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miércoles, 3 de diciembre de 2014

¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?



Practicaba la mentira como una forma literaria

Vicente Leñero
(1933-2014)
Editado en Xalapa por la Universidad Veracruzana, ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? (Entrevista en un acto), libreto teatral de Vicente Leñero (Guadalajara, junio 9 de 1933-Ciudad de México, diciembre 3 de 2014), “se terminó de imprimir en agosto de 2002”. Es decir, casi un año después de que Juan José Arreola muriera en Guadalajara, aquejado de hidrocefalia, el 3 de diciembre de 2001. Esto no parece ser fortuito, pues el narrador jalisciense, nacido en Zapotlán el Grande el 21 de septiembre de 1918, no sale bien librado en el trazo dramatúrgico urdido por Vicente Leñero.
En su postrera página de “Aclaraciones”, el dramaturgo recuerda que “Juan Rulfo murió en la Ciudad de México la noche del 7 de enero de 1986, a consecuencia de un cáncer pulmonar”. Y que “La plática con Juan José Arreola que se traduce en esta entrevista teatral se realizó, con las personas y en las circunstancias que se indican, la tarde del jueves 23 de enero de 1986. La plática tenía fines periodísticos y como un monólogo —en transcripción realizada por Federico Campbell— se publicó en el semanario Proceso núm. 482 del 27 de enero de 1986, páginas 45 a 51: “Cuarenta años de amistad. ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?” Pero “Para la versión teatral de la plática se partió de otra transcripción textual de las cintas obtenidas por María de Jesús García”. De ahí, se colige, que en la obra haya dos grabadoras que registran la entrevista: una la opera Armando Ponce y la otra Federico Campbell, quien además arriba ya avanzada la charla. “La versión teatral [dice Leñero] intentó reproducir, con el mayor rigor documental, el contenido y la escenificación de la entrevista periodística. Las pocas licencias que el autor se tomó en la transcripción de la plática fueron ligeras supresiones de palabras o breves añadidos, con el objeto de clarificar o precisar algunas frases.” 
Vicente Leñero es célebre por su proclividad por el teatro documental (ya literario, periodístico o histórico-político) y por ende, con las susodichas puntualizaciones (más otras), indica que se reconstruye y escenifica una verdad testimonial que, no obstante, parece no rebasar los linderos de la leyenda y la evanescente impronta de una obvia egolatría acostumbrada a la fabulación, ya doméstica, ya grupal, ya mediática.
La tarde del “jueves 23 de enero de 1986, desde las 5:30 pm, en [la sala de estar de la] casa de Antonio Arreola, hermano de Juan José Arreola, situada en la calle Guadalquivir, colonia Cuauhtémoc de la Ciudad de México”, tres reporteros de Proceso: Vicente Leñero, Armando Ponce y el fotógrafo Juan Miranda, inician una entrevista con el autor de Varia invención (FCE, 1949) y Confabulario (FCE, 1952), cuyo meollo gira en torno a la obra y personalidad de Juan Rulfo, en relación a la obra y personalidad de Juan José Arreola. Está allí, de visita, el poeta Eduardo Lizalde, quien también departe, mete su cuchara y juega una intermitente partida de ajedrez con el entrevistado, quien en la vida real, en la legendaria serie Los presentes, le publicó su primer poemario: La mala hora, 500 ejemplares cuya edición se concluyó el “31 de mayo de 1956”, con “grabados y viñeta de Joel Marrokín”. 
Juan José Arreola en 1973 
(foto: Kati Horna)
Con el pretexto del recién fallecimiento del autor de El llano en llamas (FCE, 1953) y de Pedro Páramo (FCE, 1955), el personaje Vicente Leñero es quien lleva la batuta de la entrevista y por ende quien hace preguntas capciosas orientadas a que el entrevistado suelte la lengua en torno a tópicos (algunos controvertidos) de los que había hablado en diversas ocasiones. Es decir, Leñero conoce con antelación el tipo de respuestas que Arreola dirá y con el objetivo de armar la fresca nota periodística (y el póstumo libreto teatral), lleva una flamante botella de vino chileno que degustan con entusiasmo (sobre todo el entrevistado) y le formula frases, palabras y preguntas muy matizadas por su criterio, las cuales parten de una premisa que algo tiene de falaz (y no sólo por el desarrollo y objetivo de la obra):
      “Lo que yo quiero decir
      “Más bien dicho, lo que quisiera plantear es que para entender bien la literatura tanto tuya como la de Juan Rulfo es necesario tener en cuenta, como una sola unidad, a las dos personas, a los dos escritores, a la dos corrientes literarias, a los dos amigos-enemigos...”
En el archipiélago de soledades que era (y es) la república de las letras mexicanas —con sus francotiradores (solitarios o no), grupos y caciques enfrentados entre sí— era consabida y notoria la personalidad teatral, declamativa e histriónica de Juan José Arreola (explotada en sus penúltimos años a través de la televisión) y uno de los méritos del presente libreto es que la calca, la reproduce con todo su drama y desparpajo y con cierta dosis bufa y bufonesca, por lo que un simple mortal, al verlo y oírlo reflejado en estas páginas, podría decir de él lo que él dice de Rulfo en torno a si éste era “mentiroso o imaginativo”: “Juan practicaba la mentira como una forma literaria”.


Juan José Arreola y Juan Rulfo
  Hay un sentido cronológico en el libreto, puesto que inicia tratando de esbozar y fijar la época en que se conocieron en Guadalajara a fines de 1943 y principios de 1944, antes de los primerizos cuentos de Rulfo publicados en la revista Pan; “Nos han dado la tierra” apareció en el número 2 (julio de 1945) y “Macario” en el número 6 (octubre de 1945). Y sin que se diga una sola palabra sobre el paso de ambos en el Centro Mexicano de Escritores (Arreola fue becario en los ciclos 1951-1952 y 1953-1954, y Rulfo en 1952-1953 y 1953-1954), casi concluye con el testimonio de Arreola en torno a que éste “nunca iba a buscarlo. Últimamente casi no era posible la comunicación. Yo estaba guardado, completamente, y a veces nos encontrábamos”. Como esa vez “en una mesa redonda, en el Centro Pompidou”, “en París”, cuando “de pronto se levanta Juan, así, y dice (Remedando a Rulfo): ‘¡Cómo que jóvenes!’, dice. ‘Este hombre... [el supuesto Rulfo señala a Arreola] este hombre’, dice, ‘no nomás nos enseñó a escribir’, dice: ‘primero nos enseñó a leer. Éste’.” Ante lo que Leñero acota: “Esa es la idea que yo tengo... Y eso es lo importante.” Y vaya que si lo es para el dramaturgo, porque el énfasis que busca el entrevistador, por encima de la germinal y entrañable amistad (“Las primeras fotografías que tengo de mi mujer y de mi primera hija son hechas por Juan Rulfo”), es el supuesto magisterio que, con su supuesta mayor cultura y más experiencia literaria, Arreola ejerció sobre Rulfo en sus inicios, tras bambalinas, como cuentista y novelista. Y Juan José, muy ególatra, acepta y proclama que también le enseñó a leer a Antonio Alatorre (1922-2010) y que él era “el brillante del grupo” de los tres.
Tal supremacía también se advierte cuando Arreola dice que Rulfo solía enseñarle sus textos en ciernes en busca de un comentario y que él nunca lo hizo ni lo buscaba. “He tenido la fortuna accidental e incidental de ser el primer lector de cuentos y manuscritos y de borradores de Juan Rulfo”, afirma casi al inicio. “Yo leí Pedro Páramo en puros originales, eso es lo más hermoso de todo. Yo no he leído Pedro Páramo impreso.” “Nunca”, dice casi al final. Y se torna patéticamente existencialista cuando se autocensura y cuando en dos distintos pasajes saca a relucir, del fondo oscuro de sí mismo y sin mediar pregunta, su implícita y neurasténica competencia ante el vertiginoso, arrollador, trascendental y deificado triunfo masivo de Rulfo: “Les voy a decir una cosa. Yo lo primero que sé reconocer es la grandeza ajena... (Ya olvidado nuevamente del juego.) Y a mí cuando me preguntaban si envidiaba yo a Juan Rulfo o a Carlos Fuentes, les digo: ‘Pues mejor me pongo a envidiar a Shakespeare’. Yo no envidio ni a Jorge Luis Borges, que tanto quiero... Me pongo a envidiar a Shakespeare y me cuesta lo mismo” [...] “yo en ningún momento, si no me siento inferior a Borges, no me voy a sentir inferior a Juan Rulfo ni a nadie. Yo me siento inferior a Shakespeare o inferior a Dante, ¡y eso vamos a ver!”
Al bosquejar la recepción inicial de Pedro Páramo (parafraseando el sonoro título de la exhaustiva investigación, incluso iconográfica y documental, que Jorge Zepeda publicó en 2005 a través de la Fundación Juan Rulfo y Editorial RM) es moneda corriente referir, incluso de oídas, la temprana objeción de Alí Chumacero (1918-2010) ante la fragmentaria estructura de Pedro Páramo; su reseña, originalmente publicada en el número 8 de Revista de la Universidad (abril de 1955), se puede leer en Los momentos críticos (FCE, 1987), volumen con “selección, prólogo y bibliografía” de Miguel Ángel Flores. 
       No menos legendaria, o quizá más, es la supuesta colaboración de Juan José Arreola en la disposición final de los fragmentos de Pedro Páramo. En la p. 121 de Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso (CONACULTA, 2ª edición, corregida y aumentada, 1996), Arreola, por interpósita persona, declara: “Como Antonio Alatorre y yo trabajábamos en el Fondo, le pedimos a Juan sus cuentos, para publicarlos. Con los cuentos no hubo mucho problema, pero en cambio no se animaba nunca a entregarnos Pedro Páramo. Hasta cierto punto tenía razón, porque parecía un montón de escritos sin ton ni son, y Rulfo se empeñaba en darles un orden. Yo le dije que así como estaba la historia, en fragmentos, era muy buena, y lo ayudé a editar el material. Lo hicimos en tres días, viernes, sábado y domingo, y el lunes estaba ya el libro en el Fondo de Cultura Económica.”
  Viene a colación esto porque el punto climático del libreto de Vicente Leñero se sucede cuando Arreola reitera y pregona a los cuatro pestíferos vientos de la aldea global su colaboración en la estructura de Pedro Páramo:  “[...] Eso es lo que yo —no me atribuyo—, ¡eso es lo que me corresponde! Porque un sábado en la tarde decidí a Juan, y el domingo se terminó el asunto de acomodar las secciones de Pedro Páramo, y el lunes se fue a la imprenta del Fondo de Cultura Económica [...] Estábamos en Nazas, a cuadra y media del Fondo de Cultura... De sábado a lunes salió Pedro Páramo por fin, porque no iba a salir nunca. (Pausa.) Lo que yo me atribuyo, no me lo atribuyo: es la historia verdadera: cuando logré decidir a Juan de que Pedro Páramo se publicara como era, fragmentariamente. Y sobre una mesa enorme, entre los dos nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas... Dios existe. Yo creo en Dios. ¡Esa tarde existió! Y yo no tengo más mérito que haberle dicho a un amigo: ‘Mira, ya no aplaces más. Pedro Páramo es así’.”
Sin embargo, según apunta Alberto Vital en la p. 139 de su biografía Noticias sobre Juan Rulfo (UNAM/RM, 2003), Arreola públicamente se desdijo: “tras uno de los actos dominicales en la sala Manuel M. Ponce, del Instituto Nacional de Bellas Artes, en junio de 1993, el propio Arreola reconoció ante varias personas que él no había intervenido en la organización de los fragmentos ni en ningún otro aspecto de la elaboración del libro; la frase [lapidaria] de Arreola fue ‘Yo no tuve nada que ver en eso’, mientras con la vista baja [a imagen y semejanza del chiquillo regañado y arrepentido de su larga travesura] alisaba el mantel blanco; estaban presentes Jorge Ruffinelli, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo y Víctor Jiménez, entre otros”.

Vicente Leñero, ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?. Serie Ficción, Universidad Veracruzana. Xalapa, 2002. 64 pp.





viernes, 2 de agosto de 2013

Manuscrito encontrado en Zaragoza y El monje




Pesadillas de la hostia en la pesadilla de la ostia

Manuscrito encontrado en Zaragoza, del dramaturgo y narrador Juan Tovar (Puebla, octubre 23 de 1941), no es una adaptación teatral de la novela cuya homónima primera parte (la más difundida) el legendario conde polaco Jan Potocki (1761-1815) publicó por primera vez en francés en una edición limitada impresa en dos partes, en 1804 y 1805, en San Petersburgo, sino que se trata de una versión teatral muy resumida, parcial y fragmentaria basada en dicha obra, cuya extensión, en años subsiguientes, fue ampliándose hasta alcanzar las casi mil y una páginas. Es decir, Juan Tovar utilizó ciertos personajes y pasajes de la primera parte del Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, preñados con la fantasía y el hechizo original, y sin supeditarse del todo a ello urdió variantes e invenciones.
 
(Alianza, 4ta. ed. en El libro de bolsillo, Madrid, 1984)
 
Jan Potocki (1761-1815)
         El Manuscrito encontrado en Zaragoza de Juan Tovar (“Tragicomedia en tres jornadas, un prólogo y dos interludios”) narra, centralmente, las vicisitudes de Alfonso van Worden, capitán de las Guardias Valonas al servicio de Felipe V, Rey de España, al cruzar El Valle de los Hermanos situado en Sierra Morena. Sus percances no sólo dan pie a que algunos de los personajes con que tropieza, siguiendo la estructura de la novela, cuenten su propia historia (analepsis o flashback), sino que esto sirve de marco para que en un tétrico ambiente matizado por aparecidos, espíritus, cabalistas, asaltantes y demonios, se exponga un breve mosaico de la situación pagana y supersticiosa de la España de finales del siglo XVIII, (mientras que los atisbos del inicio del siglo XIX se observan en el prólogo y en los interludios). Allí se dan cita guardias napoleónicas (representadas por el mismo Jan Potocki), inquisidores, cristianos, moros, judíos, gitanos, árabes y ateos.

       En el libreto teatral, como en la novela (en ésta detalladamente enriquecido) descuella la mixtura de fantasía crítica, irónica y erótica, en torno a las supercherías religiosas y su degeneración negra y macabra, cuyo epicentro es la decadente y corrompida idiosincrasia de la moral y fe católica. La tragicomedia de Juan Tovar no únicamente demuestra capacidad de síntesis inventiva, sino también imaginación en los enlaces de los ciclos mágicos, donde el factor sorpresa cumple su cometido estético. Cuando Alfonso van Worden cruza El Valle de los Hermanos (un par de bandoleros italianos ahorcados por sus fechorías, convertidos en terroríficos fantasmas que asedian la región) y llega a Venta Quemada, se le presentan dos bellísimas y voluptuosas moras: Emina y Zibedea, a quienes brinda su palabra de honor de no confesar su identidad. Alfonso van Worden, al continuar su camino, descubre que su intrínseca y onírica aventura, semejante a un inquietante sueño con final de pesadilla, es semejante a la “Historia de Pacheco” y a la “Historia de Uceda”. No quebranta su palabra de no decir palabra alguna sobre lo visto y vivido; no obstante, trata de indagar por cuenta propia el meollo del asunto: la posible vinculación lúbrica y demoníaca entre los ahorcados y las moras Emina y Zibedea.
        Vale observar que, como prototipo de héroe, Alfonso van Worden, vulnerable a la seducción erótica, siempre es temerario y fiel a los principios morales y de honor sobre los cuales fundamenta su conducta. De pronto, en el centro de un campamento gitano, a Alfonso van Worden se le revela que todo lo sucedido ha sido un tinglado construido para probar su integridad. Es aquí donde Juan Tovar hace una quimérica traslación, exegética, referente al suicidio de Jan Potocki, en 1815, con una bala de plata que él mismo había limado y enviado a bendecir. Tanto en el prólogo, como en los interludios, el dramaturgo glosa y esboza a un Jan Potocki urdido y acuñado de imaginación, leyenda y biografía; por ende, en el libreto resulta ser un personaje más, pero con la particularidad de que es el creador de los personajes de las jornadas que se suceden. Cuando Pandesowna, el líder de los gitanos, le señala a Alfonso van Worden al Jan Potocki inventor del sueño en que se encuentra (que es, al unísono, un sueño ya soñado que precede al suicidio que Potocki perpetrará años después), lo observa enfermo, neurasténico, solo, derrotado; y presencia el momento en que termina de limar la bala y el instante en que oprime el gatillo. Alfonso van Worden lo contempla como su verdadero y auténtico padre y deduce, del acto de él, que “es deshonroso vivir disminuido”. Alfonso van Worden renuncia al harén, al poder, a las riquezas, a la honra militar, a lo religioso; escoge la muerte por honor, porque no soporta habitar una ficción, una “mentira piadosa”. En este sentido, Juan Tovar, al colocar a Alfonso van Worden como reflejo y alter ego de Jan Potocki, traza un paralelismo entre el fin romántico del verdadero Jan Potocki y el dramático y literario destino de Alfonso van Worden.
(Cátedra, 2da. ed. en Letras Universales, Madrid, 2003)
 
Matthew Gregory Lewis (1775-1818)
        El libreto teatral El monje tampoco es una adaptación, sino un breve “Melodrama en tres episodios basado en la [extensa] novela” homónima y gótica que el británico Matthew Gregory Lewis (1775-1818) publicó en inglés y en Londres el 12 de marzo de 1796. Este libreto, si bien funciona de manera individual, está urdido para que sus movimientos sean insertados a modo de entremeses en el curso escénico del Manuscrito encontrado en Zaragoza. Esto a partir de que el director polaco Ludwik Margules (1933-2006) le sugirió al dramaturgo Juan Tovar la adaptación teatral del Manuscrito de Jan Potocki; pero como Ludwik Margules no quedó satisfecho con la extensión redactada por el escritor, éste le propuso el libreto El monje como complemento alterno para ser entreverado en el decurso del Manuscrito.

       
Juan Tovar
       
Ludwik Margules (1933-2006)
         La complejidad de El monje es muchísimo más sencilla; básicamente, en medio de un cáustico y corrosivo cuestionamiento a la moral intolerante e intransigente de monasterios y conventos asistidos por monjes (todos inquisidores inextricablemente conjugados a la violencia desenfrenada de fanáticos y obtusos feligreses), el espectador asiste a la abyección delirante y lasciva de Ambrosio, prior de los Capuchinos, el más respetado de Madrid. Su perfidia y sevicia no sólo tiene origen en la congénita y arquetípica debilidad humana ante los deseos y tentaciones de la carne, sino sobre todo en las invisibles telarañas que le tiende Matilde, un demonio (una auténtico súcubo de la peor cepa) que primero se disfraza de monje para acercársele y seducirlo y, entre otras cosas, para inducirlo (sin que él se dé cuenta ni lo advierta) a que asesine a su propia madre y viole y mate a su hermana. 

Después de que Ambrosio, siempre vil y para salvarse de quienes amenazan con lincharlo, firma el pergamino del Mal con una pluma de acero que remoja en su sangre, aparece en Sierra Morena, donde estará condenado (“por los siglos de los siglos”) a residir en una ermita abandonada. Con estos datos, el inocente espectador (con los pelos de punta, el Jesús en la boca y el corazón en la mano) descubre la procedencia y naturaleza de aquel ermitaño desmemoriado y dizque bondadoso con el que Alfonso van Worden convivió en las montañas de El Valle de los Hermanos.
        Dos libretos fantásticos, macabros, palimpsésticos, con remanentes históricos y literarios, diestramente armados y compaginados por Juan Tovar en un solo libro dedicado “A Ludwik Margules”. 
(Joan Boldó i Climent, Editores/Fundación Enrique Gutman, México, 1986)
         Y si vale destacar el buen diseño de la portada concebido por Jordi Boldó, vale lamentar, no las diestras fotos de Ricardo Vinós, sino las nueve malísimas reproducciones fotográficas en blanco y negro del montaje del Manuscrito encontrado en Zaragoza que Ludwik Margules alguna vez dirigió en el Centro Universitario de Teatro de la UNAM. 




Juan Tovar, Manuscrito encontrado en Zaragoza y El monje. Fotografías en blanco y negro de Ricardo Vinós. Joan Boldó i Climent, Editores/ Fundación Enrique Gutman. México, septiembre 8 de 1986. 168 pp.








martes, 11 de junio de 2013

Diatriba de amor contra un hombre sentado



 ¡Nada se parece tanto al infierno
 como un matrimonio feliz!  

Rubricado en la Ciudad de México en “noviembre de 1987”, Diatriba de amor contra un hombre sentado (Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995), libro del periodista y narrador Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927), es un libreto teatral cuyo estreno, según la presente edición, se efectuó “en Colombia en el Teatro Nacional, el día 23 de marzo de 1994, en el marco del IV Festival Iberoamericano de Teatro, con la coproducción del Teatro Libre de Bogotá, el Teatro Nacional y el Instituto Colombiano de Cultura”. Laura García fue la actriz, Juan Antonio Roda el escenógrafo, Juan Luis Restrepo el compositor, y Ricardo Camacho el director.
 
(Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1995)
       El monólogo en un acto de Graciela, la protagonista, transcurre en la recámara de una mansión ubicada en una ciudad del Caribe. Inicia “poco antes del amanecer del 3 de agosto de 1978”, que es el día en que su matrimonio, uno de los más adinerados y notables, celebra sus bodas de plata. Y concluye cuando una paulatina invasión de canastas de rosas y las siluetas de ciertos invitados hacen patente la proximidad de la rimbombante y ampulosa fiesta que se avecina.

     
Gabriel García Márquez
          En este drama teatral no hay realismo mágico ni metáforas insólitas ni maravillosas, como quizá el lector podría esperar de un Gabriel García Márquez eventualmente convertido en dramaturgo. El lenguaje y las imágenes escenográficas que construye tienen que ver más que nada con los consabidos y melodramáticos lugares comunes que infestan y erosionan la vida sentimental y doméstica de una pareja latina de la high society, cuya vida íntima, con un tinte convencional y conservador, se ha convertido en un vacío, en una farsa, en un desastre sin remedio. En este sentido, apenas hay por allí alguna que otra pincelada poética que ínfimamente dejan entrever las virtudes narrativas del célebre narrador colombiano, como cuando Graciela, al evocar la primera vez que entró a la fastuosa casona donde se halla, recuerda que en medio del silencio “Había un canario en alguna parte, y cada vez que cantaba se movían las flores”. O cuando en una momento dice: “El avión se parece a un milagro, pero va tan rápido que una llega con el cuerpo solo, y anda dos o tres días como una sonámbula, hasta que llega el alma atrasada.”

       Lo primero que se oye en el escenario, incluso antes de la tercera llamada, es el ruido de una vajilla que está siendo rota y hecha añicos con cierto júbilo, pero también con “una rabia inconsolable”. Los cacharros, los no siempre sacros recipientes de un ritual cotidiano, casi sobra decirlo, son los depósitos donde día a día se cocinan, se sirven y paladean los humores que pueden atemperar los afectos y las rutinas domésticas y familiares. Así, el destrozo implica el amargo sazón de un resquebrajamiento irremisible, de un perentorio exterminio.
      Tal preludio es puntualizado con la primera y lapidaria frase que a sí misma se dice y vocifera Graciela ante un maniquí (el marido) que siempre permanecerá sentado e inmóvil leyendo el periódico, sumergido en la más negra, abyecta, sorda y ciega indiferencia: “¡Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz!” Así, todo lo que ocurre en la obra (flashbacks a episodios del pasado y retornos al presente) le da sentido a tales actitudes y palabras; constata los matices y fisuras de ese solitario averno e infelicidad doméstica que a luz pública se exhibe de otra manera, aunque no engañe la mirada de basilisco de ningún carroñero lobo ni de ninguna vieja cabra. Por ejemplo, Graciela recuerda: “Las revistas de comadres van a publicar que hemos pasado todo el día celebrando las bodas de plata en la cama.” De ahí el ambiguo matiz del claustrofóbico encierro en la rutilante jaula de oro: ¿sola con un fantasma inasible o con alguien de cuerpo presente que ignora el estiércol y el miasma de su neurótico y solitario parloteo?
       Si el cúmulo de quejas, resquemores y resentimientos que monologa la protagonista, representan una serie de variaciones sobre consabidos y domésticos clisés, el juego escénico propuesto en el libreto, si está bien trazado, tampoco escapa a ciertos cánones dramatúrgicos y escenográficos. Son los casos en los que se va del presente al pasado y viceversa. En tales instantes de transición, la actriz mueve objetos apoyada por la móvil utilería y por la tramoya y por otros elementos que pueden ser la música, sus palabras, su canto o la sombra ausente de un criado. O cuando la iluminación enfoca ciertos ángulos del escenario o simplemente cuando la actriz habla ante el supuesto espejo, que es un marco hueco a través del cual da la cara al público como si en realidad estuviera observando sus rasgos y gestos.
       Borges decía que la memoria es una forma del olvido, en el sentido de que lo que uno recuerda o elige recordar va siendo trastocado por ciertas vivencias (que pueden ser circunstanciales o convenencieras). Graciela se habla a sí misma, parece sincera ante sí, que dice la verdad y nada más que la verdad. Pero el lector ¿tiene que creerle al pie de la letra? ¿No se estará engañando a sí misma con un fardo de mentiras y de complejos y culpas que ha terminado por retorcer y creer para justificar y matizar su soledad y fracaso?
       Esta fémina, amasijo de contradicciones, dibuja para sí una variante del consabido mito de la mujer que ama demasiado y pese a todo: por amor se entregó virgen al hombre de su vida y en contra de los atavismos y prejuicios familiares, por amor lo ayudó a conseguir un empleo, por amor aceptó acercarse a la casa de los padres de él, por amor ha resistido vejaciones, que mil veces la engañe con otras, especialmente con una mujer que le quita el sueño y la hace sobrevivir masacrada y corroída por los celos, y que es la querida con la que al parecer el marido tiene un rebaño de bastardos bajo la férula de un esposo postizo comprado por él. Sin embargo, Graciela siempre fue más fiel que un perro apaleado, nunca lo coronó con nadie, pese a que pudo hacerlo y a que ahora colige y apostrofa: “hay un momento de la vida en que una mujer casada puede acostarse con otro sin ser infiel”. Así, además de primera actriz y heroína de sí misma, es siempre la eterna víctima del villano y malvado de su cónyuge, cuya riqueza e influyentes nexos translucen las sucias complicidades con los hombres del dinero y del poder.
 
Gabriel García Márquez
         No obstante, pese a sus baños de martirio, de resignación y fidelidad, da visos de que tampoco cantó mal las rancheras. El pirurris de ambos, de 25 años, sintomáticamente se niega a asistir a la inminente fiesta de las bodas de plata. Pero además le rebuzna dizque “de muy buen tono”, quezque “sin deseos de ofender”, que siente como si ella y su papi estuvieran muertos desde siempre. ¿Qué le habrán hecho o habrán hecho los muy méndigos, egocéntricos y condenados para que el junior vomite tal cosa?

      Pese a que nunca confiesa que no se le borran las macbethrianas manchas de las neuróticas manos, se sirvió con la cuchara grande: disfrutó la rancia posición de los Jaraiz de la Vera, los puercos vínculos, simulaciones y haberes de su marido; allí están las elocuentes joyas familiares en el cofre del tesoro, un botín de pirata, que si las arroja por la taza del retrete, las había atesorado para otros rutilantes y exhibicionistas fines; se transformó en una culta dama con cuatro doctorados, dos maestrías y dos lenguas extranjeras; y durante años se consoló con la para nada modesta ilusión “de una casa de reposo frente al mar”, donde, casi una reina, se iría a vivir “lejos de tanto horror”, seguida por la cohorte de demiurgos menores y diocesillos bajunos que para ella son sus hombres de letras.
      Sin embargo, parece que está harta de ese sainete de cartón y oropel, que después de 25 años de matrimonio el estallido de la loza son los añicos y el saldo de la mala inversión de su vida. Haciendo agua en la pestilente charca de su derrota y escepticismo, las relaciones entre la gentezuela donde se mira y mueve le resultan un asco. Así, la androfobia con que una y otra vez sataniza y vapulea a su marido no es más que un indicio del miasma, a punto de reventar, que aún la atosiga y refleja con la fidelidad de un espejo: “No te aguanto más a ti travestido de manola, con la cara pintorreteada y la voz de retrasada mental cantando la misma cagantina de siempre”.
      Pese a todo, según ella, tiene esperanza de rehacerse, de encontrar un hombre que la ame de verdad, aunque en el idilio que visualiza sólo habla de sexo, como si el sexo lo fuera todo y eterno, la piedra angular de la comunión afectiva, intelectual y doméstica. Si quizá esto es un espejismo, el último manotazo de ahogada, el vituperio moraloide con que flagela a su marido implica su propia autoflagelación e ineludible autocensura y condena. En este sentido, cuando literalmente (y como no queriendo, casi como un descuido) le prende fuego y lo sentencia a la hoguera de la eterna consumación, el lector puede entrever que esas llamas también la rozan y la tocan y quizá la envuelvan y la lleven a la extinción definitiva.
Gabriel García Márquez 



Gabriel García Márquez, Diatriba de amor contra un hombre sentado. Grijalbo Mondadori. Barcelona, 1995. 88 pp. 







jueves, 18 de abril de 2013

El contrabajo



Nacido para perder


Patrick Süskind

El contrabajo, la obra teatral de Patrick Süskind (Ambach, Baviera, marzo 26 de 1949), cuya primera edición en alemán data de 1984 y en español de 1986 (traducida por Pilar Giralt Gorina), es un libreto breve y menor si se compara con los matices y la riqueza de su novela más célebre: El perfume. Historia de un asesino (Seix Barral, Barcelona, 1985). Pero de ninguna manera es de baja calidad; todo lo contrario: es un libreto estupendo, muy bien logrado.
(Seix Barral, Barcelona, 1985)
  Si en El perfume el lector se introduce en un mundo imaginario donde pululan conocimientos históricos, perfumistas, herbolarios, odoríficos, etcétera, enclavados y engarzados en la Francia del siglo XVIII, cuyo protagonista: Jean-Batiste Grenouille es un monstruoso genio del olfato que logra elaborar la esencia aromática más exquisita y perfecta del orbe, en El contrabajo descuella también, aunque sintéticamente, la inclinación de Patrick Süskind por historiar con cierta técnica de palimpsesto, pero aquí lo hace en el terreno de la música; de modo que sus reminiscencias y alusiones detallistas en torno a ciertas obras, a anécdotas biográficas de consabidos músicos y a momentos determinados en la evolución del contrabajo, denotan a un melómano ilusionista y conocedor de la materia.

(Seix Barral, Barcelona, 1999)
    El libreto es un drama tragicómico que exige excelentes virtudes histriónicas y musicales tanto al actor como al director. Situada en la Alemania de antes de la caída del muro de Berlín, es un largo monólogo dirigido a un interlocutor que nunca habla, porque sólo existe en la desesperada, neurótica, esquizoide y solitaria imaginación del contrabajista, tercer atril de la Orquesta Sinfónica Nacional.

Carlo Maria Giulini
     Los sucesos ocurren unas horas antes de que inicie el festival de temporada con El oro del Rin y Carlo Maria Giulini como director invitado. Dado que se halla ligeramente briago (y seguirá bebiendo cerveza durante la totalidad del lapso) goza de una lucidez delirante que le brota a torrentes interrumpidos, obsesivos y caprichosos. 

El espacio escénico en que esto se desarrolla es el departamento del contrabajista, la atmósfera habitual de su ámbito interior que lo induce a desmenuzar los pormenores y trasfondos de su situación existencial.
     
      
         La manera en que Patrick Süskind entabla y bosqueja el vínculo entre el hombre y su instrumento es, al unísono, satírica y bufónica. Si se burla, parodia y ridiculiza la fatalidad orquestal del contrabajista, también construye una parábola óptica donde la relación entre el intérprete y su artefacto se ha diluido entre sí. El instrumento es él: su piedra de Sísifo, se ha posesionado de su identidad, enuncia su estrato social, invade su espacio íntimo y su intimidad sexual, restringe y limita su espectro creativo y musical, y lo hunde ante la competitividad humana (pragmática, jerarquizada, burocrática) en la que el mediocre, es decir, el simple mortal, ve pisoteada y hecha polvo su autoestima, su libertad y su honor.

     
       Si al principio de la obra el lector asiste y presencia la delectación ideal y sublime en torno al concepto del contrabajo y sus limitados registros tonales, pronto verá que esto sólo es un fantaseo tan ingenuo y solipsista como resulta su referencia peyorativa a Franz Schubert, lo que termina transpuesto en el anhelo, casi imposible, de interpretar el quinteto La trucha, como improbable es que con un grito quezque heroico conquiste a la Sara de sus sueños, derrumbando así, en un efecto dominó, todos los obstáculos que subrayan y aprisionan al cepo su pequeñez.
Franz Schubert
   La soledad, debilidad y falta de talento, no sólo son estigmatizados por el historial genealógico y de tipo psicoanalítico que desentraña y elucida al vertir y teatralizar su atadura amor-odio hacia el instrumento, sino que también el autodesprecio estoico, la envidia y los celos hacia los virtuosos que le deforman su apreciación y la idealización amorosa que sabe prohibitiva, lo obligan a resignarse y constreñirse en sus limitaciones inventivas, orquestales, sexuales, económicas y sociales.


    
      Todo el meollo está desglosado con una comicidad fina, de humor negro, que además de propiciar que el drama no sea cursi, sino lúdico y risiblemente doloroso, transluce la virtud narrativa de Patrick Süskind para trasladar y comprimir en un libreto teatral (en un acto) un fenómeno que representa y ejemplifica el fracaso del consabido solitario perennemente empantanado en el marasmo de la previsible burocracia y la mediocridad.



Patrick Süskind, El contrabajo. Traducción del alemán al español de Pilar Giralt Gorina. Biblioteca Formentor, Editorial Seix Barral. Barcelona, 1999. 64 pp.



jueves, 20 de diciembre de 2012

Las mil noches y una noche



Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más)
                                 
I de II
El jueves 3 de agosto de 2006, en el Teatro Romano de Mérida, dentro del Festival de Teatro Clásico de esa ciudad de Extremadura, España, Mario Vargas Llosa estrenó su libreto teatral Odiseo y Penélope, actuado por él y la actriz Aitana Sánchez-Gijón, dirigidos por Joan Ollé y con escenografía del pintor Frederic Amat, quien, curiosamente, ilustró los III tomos de Las mil y una noches, con acopio, traducción, edición, prefacios y notas del investigador y académico Juan Vernet (el más connotado arabista del idioma español, biógrafo de Mahoma y traductor del Corán), impresos en Barcelona por Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, empresa donde también se tiró y volatizó la susodicha obra escrita y actuada por el peruano. Por entonces el dramaturgo anunció, a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, que ya estaba en el caldero del brujo una versión suya de Las mil y una noches, minimalista y ex profesa para la dirección de Joan Ollé y su coactuación con Aitana Sánchez-Gijón. Cosa que se hizo y cuya “obra se estrenó en Madrid el 2 de julio de 2008, en los Jardines de Sabatini, dentro del festival Veranos de la Villa”. 
Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón
en los papeles de Odiseo y Penélope
Pero además, en “Contar cuentos” —su prólogo para Las mil noches y una noche (Alfaguara, México, 2009), firmado en “Madrid, julio de 2008”—, apunta: “Debo a mis queridos y admirados amigos Aitana Sánchez-Gijón y Joan Ollé, compañeros y maestros de aventura teatral, sugerencias e ideas que corrigieron muchas imperfecciones de mi texto. Durante los ensayos, en el Madrid sofocante de julio, al hacer pasar el texto de mi versión por la prueba decisiva de la representación hice ya muchos cambios, con los que la obra se dio, en los Jardines de Sabatini, durante los madrileños Veranos de la Villa, los días 2, 3 y 4 de julio. Pero todavía luego de exponerla al público hice nuevas correcciones, de modo que la versión que vieron de Las mil noches y una noche los espectadores de Sevilla, el 17 y el 18 de julio, y los de Tenerife, el 26 y 27 del mismo mes, fue algo distinta —y mejor, espero— de la del estreno madrileño. Éste es el texto que ahora se publica.”
Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón
En su prefacio, Mario Vargas Llosa recomienda, para orientarse y navegar en torno a los incunables manuscritos originarios y sobre disquisiciones hermenéuticas y filológicas, la erudita edición de Juan Vernet. Y para escribir su libreto dice haber consultado varias ediciones de Las mil y una noches, sobre todo la que M. Dolors Cinca y Margarita Castells Criballés publicaron, en 1998, en Ediciones Destino. Y aunque no lo precisa, se observa que para titular su libreto no recurrió al sonoro y seminal título que el francés Antoine Galland (1649-1715) introdujo en el imaginario occidental (sueños, fantasía, mentalidad, tradición): Les mille et une nuits. Contes arabes (12 tomos editados en París entre 1704 y 1717, con 64 historias), sino al título que el valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) popularizó al traducir, del francés al español, la versión de Le livre des mille nuits et une nuit urdida del árabe (de diversos abrevaderos y editando, quitando y poniendo de su idiosincrasia) por el cairota Joseph Charles Mardrus (1868-1949), impresa en París, por la Revue Blanche, en 16 tomos, entre 1898 y 1904. Según dice Jorge Luis Borges en “Los traductores de las 1001 Noches” —Historia de la eternidad (Viau y Zona, Buenos Aires, 1936)— el título se debe a que “En 1839, el editor de la impresión de Calcuta, W.H. Macnaghten, tuvo el singular escrúpulo de traducir Quitab alif laila ua laila, por Libro de las mil noches y una noche. Esa renovación por deletreo no pasó inadvertida. John Payne, desde 1882, comenzó a publicar su Book of the Thousand Nights and One Night; el capitán Burton, desde 1885, su Book of the Thousand Nights and a Night; J.C. Mardrus, desde 1899, su Livre des mille nuits et une nuit.” Que a Borges no le gustó y por ende la cuestiona con rigor, pero acota: “me consta que la ‘traducción’ de Mardrus es la más legible de todas —después de la incomparable de Burton, que tampoco es veraz.”
El libro de las mil noches y una noche (Bibliotheca Avrea, Cátedra, Madrid, 2007)
Estuche con dos tomos
La traducción del doctor J.C. Mardrus al castellano que hizo Vicente Blasco Ibáñez se publicó en Valencia, España, en 1912, con el sello de Prometeo. Fueron 23 tomos que se repitieron en 1916 y en 1921 se reagruparon en 12. Tal versión de Las mil noches y una noche de Mardrus proliferó en el orbe del castellano, en España y en América Latina, durante buena parte del siglo XX y no escasearon las antologías y las ediciones expurgadas y censuradas para adolescentes y niños (incluso piratas y sin acreditar la fuente), a las cuales les eliminaron referencias sexuales muy explícitas y párrafos de poemas y versos. 
Las mil y una noches (J. Pérez del Hoyo, Editor, Madrid, 1969)
Yo, desde la infancia, tengo una (regalo de mi tío materno Lázaro Morales Sáenz, junto con otros libros y barquitos para armar). Es un libro “Anónimo” de pastas duras y rojas titulado Las mil y una noches, impreso en Madrid, en 1969, por “J. Pérez del Hoyo, Editor”; con un prólogo de un tal “L. Pérez de los Reyes”, antologa, editadas y sin acreditarlo, 41 de las 244 historias que Vicente Blasco Ibáñez tradujo, casi literalmente, del acopio, traducción y tejemaneje del doctor Mardrus. Están profusamente ilustradas con laboriosos y magníficos grabados, cuyo autor tampoco se acredita. Este libro, atractivo en su piratesco género, lo volví a encontrar editado en España, en 1998, por Edimat Libros, con un formato mayor. Y en el estuche con IV tomos titulados Las mil y una noches, impresos en Barcelona, en 2003, por Edicomunicación, cuyo subtítulo alardea: “Según la versión alemana de Gustav Weil/Ilustraciones originales” (publicada “entre 1839 y 1842”, se dice), de nuevo hallé los susodichos grabados y otros más (quezque ¡“más de 1450”!). Pero si inician con un prefacio de un tal “Michel Gall”, en ningún sitio se acredita la identidad del ilustrador (o ilustradores) ni el nombre del traductor (o traductores) ni el idioma del que se tradujo (al parecer del alemán) ni de qué edición. 
Las mil y una noches (Edimat libros, Madrid, 1998)
Pero para fortuna del desocupado lector (“Alah es más sabio, más prudente, más poderoso y más benéfico”), en abril de 2007, en Madrid, Ediciones Cátreda, en su selectiva Bibliotheca Avrea, publicó la versión al español que Vicente Blasco Ibáñez hizo de la traducción y edición del doctor Joseph Charles Mardrus; con el título El libro de las mil noches y una noche son II sobrios pero preciosistas volúmenes, con pastas duras y estuche, muy bien editados y cuidados, con “Introducción, apéndices y notas” de Jesús Urceloy y Antonio Rómar. Tomos que sí circulan en México, pues los antedichos de Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores no se encuentran en ningún sitio.



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II de II
Sherezada (Aitana Sánchez-Gijón) y el rey Sahrigar (Mario Vargas Llosa)
Foto: Ros Ribas
Dedicado “A Joan Ollé, por aquello del ménage à trois”, Las mil noches y una noche, el libreto de Mario Vargas Llosa, celebra el poder civilizador, y de seducción y encantamiento, que implica la milenaria tradición de contar historias en forma oral, escrita y escénica. Y esto es así porque su versión minimalista se centra en narrar, en primera instancia, cómo el poderoso, sanguinario y despótico monarca, el rey Sahrigar, quien resentido y desconfiado porque su asesinada esposa lo había traicionado con prolongadas orgías palaciegas, ya lleva un año matando doncellas —es decir, noche a noche copula una virgen y antes del alba ordena que el verdugo la decapite con un golpe de cimitarra—, pero tal terror y sangría se interrumpen al desposar y conocer a Sherezada, mujer sabia quien por sí misma se propuso para el casorio, pues con sus virtudes mnemónicas, orales y narrativas lo interesa en lo que le cuenta, lo civiliza y humaniza, y logra, con su inefable hermosura de hurí, coqueteo y sugestión, que noche a noche postergue su asesinato, que poco a poco se enamore de ella y que al final le perdone la vida por siempre jamás.
El libro de las mil noches y una noche (Bibliotheca Avrea, Cátedra, Madrid, 2007)
Tomo I
En la citada traducción de Joseph Charles Mardrus que hizo Vicente Blasco Ibáñez —El libro de las mil noches y una noche (Ediciones Cátedra, Madrid, 2007)—, se narra que Schahrazada, hija mayor del visir del rey Schahriar, se propuso para la efímera y peligrosa unión con el monarca, porque al salvar su vida, salvaría la vida de las hijas de los musulmanes que podrían morir. La astuta estrategia que Schahrazada prepara para doblegar al rey, con apoyo de su hermana menor Doniazada, la puede urdir porque es muy culta y virtuosa: allí se dice que “había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla”. 
(Alfaguara, México, 2009)
En este sentido, en la versión minimalista del dramaturgo se da por entendido que durante mil ardientes noches y una noche Sherezada urde su tela de suculenta y noble hurí —y le esfuma al rey Sahrigar su pulsión y veneno homicida— al contarle tooooooooooodas las historias que implica la milenaria tradición (los tres tomos de Rafael Cansinos Assens, de 1955, compilan 482 historias, y los tres de Juan Vernet, de 1964, reúnen 220), pero además de suponer que es así, sólo se bocetan y varían tres relatos: la historia de amor de Sherezada y del rey Sahrigar, la historia de amor de la princesa Budur y el príncipe Camar Asamán —que en el tomo I de la traducción de Mardrus (con 244 historias) que hizo Vicente Blasco Ibáñez se titula “Historia de Kamaralzamán y la princesa Budur, la Luna más bella entre todas las Lunas” y narra numerosos entresijos lúbricos y fabulosos— y la historia de los príncipes Amgad y Asad, que no está en Mardrus, pero sí en la citada versión del alemán Gustav Weil —Las mil y una noches (Edicomunicación, Barcelona, 2003)—, en cuyo tomo II se titula “Historia de los príncipes Amgiad y Assad”. 
Las mil y una noches  (Edicomunicación, Barcelona, 2003)
Estuche con IV tomos
Las mil noches y una noche de Mario Vargas Llosa, pieza en un acto, comprende trece escenas numeradas con romanos y con títulos de cuentos fantásticos. En la primera escena el dramaturgo y la actriz aparecen en los papeles de Mario y Aitana, al parecer para asentar bien los pies en el escenario y para conjurar el pánico escénico que sobre todo lo atosiga a él, preludio que da paso a la metamorfosis escénica de dos personas de carne y hueso (un par de simples mortales salidos del vientre del pueblo y que pedalean a pata pelada) en rutilantes personajes de ficción y fábula. 
El dramaturgo Mario Vargas Llosa y la actriz Aitana Sánchez-Gijón en los papeles de Mario y Aitana, simples mortales salidos del vientre del pueblo, quienes en el escenario se transformaron en el rey Sahrigar y Sherezada, protagonistas de Las mil noches y una noche (foto: Ros Ribas)

Al término de la escena inaugural, indica el apunte del dramaturgo: “La orquesta toca la música que servirá de leitmotif cada vez que Sherezada comience una narración y que hará de música de fondo a ciertos episodios de la acción.” Y al final de la segunda escena se lee: “El trío de músicos irrumpe con una melodía estruendosa y de expresión de júbilo.” Y al final de la tercera: “El trío de músicos inicia el leitmotif musical que acompaña las narraciones de Sherezada.” Y así sucesivamente, con ligeras variantes, en el fin de las siguientes escenas, lo cual implica que la música creada ex profeso y exhibida en el escenario también es parte del espectáculo y de la creación y narración conjunta, tanto como las eróticas y arabescas danzas (¿la cadenciosa y candente danza de los siete velos?, ¿la ondulante y multirrítmica danza del vientre?, ¿la danza de las beduinas?, ¿la de las persas?, ¿la de las judías?, ¿la de las etíopes?, ¿la de las bereberes?, ¿la del pañuelo?, ¿la del consabido y fulgurante puñal?) que Aitana Sánchez-Gijón realizó en el escenario a imagen y semejanza de una almea de milenaria estirpe (bella y sibilina como una cobra bailando en un canasto de mimbre), según lo sugieren las fotos de Ros Ribas (casi de disparador y no de artista o profesional) que dizque aderezan y recaman la presente edición de Las mil noches y una noche impresa en México, en noviembre de 2009, por Alfaguara, editora adscrita a los ricachones mercaderes de la transnacional Santillana Ediciones Generales (“¡Gloria a Quien da sin cuento a los humildes de la tierra!”). 
El rey Sahrigar (Mario Vargas Llosa) y Sherezada (Aitana Sánchez-Gijón)
   Se trata de 16 fotografías en blanco y negro de lo más ilegibles (en una imagen apenas y se logra apreciar al director Joan Ollé dando indicaciones a Mario y a Aitana), pues no se cuidaron los tonos y están muy oscuras, “quemadas” se dice en el arcaico argot, y con varios encuadres deficientes. Más 11 a color (contando la que ilustra los forros), que sí se observan aceptables, sin embargo 4 de ellas (las distribuidas en 2 páginas) están fracturadas por la raya y hendidura que separa las hojas. ¡Lástima! Por si fuera poco, al respetable que compró su boleto entre los humeantes y polvorientos escombros de la bombardeada medina de Bagdad (por todas las tandas y lu-lu-lúes) no se le brinda ningún dato de Ros Ribas (ni de Joan Ollé ni de Aitana Sánchez-Gijón) ni del sitio y fecha donde realizó las tomas.


Mario Vargas Llosa, Las mil noches y una noche. Fotos en blanco y negro y a color de Ros Ribas. Alfaguara. México, noviembre de 2009. 160 pp.