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martes, 9 de febrero de 2021

El negro del Narcissus




Había dinero en el cofre del puerco

En el prólogo para la edición norteamericana de la novela El negro del Narcissus, editada en 1914 por Doubleday, Page & Co., el polaco Joseph Conrad (1857-1924) dice que en 1897 se publicó por entregas en la londinense New Review con un “Prefacio” incluido como “Epílogo”. Pero además apunta: “Después de escribir las últimas palabras de este libro, presa de la revulsión anímica que se experimenta ante la tarea realizada, comprendí que no tenía más que ver con el mar, y que a partir de aquel momento debía ser escritor. Y casi sin depositar la pluma escribí un prefacio, tratando de plasmar el espíritu que me animaba al emprender la labor de mi nueva vida.” ”Prefacio” que, revela, “siguiendo cierto consejo (que ahora estimo equivocado), no fue publicado con el libro” (en su edición británica). Tal proscrito texto, especie de declaración de principios estético-narrativos, lo recuperó para la susodicha edición de 1914. Y ambos preámbulos preludian la presente traducción al español de El negro del Narcissus, hecha por Fernando Jadraque, editada en Madrid, en “marzo de 2007”, con el número 11 de la serie Gran Diógenes de la editorial Valdemar. 

(Valdemar, Madrid, 2007)
El Narcissus es un velero de la marina mercante inglesa destinado al “comercio de la India Oriental”, el cual, desde su construcción, ha sido dirigido y comandado por el capitán Allistoun, un viejo lobo de mar, oriundo de “las costas de Pentland Firth”, que “en su mocedad conquistó el rango de arponero en los balleneros de Peterhead”. 

Józef Konrad Korzeniowski en 1873
antes de hacerse a la mar por primera vez
       Buena parte de la obra medular de Joseph Conrad tiene sus raíces en su trayectoria náutica, iniciada a sus 17 años y en cuyo último lapso, entre 1888 y 1897, fue capitán de la marina mercante británica. No extraña, entonces, que en su prólogo a sus “lectores de Norteamérica” diga de El negro del Narcissus: “Sus páginas constituyen el homenaje de mi afecto inalterable y profundo por los barcos, los marinos, los vientos y el mar inconmensurable: los forjadores de mi juventud, los compañeros de los mejores años de mi vida.” En sentido, a lo largo de los V capítulos la omnisciente y ubicua voz narrativa una y otra vez asume la voz narrativa de la primera persona del plural, cuyo punto de vista (a veces apologético y mitificante) suele ser la perspectiva de los marineros y no la de los oficiales. Y si del capitán MacWhirr, protagonista del relato o novela corta Tifón (1903), Conrad dice, en su “Nota del Autor” (1919), que “MacWhirr no es una adquisición de unas horas, o unas semanas, o unos meses. Es fruto de veinte años de mi vida. Mi propia vida. Poco tiene que ver con él una fantasía improvisada. Aunque sea cierto que el capitán MacWhirr nunca respiró ni anduvo sobre esta tierra”, el lector no puede dejar de inferir que en el trazo del capitán Allistoun también hay algo del otrora capitán Józef Konrad Korzeniowski: “Acompañaba con sonrisa sardónica el nombre de su naviero, hablaba raramente a sus oficiales y reprobaba las faltas con tono suave, pero con palabras tajantes hasta lo vivo. Sus cabellos eran de un gris acerado, su rostro duro y de color cordobán. Se afeitaba todas las mañanas de su vida —a las seis—, salvo una vez (cuando fue tomado por un fiero huracán a ochenta millas al sudoeste de Mauricio) que por tres días consecutivos dejó de hacerlo. No temía sino a un Dios sin misericordia y aspiraba a concluir sus días en una casita rodeada de un palmo de terreno, lejos en el campo, donde no se viese el mar.”

El capitán Konrad en cubierta
      El acto de rasurarse cada mañana en el navío, el de vestirse de punta en blanco para desembarcar en la metrópoli, la división en los oficios, en las jornadas y deberes laborales, y las exequias en alta mar, no son más que indicios de los múltiples ritos y protocolos que marcan el día a día en el interior del barco, puesto que la mayor parte de los sucesos que se narran ocurren a bordo del Narcissus, cuya extensa y accidentada travesía parte del embarcadero de Bombay al industrializado y contaminado entorno de la dársena y puerto de Londres. 
Ese aventurero recorrido es un viaje de retorno en el que al parecer el Narcissus no transporta ninguna carga, sino el conjunto de los comestibles y de los oficiales y marinos (incluido el cocinero y el carpintero), antiguos y nuevos. Entre los nuevos, contratados en Bombay, destacan un par: James Wait, un negro de las Antillas; y Donkin, un inglés con facha de sucio vagabundo y xenófoba verborrea de maleante y anarquista. Tal dúo resultan los frijoles en la sopa, los elementos anómalos que incitan y trastocan la vida y rutina a bordo del barco. 
Extraño es que haya sido el propio capitán Allistoun quien contrató al negro, pues con su ojo clínico de viejo lobo de mar sin duda pudo prever con antelación el prurito xenófobo que su presencia suscita ante la roma idiosincrasia de los marineros europeos con pellejo blanco. Pero el factor que trastorna aún más el comportamiento y la mentalidad de los marineros es la dolencia con que arriba el negro: apenas acaba de subir al barco y presentarse a la lista lo ataca una tos ferina, que más pronto que tarde lo derrumba en su litera en el castillo de proa, gracias a que al parecer acentúa y dramatiza los síntomas de un mal pulmonar: “no haces más fuerza que una pulga en la punta de la amarra”, le apostrofa Donkin. Es decir, pese a que los marineros blancos lo desprecian y marginan por ser negro, cuando su padecimiento se agudiza lo cuidan y tratan en una especie de camarote individual que le arman para que esté cómodo. Y más aún: cuando el Narcissus ya “pasó a la altura de [la isla de] Madagascar y [de la isla de] Mauricio sin ver tierra”, y luego de que “el día trigésimo segundo después de la salida de Bombay”, “en la zona del Cabo de Buena Esperanza” se desata un huracán de varios días con sus noches y la tripulación hombro con hombro lucha para sobrevivir (empeño y furiosa controversia en la que descuella la decisión clave y firme del capitán para que varios no corten los mástiles), no lo olvidan, pese a que pierden parte de los víveres, de las herramientas y de sus pertenencias. Así que aún en el ojo del fenómeno (el barco parece “un juguete en manos de un loco” y el tifón “un loco blandiendo un hacha”) algunos marineros batallan, exponiendo sus vidas, por rescatar al negro de su habitáculo (el negro se ha convertido en “nuestro Jimmy”), mientras él, presa del terror ante la muerte, golpea y grita desesperado. Luego, durante una helada noche en la que marineros y oficiales permanecen atados, hambrientos e insomnes, el cocinero es despertado para ver si hay agua potable en la cocina y puesto que se siente emisario de la Providencia, se arrastra hasta sus trastos (“¡Mientras esté a flote no abandono mis fogones!”) y logra preparar café, lo que también es un acto temerario y heroico.  
Dada su índole marginal, se establece cierta empatía entre Donkin y el negro, pese a que éste advierte que el otro, siempre resentido, malicioso, malhablado y embustero, hace todo lo posible por eludir el trabajo. Donkin, además, con su filosa labia anarcoide, demagoga y dizque defensora de los derechos de los marineros, logra persuadir y manipular las ideas de éstos. Y durante un inútil conflicto y conato de motín que enfrenta a oficiales y marineros (incluso se arma una bronca entre éstos), en el que el negro, consumido por la enfermedad, pregona por levantarse y ponerse a laborar, desde la oscuridad y con cobardía, Donkin le lanza al capitán una cabilla de hierro que le pasa zumbando por la cabeza. Disputa que, de nuevo, el capitán Allistoun confronta y resuelve con tal estrategia y firmeza que Donkin queda humillado ante los marineros y aún más excluido (la mayoría le retira la palabra). Sin embargo, dados los oscuros meandros de su ominosa y retorcida personalidad y ante el inminente fallecimiento del negro y la pronta llegada a Londres, colige que “había dinero en el cofre del puerco” y por ende, para robárselo, se introduce en el habitáculo del moribundo. 
Pero quien vaticina el momento de la muerte del negro es “el viejo Singleton, decano de los marineros de a bordo”, “tatuado como un cacique de caníbales, sobre toda la superficie de su pecho poderoso y sus enormes bíceps”. Tal patriarca con “cuerpo de viejo atleta” y “cabeza de sabio azotada por las tempestades” (de hecho es él quien empuña el timón durante buena parte del huracán en la zona del Cabo de Buena Esperanza), lee, muy atento y absorto y en medio de la algarabía de los marineros apretujados en las literas del castillo de proa, un libro de Bulwer Lytton. Pero cuando ya en Londres cobra su sueldo resulta que no sabe escribir; así que “Singleton trazó penosamente dos gruesas rayas cruzadas, emborronando la página”, por lo que el empleado de la agencia marítima susurra un “Vaya viejo bruto asqueroso”. 
Cuando el padecimiento y la teatralizada y manipuladora actitud del negro comienzan a embrollar la rutina del Narcissus, Singleton, “patriarca de los mares”, lo increpa: “¿Vas a morirte?”; a lo que el negro contesta: “¡Vaya! ¿No se nota acaso?”. Su fallo, entonces, parece frío e inapelable ante lo inapelable: “Pues entonces muérete [...] no nos des la lata con ese asunto. Nada podemos hacer por ti.”
Si esto parece vago, obvio, tautológico e ineludible (“Caramba, por supuesto que morirá”), el presagio comienza a cobrar forma matizado por ciertas supersticiones marineras que, en un largo episodio de cuasi inmovilidad del barco en medio del mar en calma, formula y dictamina Singleton; creencias que trasminan a la tripulación con los víveres escasos (ya no hay frijoles ni azúcar ni té; queda carne salada y café y poca agua para hacerlo). Claro es que el ambiguo e hipócrita apapacho del negro tiene como objetivo “conservarlo con vida hasta el puerto, hasta el fin del viaje”. No obstante, Singleton, quien dice haber visto negros “morir como moscas”, fragmentariamente sentencia: “No podéis ayudarlo; es preciso que muera”; pues por ser un agonizante les ha traído ese “viento contrario” que casi inmoviliza el barco, que “el mar se saldrá con la suya” y que “morirá a la vista de tierra”. Solo “una sola vez”, dice la voz narrativa, condescendió a exponer sus ideas “sin reticencia”: “Dijo que Jimmy era la causa de los vientos de bolina. Los moribundos —mantuvo— viven hasta tener tierra a la vista, y después mueren; y Jimmy sabía que la tierra arrancaría a su alma el último suspiro. Pasaba en todos los barcos. ¿No lo sabíamos nosotros?”

Joseph Conrad
Así que el nodo del augurio comienza a perfilarse cuando el vigía, un anochecer a la altura de las Azores, anuncia tierra a la vista, después de alrededor de cuatro meses sin verla. Aún con “calma chicha”, “Mientras era de día, los tripulantes reunidos en proa divisaron bajo el cielo oriental la isla de Flores”. Uno de ellos calcula siete días como mínimo para arribar a Londres y el negro diez; cálculo que formula ante el solitario acoso y ofensa al que lo somete Donkin para robarlo y quien es el único que presencia el instante de su muerte. Y en el momento exacto en el que en medio del ritual de las exequias su cuerpo amortajado cae al mar, se suscita “un buen viento” que a la orden del capitán pone en acción a los marinos para aprovecharlo y “una semana más tarde, el Narcissus hendía las aguas del Canal de la Mancha”. 


Joseph Conrad, El negro del Narcissus. Traducción del inglés al español de Fernando Jadraque. Gran Diógenes (11), Valdemar. Madrid, marzo de 2007. 212 pp.



lunes, 16 de abril de 2018

El corazón de las tinieblas



La alegre danza de la muerte y el comercio

Los comentaristas de la vida y obra de Joseph Conrad (1857-1924) —entre ellos Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa y Sergio Pitol— suelen recordar el origen polaco de quien al parecer se llamaba Józef Teodor o Teodor Józef Konrad Nalecz Korzeniowski, el inicio de su temprana vida marinera (a los 17 años), su nacionalización británica el mismo año (1886) que obtuvo su cédula de capitán de la marina mercante inglesa, que optó por el inglés para la escritura de su obra, públicamente iniciada con su novela La locura de Almayer (1895), y que un azaroso y desventurado viaje al Congo en 1890 dio origen a El corazón de las tinieblas, que primero, en 1899, se publicó por entregas en una revista londinense y en 1902 en el libro Juventud y otras dos historias.

Traductor: Sergio Pitol
(Universidad Veracruzana, Xalapa, 2008)
        Con prólogo y traducción de Sergio Pitol, el relato o novela corta El corazón de las tinieblas se divide en tres partes numeradas con romanos. En ellas se entretejen dos ámbitos narrativos. Uno se sucede en el Támesis, en el estuario de Gravesend y a bordo del Nellie, “un bergantín de considerable tonelaje”, donde —mientras esperan el cambio de la marea que les permita continuar su ruta río arriba (si duda hacia Londres, dizque “la ciudad más grande y poderosa del universo”)— el “director de las compañías” (el “capitán y anfitrión”) y cuatro viejos camaradas, entre ellos Marlow, oyen el relato de éste en torno a su otrora aventurero, onírico y tenebroso viaje al corazón de las tinieblas, que sin precisarlo geográficamente se entiende que es el centro del continente africano, ámbito de la expoliación imperial de Europa y prototipo de la sanguinaria prepotencia y supremacía racista de una civilización más avanzadaza y poderosa sobre otra que aún oscila en la barbarie, en las supercherías primitivas y en el pensamiento mágico, y que Marlow alude así: “La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención.” No obstante, añade una falacia que resulta la antípoda ante la desquiciada, genocida, aterradora y macabra megalomanía de Kurtz: “Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrase y ofrecerse en sacrificio...”
El otro ámbito narrativo está contenido en el bosquejado: se trata del ancestral recurso de la narración dentro de la narración, pues es la remembranza y el relato (con comentarios y reflexiones) que les hace Marlow de ese viaje ocurrido en su juventud o en su madurez aún joven, cuando fue “marinero de agua dulce”. Primero incitado por el deseo de navegar un gran río descubierto y soñado en su infancia en un mapa (“una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a lo largo de una amplia región y la cola perdida en las profundidades del territorio”; el río Congo, se colige); luego, para realizarlo, apoyado y promovido por una tía que mueve sus influencias para que lo nombren capitán de un vapor fluvial de una compañía mercante que en Europa tiene su sede en una ciudad que le parece “un sepulcro blanqueado” (quizá un puerto en Bélgica o en Francia). 
Joseph Conrad
Ahora que si en el relato de Charlie Marlow —alter ego de Joseph Conrad que también aparece en su cuento “Juventud” (1902) y en sus novelas Lord Jim (1900) y Azar (1913)— descuella la lúdica ironía y el metafórico sarcasmo ante la presencia, los desfiguros y absurdos de la civilización y de los supuestos civilizados, también destaca su índole onírica e inefable: “Me parece que estoy tratando de contar un sueño..., que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en una vibración de rebelión y combate, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños [...] No, es imposible; es imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos..., solos.”
En este sentido, inextricable a la íntima soledad y a lo inasible y evanescente de la materia onírica, lo que cobra mayor relevancia es la pesadilla engendrada por la naturaleza predadora, contradictoria, irracional, asesina y antropófaga del género humano. Si el inicial leitmotiv de la aventura era satisfacer un sueño infantil, todo el trayecto, desde el inicio, apenas cruzado el Canal (de la Mancha, se deduce), tiene visos oníricos y de absurda y kafkiana pesadilla, cuyo clímax comienza a corporeizarse cuando el astroso vaporcito que capitanea Marlow, “a unas ocho millas de la Estación de Kurtz” (“cerca de tres horas de navegación”), amanece en medio de una pesadillesca bruma y poco después son atacados por las flechas de una tribu, que más tarde sabrán era la tribu de Kurtz.
        Cuando Marlow por fin arriba a la Estación Central de esa compañía europea que mueve y comercia con elefantiásicas cantidades de marfil, se encuentra con que su vaporcito está hundido en las aguas del río y por ende se aboca a rescatarlo y armarlo durante tres meses; y al unísono se incrementan los fragmentarios ecos de la leyenda que acuña la apología de Kurtz y que sobre todo rumia la horda de europeos que buscan enriquecerse en un tris, ya se trate de los blancos que pululan en la ruta o en el vaporcito o de la caterva de filibusteros que se maquilla y camufla con el sonoro nombre de “Expedición de Exploradores el Dorado”. 
Se dice que Kurtz, además de ser el más ávido acumulador de marfil de la compañía, poseía grandes atributos. “Llegará muy lejos”, le dijo a Marlow el contador (pulcro e impecable como todo un caballero inglés en medio de lo que parece un grotesco, sucio, maloliente, absurdo e inútil bausero): “Pronto será alguien en la administración. Allá arriba, en el Consejo de Europa, sabe usted..., quieren que lo sea.” Y que incluso hizo un informe por encargo de la “Sociedad para la Eliminación de las Costumbres Salvajes”; que a Marlow, que lo leyó y guardó, le parece “demasiado idealista” y “muy simple, y, al final de aquella apelación patética a todos los sentimientos altruistas, llegaba a deslumbrar, luminosa y terrible, como un relámpago en un cielo sereno [¡oh paradójica y radiográfica y retrovisora sentencia!]: ‘¡Exterminen a esas bestias!’”.
Pero cuando Marlow llega a la Estación Central ya repta y corre el rumor de que Kurtz está enfermo (quizá loco) y se ha convertido en algo anómalo para la compañía (se advierten catastróficas pérdidas) y por ende el director, a bordo del vaporcito, está empeñado en ir por él río arriba y descarrilarlo de su Estación, zona que ha convertido en coto personal. 
Paulatina y fragmentariamente, el relato de Marlow lo coloca en el lado opuesto del comportamiento del director y de la peste de blancos armados que infesta el vaporcito, e incluso contrario al tétrico delirio orquestado por Kurtz en su pequeño reino tribal, no obstante la tolerancia y la relativa complicidad con que lo llega a tratar durante su período convaleciente y terminal en el trayecto de regreso a bordo del vaporcito —muere en la travesía y le deja a Marlow un atado de cartas y papeles que implican que, pese a representar a un reyezuelo troglodita sin escrúpulos, no dejó de mirar a Europa ni rompió sus vínculos europeos (quizá para invertir y gastar su fortuna), más la foto de una fémina cuyo destino es la quintaesencia, el non plus ultra del melodrama romanticista—.
En el meollo de lo siniestro y oscuro de la personalidad de Kurtz, que de algún tácito modo logró persuadir y hechizar a una sanguinaria tribu de aborígenes que lo idolatra como si fuera un dios o un rey (un diminuto Leopoldo II que usa el terror, la tortura y el asesinato con tal de robar y saquear todo el marfil que pueda), destaca el hecho de que moribundo, sin asomo de culpa y muy razonable, añora el egocéntrico orbe que deja (“Mi prometida, mi Estación, mi carrera, mis ideas”).
Uno de los enigmáticos y reveladores pasajes de El corazón de las tinieblas es el episodio donde Marlow relata el acercamiento del vaporcito a la Estación de Kurtz y lo ve por primera vez, calvo y delgadísimo, casi la fantasmagórica imagen de la Muerte dirigiendo su danza macabra; Marlow, acompañado por el joven ruso vestido con harapos como de arlequín (fiel devoto de Kurtz), observa con sus prismáticos las cabezas humanas empaladas que preceden la desvencijada casa:
       “...No se veía un alma viviente en la orilla, los matorrales no se movían.
“De pronto, tras una esquina de la casa apareció un grupo de hombres, como si hubiera brotado de la tierra. Avanzaba en una masa compacta, con la hierba hasta la cintura, llevando en medio unas parihuelas improvisadas. Instantáneamente, en aquel paisaje vacío, se elevó un grito cuya estridencia atravesó el aire tranquilo como una flecha aguda que volara directamente del corazón mismo de la tierra, y, como por encanto, corrientes de seres humanos, de seres humanos desnudos, con lanzas en las manos, con arcos y escudos, con miradas y movimientos salvajes, irrumpieron en la Estación, vomitados por el bosque tenebroso y plácido. Los arbustos se movieron, la hierba se sacudió por unos momentos, luego todo quedó tranquilo, en una tensa inmovilidad.
“‘Si ahora no les dice lo que debe decirles, estamos todos perdidos’, dijo el ruso a mis espaldas. El grupo de hombres con las parihuelas se había detenido a medio camino, como petrificado. Vi que el hombre de la camilla se semiincorporaba, delgado, con un brazo en alto, apoyado en los hombros de los camilleros. ‘Esperemos que el hombre que sabe hablar tan bien del amor en general encuentre alguna razón particular para salvarnos esta vez’, dije.
“Presentía amargamente el absurdo peligro de nuestra situación, como si el estar a la merced de aquel atroz fantasma constituyera una necesidad deshonrosa. No podía oír ningún sonido, pero a través de los gemelos vi el brazo delgado extendido imperativamente, la mandíbula inferior en movimiento, los ojos de aquella aparición que brillaban sombríos a lo lejos, en su cabeza huesuda, que oscilaba con grotescas sacudidas. Kurtz..., Kurtz, eso significa pequeño en alemán, ¿no es cierto? Bueno, el nombre era tan cierto como todo lo demás en su vida y en su muerte. Parecía tener por lo menos siete pies de estatura. La manta que lo cubría cayó y su cuerpo surgió lastimoso y descarnado como de una mortaja. Podía ver la caja torácica, con las costillas bien marcadas. Era como si una imagen animada de la muerte, tallada en viejo marfil, hubiese agitado la mano amenazadoramente ante una multitud inmóvil de hombres hechos de oscuro y brillante bronce. Lo vi abrir la boca; lo que le dio un aspecto indeciblemente voraz, como si hubiera querido devorar todo el aire, toda la tierra, y todos los hombres que tenía ante sí. Una voz profunda llegó débilmente hasta el barco. Debía de haber gritado. Repentinamente cayó hacia atrás. La camilla osciló cuando los camilleros caminaron de nuevo hacia adelante, y al mismo tiempo observé que la multitud de salvajes se desvanecía con movimientos del todo imperceptibles, como si el bosque que había arrojado súbitamente aquellos seres se los hubiera tragado de nuevo, como el aliento es traído en una prolongada aspiración.”


Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas. Prólogo y traducción del inglés al español de Sergio Pitol. Serie Sergio Pitol Traductor (7), Universidad Veracruzana. Xalapa, 2008. 146 pp.

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lunes, 15 de diciembre de 2014

Tifón


 No todo se encuentra en los libros

Typhoon, novela corta o relato largo de Joseph Conrad (1857-1924), apareció por entregas, en 1902, en los primeros números de la revista británica Pall Mall, y en 1903, en Londres, en el libro Typhoon and other stories. La traducción del inglés al español de Ana Alegría D’Amonville, con el número 82 de la Colección Fontamara, se editó en Barcelona en “octubre de 1979”; mientras que la “Primera edición mexicana” se hizo una década después “en los talleres gráficos de Premià” (Tlahuapan, Puebla). Según una nota, Fontamara agradece “el asesoramiento en terminología náutica del oficial radiotelegrafista de la marina mercante D. Alfonso Aguirre García Pumarino. Todo error que en este terreno pueda subsistir es de plena responsabilidad de la editorial.” Al igual que las hermosas erratas que adornan sus páginas, ausentes en la edición de Alianza Editorial, impresa en Madrid en 2008.  
(Fontamara, Tlahuapan, 1989)
        Dividido en seis capítulos, Tifón narra, centralmente, la serie de peripecias y tribulaciones vividas a bordo del Nan-Shan —un vapor de manufactura británica destinado a navegar en los mares de la China Meridional y Oriental—, cuando un poderoso huracán los sorprende al cruzar el Estrecho de Formosa (frente a la actual isla de Taiwán). 

Construido en Dumbarton (Escocia) a solicitud de “los señores Sigg e hijo”, una firma de comerciantes de Siam” (la actual Tailandia), el Nan-Shan no cumple aún tres años y su armadura y tecnología es de lo más avanzada. Y desde el principio ha sido comandado por el capitán MacWhirr, oriundo de Belfast e iniciado en la marinería a los 15 años de edad. Pese a tratarse de un navío mercante y no de pasajeros, la misión inmediata del Nan-Shan es trasportar “desde el sur hacia el puerto de Fu-chau” (o Fuzhou) 200 chinos de la compañía Bun-Hin “que volvían a sus respectivos pueblos de la provincia de Fo-kien [o Fujian], después de varios años de trabajo en distintas colonias tropicales”. 
Poco antes de que a eso de las 10 de la mañana “un oleaje de través” comience “a subir desde el Canal de Formosa”, la voz narrativa traza una imagen de los chinos en la cubierta del Nan-Shan: “La mañana era espléndida, el mar aceitoso se henchía sin una burbuja, y en el cielo había un curioso manchón blanco, velado, como un halo del sol. La cubierta de proa, atestada de chinos, estaba llena de ropas sombrías, rostros amarillos y coletas, salpicada a la vez de muchos hombres desnudos, porque no había viento, y el calor era asfixiante. Los culíes descansaban, hablaban, fumaban o miraban fijamente por encima de la barandilla; algunos, subiendo agua por el costado del barco, se duchaban unos a otros; unos cuantos dormían sobre escotillas, en tanto varios grupos pequeños, de seis, sentados en cuclillas, rodeaban bandejas de hierro con platos de arroz y minúsculas tacitas de té; y cada uno de los celestiales llevaba consigo todo lo que poseía en el mundo —un arcón de madera provisto de un resonante candado y esquinas de bronce, que encerraba los ahorros de su trabajo: algunas ropas ceremoniales, varillas de incienso, tal vez un poco de opio, unos cuantos cachivaches de valor convencional, y un pequeño tesoro de dólares de plata, obtenidos con gran esfuerzo en gabarras carboneras, ganado en casas de juego o en míseros trueques, desentrañados de la tierra, logrados fatigosamente en minas, en líneas ferroviarias, en selvas letales, bajo grandes cargas— amasados con paciencia, cuidadosamente guardados, ferozmente protegidos.” 
Joseph Conrad en medio del capitán David Bone y Murhead
         Pese al cuidado del capitán y a que es un viejo lobo de mar, parece haber olvidado que el Nan-Shan se halla “en los mares de la China, durante la época de los tifones”, en una zona donde no son extraños, pues cuando los naturales signos anuncian la cercanía e inminencia de un huracán, no es él quien los olfatea y lee, sino el joven Jukes, el primer oficial, quien a las 20 horas de ese aciago día (un 24 de diciembre, durante la Nochebuena) entra al cuarto de la derrota y apunta en la bitácora en medio del fuerte y exasperante balanceo del barco: “8 p.m. el oleaje aumenta. El buque avanza con esfuerzo y hay agua en las cubiertas. Hicimos bajar a los culíes para pasar allí la noche. El barómetro sigue bajando [...] Quizá no pase nada [piensa...] Todas las apariencias anuncian la proximidad de un tifón.” 

Joseph C0nrad en 1873
        No obstante, no es Jukes quien decide la estrategia para enfrentar el fenómeno cuando ya está encima de ellos soplando y aullando, sino el capitán MacWhirr, quien no accede a dirigir el barco de “proa hacia el este” y desviarlo de su ruta “más de cuatro cuartas”, como propone el joven. Y entre lo que el capitán le esgrime subrayándole que “no todo se encuentra en los libros”, le reafirma: “Un temporal es un temporal, señor Jukes [...] y un vapor de gran potencia tiene que hacerle frente. El mal tiempo que anda golpeteando por el mundo tiene un límite, y lo correcto es atravesarlo sin ninguna de esas ‘estrategias de tormenta’, como el tal capitán Wilson, del Melita, las llama.”

Postura que vuelve a sostener muchas horas después de iniciada la refriega, cuando ya en la madrugada (en las primeras horas del 25 de diciembre) el tifón parece que pasó y en medio de la calma (ente 15 o 20 minutos), en la derrota, colige que se avecina “lo peor”. El capitán le ordena a Jukes que sustituya al timonel, que está rendido, y le indica con la esperanza de “salir al otro lado” (no obstante que el mortal riesgo “será aterrador”): “No deje que nada lo desconcierte [...] Manténgalo de proa a la tempestad. Pueden decir lo que quieran, pero las olas más pesadas corren con el viento. De proa —siempre de proa— esa es la forma de salir al otro lado. Usted es marinero joven. Hágale frente. Eso es bastante para cualquier hombre. Manténgase sereno.”
El capitán MacWhirr, poco oído y mal apreciado en su lejano hogar en Londres (tiene mujer y dos jóvenes hijos, que, si hubieran leído en su carta, se habrían enterado que “entre las 4 y las 6 de la mañana del 25 de diciembre”, “creyó efectivamente que su barco no podría sobrevivir” y que nunca volvería a verlos), y pese a que no es una lumbrera, también es el héroe de otro ciclón que al unísono vive el Nan-Shan
  Resulta que esos 200 culis, trasladados de la cubierta a la bodega del entrepuente de proa para pasar allí la noche en que se desencadena el tifón, precisamente con las fuertes sacudidas y con el brusco vaivén en medio de la tormenta, alguno o varios de sus arcones se rompieron y sus cosas se desparramaron y rodaron y con ellas sus dólares, y comenzó, por éstos, una confusa y convulsiva pelea de todos contra todos, que no se logró controlar hasta que en una incursión por la oscura y estrecha carbonera, la tripulación de blancos —refugiada “en el pasillo de babor, bajo el puente”—, siguiendo la iniciativa del carpintero, con cadenas y cabos, los empujan y amontonan contra el mamparo. Y según reporta Jukes al capitán, quedaron amarrados “por todo el entrepuente”. 
El caso es que Jukes posee prejuicios de megalomanía y xenofobia (síndrome que comparte con los marineros blancos); según él iba a renunciar luego de que la bandera británica fue cambiada por la bandera de Siam (fondo rojo con un elefante blanco en el centro) y parodia, burlándose con jocosidad, el modo de hablar del traductor chino de la compañía Bun-Hin. Así que cuando ya sucedió la segunda embestida del tifón, los hubiera dejado allí, atados bajo cubierta (teme su furia, su fuerza, su número y un posible motín) y quizá sin alimentos (“los chinos no tiene alma”, dice), durante las más o menos 15 horas de navegación que aún les restaban para llegar al puerto de Fu-chau.  
Joseph Conrad en cubierta
          El capitán MacWhirr quizá no sea un xenófobo ortodoxo, pero sí parece compartir ciertos atavismos raciales cuando en la preliminar discusión con Jukes en torno a la llegada del tifón y el modo de confrontarlo, exclama: “¡Los chinos! ¿Por qué no dice las cosas claramente? [...] Jamás he oído hablar de un montón de culíes como si fueran pasajeros. ¡Vaya pasajeros! ¿Qué mosca le ha picado?” Y dado que Jukes quiere mover el barco de “proa hacia el este”, el capitán le debate: “¿Hacia el este? —repitió, rayando en el asombro—. Hacia el... ¿Hacia dónde cree que nos dirigimos? Quiere que desvíe de su rumbo cuatro cuartas a un vapor de gran potencia, ¡para que los chinos estén cómodos!”  

Sin embargo, es el capitán MacWhirr quien en medio de la tempestad, al enterarse de que los chinos pelean por los dólares, ordena, para calmarlos y eludir que la bronca empeore, que Jukes baje y suba el dinero.   Cosa que resulta imposible y no se hace. Y luego, cuando en la madrugada se avecina la segunda arremetida del tifón, equipara, ante Jukes, el destino y la suerte de amarillos y blancos: “Había que hacer lo justo para todos —no son más que chinos— demonios. El buque no está perdido aún. Bastante duro [es] estar encerrado abajo en una tempestad”.
Y cuando ya ocurrió el segundo ataque del fenómeno y Jukes, que pilotó el timón y duerme, de pronto es despertado por el camarero con la alarmante noticia de que el capitán está dejando salir a los chinos: “¡Oh, los está dejando salir! Corra a cubierta, señor, y sálvenos. El jefe de máquinas acaba de bajar corriendo en busca de su revólver.” Así que Jukes, según le narra a un amigo en una carta, “me metí de un salto en los pantalones y volé a la cubierta de proa”. Pero lo hace con otros seis, que van hacia la derrota armados con rifles. “Nos fuimos al ataque, los siete, hacia la derrota. Todo había terminado. Allí estaba el viejo, con sus botas marineras todavía subidas hasta las caderas, y en mangas de camisa; debió acalorarse de tanto pensarlo, supongo. El empleado dandy de Bun-Hin, a su lado, sucio como un barrendero, estaba todavía verde. Comprendí en el acto que me esperaba una buena.
“¿Qué demonios son estas jugarretas, señor Jukes? [...] Por el amor de Dios, señor Jukes [...], quite los rifles a estos hombres. Alguien resultará herido, y pronto, si no lo hace. ¡Maldita sea si este buque no es peor que un manicomio! Ahora fíjese bien. Lo quiero aquí para que me ayude a mí, y al chino de Bun-Hin, a contar ese dinero [...]
Joseph Conrad
Nom de plume de Józef Teodor Konrad Korzeniowski
(Berdyczów, diciembre 3 de 1857-Bishopsbourne, agosto 3 de  1924)
        Y es que el capitán, cuya prerrogativa parece ser aquello de que “Hay cosas sobre las cuales los libros no dicen nada”, después de meditarlo, decidió que “por el bien de los dueños y del nombre del barco: ‘por el bien de todos los interesados’”, incluidos los chinos, decidió contar el dinero y repartirlo entre éstos. “Terminamos la distribución antes del anochecer. Fue todo un espectáculo: las olas eran altas, el buque estaba hecho un desastre, los chinos subían al puente tambaleándose, uno por uno, para recibir su parte, y el viejo, todavía con las botas puestas y en mangas de camisa, atareado pagándoles en la puerta de la derrota, sudando como loco, y de cuando en cuando poniéndose furioso conmigo o con el Padre Rout, por algo que no le parecía bien. Él mismo llevó la parte que les correspondía a los inválidos, a la escotilla número dos. Quedaban tres dólares, y esos los entregó a los tres culíes más malheridos, uno a cada uno. Luego pusimos manos a la obra y sacamos a cubierta, con palas, montones de harapos mojados, toda clase de pedazos de cosas informes, a las que era imposible dar nombre, y dejamos que ellos mismos decidieran a quién pertenecían las cosas.” 



Joseph Conrad, Tifón. Traducción del inglés al español de Ana Alegría D’Amonville. Colección Fontamara núm. 82, Editorial Fontamara. 1ª ed. mexicana. Tlahuapan, Puebla, 1989. 128 pp.

sábado, 6 de diciembre de 2014

La posada de las dos brujas y otros relatos


El calor de la vida en un puñado de polvo

Con traducción del inglés al español de Javier Alfaya y Barbara MacShane, el libro La posada de las dos brujas y otros relatos es una antología (sin firma) de Joseph Conrad (1857-1924), cuya primera edición en la serie El libro de bolsillo de la madrileña Alianza Editorial data de 1988 y de 2006 la primera edición en la serie Biblioteca de autor. Ni la editorial ni los traductores informan de qué libros de Conrad fueron traducidos y seleccionados y sólo la anónima nota de la cuarta de forros dice que las narraciones fueron “escritas entre 1898 y 1915”. Quizá sea así. Lo cierto es que sólo uno de los cuatro cuentos tiene fecha y tal dato no es fortuito. 
(Alianza, Madrid, 2006)
       
El joven Borges
(Mallorca, 1919)
        Firmado en “Junio de 1913”, el cuento “La posada de las dos brujas: Un hallazgo” está narrado por un alter ego de Joseph Conrad que evoca el encuentro de un manuscrito, no “en un libro” —tal y como canta el sonoro título del poema “Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad”, que Borges en 1943 agregó a su segundo poemario: Luna de enfrente (Proa, 1925)— sino en el fondo de “una caja de libros comprada en Londres, en una calle que ya no existe, en una tienda de libros de segunda mano en la última fase de su decadencia”. Así, tal alter ego narra y reconstruye, con comentarios y reflexiones, el contenido de ese manuscrito incompleto redactado a mediados del siglo XIX, y cuyo autor, un tal Edgar Byrne, entonces sesentón, comenzó su historia apuntando: “En 1813 tenía 22 años”. Y tal es la fecha en que ocurre su aventura, cuando era un joven “oficial de la flota de Su Majestad”, quien al mando de una corbeta inglesa, en la costa “septentrional de España”, envía un bote, en el que Cuba Tom, un fuerte y diestro marino, tiene por misión llevar un mensaje a los guerrilleros independentistas del entorno de un empobrecido caserío asturiano; pero, luego de que Cuba Tom se ha internado en ese territorio guiado por un astroso guía, los malos augurios e indicios inducen al joven oficial Edgar Byrne a desembarcar en solitario e incursionarse en esa peligrosa región a merced de ladrones, forajidos y esbirros de José Bonaparte, cuyo punto culminante empieza a gestarse en la posada del título, donde descubre un cadáver oculto en un armario y un artilugio mecánico y asesino (descendiente del lecho de Procusto) camuflado en lo que una gitana llama “la habitación del arzobispo”.

Joseph Conrad en 1873
          Es consabido que buena parte de la obra narrativa de Joseph Conrad tiene su fuente en su trayectoria marítima y “Juventud” (1902), el segundo cuento antologado, es un ejemplo fehaciente, no obstante que en el conjunto se trasmina tal impronta, inextricable a su poder narrativo, ya para urdir la trama, el suspense y el giro sorpresivo, o para con unos cuantos trazos dibujar la pinta de un personaje o de un lugar.

El meollo de “Juventud” está evocado y narrado por Marlow, ese alter ego de Conrad que también figura en su relato o novela corta El corazón de las tinieblas (1899) y en sus novelas Lord Jim (1900) y Azar (1913).  
En “Juventud”, Marlow, con 42 años a cuestas (pero parece sesentón), se halla en la mesa de un bar londinense entre cinco viejos camaradas que otrora iniciaron “la vida en la marina mercante”. Y entre trago y trago, amén de que hace la apología y celebración de su ímpetu juvenil, les narra los pormenores de su primer viaje a “los mares de Oriente”, “el primero como segundo de a abordo”, ocurrido hace 22 años, cuando acababa de cumplir dos décadas de edad. Antes, dice, pese a sus ya “seis años en el mar”, “sólo conocía Melbourne y Sydney”, y “había servido en un espléndido clipper australiano como tercer oficial”.
Si bien su naciente entusiasmo se centra en el hecho de embarcarse rumbo a Bangkok a bordo del Judea, un recién remozado y añejo barco, que tras zarpar de Londres va a un puerto del Mar del Norte a cargar el carbón que llevarán hasta esa dársena del Oriente, todos los episodios de su aventura están marcados por las tribulaciones y contratiempos que sufre el navío y por el progresivo desastre que culmina con un incendio y el consecuente hundimiento del Judea, ya en las inmediaciones de la isla de Java, “las puertas del Oriente”, a las que él, hipercansado, llega en un bote —su primer mando—, junto con un par marineros. 
  La peculiaridad del joven Marlow, como alter ego de Conrad, no se limita a ser un transmisor y un cedazo de la cotidianidad marinera en un carguero que va de adversidad en adversidad, sino que también denota su inclinación por la lectura, pues después del mal pasar “el famoso temporal de octubre de hace 22 años”, mientras el Judea permanece un mes en un muelle del Tyne, lee “por primera vez Sartor Resartus [de Thomas Carlyle] y Excursión a Khiva, de Burnaby”. Y en otro episodio en Falmouth, tras luchar (bombeando agua) y sobrevivir a un posible hundimiento (“¡Por Júpiter! Es una aventura maravillosa, de esas que se leen en los libros; y es mi primer viaje como segundo oficial”), cuando ya se han convertido en familiares para los lugareños y éstos y los niños se burlan de ellos (“¿Creen ustedes que alguna vez llegarán a Bangkok?”), Marlow consigue “tres pagas y un permiso de cinco días” y se va a Londres (“un día para llegar y casi otro en volver”) y entre lo que adquiere y se trae vienen las flamantes “Obras completas de Byron”. 
Soup for the three cents (1859), de
James McNeill Whistler (1834-1903)
        Con la sabia perspectiva de un sesentón de apenas 42 años, Marlow, en ese bar londinense, evoca su indeleble “primer suspiro del Oriente” e inextricable a ello festeja su juventud, su implícita sustancia volátil, casi tan efímera como la vida misma: “Me acuerdo de los rostros ojerosos, las abatidas figuras de mis dos hombres y me acuerdo de mi juventud y del sentimiento que jamás volveré a tener: el sentimiento de que podía resistir para siempre, sobrevivir al mar, a la tierra y a todos los hombres; ese engañoso sentimiento que nos eleva hacia las alegrías, hacia los peligros, hacia el amor, hacia el vano esfuerzo, hacia la muerte; la convicción triunfante de la fuerza, el calor de la vida en un puñado de polvo, el resplandor en el corazón que cada año se hace más débil, más frío, más pequeño, y expira, expira demasiado pronto, demasiado pronto, antes que la vida misma.” 

Joseph Conrad, nom de guerre de Józef Teodor Konrad Korzeniowki
(Berdyczów, diciembre 3 de 1857-Binshopsbourne, agosto 3 de 1924)
       En “El socio” el alter ego de Joseph Conrad es un cuentista, muy enterado del tráfago portuario, quien durante un mal tiempo (adecuado para contar y oír historias), en el “salón de fumadores de una hotel pequeño y respetable” en Westport, conoce y dialoga con un viejo jactancioso y gruñón, quien propicia el acercamiento porque dizque quiere saber cómo se hacen “los cuentos, los cuentos para los periódicos”. A tal cascarrabias, que le da la impresión de no haber salido nunca de Gran Bretaña, le irritan los barqueros de Westport que cuentan historias a los veraneantes, quienes también le disgustan. El intríngulis de tal enfado sólo se despeja por completo al final del relato. Pero lo que sí se advierte luego del inicio es que ese gruñón, “un rufián viejo e imponente”, también es un contador de historias, pero oral, quien le narra al otro mirando la pared como si viera un cuadro o una película y se la estuviera proyectando allí, y lo hace, para que el escritor, su “socio”, la reescriba a su manera. Así que cuando el viejo le dice: “¿Ha visto usted alguna vez rocas tan tontas como ésas? [las de Westport]. Parecen ciruelas sobre un trozo de pastel frío.” El escritor comenta: “Las miré: un acre o más de puntos negros esparcidos entre las sombras gris acero de un mar liso, bajo una niebla gris, vaporosa y uniforme, una mancha informe más clara a un lado: la velada blancura de un peñasco que se desprendía como un resplandor difuso y misterioso. Era un cuadro delicado y maravilloso, expresivo, sugestivo, y desolado, una sinfonía en gris y negro: un Whistler.”

James McNeill Whistler:
Nocturne (1879)
         En este sentido, el narrador oral también es un alter ego de Joseph Conrad, en cuya historia figura también un socio, el cual, no obstante, no es un escritor sino un delincuente sin escrúpulos, proclive a urdir intrigas y delitos con tal de enriquecerse en un tris. A tal bicho, llamado Cloete, el vejete, que fue o es “capataz de estibadores en el puerto de Londres”, otrora lo conoció recién desembarcado de Estados Unidos y seis meses después lo encontró hecho socio de George Dunbar, cuya oficina estaba “en una callecita ahora reconstruida por completo”, “a siete puertas de la hostería Chesire Cat [quizá un homenaje a Lewis Carroll], bajo el puente del ferrocarril”, donde Cloete solía “comer su chuleta y hacer reír a la camarera”. 

James McNeill Whistler:
Limehouse (1859)
      George Dunbar, con su socio Cloete, no tarda en verse a punto de perder sus negocios y el tren de su vida ricachona; así que Cloete le propone hundir el Sagamore, barco del capitán Henry, hermano de George, y cobrar el dinero del seguro, que los hará ricos a los tres. La intriga, tejida y narrada con maestría, no está exenta de imprevistos y funestos sucesos inesperados (la muerte de Henry, la locura de su mujer, la fortuna que se disipa, el asesino y ladrón imprevisto, la impunidad del culpable), que a lo postre revelan que el capitán Henry Dunbar, cuyo barco encalló entre las rocas de Westport, fue quien al vejete gruñón le dio su “primer trabajo de estibador a los tres días” de su matrimonio, y cuya estatura e integridad moral defiende en contra de los cuentos que esparcen los barqueros entre los veraneantes.

Joseph Conrad en cubierta
        “Una avanzada del progreso”, el cuarto y último cuento del libro, al igual que El corazón de las tinieblas, tiene su germen en el azaroso y desventurado viaje al Congo que Joseph Conrad hizo en 1890. No obstante, en “Una avanzada del progreso” no figura el capitán Marlow en su vaporcito fluvial, sino un par de ridículos blancos que la civilización europea, representada por la Gran Compañía Comercial, ha colocado allí, en medio de la selva africana y del poderoso río, en calidad de “jefe” y “segundo” de una minúscula y rudimentaria factoría, cuyo objetivo es adquirir, mediante el truque de chucherías, cachivaches y baratijas, el marfil que los negros y salvajes aborígenes les lleven. 

Antes de arribar al puesto, Kayerts, el “jefe”, había sido empleado en la Administración de Telégrafos, y Carlier, el “segundo”, vago y suboficial de un ejército mercenario. Trazado con humor e ironía, su risible, patético y vertiginoso deterioro físico y moral, que culmina con un asesinato involuntario y un suicidio, implica y refleja su ignorancia e ineptitud para desenvolverse y subsistir en ese agreste entorno. Si tal meollo conlleva una sarcástica crítica a la imperial civilización europea expoliando un vulnerable y selvático territorio del centro de África, al unísono se entreteje una cáustica mirada al mundo de los nativos, signado por la violencia y el tráfico de esclavos. 
El negro Makola, quien desprecia a los blancos y es el encargado del almacén de la factoría, y que además parla inglés y francés, redacta y sabe de contabilidad, es en realidad quien mantiene en pie el puesto. Así que cuando llegan siete negreros armados con mosquetes, dizque comerciantes de Luanda que traen marfil en sus canoas, es Makola, al margen de los blancos, quien urde y negocia el subrepticio y nocturno intercambio del marfil por los diez inútiles guerreros que el director de la Gran Compañía Comercial había dejado allí en calidad de empleados.  

Joseph Conrad, La posada de las dos brujas y otros relatos. Traducción del inglés al español de Javier Alfaya y Barbara MacShane. El libro de bolsillo/Biblioteca de autor (0823), Alianza Editorial. Madrid, 2006. 168 pp.

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Enlace a la voz de Jorge Luis Borges diciendo su poema "Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad".

Enlace a "Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad", poema de Jorge Luis Borges recitado por él mismo.


miércoles, 7 de noviembre de 2012

Una avanzada de progreso



Donde duermen las hormigas burras

Una avanzada del progreso denota el indeleble espíritu aventurero, entomólogo y explorador de Joseph Conrad (1857-1924), granjeado en 20 años de vida marítima (entre 1874 y 1894). Se dice que en 1890, Conrad “mandó un vapor fluvial en el Congo”. Tal vez esa empresa incidió en Una avanzada del progreso; sin embargo, en su ideario e imaginación no se pueden excluir sus otros viajes, puesto que la crítica al mito de la superioridad de la civilización europea, implica los atavismos y los prejuicios morales y racistas de todos los países coloniales expoliando sin escrúpulos un mundo salvaje y menos desarrollado.
(Alianza/CONACULTA, México, 1993)
      El relato se remite al centro y corazón de África. Allí, en un lugar perdido en lo profundo de la selva, la Gran Compañía Civilizadora (de un país europeo cuyo nombre no se menciona, dado que puede de ser Francia, Inglaterra o cualquier otro) ha erigido una factoría, una barraca de cañas frente a un río, un diminuto punto entre muchos. 
Los responsables son dos insectos blancos recién desembarcados: Kayerts y Carlier, más un negro: Makola, el tercero de a bordo, y diez ejemplares de una tribu guerrera, tan ineptos para cortar hierba, construir cercas o un embarcadero, sembrar una huerta o talar árboles, como son el par de blancos. El director de la Compañía Civilizadora, mientras se aleja en el vapor, luego de otorgarles sus ridículos nombramientos (Kayerts: “jefe” y Carlier: “ayudante”), con su incisivo ojo clínico piensa que semejantes especímenes no harán nada, que en ese río la factoría es inútil, “¡y esos dos encajan perfectamente en ella!”
Kayerts dejó su empleo en la Administración de Telégrafos, a la que sirvió durante 17 años, con el ingenuo fin de conseguir una dote para su hija Melie. Carlier es un desertor de un ejército mercenario, un pillo que “se vio obligado a aceptar aquel medio de vida tan pronto como quedó claro que nada más podía sacar a sus parientes”. Ambos creen que se trata de una especie de picnic, de sentarse, rascarse las pelotas y apilar el marfil que les lleven los fétidos salvajes. 
Puntilloso y humorístico, Joseph Conrad dibuja, reflexiona y expone el drama del par de supuestos “civilizados”: su incapacidad para trabajar, explorar y conocer no sólo la exuberante naturaleza, sino también las lenguas, las costumbres, los ritos y el pensamiento mítico y mágico de las tribus que los rodean. Ciegos ante el entorno, no hacen nada. Castran sin misericordia al dios Cronos. 
Entre los restos dejados por el predecesor, hallan algunos libros rotos, unos desechos de novelas que nunca habían leído. Así, intiman con Richelieu y D’Artagnan, Ojo de Halcón y Papá Goriot. Hay también algunos diarios de la metrópoli. En uno figura el artículo “Nuestra expansión colonial”. Allí leen sobre “los derechos y deberes de la civilización”, sobre “los méritos de los hombres que iban por el mundo llevando la luz, la fe y el comercio hasta los más oscuros rincones de la tierra”. Y los muy fodongos, viéndose y olisqueándose el ombligo, se imaginan en el papel de los fundadores de la futura civilización, quizá sus nombres grabados en oro en la entrada de la urbe y leídos por las bobaliconas multitudes: Carlier y Kayerts: “los primeros hombres civilizados que vivieron en este lugar”. 
Y si por antonomasia las tribus del África negra adoran fetiches, tótems y otros diabólicos menjurjes a veces chorreantes de antropofagia, en la parodia e ironía del relato de Conrad, los blancos llaman fetiche al almacén de cada factoría, “tal vez porque en él residía el espíritu de la civilización”, corporificado en el marfil que allí acumulan, la valiosa razón de cada factoría, que se traduce en dinero contante y sonante, el fetiche que adoran y buscan los “civilizados”, dispuestos a ser más salvajes y caníbales que los propios salvajes y caníbales, si es que algo se interpone en su predador camino; pero también lo nombran fetiche como una burla frente al fetichismo e ingenuidad de los nativos, puesto que allí los blancos guardan los cachivaches y los trapos con que cierran los ventajosos “negocios” con los no siempre buenos e inocentes salvajes.
Joseph Conrad
       Sólo bastan un poco más de seis meses para que los blancos “civilizados” y egocéntricos, por ignorantes, sucumban. Sometidos a una dieta infame: arroz hervido sin sal y café sin azúcar, Joseph Conrad narra el clímax de su derrumbe con excelente comicidad escénica. Carlier, con fiebre y desesperado (allí las fiebres son mortales), agita y exacerba a su salvaje interior, una caricatura de los traficantes de esclavos que infestan esos lares. Exige que su café sea endulzado con uno de los 15 terrones de azúcar que Kayerts guarda junto con media botella de coñac, dizque para los enfermos. Se desencadena la risible, ridícula y dramática persecución: Carlier corretea a Kayerts, quien también sufre con sus piernas hinchadas. Dan varias vueltas a “la casa de Makola, la tienda, el río, el barranco y el monte bajo”. Un hilarante gag que el cine mudo, con Charles Chaplin a la cabeza, no ignoró y que ha sido repetido y explotado hasta el hartazgo por todo tipo de dibujos animados y comedias fílmicas. 
  De pronto, chocan violentamente uno contra el otro y se oye un disparo. Kayerts cree que Carlier lo mató, pero éste fue el que recibió el imprudente balazo. Kayerts, profundamente deprimido, sentado en un sillón pasa la noche en vela junto al cuerpo de Carlier. Hace un balance de su mísera vida y de los últimos misérrimos hechos. Y por un momento, como ocurre en el célebre “Sueño de la mariposa” de Chuang-Tzu (“Chuang-Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”), se imagina que él es el muerto y Carlier el vivo, “de tal forma que en pocos instantes ya no supo quién estaba muerto y quién estaba vivo”, y tuvo que hacer un esfuerzo mental para no perderse y recuperase a sí mismo. 
Sin embargo, cuando al amanecer Kayerts oye el silbato del vapor de la Compañía Civilizadora, el llamado del progreso, de la “civilización” europea que lo invoca para que “volviera a aquel montón de basura que había dejado atrás, para que se hiciera justicia”, en vez de ir, se cuelga de la cruz, otro indiscutible signo y fetiche (no siempre espiritual e innumerables veces sanguinolento, represor, terrorista y genocida) de la avanzada “civilizadora”.
       El negro Makola tiene lo suyo: chapurrea el inglés y el francés y algunos dialectos y lenguas nativas; no es analfabeta, sabe algo de contabilidad y sostiene un tendajón. Es el tipo ideal para encargarse de la factoría, pero es negro y esto impide su nombramiento. 
  No obstante, así como mantuvo la factoría al morir el fundador, él es quien resuelve los problemas. Discute con las tribus el precio del marfil. Ante lo incierto y sin decir nada a los blancos, acuerda, con un grupo de traficantes y negreros negros, el intercambio de los diez inútiles guerreros, por varios flamantes colmillos. Y al ser evidente que Kayerts mató a Carlier, para salvar al viejo barrigudo de la ignominia y quizá del castigo carcelario, había dictaminado: “Murió de fiebre”, “Lo enterraremos mañana”.


Joseph Conrad, Una avanzada del progreso. Traducción del inglés al español de Javier Alfaya y Bárbara MacShane. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, 1993. 64.