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sábado, 23 de febrero de 2013

Todos los nombres




Todos somos el burócrata desconocido

De 1997 data la primera edición en portugués de Todos los nombres, novela del lusitano José Saramago [nacido en Azinhaga, Santarém, Portugal, el 16 de noviembre de 1922; muerto en Tías, isla de Lanzarote, España, el 18 de junio de 2010]. Y de 1998 data la primera edición en castellano, traducida por la española Pilar del Río, esposa del escritor. 
José Saramago y Pilar del Río
En medio del protagonismo y del trabajo autopublicitario que una y otra vez despliega en México, José Saramago parece ser un hombre sencillo y con una gran simpatía y solidaridad hacia la beligerancia otrora armada y ahora política del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional). Es por ello que para cientos de lectores no es difícil admirarlo o simpatizar con él desde los sótanos y las catacumbas de la masa anónima y que casi parezca un sacrilegio que una novela suya, nada menos que del rimbombante Premio Nobel de Literatura 1998, no le guste a este ínfimo reseñista (más xalapeño que el chile jalapeño).
El reseñista confiesa que hasta ahora [mayo 17 de 2001] sólo ha leído y reseñado un puñado de libros de la abundante bibliografía de José Saramago: Memorial del convento (1982), El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), El Evangelio según Jesucristo (1991), Ensayo sobre la ceguera (1995), El cuento de la isla desconocida (1998) y ahora Todos los nombres, que le resulta el más soporífero y el menos afortunado de tal conjunto, pese a que según ha dicho el autor y la sonora publicidad, es la segunda parte de la trilogía integrada por Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres y La caverna (2000), con la que según la nota anónima de Alfaguara, José Saramago “deja escrita su visión del mundo actual, de la sociedad humana tal como la vivimos.” Y quezque “En definitiva: no cambiaremos de vida si no cambiamos la vida.”
(Punto de lectura, España, 2000)
Todos los nombres es una novela lineal, gris, plagada de palabrería, circunloquios, digresiones y ripios, no obstante que el autor parece muy autocomplacido e inspirado rellenando páginas y páginas. El protagonista, un burócrata microscópico e intrascendente, es el único personaje del que la voz narrativa dice su nombre: don José, con 50 años de edad, 25 de ellos trabajando de simple escribiente en la Conservaduría General del Registro Civil de una incierta y antigua ciudad de un pequeño país, cuyos borrosos modelos quizá sean Lisboa y Portugal. Don José, con escasa cultura, repleto de fobias y prejuicios, solitario y pobretón, subsiste en una astrosa covacha que colinda con el edificio de la Conservaduría, separado tan sólo por una delgada puerta condenada por donde podría entrar (y retornar) al sitio de su empleo. Aparte de su chamba y de sobrevivir sin mayor pena ni gloria, en su reducido y fétido cuchitril cultiva un único hobby (su subliminal fetichismo) con el que lastimosamente mata las horas libres de cada día: colecciona recortes de periódicos y revistas con noticias de personajes famosos de su país elegidos por su limitado criterio. Un día decide darle mayor fundamento, según él, a los datos de los héroes de su colección, añadiendo a cada expediente la copia del acta de nacimiento de cada uno y otros informes particulares (como el bautizo, el casamiento y el divorcio), por lo que se permite usar la llave que abre y cierra la puerta condenada que comunica su casucha con el interior de la Conservaduría General del Registro Civil. 
En esas inocuas tareas subrepticias (de ratón de archivo) aún se halla, cuando sin buscarlo ni quererlo se trae a su casucha, entre otros papeles de la Conservaduría, la ficha de una mujer desconocida de 36 años, cuyos datos copia y se torna su onírica, insomne y delirante obsesión, pues emprende la pálida odisea de localizarla para que de viva voz le cuente los pormenores su vida de mujer desconocida. Búsqueda que implica el inconsciente y recóndito anhelo de encontrar su media naranja: el amor de la mujer ideal que nunca ha vivido en su trayecto de eterno solitario y burócrata de escasos recursos. 
José Saramago y Pilar del Río
Los episodios y giros de la torpe, timorata, fóbica y prejuiciosa pesquisa que don José realiza (falsificación de credenciales, impostura de personalidad, engaño a varios informantes, asalto nocturno a un colegio y robo de boletas de calificaciones, intromisión en el departamento de la mujer desconocida, entre otros que puede descubrir el lector por su cuenta) son de lo más infelices y simplones, tan infelices y simplones, como los devaneos interiores de su oscura, subterránea, torpe, timorata, fóbica y prejuiciosa subsistencia de burócrata desconocido perdido en los oscuros meandros de la masa anónima de los burócratas desconocidos habidos y por haber. 
Según la contraportada, “Todos los nombres es a todas luces una novela psicológica, en la que el autor traza un perfecto retrato del funcionario don José y a la vez una crítica irónica de la burocracia.” Pero si bien la novela traza un retrato del burócrata don José, no es una novela psicológica; no se sabe nada, por ejemplo, de los rasgos de su rostro y de su cuerpo, nada de su niñez, de su adolescencia, de su juventud, de su formación, de los traumas de su vida familiar, de su vida sexual y desarrollo psicosexual, como para elaborar indicios o el rompecabezas de un cuadro psicopatológico o psicoanalítico, además de que no hay introspección en su mundo interior, ni reveladores monólogos interiores, pese al relato de algunas de sus pesadillas y sueños y a sus solitarias divagaciones en las que a veces la voz narrativa le inventa un artificial e inverosímil alter ego con el que dialoga y debate consigo mismo, como es el caso del sabihondo y dicharachero techo de su cuchitril, quien le llega a decir: “los techos de las casas son el ojo múltiple de Dios”, o sea: omnisciente y ubicuo. 
José Saramago
Y en cuanto a la supuesta “crítica irónica de la burocracia”, hay que decir que esto es relativo, pues además de que en la Conservaduría General del Registro Civil sólo trabajan unos cuantos empleados (ocho escribientes, cuatro oficiales, dos subdirectores y el jefe), su rígida, ritual, cabizbaja y minusválida conducta de autómatas incapaces de pensar y de tomar decisiones por sí mismos y por las condiciones laborales que imperan, más bien parecen el minúsculo y retorcido reflejo de un país totalitario, pues los grises burócratas, además de egoístas, gandallas y delatores entre sí, pueden ser humillados por el jefe, castigados o despedidos por él a la menor provocación y por la más minúscula burrada. O sea que el jefe se comporta y pavonea a imagen y semejanza de un despótico y arbitrario dictadorzuelo de baja estofa que hace y deshace a su antojo, apoyado por las añejas costumbres y por el reglamento disciplinario con malolientes visos militaroides; a lo que se añade el hecho de que una de sus ocupaciones primordiales es espiar, a imagen y semejanza de un pernicioso policía, los hábitos personales y los movimientos íntimos de sus subalternos. 
Esta perspectiva, desde luego, es de las licencias imaginarias de José Saramago, como la circunstancia de que en la Conservaduría General del Registro Civil de Todos los Nombres, pese a poder modernizarse y a que constantemente aumenta el volumen de los archivos de los vivos y de los muertos, aún trabajan a la antigüita, sólo por preservar la rancia tradición; es decir, los armarios y los estantes son de madera, no hay máquinas de escribir y mucho menos computadoras e Internet, y los burócratas todavía usan plumas que introducen en tinteros y que empuñan sobre papel secante. O el caso del descomunal y ciego muro posterior que es derrumbado para levantar otro, cada vez que a la Conservaduría le falta espacio para más anaqueles, que son altísimos, y por ende los escribientes tienen que subir a lo alto con una escalera y atados a una cuerda y con una lámpara de mano; además de que existe otra lámpara más poderosa y otra cuerda mucho más larga llamada hilo de Ariadna (epítome inverosímil entre incultos burócratas) que utilizan atada al tobillo para no extraviarse en la laberíntica y densa oscuridad del archivo de los muertos, pues podrían morir perdidos como niños abandonados en el nocturno bosque plagado de sombras, alimañas y fieras salvajes, o apachurrados por montones de papeles como cucarachas kafkianas. Hay que destacar, además, que en el archivo de los muertos predomina el caos y el descuido de ciertos burócratas, lo cual conforma una contradicción y una paradoja ante el orden del archivo de los vivos y frente a lo imperioso del reglamento disciplinario y de las exigencias del jefe, siempre rigurosamente bien vestido y rasurado y sin un minúsculo cabello fuera de su lugar.
Pero la vertiente imaginaria se torna aún más exagerada y enloquecida en el complicado laberinto que es el Cementerio General, cuyos extensos brazos de monstruoso pulpo se enredan en espacios de la urbe otrora destinados a los vivos, por lo que éstos, para no perderse al enterrar o al visitar a los suyos, tienen que valerse de un mapa.  
El insípido y desconocido don José llega a ir al Cementerio debido a que en su búsqueda de la mujer desconocida se topa con su recién e incomprensible suicidio. En la sección de los suicidas del Cementerio, don José cree encontrar la sepultura de la inasible y evanescente fémina, incluso pasa la noche allí hecho un ovillo en el tronco de un olivo; pero a la mañana siguiente un pastor con su rebaño que pasa por donde se halla le revela la imposibilidad de localizar la tumba de la mujer desconocida, pues todos los nombres que se leen en las lápidas de mármol no corresponden a los restos enterrados, debido a que el mismo pastor cambia a su antojo los números de las sepulturas antes de que los enterradores del Cementerio coloquen las piedras con los nombres grabados. Antes de irse de allí, ya solo, don José cambia de nuevo el número que tenía el falso túmulo de la mujer desconocida, con la esperanza de que la casualidad haga que el pastor, cuando de nuevo meta la mano para modificar los números, regrese a su sitio la cifra que le corresponde a la mujer de sus desvelos y sueños. 
Pilar del Río
Cabe añadir que cuando don José engaña a los padres de la suicida y logra entrar en el departamento donde ella vivió, se exacerba su fetichismo y el lúbrico apetito que inconscientemente le daba impulso en su búsqueda de la mujer desconocida y demás fantaseos, pues cuando ya está allí “piensa que si abre el armario no resistirá al deseo de recorrer con los dedos los vestidos colgados, así, como si estuviese acariciando las teclas de un piano mudo, piensa que levantará la falda de uno para aspirarle el aroma, el perfume, el simple olor”. Cosa que ejecuta con deleite (música para el tacto y el olfato) cuando ya se encuentra en el borde de la cama y una y otra vez desliza “la mano despacio por el embozo bordado de la sábana”. Y tras abrir el armario, mete el rostro entre los vestidos y aspira la fragancia. Y luego, al suponer que pasará la noche en el lecho donde dormía ella, no elude pensar en un sueño erótico y en una satisfacción onanista. 
Cuando don José deja el departamento de la suicida y retorna a su cuchitril, pese a que es domingo, el jefe de la Conservaduría se ha metido a su covacha y lo espera allí, sentado a la mesa, con las inculpatorias pruebas del inofensivo crimen: las falsas credenciales, las fichas escolares de la mujer desconocida robadas en el colegio, el cuaderno de apuntes donde don José puntualmente ha registrado sus culpables actos y sus íntimas pulsiones, y algunos documentos oficiales extraídos de la Conservaduría General del Registro Civil. Pero, oh paradoja, el despótico jefe, el auténtico y despiadado policía que no le perdonaría la vida ni a su propia mamita ni a su propia abuelita, no lo despide en un tris de su mugrienta chamba ni acepta la renuncia del diminuto subalterno, sino que se vuelve cómplice de sus fraudulentos y pecaminosos actos de burócrata solitario y desconocido, e incluso le enmienda la página, pues le sugiere “hacer para esta mujer una ficha nueva, igual que la antigua, con todos los datos exactos, pero sin la fecha del fallecimiento”, y que luego la coloque “en el fichero de los vivos como si ella no hubiese muerto”; por lo que prácticamente le ordena a don José que busque y halle la extraviada acta de defunción de la mujer desconocida y que la destruya. Atrevida y valiente misión que don José, una vez que el conservador se ha marchado, ni tardo ni perezoso se dispone a realizar yendo de su pocilga a la Conservaduría, donde en la mesa del jefe abre el cajón y toma la potente linterna y el hilo de Ariadna; luego se ata al tobillo la punta del hilo y avanza heroico hacia la terrorífica y laberíntica oscuridad. Suerte, pues podría no encontrar el acta de defunción o morir despanzurrado. 
José Saramago y Pilar del Río

José Saramago, Todos los nombres. Traducción del portugués al español de Pilar del Río. Punto de lectura. España, 2000. 352 pp.