que su actividad policíaca sea digna. No obstante, pese a su mezcla de perspicacia, idealismo e ingenuidad, no ha evitado enredarse y coexistir con el miasma que ensucia y apesta los procedimientos de la policía, del ejercicio del poder y de la aplicación de las leyes. Sus indagaciones (con la señora De Matis, con la bella Zorni, con el doctor Rieti), que no esclarecen el crimen, ponen en tela de juicio, precisamente, los límites y las contradicciones de la institución policial, la red de la mafia infiltrada en los excusados y en las cocinas de toda laya, y distintos y profundos ámbitos de corrupción, de cruenta beligerancia por el poder, en los que también se hallaba inmerso el asesinado.

        Las preguntas iniciales quedan difuminadas en la hedionda y letal nube de smog. ¿Quién chinitas cara de pata mató a Sandoz y por qué? ¿”Los hijos del 89” nacieron para matarlo o fue eliminado para fabricarlos mediáticamente? Lo cierto es que antes del asesinato, el babeante público desconocía la existencia de los engendros recién nacidos. La publicidad que explotan y capitalizan los mass media: un dizque grupo terrorista abanderado con los ideales de la Revolución Francesa que desde la clandestinidad da fe de su existencia a través de comunicados y de explosivas llamadas telefónicas, quizá, como piensa el Vice, esté contribuyendo a crearlos, a incitar, dada la coyuntura, la aparición de más víctimas y de supuestos afiliados. 
Leonardo Sciascia
       En un momento, dado el hervor periodístico y la expectación pública, es detenido un joven que desde una cabina telefónica dictaba, a un periódico, un pasaje de La Revolución Francesa de Mathiez. Para el Jefe, el chaval es un eslabón de la cadena que conduce a las bacinicas de “Los hijos del 89”; pero para el ojo clínico del Vice habría que “acusarlo de calumnia contra sí mismo”, “de propagar noticias falsas con objeto de perturbar el orden público...”; y que de tomarle la palabra se incrementará “la cadena de estupidez y de dolor”, con más muertos y personajes como éste, que además de proclamar su anónima y subterránea pertenencia a la facción, son materia fértil para hacerles confesar y delatar lo que se quiera y cuanto se necesite.

     
     Cuando matan al doctor Rieti, paisano y amigo del Vice, un hombre muy informado, cuya más o menos incógnita y nebulosa labor comprendía el espionaje y quizá la venta de silencio o de información que les concierne a los negros y cruentos negocios de los influyentes (armas, droga, prostitución, etcétera), a la intelligentsia y a la seguridad del estado y su inextricable statu quo, el inocente e hipócrita lector, nadando de a muertito, puede suponer que el rosario de sangrientos crímenes apenas empieza: la guerra sucia de un poder mafioso y establecido contra otro que se rebela o surge y reclama su cuota de poder. Tal vez al doctor Rieti lo mató la mafia porque sabía demasiado y porque había hablado con el Vice (pese a que no le cantó ni un pío comprometedor); o quizá fueron los auténticos “Hijos del 89” empeñados en inventarse y maquillarse un rostro anarca y dizque revolucionario que no parece tal; con su muerte, al doctor Rieti le cortaron la lengua y la cabeza y borraron los rastros que llevaban a su doble o triple identidad. O tal vez fue alguien que, haciendo uso de la repentina y mediática fama del membrete, lo eliminó por otra oscura causa. 

      
     
     
        Así, cuando pocas horas después matan al Vice sin que se sepa quién cara cortada fue y por qué, también se pude suponer que lo borraron del mapa (del tesoro de bucaneros y corsarios) para que no siguiera por esa veta que podría conducir al homicida o al cerebro de cerebros, ya de la mafia y/o de los verdaderos o falsos “Hijos del 89”; o que alguien (¿un “Hijo del 89”?) aprovechó la confusa efervescencia y sólo disparó la pistola por puro deporte o por terrorismo cultural, por la estética del evanescente humo y del crimen sin faltas de ortografía, o para confundir las cosas...


Leonardo Sciascia, El caballero y la muerte. Traducción del italiano al español de Ricardo Pochtar. Colección Andanzas núm. 106, Tusquets Editores. 2ª reimpresión mexicana. México, 1991. 120 pp.