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martes, 13 de febrero de 2024

Las batallas en el desierto




 Cuando una mujer guapa parte plaza

                                                                                                                JEP in memoriam

“Si los indios no fueran al mismo tiempo los pobres nadie usaría esa palabra a modo de insulto”, le dice su papá a Carlitos, el protagonista de Las batallas en el desierto (Era, 1981), novela corta de José Emilio Pacheco (México, junio 30 de 1939-México, enero 26 de 2014), cuya “Edición conmemorativa” por sus 30 años incluye 9 imágenes del fotógrafo Nacho López (1923-1986) que le dan atmósfera visual, antologadas de su legendaria labor de fotorreportero en los años 50 en las revistas Mañana, Hoy y Siempre!
  Pese a que el meollo de la trama se remonta a la época del régimen presidencial de Miguel Alemán (diciembre 1 de 1946 al 30 de noviembre de 1952), el señalamiento del inicio pudo haber sido dicho hoy mismo (domingo 26 de enero de 2014) en cualquier rincón del país, y como tal contiene muchas otros aún vigentes: “Los mayores se quejaban de la inflación, los cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin límite de unos cuantos y la miseria de casi todos”. 

La actriz Maty Huitrón escenificó las imágenes de “Cuando
una mujer guapa parte plaza por Madero”, fotoensayo de Nacho
López (1923-1986) publicado en la revista Siempre! (junio 27 de 1953).

     En la obra, Carlos, ya adulto, evoca el enamoramiento que de niño padeció ante Mariana, la madre de Jim, su condiscípulo, una mujer joven y atractiva (“es un auténtico mango, de veras está más buena que Rita Hayworth”), más el contexto social y ciertos hechos ocurridos alrededor de ello. Dado que Carlitos era un niño clasemediero de la Colonia Roma de la Ciudad de México, el autor, a través de su personaje y entre la narración de la remembranza, hace breves contrastes entre el presente y el pasado; pero sobre todo elabora una crónica nostálgica, sentimental, de los objetos que son parte de la iconografía y de la idiosincrasia de la época, de los atavismos, de las costumbres, de los usos y lugares comunes que vivió su generación. Es por ello que abundan las listas y los nombres de programas de radio, de coches, cómics, revistas, filmes, actores, vedettes, canciones, músicas, compositores, edificios, comercios, calles, sitios, avenidas, autobuses, tranvías, empresas y marcas de distintas cosas: electrodomésticos, juguetes, comestibles y un largo etcétera, como el surgimiento de novedades de inminente propagación: las plumas atómicas, los juguetes de plástico, el fab. En tal reconstrucción memoriosa no faltan los datos, las supersticiones y las fobias exhumadas de la historia (“El símbolo sombrío de nuestro tiempo es el hongo atómico”). Pero también la voz narrativa alude o narra escenarios como si estuviera describiendo sets cinematográficos y por ello no faltan las anécdotas peliculescas. En este sentido, resulta consecuente que el dramaturgo Vicente Leñero (Guadalajara, 1933) y el cineasta José El Perro Estrada (1938-1986) hayan escrito un guión fílmico basado en Las batallas en el desierto, película dirigida —con no muy buena fortuna— por Alberto Isaac (1923-1998), con el título Mariana, Mariana (1987), que obtuvo, en 1988, ocho Arieles, entre ellos el de “Mejor Dirección” y el de “Mejor Guión Cinematográfico”. 
        En la obra se entreteje el reparto de los representantes de las distintas clases sociales (e incluso razas), entre ellos: el político enriquecido y encumbrado por ser amigo del presidente; Toru, el niño japonés que creció en un campo de concentración para nipones (que “hoy dirige una industria japonesa con cuatro mil esclavos mexicanos”); Harry Atherton, el niño gringo, heredero de un imperio, que vivía en una mansión de yuppie, en contraste de Rosales, que subsistía, con su mamá y el amante de ésta, en un par de cuartuchos de una vecindad con los caños del patio inservibles, anegados de agua verdosa y excrementos flotando. Y, desde luego, descuellan los ejemplares que ilustran la variedad clasemediera de la Romita: la familia de Carlitos, oriunda de los cristeros de Guadalajara; y Mariana y Jim, su hijo gringo-mexicano.


José Emilio Pacheco
(1939-2014)
Foto: Lola Álvarez Bravo
       
        El multipremiado y muy homenajeado JEP es célebre por su columna Inventario (lástima que desapareció de la revista Proceso); pero también es famoso por su catastrofista corazón de masa: esa postura moral, corrosiva y afectiva que sustenta poemas y sus cuestionamientos ideológicos y políticos ante la historia y frente a los desmanes que ocurren en México y en el orbe. De este modo, el tiempo del milagro de la modernización alemanista, de la creciente norteamericanización de la industria “nacional”, del comercio y de la cultura, de la posguerra europea que hizo cohabitar en la Roma a árabes y judíos, a provincianos y chilangos venidos a menos, todo ello es referido desde ópticas críticas (son las que predominan), sin tapujos, e incluso con palabrotas, precisamente como la vox populi solía (y suele) condenar la corrupción del sistema político mexicano en el ámbito del partido único. Ejemplo y blanco de esto es el “poderosísimo amigo íntimo y compañero de banca de Miguel Alemán”; el político y empresario, ganador de mil y una corruptelas aludidas en la obra; el que tiene por querida a Mariana, hermosa joven de 28 años; el que aparece en las imágenes oficiales del gabinete, como las fotos de las inauguraciones a las que continuamente llevan a los niños de primaria, horas esperando, entre ellos Carlitos y Jim, y en las que no falta (dizque por generación espontánea) “la eterna viejecita que rompe la valla militar y es fotografiada cuando entrega al Señor presidente un ramo de rosas”.
       Se colige que para urdir esa mirada crítica de la Ciudad de México, de la Colonia Roma, del alemanismo y su contexto social, JEP echó mano de sus propios recuerdos; y es posible que para la biografía de Carlitos también haya recurrido a su memoria personal. Por lo pronto, Carlitos era un niño bueno, muy sensible ante lo que les sucedía a los otros; es decir, en potencia era un intelectual corazón de masa a imagen y semejanza de JEP (“Lo que más odio: La crueldad con la gente y con los animales, la violencia, los gritos, la presunción [...], que haya quienes no tienen para comer mientras otros se quedan con todo [...]; que poden los árboles o los destruyan; ver que tiren pan a la basura”). Héctor, su veinteañero hermano mayor, era todo lo contrario: rebelde y broncudo (alguna vez cayó en la cárcel), leía la biblia nazi: Mi lucha y onanistas novelillas pornográficas; a medianoche aterrorizaba a la criada de turno en la búsqueda de un infructuoso acostón (“Carne de gata, buena y barata”); y entre otras preciosidades “fue uno de los militantes derechistas que expulsaron al rector Zubirán y borraron el letrero ‘Dios no existe’ en el mural que Diego Rivera pintó en el hotel del Prado”. Tenía su credo político: “Tanto quejarse de los militares, decía, y ya ven cómo anda el país cuando imponen en la presidencia a un civil. Con mi general Henríquez Guzmán, México estaría tan bien como en Argentina con el general Perón. Ya verán, ya verán cómo se van a poner aquí las cosas en 1952. Me canso que, con el PRI o contra el PRI, Henríquez Guzmán va a ser presidente.” Y ahora es un respetable “hombre de empresa al servicio de las transnacionales” (que podría militar en el Yunque): un “Caballero católico, padre de once hijos, gran señor de la extrema derecha mexicana”. 

José Emilio Pacheco en 1963
Foto: Kati Horna
     
     Carlitos, en cambio, denota que en sus gustos y hábitos infantiles ya es un lector y un cinéfilo. Y una y otra vez ilustra su gran corazón (diaro de un niño): lo ilimitado de sus sentimientos humanos y morales, por lo que no elude emitir un rosario de meas culpas: “yo en el papel de la Doctora Corazón desde su Clínica de Almas”, “yo el magnánimo que a pesar de la devaluación y de la inflación tenía dinero de sobra”, “yo el generoso, capaz de perdonar porque se ha vuelto invulnerable”. Y en contraste con los coloquialismos y las picardías que incluso llega a esgrimir en una escaramuza (“Pásame a tu madre, pinche buey, y verás qué tan puto, indio pendejo”), suele pensar y hablar, no como niño, sino con la formalidad y la rectitud moral de un adulto.
       Jim invita a Carlitos a merendar unos platillos voladores en su casa (un modesto departamento alquilado en un tercer piso). Mira a la bella Mariana por primera vez (sin duda con el tentador cuerpo de pecado de una Venus chilanga) y se enamora ipso facto. El flechazo literalmente lo atraviesa, le parte plaza. El asunto se complica cuando en el aula, oyendo la conjugación verbal “hubiera o hubiese amado”, decide ir (a media clase y solito) a confesárselo. Mariana (“fresca, hermosísima, sin maquillaje”, con “un kimono de seda” y el rastrillito con el que se rasura las piernas) le dice que lo entiende y más que nada trata de situarlo en la realidad; pero el niño, que aún no se masturba ni puede eyacular, en un ligero entreabrir de su kimono le mira “las rodillas, los muslos, los senos, el vientre, el misterioso sexo escondido”.
El hervidero de chismes que es la escuela, la casa familiar, la Roma y todo el pueblote que es el Ciudad de México, provoca que, a raíz de la deducción y delación de Jim, descubran su enamoramiento y se vuelve objeto de incomprensiones y satanizaciones: en la primaria se escandalizan; sus progenitores lo recriminan (la madre mocha y repleta de prejuicios, el padre mediomocho y con casa chica), lo cambian de escuela, lo llevan con el cura y con el psiquiatra (episodios narrados con una lúdica mezcla de sarcasmo, parodia y crítica).

Edición conmemorativa de sus 30 años
(Era,2011)
      
         Las batallas en el desierto, además de nombre de la novela (integrada por XII capítulos con rótulos), es el apelativo con que los escuincles llaman al remedo de sangrienta guerra a la que juegan en un descampado: árabes contra judíos, jueguito puesto de moda después de que el 14 de mayo de 1948 se fundó el Estado de Israel, causa de la primera guerra árabe-israelí. Pero también es la batalla que tiene que enfrentar Carlitos, solo, en su desierto interior, frente a la falta de comprensión que vive ante adultos y chicos; batalla que se agudiza cuando un poco después (su padre ya ha mejorado su estatus y agringado aún más las condiciones de vida de la familia) se encuentra a Rosales vendiendo chicles en un autobús Santa María y se entera, por éste —con pelos, señales y chismes—, que Mariana se suicidó. No obstante, Carlos nunca pudo dilucidar si en realidad se mató o fue otra cosa (quizá un asesinato ejecutado por los esbirros del todopoderoso señor del gabinete del Cachorro de la Revolución).

José Emilio Pacheco de joven

     
     La figura de la bella Mariana es traída a la memoria del niño por los versos de “un antiguo bolero puertorriqueño” —se trata de “Obsesión”, del compositor boricua Pedro Flores (1894-1979)—, los cuales, a largo de la narración, evoca y repite varias veces. Pero también pudo haberla recordado al oír los apasionados y humorísticos versos y estribillos de “Mariana”, canción anónima que aún interpreta Oscar Chávez y que según Gabriel Zaid, en su Ómnibus de poesía mexicana (Siglo XXI, 1971), data de 1898, la cual comienza: 


Me quisiera comer un panecillo
con azúcar y canela muy caliente,
me quisiera arrancar hasta los dientes
tan sólo por tu amor.


Por ti, bella Mariana,
por ti lo puedo todo,
el mundo entero, si me mandas,
te lo pongo de otro modo.


José Emilio Pacheco, Las batallas en el desierto. Una foto en sepia y 8 en blanco y negro de Nacho López. Diseño y viñetas de Vicente Rojo. Era. 1ª reimpresión conmemorativa. México, octubre 21 de 2011. 72 pp. 

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Enlace a "Oye Carlos", canción de Café Tacuba basada en Las batallas en el desierto.


jueves, 2 de noviembre de 2023

Cárcel de los sueños

 La muerte siempre presente

 

Con elitista y privilegiado “apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes” de México, y a través de Casa de las Imágenes, el Centro de la Imagen y la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA (el extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), “el 2 de noviembre de 1997” se terminó de imprimir Cárcel de los sueños, un libro con formato de cuaderno escolar (17 x 24 cm), con sobrecubierta y pastas duras con tela café y el título repujado, que reúne un conjunto de imágenes en blanco y negro de la fotógrafa mexicana Vida Yovanovich. Prologado por la narradora y periodista Elena Poniatowska, la tipografía se debe a Claudia Rodríguez Borja, y el diseño y la puesta en página al fotógrafo y editor Pablo Ortiz Monasterio.

        

Casa de las Imágenes/Centro de la Imagen/ DGP del CONACULTA
México, noviembre 2 de 1997

         Hace un buen rato que Vida Yovanovich palpita en el ajo de la foto que se factura en México (al parecer desde principios de los años 80 del siglo XX, tras acercarse al Consejo Mexicano de Fotografía, entonces encabezado por el fotógrafo Pedro Meyer); esto lo saben los curadores, críticos e historiadores de la fotografía, las sucesivas generaciones de fotógrafos, y los que ven imágenes en galerías, museos, libros, diarios, revistas y en la web. Por ejemplo, en 1989, en el Museo de San Carlos, estuvo entre quienes conformaron la muestra Mujer x Mujer/22 fotógrafas, organizada por el CONACULTA y el INBA como parte de la conmemoración y celebración de los 150 años de la fotografía. Pero sobre todo tienen celebridad sus autorretratos construidos y la serie de imágenes de ancianas abandonadas en un mísero asilo ubicado en algún rincón de la Ciudad de México. Verbigracia, varios autorretratos reunidos en Cárcel de los sueños fueron parte de la serie Interior/Autorretrato (1986-1992) con que en 1994 obtuvo una de las seis menciones honoríficas de la VI Bienal de Fotografía; y seis fotos de la serie Autorretrato interior (1993) con que en 1996 participó en la Muestra de Fotografía Latinoamericana se ven en el presente título. Y según se lee en la página 122 del número 13 de la revista fotográfica Luna Córnea (CI/CNCA, sep-dic de 1997)
dedicado a la “Identidad y Memoria”, la serie Cárcel de los sueños (homónima del libro), “integrada por 46 fotografías”, se vio en la Galería de Artes y Ciencias de la Universidad de Sonora: “del 4 al 30 de septiembre de 1997”.

        Por aquel entonces, en el Centro de la Imagen y con el mismo tema de las ancianas en la antesala de la muerte, Vida Yovanovich exhibió una instalación: una especie de memento mori o círculo concéntrico signado por una música de antaño que emergía del entorno y por el espejo de un tocador-altar que reflejaba el cadavérico rostro del efímero visitante.

      

Vida Yovanovich:
Autorretrato (detalle)

           Sin embargo, quizá buena parte de los dispersos lectores (de la aldea mexicana) que agotaron los dos mil ejemplares de Cárcel de los sueños (cuya edición cuidó la fotógrafa) desconocen su origen (sus padres eran yugoslavos y nació La Habana, en 1949), aprendizaje, ideas, actividades e itinerario, entre ello lo que concierne a las fotos del libro. De ahí que sea una descortesía para el lector que adquirió el libro (muchos años antes del boom de la web y de las chismosas y amarillistas redes sociales) que no se haya incorporado una ficha informativa sobre Vida Yovanovich y su trabajo fotográfico. Oquedad e interrogantes que ahora pueden sustanciarse con la entrevista que cierra el libro de Claudi Carreras: Conversaciones con fotógrafos mexicanos (Barcelona, FotoGGrafía, Editorial Gustavo Gili, 2007), donde las respuestas están complementadas con fotos de los 22 fotógrafos entrevistados por él (9 mujeres y 13 hombres), con retratos que a éstos les hizo Ernesto Peñaloza, y con las postreras y enciclopédicas “Notas biográficas de los fotógrafos”, resultado de la investigación y redacción de Estela Treviño. En la nota que le corresponde a Vida Yovanovich se lee:

     

(Gustavo Gili, 2007)

         
“Originaria de La Habana, reside en México desde la infancia. Su trabajo ha abordado la situación de la mujer, prestando especial interés al paso del tiempo, la soledad y el abandono. Su ensayo fotográfico Cárcel de los sueños es una referencia clave para acercarse al trabajo de esta autora. Este trabajo fue objeto de una exposición itinerante en la República Mexicana y se editó en un libro prologado por Elena Poniatowska. También realizó la muestra itinerante Fragmentos completos a finales de los años noventa en España, Holanda, Austria, Eslovenia, República Checa y Dinamarca.

       “Como fotógrafa, ha expuesto individualmente en Cuaba, Austria, Yugoslavia, Estados Unidos, España y México. Desde 1983 ha participado en más de noventa exposiciones colectivas de todo el mundo, y ha recibido diversas becas y distinciones, como el reconocimiento de la Fundación Guggenheim a su trayectoria en el año 2000. Su obra figura en las colecciones del Museo de Bellas Artes de Houston (EE UU), en la Caja de Ahorros de Asturias (España) y en el Salón Fotografije Belgrado (Yugoslavia), entre otras.”

        En Cárcel de los sueños las imágenes no tienen título y no acreditan las técnicas empleadas por la fotógrafa, ni el lugar ni la fecha, ni el nombre ni la edad de las ancianas. El único rótulo es el nombre del libro. Y los únicos comentarios sobre Vida Yovanovich y sus fotos son los que vierte Elena Poniatowska en su prólogo; entre ello algunas palabras de la fotógrafa, al parecer recogidas en una entrevista, como ese fragmento que da ligeros visos del tiempo que duró su pesquisa fotográfica “en el único asilo en el que le permitieron trabajar”:

       

Cárcel de los sueños

        
“A través de los años me volví transparente. Me volví una de ellas, me volví parte del lugar. Era impresionante quedarse allí durante la noche. En la oscuridad, las mujeres que durante el día habían sido mis amigas, se convertían en mis enemigas y me gritaban que me fuera. Pasaron tres años antes de que yo fotografiara un cuerpo desnudo. Tomar a una anciana desnuda fue una maravilla, fue mi liberación, porque como mujer, ver el de otra destruido por el tiempo es muy impactante. Fue para mí un verdadero examen de conciencia. Me acostumbré a la decrepitud y dejó de aterrarme.”

       

Cárcel de los sueños

          
En Cárcel de los sueños las fotos se dividen en dos series. La primera, entre el ensayo y el testimonio fotográfico, la integran las imágenes de las anónimas ancianas. Así, el hecho de no acreditar el asilo, ni el nombre ni la edad de las abuelas, ni el tiempo en que realizó su trabajo, implica
—inextricable al trastoque visual de varias de sus tomas— que, más que documentales, son subjetivas, dramáticas, atemporales y arquetípicas; lo cual parece responder a esa premisa que le confesó a Claudi Carreras: “He redescubierto que la fotografía sí es pintar con luz.” Se observa, además, que pocas veces son imágenes esteticistas. En este sentido, cobra notable relevancia el caso de la foto que ilustra la portada, donde una anciana de espaldas, sentada ante su plato de comer, recibe la visita (¿o la anunciación?) de dos palomas que posan en el quicio de la entreabierta ventana. O sea: parece o resulta una terrenal, instantánea, volátil y poética epifanía. En torno a esa foto, Vida Yovanovich le dice a Claudi Carreras:

           

Cárcel de los sueños

          “[...] en Cárcel de los sueños la muerte está muy presente. Las palomas no solamente son la libertad de forma simbólica sino que, de alguna manera, son la representación de esa muerte, la muerte siempre presente. La primera vez que llegué al asilo estaba lleno de palomas. Sólo me dejaban estar durante una hora, cuando las mujeres tomaban el sol en el jardín. La vejez es tan lenta que las palomas iban y venían, se detenían en los brazos de las sillas o, sin mayor susto en los regazos de las mujeres mismas. La fotografía de la portada del libro fue un regalo que me dio la vida. Llevaba yo ya tiempo de visitar el asilo. La mujer comía en el mismo sitio todos los días, las palomas por la ventana se acercaban y comían de su plato, o a veces ella les daba un poco de tortilla. Un día llegué como siempre y con mi tripié me paré justo detrás, las palomas se espantaron... Estuve inmóvil mucho tiempo, por fin las palomas empezaron a entrar y, con emoción, suavemente, empecé a tomar una y otra fotografía, 36 del mismo rollo y, como siempre pasa, la última fue la mejor. Justo al tomarla sentí cómo el rollo se atoraba. ‘¡No puede ser!’, me dije... Salí corriendo a casa para revelar el rollo y asegurarme de que sí la tenía. El rollo definitivamente se había terminado, pero la imagen alcanzó a entrar en el cuadro con la pequeña parte nebulosa al final de la película. Funcionó muy bien para la portada, lo nebuloso remitiendo a los sueños del título.”

        

Cárcel de los sueños

         La muerte toma siempre la forma de la alcoba/ que nos contiene, reza Xavier Villaurrutia al inicio del “Nocturno de la alcoba”, uno de sus poemas de Nostalgia de la muerte (1938). Y tal fragmento podría ser el epígrafe del libro, dado que la mayoría de las ancianas se halla en la recámara-antesala-de-la-muerte, con los cuerpos decrépitos, enfermos, seniles, lastimosos, desahuciados; e incluso, entre las yacentes en la cama, no faltan las que reproducen posturas mortuorias y rasgos y rictus cadavéricos; por lo que posiblemente sea una negra y macabra ironía (como pelarle los dientes a la pelona
—un humor muy mexicano—) que el libro se haya terminado “de imprimir el 2 de noviembre de 1997”.

            Se ven tan patéticas, tan dolorosas, tan abandonadas, tan solitarias, tan restos de naufragios, que difícilmente ante ellas se puede pensar en un arte de bien morir y mucho menos suponer que sus estertores preludian la eterna e infinita comunión amorosa que se idealiza, se sueña y se canta en los dos últimos endecasílabos de “Amor más allá de la muerte”, soneto de Góngora: serán ceniza, mas tendrán sentido;/ polvo serán, más polvo enamorado.

          

Cárcel de los sueños

          
Cada una, prisionera en el laberinto de sus rasgados sueños, parece susurrar con palabras de Villaurrutia: estoy muerta de sueño/ en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto (de “Nocturno de la estatua” y “Nocturno amor”). Así, o si acaso es así, cifran su propia nostalgia de la muerte, no sólo con su penosa vejez, a veces terrible y obscena (como un escupitajo al rostro del voyeur o del fortuito intruso que observa sin pudor por el ojo de la cerradura... o de la cámara), sino también con un fragmento que se lee en la contraportada y que representa (quizá) la voz de todas ancianas habidas y por haber: “Yo ya me quiero morir... pero Dios no me quiere llevar, es porque estoy pagando mis culpas pero, ¿sabes qué?... Ya ni me acuerdo cuáles son.”

         

Cárcel de los sueños (1997)
Contraportada

         
Rosario Castellanos (1962)
Foto: Kati Horna

           ¿Qué se hace a la hora de morir?, se sigue interrogando Rosario Castellanos desde la ventana del más allá. ¿Cuál es el rito de esta ceremonia?/ ¿Quién vela la agonía? ¿Quién estira la sábana?/ ¿Quién aparta el espejo sin empañar?/ /Porque a esta hora no hay madre y deudos./ /Ya no hay sollozo. Nada más que un silencio atroz.

            Y lo mismo (al parecer) se pregunta y afirma Vida Yovanovich al espejearse en las ancianas de sus retratos, de quien dice Elena Poniatowska: “Ella quiso verse a sí misma vieja antes de tiempo. Quiso mirarse en el espejo, quiso volverse una anciana en un asilo dejado de la mano de Dios. Quiso retratarse al retratar a otras.”

            Pero también se lo formula y poetiza en los construidos y teatralizados autorretratos que conforman la segunda serie de Cárcel de los sueños, más sugestiva y magnética que la primera. Está allí, por ejemplo, el fragmento de su rostro que prefigura el rictus de su futuro cadáver; su rostro cubierto con la mortaja de un trozo de gasa-máscara; su evanescente fantasma difuminado en la pared del baño; su onírica silueta que deambula sonámbula en medio de una escarapelada recámara; el ensayo de un crimen que es su imaginario y simbólico suicidio al pseudocolgarse del techo de la alcoba; su cabeza enterrada en una pared derruida; llegando incorpórea por la ventana (como proyección de linterna mágica) a una pieza donde una cadavérica anciana, acostada en el camastro, conjura los últimos suspiros al pie de dos dramáticos tanques de oxígeno; con un espejo en la mano, cuyo reflejo, que no se ve, contrasta su rostro y las arrugas de la borrosa anciana que la acompaña; su evanescente faz, en medio de un fondo negro, con un grito congelado, desgarrado y silencioso, de claustrofóbica pesadilla, que implica la angustia, el dolor y el miedo ante la existencia y el deceso, y cuya circundante negrura supone y prefigura lo oscuro e insondable de la vida y de la muerte, esas formas de la inasible y abstrusa eternidad, que ha estado allí cifrando un enigma, desde siempre.

           

Autorretrato de Vida Yovanovich

         En fin, siempre la muerte sin fin; la muerte no siempre catrina (de hecho, en un autorretrato el cabello de Vida Yovanovich y su cortado rostro sin ojos parafrasean a la Calavera Catrina, el celebérrimo y popular grabado de Posada), la misma muerte que se refleja en la gastada inscripción escrita en el cráneo de un esqueleto, según se lee en “Inscripciones en una calavera”, poema de José Emilio Pacheco: Este cráneo se vio como hoy nos ve/ Como hoy lo vemos/ nos veremos un día.

         

Cárcel de los sueños

        Tiene razón Elena Poniatowska cuando dice que “Vida Yovanovich nos regala una visión desencantada de la etapa final de la vida. La muerte prematura suele considerarse trágica. Vida lo contradice y nos hace cuestionarnos acerca del drama que significa vivir solo, pachucho y abandonado en un asilo donde la muerte es tan atroz como la que les toca a los que mueren de hambre. Aquí los ancianos mueren de sí mismos, de necesidad, de desamor. Solos se matan y solos se van muriendo. Ya no se hacen falta y se dejan ir. No pueden más que abandonarse a la muerte. Sus cuerpos, esa materia fofa, blanda, extinguida, son una envoltura de desecho, feos, listos para la basura. En el asilo, los ancianos ya no entienden nada y han perdido la habilidad de decirle sí a la vida. Acorralados, es imposible levantarse de la cama, de la silla, del banco bajo la regadera. La muerte es un gran escándalo. Aúlla. La vida también es cruel, pero menos que la cámara que revela las arrugas, ensancha los poros de la piel, las manchas cafés que son señal inequívoca de agotamiento. La misión de la cámara no es estética ni moralista. Vida nos muestra el camino, enseña con toda crudeza lo que nos espera.”

     

Elena Poniatowska (1962)
Foto: Kati Horna

           
Pero lo que resulta improbable es que las ancianas de las fotos, tan ruinosas y hasta en silla de ruedas, sin una pierna o condenadas a cama perpetua, se tiren una azarosa canita al aire bailando mambo, danzón y chachachá (“algunos se mueven como si fuera cumbia y quebradita”, dice la Poni), durante el bailongo (¿otra forma de la subyacente, ineluctable y medievalesca danza de la muerte?) que año con año organizaba el entonces Instituto Nacional de la Senectud con el jocoso y freudiano rótulo: “Una cana al aire”.

            Pero sí: para algunas es justo y necesario mover el esqueleto al bailar “de vez en cuando un pasito tun-tun en el Salón Colonia o en el California Dancing Club” o en otro sitio donde no las tomen por locas de atar. No obstante, en caso de hacerlo, las decrépitas y enclenques viejecitas no cometerían un delito y tal vez ni siquiera un deleite (que sería lo de menos y lo más apropiado para la última carcajada de la cumbancha), sino un suicidio por bailar el chachachá.

 

Vida Yovanovich, Cárcel de los sueños. Fotografías y autorretratos en blanco y negro de Vida Yovanovich. Prólogo de Elena Poniatowska. Casa de las Imágenes/Centro de la Imagen/ Dirección General de Publicaciones del CONACULTA. México, noviembre 2 de 1997. 100 pp.

jueves, 22 de marzo de 2018

La cruzada de los niños


En la historia universal de la infamia 
                     
En 1991, para la serie “Sepan Cuantos...”, de Editorial Porrúa, José Emilio Pacheco (Ciudad de México, junio 30 de 1939-enero 26 de 2014) prologó una edición conjunta de La cruzada de los niños (1895) y de Vidas imaginarias (1896), libros escritos en francés por el francés Marcel Schwob (Chavillle, Hauts-de-Heine, agosto 23 de 1867-París, febrero 26 de 1905). Once Vidas imaginarias fueron traducidas al español por JEP y las otras once por el legendario y casi olvidado Rafael Cabrera (Puebla, marzo 5 de 1884-Ciudad de México, febrero 21 de 1943), quien también tradujo La cruzada de los niños. La erudita información del prólogo de JEP es enriquecedora, tal y como son la mayoría de sus Inventarios y de sus Relojes de arena. Aún así, los fervientes borgeanos no dejarán de estimar ni de coleccionar las dos ediciones de Marcel Schwob que prologó Jorge Luis Borges (Buenos Aires, agosto 24 de 1899-Ginebra, junio 14 de 1986).


(Porrúa, México, 1991)




Marcel Schwob
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 36
(Hyspamérica, Buenos Aires, 1985)
    Un prólogo de Borges preludia Vidas imaginarias (Hyspamérica, Buenos Aires, 1985), título publicado con el número 36 de la colección de libros que Borges eligió para la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges de los cuales sólo logró prologar 64; no obstante, de los 75 libros que al final se editaron los 3 últimos se publicaron sin prólogo—, cuya traducción al español de Julio Pérez Millán había aparecido en 1944, en Buenos Aires, editada por Emecé. El otro prólogo, Borges lo escribió para La cruzada de los niños, traducida al castellano por Ricardo Baeza e impresa en 1949, en Buenos Aires, por Ediciones La Perdiz, con ilustraciones de su hermana Norah Borges (1901-1998). Tal prefacio, Borges lo incluyó en su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975). 

Las niñas y Borges
Cuadernos marginales núm. 13, Tusquetes Editores, 2ª edición.
Barcelona, septiembre de 1984.
    Pero antes fue reimpreso en la edición de La cruzada de los niños que Tusquets Editores pergeñó, en Barcelona, en mayo de 1971, dentro de la serie Cuadernos Marginales dirigida por Sergio Pitol; mas la traducción no es la de Ricardo Baeza sino la de Rafael Cabrera, la que apareció en la Ciudad de México, en 1917, al igual que Mimos (1894), de Marcel Schwob, bajo el sello de Cvltvra, la célebre editorial de los hermanos Loera y Chávez que en 1922, al mismo Rafael Cabrera, le editó la traducción que hizo de once de las veintidós Vidas imaginarias. Esto explica que la susodicha edición de 1971 de La cruzada de los niños incluya la dedicatoria con que la signó Rafael Cabrera y que a la letra dice: “Ofrezco esta versión a Julio Torri, que me inició en el conocimiento de Marcel Schwob. Plegue a los dioses que desconozca la vejez, y que vea sus días colmados de dones amables y risueños.”
Julio Torri
José Emilio Pacheco en 1989
Foto: Rogelio Cuéllar
    En Puebla, Ciudad de los Ángeles, donde Rafael Cabrera nació el 5 de marzo de 1884, dirigió la revista Don Quijote (1908-1911) y publicó su único poemario: Presagios (1912), mismo que aumentó en “las sucesivas ediciones de 1933 y 1942”, apunta José Emilio Pacheco, quien también anota que el dominicano Pedro Henríquez Hureña (1884-1946) lo propuso como miembro del Ateneo de la Juventud y que en 1918 se inició en el servicio diplomático. Y si alguien de a pie quiere leer algunos datos sobre Rafael Cabrera y su amistad con Julio Torri (1889-1970), JEP remite a un discurso de Torri compilado en El ladrón de ataúdes (1987), libro editado por el FCE dentro de la serie Cuadernos de La Gaceta, con un prólogo de Jaime García Terrés (1924-1996), cuyo rescate y ensayo preliminar se deben al investigador Serge I. Zaïtzeff, quien le proporcionó a Pacheco, tomadas de las Œuvres complètes (1928) de Marcel Schwob, las fotocopias de las once Vidas imaginarias que Rafael Cabrera no tradujo. Cabe decir, además, que en la misma serie Cuadernos de La Gaceta se editaron dos libros de Marcel Schwob: Ensayos y perfiles (1987), traducido al español por Juan Damonte, cuya primera edición en francés data de 1896; y Mimos (1988), publicado en francés en 1894 (se apuntó arriba), y cuya traducción al español es la misma que a Rafael Cabrera le editaron en Cvltvra, en 1917, los hermanos Loera y Chávez.

(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1988)
    A Rafael Cabrera lo oyen y leen ciertos diocesillos bajunos de las catacumbas de la aldea global (“En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas”, dice Borges). Su traducción de La cruzada de los niños está joven y fresca a imagen y semejanza de una hoja de parra del Jardín del Edén. Y esto lo refrendan las coincidencias y causalidades infradivinas que dispusieron que sea precedida por La cruzada de los niños, ilustración de Gustave Doré (1832-1883) —cuya estampa otrora se pudo apreciar en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, en la Ciudad de México—, pues ilustra la portada de la segunda edición que Tusquets Editores concluyó en septiembre de 1984, en Barcelona, dentro la serie Cuadernos Marginales. 

La cruzada de los niños
Ilustración: Gustave Doré
Grabado: Jannard
     Los ocho monólogos que conforman La cruzada de los niños, de Marcel Schwob, remiten, como el título lo indica, a las ocho Cruzadas, ese cruento y espeluznante episodio histórico que duró dos siglos, de fines del siglo XI al término del siglo XIII, cuando los cristianos de Europa intentaron arrebatarle a los musulmanes los Santos Lugares, en Tierra Santa. Los ocho relatos (“del goliardo”, “del leproso”, “del Papa Inocencio III”, “de los tres pequeñuelos”, “de Francisco Longuejoue, clérigo”, “de Kalandar”, “de la pequeña Allys”, “del Papa Gregorio IX”), sin embargo, no aluden los trasfondos comerciales, políticos y militares que las impulsaron, sino ciertas paradojas y antagonismos concernientes a la fe. La principal paradoja y contradicción es la cruzada de los niños. Fueron dos columnas. Una partió de Alemania y otra de Francia, ambas en el siglo XIII (año 1212). “Dios permitió que la columna francesa fuera secuestrada por traficantes de esclavos y vendida en Egipto; la alemana se perdió y despareció, devorada por una bárbara geografía y (se conjetura) por pestilencias.” Anota Borges, sentencioso y con ironía y como si parafraseara “el tremendo título de la historia de la primera cruzada” que evoca: “Gesta Dei per Francos, que significa Hazañas de Dios ejecutadas por medio de los franceses”; pero en ello se advierte el trasfondo de la repulsiva locura y del terrible crimen: el extravío y la matanza de los inocentes.
       Los monólogos urdidos por Marcel Schwob son un pequeño mosaico de relatos con una pizca de prosa poética o de pequeños poemas en prosa. Dice Borges en su prólogo: “En ciertos libros del Indostán se lee que el universo no es otra cosa que un sueño de la inmóvil divinidad que está indivisa en cada hombre; a fines del siglo XIX, Marcel Schwob 
—creador, actor y espectador de este sueño— trata de volver a soñar lo que había soñado hace muchos siglos, en soledades africanas y asiáticas: la historia de los niños que anhelaron rescatar el sepulcro. No ensayó, estoy seguro, la ansiosa arqueología de Flaubert; prefirió saturarse de viejas páginas de Jacques de Vitry o de Ernoul y entregarse después a los ejercicios de imaginar y de elegir. Soñó así ser el papa, ser el goliardo, ser los tres niños, ser el clérigo. Aplicó a la tarea el método analítico de Robert Browning, cuyo largo poema narrativo The Ring and the Book (1868) nos revela a través de doce monólogos la intrincada historia de un crimen, desde el punto de vista del asesino, de su víctima, de los testigos, del abogado defensor, del fiscal, del juez, del mismo Robert Browning […]”


Portada de la primera edición
(Tor, Col Megáfono, núm. 3, Buenos Aires, 1935)
Portada de la segunda edición
(Emecé, Buenos Aires, 1954)
      En este sentido, los monólogos de La cruzada de los niños semejan diminutas páginas arrancadas a la evanescente historia “de las personas que no menciona la historia” sobre las cuales Schwob borró y reescribió un puñado de vidas imaginarias, únicas e irrepetibles, y que bien podrían inscribirse en la Historia universal de la infamia, para decirlo con el retintín del sonoro título de Borges (quien anotó en su prólogo a Vidas imaginarias: “Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llamaba Historia universal de la infamia. Una de sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob”). Son un pequeño y fragmentario espejo que refleja el oscuro y mezquino afán del efímero e infinitesimal hombre por trascender en la tierra y más allá de la muerte, en este caso implícito en la ciega fe religiosa y en la guerra que confrontan el par de fanáticos contrincantes que reclaman para sí la verdad cosmogónica (única y exclusiva), la supremacía idiosincrásica y el poder militar, político, económico y territorial: la religión musulmana y la religión católica. Así, en tales relatos subyace y late una crítica a la cuestionable moral de ambos credos. 
    En ese anhelo de trascendencia divina que la imaginación popular (no sólo del Medioevo) suele retorcer con supercherías y mistificaciones, alguien (al parecer “un joven pastor, exaltado por las prédicas de San Bernardo”, que “recorrió el norte de Francia y Alemania diciéndose enviado de Dios y exhortando a los niños para que abandonaran sus casas y partieran a la reconquista del sepulcro de Cristo”), con un ciego fundamentalismo, supuso y pergeñó que la pureza y la inocencia de los niños podría provocar el milagro: la recuperación de los Santos Lugares (“Mas Jesús, llamándolos, dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de tales es el reino de Dios.” Lucas 18:16, citan Borges y Pacheco). Era un pesadillesco y terrible tiempo en que, a imagen y semejanza de la peste negra, brotaban ciertos forúnculos fétidos y alucinógenos cuasi milenaristas: sectas, peregrinos, autoflagelantes, ermitaños, predicadores, clérigos errantes, leprosos, mudas desnudas que corrían por las calles y señalaban al cielo, mentecatos que les sacaban los ojos a los niños, les cortaban las piernas y les ataban las manos con el objeto de exhibirlos y de implorar la caridad. Había chiquillos que oían voces, un llamado secreto que les decía que las estrellas de mar habían caído “vivas del cielo a fin de indicarles el camino del Señor”, que a su paso se abriría el océano para que ellos lo cruzaran (“Pásate de aquí allá, y se pasará”, se lee en Mateo 17:20 en torno al poder de la fe), que llegarían a Jerusalén y rescatarían el Santo Sepulcro, y así los escuincles mudos hablarían y los ciegos verían por siempre jamás.
       Alrededor de siete mil niños convertidos en cruzados, cifra dantesca que repiten los testigos. Era previsible el fracaso y la matanza de los inocentes. Ya lo advertían mentes menos ciegas, pero aún así enredadas en las trampas de la fe, en los renglones torcidos de Dios. El modesto goliardo, mendigo de los bosques, por ejemplo; e incluso un Papa: “Son ineptos y nos avergüenzan”, se dice Inocencio III en su retiro. “Son ignorantes de toda verdadera religión.” “Todos estos inocentes serán entregados al naufragio y a los adoradores de Mahoma.” “Debemos creer que el Maligno posee a estas pobres criaturas.” “En otro tiempo revistió el aspecto de un cazador de ratas para atraer con las notas de la música de su caramillo a los pequeñuelos de la ciudad de Hamelin.”
  Vale reiterar que los monólogos de los Papas, con sus líneas de poemas en prosa, son un modo de cuestionar los límites de la religión y del individuo (proclive al error y al pecado) que no dejan de ser.

Marcel Schwob
(Chaville, Hauts-de-Seine, agosto 23 de 1867-
París, febrero 26 de 1905)
      Para la religión católica, el blanco es signo de pureza; pero en este sangriento y beligerante caso también es indicio de racismo y pugna racial. Las voces de los católicos, afirman, se dicen, proclaman, esgrimen, que Jesús es blanco. Pensarlo y pronunciar su nombre tiene un remanente no menos divino y significativo que las cruces que llevan cosidas en el pecho y en la espalda y los bordones que empuñan. Así, cuando un pelirrojo niño cruzado (Johannes el Teutón) es sorprendido por un leproso que vaga en la selva de Loira, el chiquillo no se asusta ni teme el contagio, sólo porque el leproso es un hombre blanco. El niño va a Jerusalén a conquistar los Santos Lugares. Sin embargo ignora dónde se halla tal sitio. Cree que Jerusalén es Nuestro Señor y lo único que sabe de éste es que es blanco. Ante tales ingenuos conceptos el leproso lo limpia y lo deja ir; y conmovido a sí mismo se pregona: “Mi monstruosa blancura es semejante para él a la del Señor.”


Marcel Schwob, La cruzada de los niños. Traducción del francés al español de Rafael Cabrera. Prólogo de Jorge Luis Borges. Cuadernos Marginales núm. 13, Tusquets Editores. 2ª edición. Barcelona, septiembre de 1984. 48 pp.