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lunes, 19 de septiembre de 2022

Orlando

Una voz tratando de contestar a otra voz

I de V
Según el colofón, en “junio de 1999” se terminó de imprimir, en Barcelona, por Editorial Sudamericana, con sede en Buenos Aires, la edición de cinco mil ejemplares de Orlando, novela de Virginia Woolf (1882-1941), traducida por Jorge Luis Borges (1899-1986). Esto se hizo ex profeso para la Colección Diamante, serie especial de 24 libros con no desdeñable sobrecubierta, atractivas pastas duras y listón separador (pero con papel de baja calidad en las hojas), concebida para celebrar con bombo y platillo el 60 aniversario de la editora. En la página legal se dice que la “Primera edición” data de “Noviembre de 1946” y la “Cuarta edición especial” de “Septiembre de 1999” (pese a que el colofón dice otra cosa). Sin embargo, no se acredita que la edición original en inglés data de 1928 (con el título Orlando. A Biography se publicó en Londres por The Hogarth Press) ni que la traducción de Borges originalmente fue editada por Sur, en Buenos Aires, en 1937.
(The Hogarth Press, London, 1928)
  Adolfo Bioy Casares (1914-1999), en sus Memorias (Tusquets, Barcelona, 1994) —urdidas con la colaboración de Marcelo Pichon Rivière y Cristina Castro Cranwell—, alude su desapego por la obra de Virginia Woolf y sugiere la posibilidad de que la traducción de Orlando se deba a doña Leonor Acevedo de Borges, la madre del escritor: “De Virginia Woolf, admirada por mi madre y por Silvina [Ocampo], que se guiaban por sus gustos y no por las modas del momento, nunca tuve la suerte de leer un libro que me interesara; ni siquiera me gustó Orlando, del que Borges, a pesar de haberlo traducido (tiene que ser muy bueno un texto para merecer la aprobación de su traductor) hablaba con elogio. Desde luego, sospecho a veces que lo tradujo vicariamente, como dicen los ingleses. Esto es, por interpósita persona, su madre.”  
(Sur, Buenos Aires, 1937)
  Borges mismo no era ajeno a tal conjetura y lúdico rumor, pues en Un ensayo autobiográfico (GG/CL/Emecé, Barcelona, 1999) —cuya versión original en inglés fue escrita con la colaboración de Norman Thomas di Govanni para The Aleph and other stories (Dutton, Nueva York, 1970)— dice: “Después de la muerte de mi padre [Jorge Guillermo Borges murió a los 64 años el 24 de febrero de 1938], al ver que no podía fijar su mente en lo que leía, se dedicó a traducir La comedia humana [1943], de William Saroyan, para de ese modo verse forzada a concentrarse. La traducción fue llevada a la imprenta, y mi madre recibió por ella el homenaje de una sociedad de armenios de Buenos Aires. Después tradujo algunos cuentos de Hawthorne y uno de los libros de Herbert Read sobre temas de arte, y también hizo algunas de las traducciones de Melville, Virginia Woolf y Faulkner que se consideran mías.” Sin embargo, además de que su memoria no es muy precisa, páginas adelante, al hablar de su mísero empleo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané (donde trabajó entre 1937 y 1946), dice sobre su labor de traductor: “Los fines de semana traducía a Faulkner y a Virginia Woolf.” Vale comentar, entre paréntesis, que su traducción de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, publicada en Buenos Aires, en 1944, por Sudamericana, es tan legendaria y célebre como su traducción de Orlando y que sobre ambas se rumora y sospechan las manos de doña Leonor. Y que en una respuesta titulada “El oficio de traducir”, publicada en Buenos Aires, en La Opinión Cultural el “domingo 21 de septiembre de 1975” y luego en el número 338-339 de la revista Sur, correspondiente a “enero-diciembre de 1976” y compilada en Borges en Sur 1931-1980 (Emecé, Buenos Aires, 1999), el escritor menosprecia su trabajo: “¿Si me gustó más traducir poesía que a Kafka o a Faulkner? Sí, mucho más. Traduje a Kafka y a Faulkner porque me había comprometido a hacerlo, no por placer. Traducir un cuento de un idioma a otro no produce gran satisfacción.”  
(Sudamericana, Buenos Aires, 1945)
  Por su parte, varios biógrafos de Borges (Marcos-Ricardo Barnatán, James Woodall, Alejandro Vaccaro), palabras más, palabras menos, aluden la colaboración de doña Leonor en la traducción de Orlando. No obstante, es el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal el que brinda más visos y matices sobre tal meollo. En este sentido, junto con Enrique Sacerio-Garí, en su papel de antólogo y editor de los Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Tusquets, Barcelona, 1986), seleccionó la “Biografía sintética” sobre Virginia Woolf publicada el “30 de octubre de 1936” en la revista El Hogar, donde Borges anotó: “En Orlando (1928) también hay la preocupación del tiempo. El héroe de esa novela originalísima —sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época— vive trescientos años y es, a ratos, un símbolo de Inglaterra y de su poesía en particular. La magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro. Es además, un libro musical, no solamente por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan.” Tal es la laudatoria reseña y perspectiva, que Borges ilustró sus palabras con la traducción adjunta de un breve pasaje del capítulo primero de Orlando, el cual se puede leer en Borges en El Hogar 1935-1958 (Emecé, Buenos Aires, 2000), libro donde Mercedes Rubio de Zocchi y Sara Luisa del Carril —las compiladoras de Borges en Sur— exhumaron y reunieron los textos no antologados por Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí. 
En Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos, con “Edición, introducción, prólogos y notas” de Emir Rodríguez Monegal, cuyo tiraje de diez ejemplares, editado en México por el FCE, “se terminó de imprimir el 30 de agosto de 1985”, el antólogo incluyó la “Biografía sintética” sobre Virginia Woolf publicada en El Hogar el “30 de octubre de 1936”, en cuya nota 27 dice de ella: “Con la misma fórmula de la biografía de Spengler (JLB 25), Borges presenta a sus lectores la vida y la obra de una escritora entonces muy poco conocida fuera de Inglaterra. Un año más tarde publicaría en Ediciones Sur una traducción de uno de ensayos, Un cuarto propio (1937), y de una de sus novelas, la biografía imaginaria de Orlando (1937). Al comentar esta última obra en su ‘Autobiografía’ [el citado Ensayo autobiográfico, póstumamente traducido al español por Aníbal González], Borges habría de afirmar que era obra de su madre. Es difícil de creer que ésta, por sí sola, pudiera haber redactado una versión que iguala, si no supera, la felicidad estilística del original. Tal vez Borges quería reconocer, de esta manera modesta, la ayuda que recibió de su madre en esta tarea. La iniciativa de traducir al español la obra de Virginia Woolf no es de Borges y pertenece enteramente a Victoria Ocampo, amiga y admiradora de la gran escritora inglesa.”
Emir Rodríguez Monegal y Jorge Luis Borges
  Curiosamente, en Borges. Una biografía literaria (FCE, México, marzo 15 de 1987; cinco mil ejemplares) —cuya primera edición en inglés data de 1978 y cuya traducción al español de Homero Alsina Thevenet (con modificaciones ex profesas del biógrafo) Emir Rodríguez Monegal ya no vio porque a los 64 años falleció de cáncer “el 14 de noviembre de 1985”— dice haber sabido de Borges al leer esa “Biografía sintética” sobre Virginia Woolf: “Fue en esa época cuando encontré por primera vez el nombre de Borges. Estaba leyendo El Hogar (30 de octubre de 1936) y hallé en la sección ‘Libros y autores extranjeros’ una pequeña biografía de Virginia Woolf, más una página de su Orlando, algunas reseñas sueltas —un libro de canciones del Mississippi, una novela policíaca de Ellery Queen, otra novela de Henry de Montherlant, una reedición sobre un estudio de los escritores neuróticos de Arvède Barine— y también una nota encabezada como ‘Vida literaria’, que era dedicada a Joyce e incluía una anécdota de su encuentro con Yeats. (Se citaba a Joyce diciendo a Yeats que era una pena no haberse encontrado antes, porque ‘ahora van a decir que usted ha sido influido por mí’.) En aquel momento yo tenía sólo quince años y fui rápidamente seducido por el ingenio de Borges, por su impecable estilo, por la vasta gama de sus lecturas. Desde El Hogar ascendí a Sur y rápidamente hice el rastreo de las librerías de Montevideo, buscando los libros de Borges. Encontré uno de los muchos ejemplares sin vender que habían quedado de Historia universal de la infamia (1935) y un ejemplar de Inquisiciones (1925) de segunda mano. Durante 1936 o 1937 esos libros no eran aún la pieza para coleccionistas que son actualmente.”
Y unas páginas adelante, luego de bosquejar las reseñas de cine que hizo Borges en los años 30, dice de las traducciones que a éste le solicitó Victoria Ocampo (1890-1979), la dueña y directora de la revista Sur
Victoria Ocampo
(1890-1979)
  “Si Victoria Ocampo necesitó ser persuadida de admitir en Sur las reseñas cinematográficas de Borges, estaba resuelta en cambio a que él hiciera la traducción de algunos autores que ella prefería. Encargó tres traducciones: Persephone de André Gide (que se publicó inicialmente en Sur y luego como fascículo separado de la misma revista, 1936), A Room of One’s Own (libro conocido como Un cuarto propio y también como Una habitación propia) de Virginia Woolf (publicado como fascículo, 1937) y el Orlando de la misma autora (1937). La escritora inglesa ya había sido presentada por Borges a los lectores de El hogar, con una breve biografía a la que agregó un fragmento de Orlando (30 de octubre de 1936). Al juzgar la novela subrayó su originalidad —‘sin duda la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época’— agregando: ‘La magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro. Es además, un libro musical, no solamente por las virtudes eufónicas de su prosa, sino por la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se combinan’. La traducción se convertiría pronto en un modelo. Borges había conseguido mantener en español la cualidad musical de la prosa de Mrs. Woolf.
“Posteriormente, Borges intentó declinar la responsabilidad de esa traducción. Al escribir sobre las traducciones de inglés que hacía Madre, aduce en su autobiografía que ella fue la verdadera autora de las que se atribuyen a él, y menciona específicamente las de Melville, de Virginia Woolf y de William Faulkner (‘Autob.’, 1970, 207) ¿Un error de la memoria, una broma amistosa, un elogio filial? Es difícil decirlo. Lo probable es que Madre le haya ayudado con esas traducciones. Puede haber hecho un primer borrador. Pero el estilo en español es tan inequívocamente borgiano que a Madre le habría llevado años de dura tarea el imitarlo. Lo que cabe presumir con fundamento es que al ayudar a su hijo, ella se integró con su ya distinguido equipo de colaboradores.”
Borges dictándole a su madre
(Sobre el escritorio, un retrato de su padre) 
  Vale añadir que el propio Borges da fe de esto al decir en su Ensayo autobiográfico: “Ella siempre ha sido mi compañera —especialmente en los últimos años, cuando quedé ciego [en 1955]—, así como una amiga comprensiva y generosa. Durante muchos años, hasta hace poco, ella se ocupaba de todo mi trabajo secretarial, contestando cartas, leyéndome cosas, escribiendo lo que yo le dictaba, y también viajando conmigo en muchas ocasiones, dentro y fuera del país. Aunque nunca se me ocurrió pensarlo entonces, fue ella quien callada y afectivamente alentó mi carrera literaria.”
Resulta consecuente, entonces, la afectuosa y agradecida dedicatoria que preludia el tomo de sus Obras completas editado en 1974, en Buenos Aires, por Emecé —“un grueso volumen único encuadernado y en papel biblia” que doña Leonor conservó a un lado de su cama hasta el día de su muerte, en su habitación del departamento B del sexto piso de Maipú 994, a los 99 años, el 8 de julio de 1975. Firmada por “J.L.B.”, tal dedicatoria reza a la letra:
Doña Leonor y su hijo
  “A Leonor Acevedo de Borges
“Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por su puesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores —los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas—, tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos, las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin, las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eςa de Queiróz, Madre, vos misma.
“Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature, como escribió, con excelente literatura, Verlaine.”


II de V
Pese a su celebridad y a la laudatoria ponderación de Borges y Emir Rodríguez Monegal, Orlando, si bien es una novela magnética, no es una de las grandes obras de Virginia Woolf, alguna vez adaptada al cine en una homónima película de 1992, guionizada y dirigida por Sally Potter. Dedicada a la poeta y jardinera inglesa Vita Sackville-West (1892-1962), miembro del liberal y promiscuo Grupo de Bloomsbury, con quien la autora tuvo sonoros y legendarios vínculos lésbicos, la novela, un divertimento fantástico, se divide en seis capítulos en los que abunda el humor, el sarcasmo, la sátira, la parodia, y las superfluas y caprichosas digresiones. El subtítulo “Una biografía” no es casual, pues la voz narrativa, que dice ser el biógrafo de Orlando, a lo largo de las páginas hace patente su presencia con reflexiones y comentarios al lector; incluso en el capítulo 2 anota la fecha del día en que escribe: “primero de noviembre de 1927”. Y en el capítulo 6, en medio de una de sus lúdicas intervenciones alude la venta del libro por The Hogarth Press —la citada editorial londinense fundada en 1917 por Virginia y su esposo Leonard Woolf—, donde en la vida real, recién concluido, se publicó el 11 de octubre de 1928, según se lee en la “Cronología” de Virginia Woolf (Lumen, Barcelona, 2003), biografía de Quentin Bell, sobrino de la escritora, cuya primera edición en inglés data de 1972. Pero además, el jueves 11 de octubre de 1928 es el día en que termina la novela y la matusalena vida de Orlando, quien vivió, no 300 años como apunta Borges en su “Biografía sintética”, sino alrededor de 400 años; mas no convertido en un viejecito senil y vegetativo, sino transformado en una vital y pensativa fémina de tan sólo 36 años de edad, quien se casó dos veces (la primera como hombre y la segunda como mujer), tuvo un hijo, y escribió un reconocido y premiado poema.
Editorial Sudamericana, Colección Diamante, 4ª edición especial
Barcelona, 1999
En la foto: Virginia Woolf
(Sobrecubierta)
  Con una orientación cronológica, pero sin rigurosidad lógica ni temporal, y arbitriamente tomando de la historia y de la vida real personajes, nombres, lugares, hechos, objetos, inventos, novedades, usos, costumbres, prejuicios, atavismos, idiosincrasia, la novela inicia cuando Orlando es un jovencito de 16 años y vive en una enorme casa en el campo con 365 habitaciones, un noble y fastuoso palacete cuyas feudales latitudes conforman un pueblo. Ese día llega hasta allí la Reina Isabel —quien reinó Inglaterra 44 años, entre el 17 de noviembre de 1558 y el 24 de marzo de 1603. Con “su firma y sello en el pergamino”, la anciana monarca le sede al padre de Orlando “la gran casa monástica que había sido del Arzobispo y luego del Rey”; lo cual implica que ha elegido a Orlando (por su belleza) como su protegido y por ende, ya con 17 años, llega el día en que tiene que abandonar su pueblerina casa y comparecer en Whitehall, en Londres. La vieja soberana, dado que está enamorada de Orlando (en la real cama requerirá sus favores), “En el acto se arrancó su anillo del dedo (la coyuntura estaba un poco hinchada) y, al ajustárselo, lo nombró su Tesorero y Mayordomo; después le colgó las cadenas de su cargo y haciéndole doblar la rodilla, le ató en la parte más fina la enjoyada orden de la Jarretera. Después de eso nada le fue negado. Cuando ella salía en coche, él cabalgaba junto a la portezuela. Lo mandó a Escocia con una triste embajada a la desdichada Reina [...]”  
La Reina Isabel (Quentin Crisp) y Orlando (Tilda Swinton)
Fotograma de Orlando (1992), película basada en la novela
homónima de Virginia Woolf, guionizada y dirigida por Sally Potter
  Pero entre lo relevante del capítulo 1 (el mejor y el más trascendente en el decurso de la vida de Orlando), descuella el hecho de que en secreto escribe de manera profusa y compulsiva (incluso dramas en verso) y de que caminando solitario por el campo aledaño a su casona paterna, sube hasta la cima de un cerro desde donde otea el entorno geográfico de la Gran Bretaña (y aún más) y en donde hay una enorme encina bajo cuya fronda descansa, observa, medita y fantasea:

     
Orlando (Tilda Swinton)
Fotograma de Orlando (1992)
      “Había caminado muy ligero, trepando entre helechos y matas espinosas, espantando ciervos y pájaros silvestres, hasta un lugar coronado por una sola encina. Estaba muy alto, tan alto que desde ahí se divisaban diecinueve condados ingleses: y en los días claros, treinta o quizá cuarenta, si el aire estaba muy despejado. A veces era posible ver el Canal de la Mancha, cada ola repitiendo la anterior. Se veían ríos y barcos de recreo que lo navegaban; y galeones saliendo al mar; y flotas con penachos de humo de las que venía el ruido sordo de cañonazos; y ciudadelas en la costa; y castillos entre los prados; y aquí una atalaya, y allí una fortaleza; y otra vez alguna vasta mansión como la del padre de Orlando, agrupada como un pueblo en el valle circundado de murallas. Al este estaban las agujas de Londres y el humo de la ciudad; y tal vez, justo en la línea del cielo, cuando el viento soplaba del buen lado, la rocosa cumbre y los mellados filos de la misma Snowdon se destacaban montañosos entre las nubes. Por un instante, Orlando se quedó contando, mirando, reconociendo. Ésa era la casa de su padre, ésa la de su tío. Su tía era la dueña de esos tres grandes torreones entre los árboles. La maleza era de ellos y la selva; el faisán y el ciervo, el zorro, el hurón y la mariposa.
“Suspiró profundamente, y se arrojó —había una pasión en sus movimientos que justifica la palabra— en la tierra, al pie de la encina. Le gustaba, bajo toda esta fugacidad del verano, sentir el espinazo de la tierra bajo su cuerpo; porque eso le parecía la dura raíz de la encina; o siguiendo el vaivén de las imágenes, era el lomo de un gran caballo que montaba; o la cubierta de un barco dando tumbos —era, de veras, cualquier cosa, con tal de que fuera dura, porque él sentía la necesidad de algo a que amarrar su corazón que le tironeaba de costado; [...]”
Virginia Woolf y Vita Sackville-West
  Vale adelantar y resumir que de entre los manuscritos de Orlando sólo se salva y perdura hasta el final La Encina, poema que alude a The Land (La Tierra), poema narrativo de Vita Sackville-West publicado en 1927 y ese año merecedor del reputado Premio Hawthornden; y por tal guiño, y otros, más o menos translúcidos o crípticos, Nigel Nicolson, hijo de Vita, dice que la novela es una “larga y encantadora carta de amor”. (Entre tales guiños descuella la aventurera liberalidad bisexual de Orlando cuando en el siglo XVIII es mujer; o su casona en el campo, cuyo modelo es Knole House, la enorme y aristocrática casona en Sevenoacks, en el condado de Kent, al sureste de Inglaterra, con cerca de 400 años de abolengo, donde Vita nació; o su estancia en Constantinopla y la bailaora gitana con quien se casa siendo hombre, pues Vita vivió en Constantinopla con su marido Harold Nicolson y era nieta de Josefa Durán, una bailaora gitana nacida en Málaga).

   
Sasha (Charlotte Valandrey) y Orlando (Tilda Swinton)
Fotograma de Orlando  (1992)
       Escritos con su “antigua letra de colegial”, los primeros versos de
La Encina fueron redactados por Orlando en 1586; y durante más de 300 años estuvo trabajando en su escritura. Ya desterrado de la Corona —por cortejar, estando comprometido, a la Princesa Marusha Stanilovska Dagmar Natasha Iliana Romanovich (Sasha para él) durante la coronación del Rey Jaime— y de nuevo en su casa en el campo, Orlando invita una temporada a Mr. Nicholas Greene de Clifford’s Inn (Nick Greene), un célebre escritor londinense que él admira y que se codea con las luminarias de la época isabelina. Pero el tipo resulta lenguaraz, vulgar, pedante y poco accesible, y por ende no puede hablar con él de lo que ha escrito, pese a que le otorga “una pensión de trescientas libras al año pagada trimestralmente” para que se consagre a “la Glor”; y sólo a la hora de marcharse le entrega, para que le dé su opinión, “su drama La muerte de Hércules” (que nunca recibe). Proclive a la soledad y al pesimismo (la inesperada y furtiva partida de Sasha rumbo a Rusia lo tornó escéptico ante la mujer, más aún si es extranjera), la lectura de la Visita a un noble en el campo, un panfleto que con mala leche Greene escribió sobre él, lo induce a decirse con misantropía: “he acabado ya con los hombres”. Y por ende, más o menos a sus 30 años de edad, “La noche que siguió a la lectura de la Visita a un noble en el campo hizo una conflagración de cincuenta y siete obras poéticas, de la que sólo se salvó La Encina, que era su ensueño juvenil y muy breve.” 
Cartel de la película Orlando (1992)
  No obstante, después de alrededor de 300 años de haber hablado con Nick Greene en su casona, cuando corren los albores del siglo XX, Orlando, entonces una noble y elegante dama con su aventurero marido batiéndose sin cesar en Cabo Hornos (quizá con “las velas hechas jirones” o “único sobreviviente en una balsa, con una galleta”), viaja por primera vez en ferrocarril de su casa en el campo a Londres en busca de editor para La Encina (que nunca ha dejado de escribir ni de llevar consigo oculto entre los senos), y se da la cósmica casualidad (¡oh casualidad!) de que caminando solitaria en la calle se encuentra nada menos que con Nick Green (a quien siempre ha pagado su pensión), pero convertido en Sir Nicholas, de unos 70 años, ahora “el crítico más respetado de la época victoriana”, quien la invita a comer en un “espléndido restaurante”. En la conversación con Sir Nicholas, dice el biógrafo, “Orlando padeció un desencanto inexplicable. Todos esos años había imaginado que la literatura —sírvanle de disculpa su reclusión, su rango y su sexo— era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad vestido de gris hablando de duquesas. La desilusión fue tan grande que uno de los botones o broches que sujetaba la parte superior de su traje reventó y dejó caer sobre la mesa ‘La Encina’, un poema.” Sir Nicholas se empeña en llevarse tal manuscrito para hacerlo editar publicitado por él mismo. Cosa que hace casi ipso facto y luego La Encina logra “siete ediciones” y el “premio de Burdett-Coutts”. 
Y ese fatídico jueves 11 de octubre de 1928, otra vez en su casa en el campo, sale y a las “seis menos veintitrés” de la tarde va por “El camino de helechos [que] conducía, con muchas vueltas y revueltas, a la encina, que se levantaba en la cumbre. El árbol era más grande, más recio y más nudoso que cuando ello lo conoció, alrededor del año 1588, pero estaba aún en la plenitud de la vida. Las hojitas agudamente plegadas seguían agrietándose en las ramas espesamente. Tirada en el suelo, sintió los huesos del árbol abriéndose como costillas a un lado y otro. Le gustaba pensar que cabalgaba sobre el lomo del mundo [donde ese día morirá con ‘la campanada duodécima de la medianoche’]. Le gustaba asirse a algo duro. Al echarse, cayó del fondo de su chaqueta de cuero un librito cuadrado de tela roja —su poema ‘La Encina’. Debí traer una pala, reflexionó. La tierra era tan playa sobre las raíces, que era harto discutible que pudiera cumplir su propósito y enterrar el libro en ese lugar. Además, lo desenterrarían los perros. Esos actos simbólicos nunca tienen suerte, pensó. Quizá lo más prudente sería omitirlos. Tenía un breve discurso en la punta de la lengua, que había pensado pronunciar al enterrar el libro. (Era un ejemplar de la primera edición firmado por el autor y el ilustrador.) ‘Lo sepulto como un tributo’, estaba por decir, ‘una devolución a la tierra, de lo que la tierra me dio’, pero, ¡Dios mío!, en cuanto uno se pone a declamar palabras ¡qué tontas parecen! Recordó al viejo Greene, subiendo a una tribuna, el otro día, para compararla con Milton (salvo por la ceguera) y entregarle un cheque de doscientas guineas. Había pensado, entonces, en el roble aquí en su colina, y, ¿qué tendrá eso que ver con esto?, se había preguntado. ¿Qué tendrán que ver siete ediciones? (Ya el libro las había alcanzado.) ¿Escribir versos, no era acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz? De modo que toda esta charla y censura y elogio y ver personas que la admiran a una y ver personas que no la admiran a una, nada tiene que ver con la cosa misma: una voz tratando de contestar a otra voz. ¿Qué cosa más secreta, pensó, más lenta y más parecida a un diálogo de amantes, que la balbuceada respuesta que ella había dado todos esos años al antiguo canturreo de los bosques, a las granjas, a los caballos zainos esperando en el portón, cuello contra cuello, a la herrería y la cocina y los campos que tan laboriosamente producen trigo, nabos, pasto y al jardín trémulo de iris y de fritilarias?
“Dejó insepulto y descompaginado su libro, y miró el vasto panorama, diverso entonces como el fondo del mar, iluminado por el sol y manchado de sombras. Había una aldea, con su campanario entre los álamos; una mansión abovedada y gris en un parque; una chispa de luz en un invernáculo; un corral con parvas amarillas [...]”


III de V
Uno de los episodios más lúdicos y divertidos de la novela ocurre cuando el protagonista conoce y galantea a Sasha. Es el tiempo de la Gran Helada y de la regia coronación del Rey Jaime. Orlando, quien bajo la monarquía y la anuencia de la Reina Isabel llevó una doble vida que le permitía, camuflado, incursionar entre la “gente baja” y conocer “hombres de letras” en tabernas y mujeres (incluso en la antesala de los aposentos reales), aún es un privilegiado en la Corte y con todas las reglas de la escriturada ley y de las escrituradas dotes está comprometido con Lady Margaret O’Brien O’Dare O’Reilly Tryconnel (Euphrosyna para él y en sus sonetos), quien “lucía en el segundo dedo de la mano izquierda el espléndido zafiro de Orlando”. Pero el arribo de la Princesa Sasha en el barco de la Embajada Moscovita, presente para las fiestas, el baile y la ceremonia de la coronación del Rey Jaime, da al traste con esos planes y a la postre lo convierte en un desterrado de la Corte. Sasha, con su belleza andrógina y puntillosa labia, ejerce en Orlando una fascinación que lo hechiza al verla por primera vez patinando sobre el hielo y cuyo enamoramiento parece recíproco, pues ella le corresponde yendo a pasear con él y con besos y apapachos. No obstante, sin creer lo que sus ojos ven, en la bodega del barco de la Embajada Moscovita, la descubre en las rodillas de un marinero, pese a que ella es una supuesta Romanovich de sangre azul: “la vio inclinarse hacia él; los vio abrazarse antes que se borrara la luz en la nube roja de su rabia”. Y es algo más que un “vulgar marinero”; se trata de un gigantesco leviatán: un “peludo monstruo marino. El hombre era descomunal; descalzo tenía más de seis pies de estatura; llevaba en las orejas aros ordinarios de alambre; y parecía un caballo de carro en el que se hubiera posado un gorrión.” Así que luego de un arranque de violencia y de un súbito desmayo por la impresión, Orlando se disculpa ante las explicaciones de ella y todo parece ir de nuevo sobre ruedas. De modo que acuerdan su huida: “A la medianoche se encontrarían en un mesón cerca de Blackfriars. Había caballos apostados. Todo estaba listo para la fuga. Así que se despidieron, ella a su tienda, él a la suya. Faltaba todavía una hora.”
Orlando (Tilda Swinton) y Sasha (Charlotte Valandrey)
Fotograma de Orlando (1992)
  Orlando, bajo la lluvia, espera allí “hasta que el reloj de San Pablo marcó la dos”; pues Sasha no llega y entonces parte “al galope sin saber adónde”. Y al amanecer, al unísono de los desastres que produce el deshielo de la Gran Helada, él va al galope por las orillas del Támesis hasta la dársena, donde, buscando el navío ruso entre las embarcaciones de las otras embajadas que asistieron a la ceremonia de la coronación del Rey Jaime, ve, con su telescópica mirada del halcón, que a la distancia “El barco de la Embajada moscovita salía mar afuera”, sin que él haya dilucidado si la Princesa Sasha era hija del embajador o su casquivana amante.
Si bien la desafortunada experiencia con Sasha marca el decurso inmediato y posterior de la vida de Orlando, vale el privilegio de transcribir y visualizar un pasaje que ilustra el deshielo de la Gran Helada —y el poder narrativo de Virginia Woolf (quien el 28 de marzo de 1941 se suicidaría ahogándose en el río Ouse)—, que es uno de los momentos más dramáticos y visuales de la novela:
Virginia Woolf
(1882-1941)
Foto incluida en Orlando (Sudamericana, 1999)
  “Algún instinto ciego, porque era ya incapaz de razonar, debió inducirlo a tomar la margen del río en dirección al mar. Porque al romper el alba, lo que sucedió con inusitada rapidez, cuando el cielo era de un amarillo pálido y casi había cesado la lluvia, se encontró en las orillas del Támesis más allá de Wapping. Un espectáculo extraordinario se ofreció a sus ojos. Ahí, donde por tres meses y más hubo hielo tan sólido y tan macizo que parecía permanente como piedra, y toda una alegre ciudad se edificó sobre él, corría ahora un turbulento torrente de aguas amarillas. Era como si una fuente de azufre (opinión que favorecieron muchos filósofos) hubiera reventado el hielo con tal vehemencia que barría y apartaba furiosamente los fragmentos enormes. Daba vértigo la sola vista del agua. Todo era caos y confusión. El río estaba sembrado de témpanos. Algunos eran amplios como una cancha y altos como una casa; otros no eran mayores que un sombrero de hombre, pero fantásticamente retorcidos. Ora descendía todo un convoy de bloques de hielo hundiendo cuanto le estorbaba el camino. Ora, arremolinándose y retorciéndose como una serpiente torturada, el río parecía lastimarse entre los fragmentos, y los empujaba de orilla a orilla, hasta deshacerlos contra los arcos y los pilares. Pero lo más horrendo era el espectáculo de los hombres atrapados de noche, que ahora recorrían sus islas zigzagueantes y precarias en la última angustia. Que se arrojaran al torrente o se quedaran en el hielo, su destino era inevitable. A veces un montón de esos pobres seres desfilaban juntos, algunos de rodillas, otros amamantando a sus hijos. Un anciano parecía leer en voz alta un libro sagrado. Otras veces, y su suerte quizás era la más terrible, un desdichado recorría su estrecho alojamiento sin compañero. Al ser barridos mar afuera, algunos vanamente pedían socorro, jurando locas promesas de enmienda, confesando sus pecados y ofreciendo altares y bienes si Dios oía sus ruegos. Oros estaban tan aterrados que permanecían quietos y mudos mirando fijamente ante sí. Una cuadrilla de aguateros o postillones, a juzgar por sus uniformes, vociferaban en coro los más obscenos cantos de taberna, como un desafío, y se estrellaron contra un árbol y se hundieron con blasfemias en los labios. Un viejo noble —como lo proclamaba su traje con pieles y su cadena de oro— se hundió no lejos del lugar donde estaba Orlando, invocando venganza sobre los rebeldes irlandeses, quienes, dijo con su último aliento, habían tramado esa satánica maldad. Muchos perecieron apretando un jarro de plata contra su pecho o algún otro tesoro; y no menos de una docena de pobres diablos se ahogaron por su propia codicia, arrojándose a la corriente para no perder una copa de oro o permitir la desaparición de un abrigo de pieles. Porque los témpanos arrastraban muebles, valores, objetos de todas clases. Entre esos espectáculos extraños se vio una gata amamantando su cría; una mesa puesta suntuosamente para veinte cubiertos; una pareja en cama; y una extraordinaria cantidad de utensilios de cocina.
“Aterrado y atónito, Orlando no pudo hacer otra cosa que mirar las aguas que se desencadenaban a sus pies. Al fin, como recobrándose, espoleó su caballo y corrió a lo largo del río en dirección al mar. Doblando una curva llegó al sitio donde hacía menos de dos días los buques de los Embajadores parecían anclados para siempre. Los contó con apuro: el francés, el español, el austríaco, el turco. Todos estaban a flote, aunque el navío francés había roto sus amarraras, y el turco tenía un gran rumbo en el costado y estaba llenándose de agua. Pero el buque ruso no se vía por ninguna parte. Por un instante Orlando creyó que había naufragado; pero elevándose en los estribos y sombreando sus ojos, que tenían la vista del halcón, alcanzó a distinguir en el horizonte la forma de un navío. Las águilas negras volaban en el palo mayor. El barco de la Embajada moscovita salía mar afuera.
“Se arrojó enfurecido del caballo, como para acometer el torrente. Con el agua hasta las rodillas, descargó contra la infiel todas las injurias que se han destinado siempre a su sexo. Perjura, voluble, inconstante, dijo; demonio, adúltera, felona; y el remolino recibió sus palabras y dejó a sus pies una vasija rota y una pajita.”


IV de V
Otro de los momentos más llamativos de la novela, tanto como la longevidad del protagonista, es su conversión en mujer. Desterrado de la Corte y refugiado en su casa en el campo, Orlando, cierto día que agrega algún verso a La Encina, ve que lo acecha una sombra, “una dama altísima con caperuza y manto”. Se trata de “la Archiduquesa Enriqueta Griselda de Finster-Aarhorn y Scandop-Boom en el territorio rumano”, quien para cortejarlo se hospeda cerca: “en casa del panadero”. Pero como él no tolera “el buitre Lujuria” encarnado en una mujer y mucho menos en una extranjera, le pide al Rey Carlos que lo nombre “Embajador extraordinario en Constantinopla”.
Editorial Sudamericana, Colección Diamante, 4ª edición especial
Barcelona, 1999
(Portada)
  En Constantinopla, según reporta el biógrafo con grandes lagunas, el desempeño de Orlando como Embajador al servicio de Su Majestad fue tal que en la Embajada británica, con solemne ceremonia presidida por “Sir Adrian Scrope, con uniforme de gala de Almirante Británico”, le impuso “el Collar de la Nobilísima Orden del Baño y prendió la Estrella en su pecho; y después otro caballero del cuerpo diplomático se adelantó con dignidad y echó sobre sus hombros el manto ducal, y le entregó, en un almohadón carmesí, la corona ducal”. Pero la celebración de su Ducado se transforma en una turbia y oscura francachela signada por el profundo sueño en que cae y por la rebelión de los turcos contra el Sultán, lo cual precede su temporal huida y exilio, en territorio turco, con una tribu de gitanos nómadas. Según el biógrafo:
“Al día siguiente los secretarios del Duque (como debemos llamarlo ahora) lo hallaron profundamente dormido y la ropa de cama toda revuelta. Se notaba cierto desorden: la corona tirada por el suelo, el Manto y la Liga en un montón sobre una silla. La mesa estaba llena de papeles. Nada sospecharon al comienzo, pues las fatigas de la noche habían sido grandes. Pero como al llegar la tarde seguía durmiendo, mandaron buscar un médico. Aplicó los remedios que se habían ensayado la otra vez —emplastos, ortigas, eméticos— pero sin éxito. Orlando seguía durmiendo. Los secretarios creyeron su deber examinar los papeles sobre la mesa. Muchos estaban borrados de versos, que aludían con frecuencia a una encina. Había también algunos documentos oficiales y otros de carácter particular sobre el manejo de sus propiedades en Inglaterra. Pero al fin dieron con un documento mucho más significativo. Era nada menos que un acta de matrimonio, asentada, firmada y autorizada por testigos entre su Señoría Orlando, Caballero de la Jarretera, etc., etc., etc., y Rosina Pepita, bailarina, hija de padre desconocido, pero que se supone gitano, y de madre también desconocida, pero que se supone vendedora de fierro viejo en el mercado frente al Puente de Gálata. Los secretarios se miraron consternados. Orlando seguía durmiendo. Día y noche lo velaron, pero sólo daban señales de vida su respiración regular y el profundo carmín de sus mejillas. Cuanto la ciencia o el ingenio pudieron idear para despertarlo, se hizo; pero seguía durmiendo. El séptimo día de su letargo (jueves, 10 de mayo) se disparó el primer tiro de esa terrible y sangrienta insurrección cuyos primeros síntomas recogió el Teniente Brigge. Los turcos se rebelaron contra el Sultán, prendieron fuego a la ciudad y degollaron o acabaron a azotes a cuanto extranjero encontraron. Algunos ingleses lograron escapar; pero, como era de esperarse, los caballeros de la Embajada Británica prefirieron morir en defensa de sus valijas coloradas, o en caso extremo, tragarse los manojos de llaves antes que dejarlos en manos del Infiel. Los revoltosos irrumpieron en el cuarto de Orlando, pero suponiéndolo muerto lo dejaron intacto y sólo le robaron su corona y las insignias de la Jarretera.”
“Angelica Garnett, sobrina de Virginia, caracterizada como
Orlando, para ilustrar la primera edición de la novela.

Foto en Virginia Woolf. La vida por escrito (Taurus, 2012),
biografía de Irene Chikiar Bauer.
  Así, a semejanza de un milenario cuento de hadas y de aventuras, pero sin mediar ningún brujeril encantamiento ni el beso de un príncipe enamorado de un bello durmiente, Orlando, tras ese tranquilo sueño de siete días se despertó convertido, no en cucaracha, sino en mujer. Para decirlo con el biógrafo: 
Bástenos formular el hecho directo: Orlando fue varón hasta los treinta años; entonces se volvió mujer” y siguió siéndolo hasta el fin de sus días terrenales.



V de V
Fotograma de Orlando (1992)
No pocas veces Virginia Woolf ha sido enarbolada como paladín de la causa feminista. A lo largo de la novela, sin que su objetivo implique una reivindicación a ultranza, se leen dispersas alusiones que refieren el lugar secundario y menoscabado que el ancestral, atávico e idiosincrásico entorno falocéntrico occidental suele endilgarle a la mujer en sus diversos roles domésticos y sociales, y no sólo en los relativos al intelecto y al arte. En este sentido, al bosquejar cierta sátira sobre el estereotipo de escritor consagrado en el siglo XVIII (“el genio, divino como es y adorable, suele alojarse en las envolturas más sórdidas”), con cuyas luminarias ella suele reunirse, el biógrafo saca a colación (y salpimenta con añadidos) el concepto de la mujer que Lord Chesterfield (un arquetipo de la época) le confía “a su hijo [quizá en una carta] bajo el más estricto secreto: ‘Las mujeres no son más que niños grandes... El hombre inteligente sólo se distrae con ellas, juega con ellas, procura no contradecirlas y las adula.’ Como los niños invariablemente oyen lo que no deben y a veces llegan a ser grandes [...] Una mujer sabe muy bien que por más que un escritor le envíe sus poemas, elogie su criterio, solicite su opinión y beba su té, eso no quiere absolutamente decir que respete sus juicios, admire su entendimiento, o dejará, aunque le esté negado el acero, de traspasarla con su pluma. Todo eso, por despacio que lo digamos, es cosa sabida”.
Fotograma de Orlando (1992)
  No obstante y por ello, con una íntima rebeldía y cierta iconoclasia, Orlando, que es mujer, durante el siglo XVIII lleva una subterránea vida licenciosa y aventurera, incluso con prostitutas, pues vestido de hombre o vestido de mujer goza del sexo femenino y del sexo masculino.
Fotograma de Orlando (1992)
  Pero el amor de su matusalena vida no fue la idealizada Sasha ni la efímera Rosina Pepita ni ninguno de esos amores nocturnos y clandestinos, sino el aristócrata y ricachón navegante Marmaduke Bonthrop Shelmerdine Esquire, con quien se casa y tiene un hijo. Quien pese a su ruinoso castillo en Las Hébridas, la mayor parte del tiempo se la pasa, aún después de casarse con ella (que se queda sola), aventurándose en “el Cabo de Hornos en pleno huracán. El barco solía quedar sin un mástil; las velas hechas jirones (tuvo que arrancarle esa confesión). A veces el buque se había hundido, y él había quedado como único sobreviviente en una balsa, con una galleta.” Pero hubo entre ambos tal rápida comprensión y empatía que en la conversación él le preguntaba a ella: “¿Estás segura de no ser un hombre?” Y ella a él: “¿Será posible que no seas una mujer?” De modo que la frase: “las galletas tocaban a su fin”, en su mutuo entendimiento significa la ambrosía: “besar una negra en el oscuro”. El biógrafo lo reporta así, luego de glosar la estrategia y el vaivén de la repetitiva e incesante aventura de Marmaduke en Cabo de Hornos: 
Orlando (Tilda Swinton) y Marmaduke (Billy Zane)
Fotograma de Orlando (1992)
  “‘Aquí está el norte’, le decía. ‘Ahí está el sur. El viento sopla más o menos de aquí. El bergantín navega hacia el oeste; acabamos de arriar la vela de mesana; y ya vez, aquí, donde está ese pastito, entra la corriente que encontrarás marcada. ¿Dónde están el mapa y la caja de compases, contramaestre? ¡Ah! gracias, ahí donde está el caracol. La corriente lo toma por estribor, de suerte que debemos aparejar el foque o nos arrastrará a babor, que es donde está esa hoja de haya, porque comprenderás, querida’, y de ese modo proseguía, y ella escuchaba cada palabra, interpretándola correctamente, hasta llegar a ver, sin que tuviera él que decírselo, la fosforescencia en las olas, el hielo crujiendo en los obenques; cómo subió a la punta del mástil, en un vendaval; cómo volvió a bajar, tomó un whisky con soda, bajó a tierra; fue atrapado por un negra, se arrepintió, discutió el asunto, leyó a Pascal, determinó escribir filosofía, se compró un mono, especuló sobre el verdadero fin de la vida, se resolvió a favor del Cabo de Hornos, etcétera, etcétera. Todas estas cosas y miles de otras ella las adivinó, y así, cuando ella contestaba: ‘Sí, las negras son de lo más atrayente, ¿no es verdad?’ a dato de que la provisión de galleta tocaba a su fin, Bonthrop se quedaba encantado y sorprendido de que ella lo interpretara tan bien.
“‘¿Estás segura de no ser un hombre?’, le preguntaba ansiosamente, y ella repetía como en un eco: 
“‘¿Será posible que no seas una mujer?’, y acto continuo hacían la prueba. Pues cada uno de los dos se asombraba tanto de la rápida simpatía del otro, y sentía como una revelación que una mujer pudiera ser tan tolerante y tan libre en su manera de hablar como un hombre, y un hombre tan extraño y tan sutil como una mujer, que en seguida tenían que hacer la prueba.
“Y así seguían conversando, o más bien comprendiendo; operación que constituye el arte principal del lenguaje en un tiempo cuyas palabras ralean diariamente de tal modo comparadas con las ideas, que la frase ‘las galletas tocaban a su fin’ suele significar: besar una negra en el oscuro, cuando uno acaba de leer por décima vez las obras filosóficas del Obispo Berkeley.”

Virginia Woolf, Orlando. Traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges. Colección Diamante, Editorial Sudamericana. 4ª edición especial. Barcelona, 1999. 240 pp.  



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Enlace a un trailer de Orlando (1992), filme guionizado y dirigido por Sally Potter, basado en la novela homónima de Virginia Woolf.
Enlace a vídeo sobre Orlando (1992), película dirigida por Sally Potter, basada en la novela homónima de Virginia Woolf.

lunes, 3 de agosto de 2015

Las palmeras salvajes




Entre la pena y la nada elijo la pena
                               


I de III
En 1939, diez años antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, el norteamericano William Faulkner (1897-1962) publicó en inglés su libro Las palmeras salvajes. Recién salido del horno y aún fresca la tinta, Jorge Luis Borges (1899-1986) lo leyó en ese idioma y elaboró una minúscula reseña (con ciertos reparos) para la bonaerense revista de señoras elegantes El Hogar, donde apareció el “5 de mayo de 1939” en su apartado “Libros extranjeros”. En 1944 su traducción al español de Las palmeras salvajes fue impresa en Buenos Aires, por primera vez, por Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte. Y en una encuesta sobre los “Problemas de la traducción” y “El oficio de traducir” reproducida por la revista Sur (Buenos Aires, Nº 338-339, enero-diciembre de 1976), previamente publica en La Opinión Cultural (Buenos Aires, domingo 21 de septiembre de 1975), Borges dijo: “¿Si me gustó más traducir poesía que a Kafka o a Faulkner? Sí, mucho más. Traduje a Kafka y a Faulkner porque me había comprometido a hacerlo. Traducir un cuento de un idioma a otro no produce gran satisfacción.” 
  
Jorge Luis Borges en 1984
Universidad de Barcelona
     
(Sudamericana, Buenos Aires, 1944)
        Sin embargo, su traducción al español de Las palmeras salvajes, sucesivamente reeditada por distintas editoriales y en diferentes partes del mundo, no es menos legendaria y canónica que su traducción de Orlando. Una biografía (Sur, Buenos Aires, 1937), novela que la británica Virginia Woolf (1882-1941) publicó en 1928, y de varias de las narraciones que el checo Franz Kafka (1883-1924) escribió en alemán, reunidas en La metamorfosis (La Pajarita de Papel núm. 1, Editorial Losada, Buenos Aires, 1938), donde aparecieron con un prólogo suyo 
—posteriormente antologado en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975)— y donde figura como el único traductor; pero Nicolás Helft, en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (FCE, Buenos Aires, noviembre de 1997), anota que Fernando Sorrentino (La Nación, Buenos Aires, marzo 9 de 1997) hizo ver a la crédula aldea global que Borges no tradujo “La metamorfosis” ni “Un artista del hambre” ni “Un artista del trapecio”, sino sólo “La edificación de la Muralla China”, “Una cruza”, “El buitre”, “El escudo de la ciudad”, “Prometeo” y “Una confusión cotidiana”. 
Gabriel García Márquez
        Entre los crédulos que leyeron ese “librito de cubierta rosada” estuvo el entonces joven y mal estudiante de derecho Gabriel García Márquez (“el caso perdido”), quien a “mediados de agosto de 1947”, en una “pensión de costeños” en Bogotá —según narra Dasso Saldívar en su biografía García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997)— leyó el legendario e inmortal íncipit y “pegó un grito de fascinación” al evocar que en Aracataca así hablaba su abuela materna y se le espantaba el sueño; pero al abrirlo “vio que estaba traducido por Jorge Luis Borges, de quien aún no conocía nada”. Muchos años después, frente al masivo pelotón de sus deslumbrados lectores, Gabriel García Márquez, en su libro de memorias Vivir para contarla (Diana, México, 2002) y ya con sobrado conocimiento de causa, habría de recordar la lejana tarde que leyó por primera vez “La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea”.

 
(Losada, Buenos Aires, 1938)
Por su parte, Mario Vargas Llosa, quien en su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, México, 1993) recuerda que siendo estudiante de letras y de derecho en la Universidad de San Marcos en Lima (1953-1958), “Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos; él me hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original” [...] “desde la primera novela que leí de él —Las palmeras salvajes, en la traducción de Borges—, me produjo un deslumbramiento que aún no ha cesado. Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a las historias.” Confesión y observación que implica y transluce una simiente nodal de su estilo narrativo, llevado al extremo de la complejidad en su novela La casa verde (Seix Barral, Barcelona, 1965).
 
   
Mario Vargas Llosa leyendo Las palmeras salvajes,
de William Faulkner, en la traducción del inglés al español de
Jorge Luis Borges, publicada en Buenos Aires, en 1944, por
la Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte.
       Y curiosamente, según se divulgó a través de distintos medios con páginas
web, el martes 11 de enero de 2011, ya en calidad de distinguido Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, con su esposa Patricia y su hijo Álvaro, visitaron, en Montevideo, Uruguay, la reputada y legendaria Librería Linardi y Risso (ubicada en Juan Carlos Gómez 1435), en cuyo apartado de “Libros antiguos & raros” el escritor se pasó “tres cuartos de hora” hojeando rarezas e inencontrables primeras ediciones, donde halló un flamante ejemplar de la susodicha primera edición de La metamorfosis editada en 1938 por Losada, con las traducciones y el prólogo de Borges, y pagó por ella 350 dólares.


II de III
Con la célebre traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges, Las palmeras salvajes, de William Faulkner, fue reeditado en Madrid, en 2010, por Ediciones Siruela, con el número 4 de la serie Tiempo de Clásicos y un vago prólogo de Menchu Gutiérrez. En la preliminar página donde se acreditan los correspondientes copyright, si bien se omite el año de la susodicha primera edición en Editorial Sudamericana, se pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada, frágil y virulenta aldea global que se trata de un “Papel 100% procedente de bosques bien gestionados”; o sea que en medio del mundanal orbe encarrerado en la masiva destrucción del planeta que tipifica al predador género humano, el lector, tenga o no una postura ecologista, hojea un libro “verde”, que además es el color que predomina en los forros con solapas, cuyo diseño gráfico se debe a Gloria Gauger. 
  
(Siruela, Madrid, 2010)
       Las palmeras salvajes comprende dos historias: “Palmeras salvajes” y “El Viejo”, dos novelas cortas desglosas en forma intercalada y paralela (con largas frases, interpolaciones y circunloquios a veces engorrosos y asfixiantes). De modo que cinco capítulos se denominan “Palmeras salvajes” y entreverados entre ellos figuran otros cinco capítulos titulados “El Viejo”. Las historias nunca llegan a tocarse: una se sucede entre 1937 y 1938, y la otra en 1927. No obstante, el epicentro geográfico e idiosincrásico que predomina es el ámbito que circunda y oscila entre la zona sur del río Mississippi y Nueva Orleáns. 

Cada historia dibuja un círculo y cada una es un drama de visos muy personales, de personajes jóvenes, aún en la segunda década de su vida, que trazan, casi sin pensarlo y doblegándose, su individual leitmotiv y el azaroso e impredecible destino de su vida inmediata.
  Yendo del presente al pasado y viceversa, el primer capítulo de “Palmeras salvajes” narra el dramático preludio que signa el aún más áspero y dramático final que en el quinto capítulo cierra el círculo. Éste se abre en Nueva Orleáns, cuando en 1937, el joven y pobretón Harry Wilbourne —quien ya cursó medicina y sólo le faltan dos meses para completar los dos años de interno en un hospital que le permitirían titularse—, por ser el día de su 27 aniversario es invitado —por casualidad y hasta le prestan un traje (el primero que viste)— a una fiesta en la casa de Carlota y Francis Rittenmeyer, un matrimonio con un par de niñas, sostenido por la boyante posición de éste. Es allí donde se inocula el germen de una pasión amorosa que los induce, con celeridad, a romper con los parámetros y rutas que llevan y a alejarse de Nueva Orleáns en un tris. Ruptura marcada por la preponderancia de Carlota, por las iniciativas que toma y deshecha, y por el hecho de que en el trágico cenit de un aborto con funestas secuelas acude, un año después de haberse ido, al auxilio de Francis Rittenmeyer, quien en todo momento, pese a la cornamenta, no pierde la compostura, incluso cuando al inicio, en la estación del tren de Nueva Orleáns, entrega a su esposa al amante como si entregara a una novia. Y más aún: cuando acude a la cárcel a pagar la fianza de Henry Wilbourne y le ofrece ayuda y dólares para que se escape y huya a México. Luego, ya muerta Carlota, espontáneamente se presenta al juicio para tratar de incidir en la menor condena; pero también, oscura o paradójicamente, le deja cianuro.
William Faulkner tecleando
  Los prejuicios sociales son tales, que puritanos y no puritanos siempre notan (como si tuvieran una marca de fuego en la frente) que Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer no son casados. Su triste y desventurado periplo —marcado por los estragos que dejó la Gran Depresión suscitada con el crac de 1929— los llevó de Nueva Orleáns a Chicago, donde logran una estabilidad económica a la que él renuncia para dizque no convertirse en un esposo; de ahí a Wisconsin (a una cabaña frente a un invernal y edénico lago); luego a Utha (a una miserable, fraudulenta y fantasmagórica mina con una temperatura que oscila entre los 14 y los 41 grados bajo cero); de allí a San Antonio, Texas, con la inminencia del aborto, donde Henry, pese a su oposición, se ve inducido y coaccionado por ella a aplicarlo con un instrumental que Carlota dice haber esterilizado; luego de regreso a Nueva Orleáns para ver a las niñas y a Francis Rittenmeyer (quien la aceptaría de nuevo) para pedirle el susodicho apoyo ante los fatídicos acontecimientos que se avecinan (un continuo sangrado le hace pensar a ella en una septicemia); después a una cabaña frente a la playa con rumorosas palmeras y cercana a una aldea donde él es denunciado por un ruco ñoño y empistolado y hecho preso por la policía y ella, que sangra, es trasladada en una ambulancia a un hospital. Y por último su muerte y la carcelaria negativa de él para no huir a México ni envenenarse con el cianuro y asumir el castigo: “Entre la pena y la nada elijo la pena”, que también resulta ser el aforismo que cifra todo su aventurado y azaroso destino (una mixtura de causalidad y casualidad) al seguir en pos de ella. 

      Pena que plantea un tácito, futuro y posible encuentro con el protagonista de “El Viejo” (eso le toca al lector decidirlo o no), pues el juez vocifera ante el jurado y el presunto culpable —antes de emitir su veredicto contra Harry Wilbourne— “una sentencia a trabajos forzados en la Penitenciaría del Estado de Parchman por un período no menor de cincuenta años”.

III de III
“El Viejo” —la otra entreverada novela corta que en cinco capítulos homónimos se lee en Las palmeras salvajes, libro del norteamericano William Faulkner (1897-1962) traducido del inglés al español por el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986)— abre el círculo, precisamente, en la Penitenciaría del Estado de Mississippi (históricamente conocida como Granja Parchman), donde el protagonista (sin nombre) es un preso alto, de 25 años, quien lleva ya siete años de su condena a cinco lustros por su ingenuo e infantil intento de asaltar un tren siguiendo las “instrucciones” aprendidas en los folletines que leía. 
   
William Faulkner con pipa
       En varios fragmentarios diálogos diseminados en los capítulos de “El Viejo” se relata que ya regresó a la cárcel, que a sus quince años de condena se le han añadido diez años más por un presunto (e infundado) “intento de huida”, y que las aventuras de su itinerario (que el lector está leyendo) se las está narrando en su celda a un corro de presos. Circunstancia aderezada por la ubicua y omnisciente voz narrativa, la cual revela un trasfondo que ignora el preso: que esa década más que le endilgaron es otra kafkiana injusticia urdida por la arbitrariedad de tres burócratas que encubren el chambismo de un agente (con influencias) que emitió un parte que registra su muerte y la entrega de su cuerpo a la cárcel.
     
James Joyce en 1928
Foto: Berenice Abbot
        La presente edición de Las palmeras salvajes no es una edición crítica y anotada, pero sí ostenta varias notas al pie de página que dan luces sobre algunas minucias, como ciertos “Retruécanos intraducibles a la manera de James Joyce” (en “Palmeras salvajes”), o varias alusiones a personajes históricos o el hecho de que “El Viejo” es también el entrañable apodo del río Mississippi. En este sentido, faltó una mínima ficha sobre Herbert  Clark Hoover (1874-1964), quien fue Presidente de Estados Unidos entre el 4 de marzo de 1929 y el 4 de marzo de 1933. Esto porque el epicentro del relato que se narra en “El Viejo” ocurre durante la histórica inundación causada por el desbordamiento del río Mississippi en mayo de 1927. Es decir, el meollo del relato se desencadena cuando se sucede tal inundación. Todavía no ocurre el traslado de los presos a un campamento de damnificados, pero aún en la cárcel tienen noticia del desastre, que ya se desató (y que no tarda en llegar allí y por ende los evacuan y trasladan encadenados en camiones): “llegó mayo y los periódicos del capataz dieron en hablar con titulares de dos pulgadas de alto, esos palotes de tinta negra que, juraríamos, hasta los analfabetos pueden leer: ‘La ola pasa por Menfis a medianoche. Cuatro mil fugitivos en la cuenca de Río Blanco. El gobernador llama a la Guardia Nacional’. ‘Se declara el estado de sitio en los siguientes distritos’. ‘Tren de la Cruz Roja sale de Washington esta noche con el presidente Hoover’ [...]” Y es allí donde figura el yerro o la licencia que se permitió William Faulkner, pues Herbert Clark Hoover en mayo de 1927 aún no era Presidente, sino Secretario de Comercio (lo fue entre el 5 marzo de 1921 y el 21 agosto de 1928), mientras el verdadero Presidente era John Calvin Coolidge (1872-1933), quien gobernó entre el 2 de agosto de 1923 y el 4 de marzo de 1929, año en que se desató, entre septiembre y octubre, el susodicho e histórico crac.

Herbert Clark Hoover (1874-1964)
Presidente de Estados Unidos
entre el 4 de marzo de 1929
y el 4 de marzo de 1933
 
John Calvin Coolidge (1872-1933)
Presidente de Estados Unidos
entre el 2 de agosto de 1923
y el 4 de marzo de 1929
     El caso es que el preso alto, “entre la pena y la nada”, también eligió “la pena” (menos cruel para él), pues pudiendo escapar y rehacer su vida, por sí mismo regresó a la cárcel (el ámbito de los hábitos y costumbres aprendidos y arraigados en su adultez) y cerró el círculo.

      En el antedicho campamento de damnificados lo envían en un esquife oficial, junto a un preso bajo y gordo, a rescatar a un hombre subido en el tejado de una hilandería y a una mujer en “un islote de cipreses”. Por el azar de una intempestiva y violenta corriente el preso alto, que se queda solo en el esquife, se ve impelido a salvar a la fémina, que está embarazada. Si en “Palmeras salvajes” Henry Wilbourne y Carlota Rittenmeyer muestran cierta nobleza y cierto sentido humanitario al revelarles a los misérrimos y delirantes mineros polacos la índole del fraudulento y deshumanizado engaño que los esclaviza y explota en los sucios y miserables subterráneos de esa mina en Utah e incluso al realizar, “por amor”, el aborto de la esposa del administrador de la mina (una humilde y joven pareja con quienes comparten cabaña), el preso alto resulta un buenazo, pues en las venturas y desventuras durante la inundación, subsistiendo y viviendo novelescos episodios en agrestes y salvajes sitios y pese a que varias veces desea e intenta deshacerse de la mujer y a que más de una vez añora el regreso al seguro y estable orbe carcelario, siempre la protege y auxilia, incluso cuando en medio de las carencias, de la amenazante agua, de lo montaraz e insalubre nace el bebé (“color terracota”) gracias a las nociones de parto que ella tiene (y no él). 
      Sus prejuicios, su sentido del deber, su corta cosmovisión, su intrínseca bonhomía y su postura moral son tales que nunca abusa de ella; siempre la respeta. Pese a que hace dos años en la cárcel tuvo amoríos (“los domingos de visita”) con “una negra ya no joven” (la mujer de un preso recién asesinado por un guarda y ella lo ignoraba) y a que durante la travesía de la inundación, en un aserradero cercano a Bâton Rouge (donde encontró un buen trabajo temporal), se metió con “la mujer de un tipo” y él y su protegida (con el bebé) tuvieron que huir de allí a salto de mata, ésta no llega a ser su hembra ni la corteja ni se enamoran y al cerrar el círculo, volviendo a vestir su raída pero limpia ropa a rayas, la entrega, con el deber cumplido, a los oficiales de la Penitenciaría del Estado de Mississippi, junto con el esquife oficial, del que asombrosamente tampoco nunca se deshizo: “ahí está su bote y aquí está la mujer. Pero no di con ese hijo de perra en la hilandería”. 
     La fémina es un enigma. Por razones inescrutables no se separa del preso y con sumisa resignación acepta su ayuda, su amparo, el rumbo y el tiempo que se tome, y los alimentos que les brinda a ella y al bebé.

William Faulkner, Las palmeras salvajes. Prólogo de Menchu Gutiérrez. Traducción del inglés al español de Jorge Luis Borges. Tiempo de Clásicos (4), Ediciones Siruela. Madrid, 2010. 280 pp.