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miércoles, 7 de diciembre de 2016

Cinco esquinas

Lamer los zapatos que los patean

Editada por Alfaguara, la primera edición mexicana de la novela Cinco esquinas apareció en “marzo de 2016”, lo cual coincidió, de manera publicitaria y celebratoria, con el 80 aniversario de Mario Vargas Llosa, su autor, pues nació en Arequipa, Perú, el 28 de marzo de 1936.
Primera edición en México: marzo de 2016
      El novelista y Premio Nobel de Literatura 2010 preludia su libro con una declaración de principios que reza: “Cinco esquinas es una obra de ficción en la que, para la creación de algunos personajes, el autor se ha inspirado en la personalidad de seres auténticos, con los que, además, comparten nombre, aunque a lo largo de toda la novela son tratados como seres de ficción. El autor ha asumido en todo momento libertad absoluta en el relato, sin que los hechos que se narran se correspondan con la realidad.” En este sentido, Mario Vargas Llosa se cura en salud para utilizar y contar lo que se le antoje (y como se le antoje) y para que de manera inapelable no se le objete que en la histórica caída de Alberto Fujimori y de Vladimiro Montesinos (y en el encarcelamiento de ambos) no “fue clave” la supuesta revelación periodística que se narra en su novela. Revelación que dizque se destapa en un semanario populachero, de índole escandalosa y amarillista, que se edita en una Lima asediada por la violencia, los apagones, los secuestros, la delincuencia común, la abundante pobreza, el terrorismo de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, el toque de queda, la represión, y el sanguinario y genocida manejo de los mass media que orquesta y manipula “el todopoderoso Doctor”, nada menos que “el jefe del Servicio de Inteligencia” de la dictadura, de quien la vox populi dictamina: es “el que manda y hace y deshace”, pese a que Fujimori sea el presidente.  
 
Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa,
una pareja de película.
         No obstante los crímenes y actos delictivos que se aluden y se narran, Cinco esquinas es un divertimento, una novela lúdica, gozosa, ligera, amena, salpimentada con episodios pornoeróticos y no exenta de peruanismos, modismos y vulgarismos (entertainment químicamente puro, fácilmente adaptable y explotable por la churrería cinematográfica hollywoodense o no); con un cariz, no de alta literatura, sino de literatura popular, que recuerda el tremendismo de los radioteatros que urde Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977). De sobra es consabido que Mario Vargas Llosa es un consumado maestro de la intriga y del suspense, de modo que esto lo despliega, entreteje y dosifica desde la primera a la última página, que concluye con un final ambiguo y abierto a la especulación del lector.  
  Dividida en veintidós capítulos con rótulos y numerados con romanos, los sucesos que se narran en Cinco esquinas se ubican entre las postrimerías del régimen de Fujimori y tres años después (cuando gobierna “el cholo Toledo”, y el chino Fujimori y el Doctor ya están en la cárcel, y también los líderes terroristas: Abimael Guzmán, cabecilla de Sendero Luminoso, y Víctor Polay, cabecilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru). Los hechos centrales giran en torno al chantaje y la coacción monetaria que Rolando Garro, el repulsivo y fétido director de Destapes (un pobretón semanario amarillista que exhibe y explota las zonas oscuras del mundillo de la farándula y del espectáculo) intenta endilgarle al ingeniero Enrique Cárdenas, “uno de los hombres más poderosos del Perú”, cuya riqueza ha acumulado en el ámbito de la minería. “Las fotos de Chosica”, una veintena de imágenes de una orgía clandestina ocurrida hará unos dos años y medio, son el arma con que el gacetillero pretende chantajear y hacer fortuna. Enrique Cárdenas se niega a “invertir” en Destapes y con insultos pone de patitas en la calle a Rolado Garro; quien días después de publicar las fotos en su semanario aparece asesinado “en Cinco Esquinas, uno de los barrios más violentos de Lima, con asaltos, peleas y palizas por doquier”; por lo que parece “normal” que el cadáver de Garro luzca numerosas puñaladas en el cuerpo y el rostro destrozado a pedradas.
   Ante la opinión pública de Lima y del Perú, el ingeniero Enrique Cárdenas figura como el rico y poderoso que mandó a matar al periodista Rolando Garro. Paradójicamente, Julieta Leguizamón, alias la Retaquita, oscura redactora estrella de Destapes, también cree esto y lo denuncia ante las autoridades; es decir, no infiere ni logra entrever la mano negra y asesina del Doctor. Presunto responsable del asesinato de Rolando Garro, el ingeniero Enrique Cárdenas es detenido por la policía y encerrado en una cárcel, primero en un separo solitario y luego en una hedionda y hacinada celda colectiva en la que predominan y dominan los homosexuales de baja ralea; donde de un modo inverosímil lee una filosófica sentencia versificada escrita con corrección y no con las infalibles y consabidas faltas de ortografía: “Y cuando esperaba el bien,/ Sobrevino el mal;/ Cuando esperaba la luz, vino/ La oscuridad”.
   Paralelo al dilema del ingeniero Enrique Cárdenas, Marisa, su bellísima esposa gringa, y Chabela, la no menos bella esposa de Luciano Casasbellas, su enriquecido e influyente abogado y su mejor amigo desde chicos, inician, favorecidas por el toque de queda, una cachonda y subrepticia relación lésbica (que a la postre se trasforma en triángulo sexual).
   A través de tres hombres camuflados de civil, el temible Doctor hace llevar a la Retaquita, encapuchada, hasta su búnker oculto en Playa Arica, donde le anuncia y ordena que va a trabajar para él y que Destapes reaparecerá con ella de directora. Lo cual implica, además de la bonanza económica que le permitirá dejar su minúsculo agujero en Cinco Esquinas y cambiarse a una casa amueblada en Miraflores, que ella hará lo que él mande para desacreditar a opositores políticos y críticos del régimen y que no dejará de meter las narices en la bacinica mediática, es decir, en lo que se publique en el semanario: “Fíjate tú misma cuánto quieres ganar como directora. Nosotros nos veremos poco. Yo quiero aprobar el número armado antes de que vaya a la imprenta y yo pondré los titulares.” Y además de advertirle que tendrán “una comunicación semanal, por teléfono, o, si el asunto es delicado, a través” del capitán Félix Madueño (quien hace trabajos secretos, cruentos y sucios para el Doctor), le reitera y recalca su imperativa amenaza (de muerte): “Pero no olvides la lección: yo perdono todo, salvo a los traidores. Exijo una lealtad absoluta a mis colaboradores. ¿Entendido, Retaquita? Hasta pronto, pues, y buena suerte.”
   Vale observar que “apenas unos mesecitos” después del asesinato de Rolando Garro, meses en los que la Retaquita ha cumplido con obediencia perruna las imperativas órdenes del Doctor y ya vive en Miraflores, ella, en calidad de directora de Destapes, con enorme inverosimilitud, decide darle vuelta a la tortilla y traicionar a su patrón, “jefe del Servicio de Inteligencia de Fujimori”, pese a que de primera mano sabe que no le tiembla la sanguinaria manaza para ordenar, ipso facto, el asesinato encubierto de los colaboradores que lo traicionan. En este sentido, con la confabulación del fóbico, tontorrón y frágil fotógrafo de Destapes (autor de las fotos de la orgía de Chosica) y de una vulnerable redactora del semanario, jugándose el pellejo, preparan un número especial, donde, además de la apología del supuesto periodismo de Rolando Garro y de supuestamente redimir su imagen y memoria y de relatar su cuestionable proceder ante el ingeniero Enrique Cárdenas, hacen la crónica del asesinato del ex director de Destapes ordenada por el Doctor, de la calumniosa inculpación de tal crimen, supuestamente realizado por un anciano pobrísimo y amnésico (Juan Peineta, otrora sensiblero y popular declamador de poemas e infausto cómico en “Los Tres Chistosos”, programa de América Televisión), y donde además la Retaquita narra cómo grabó las inculpatorias conversaciones que tuvo con el “jefe del Servicio de Inteligencia”; material (37 grabaciones) que fue entregado a la Fiscalía de la Nación y al Poder Judicial con el objetivo de que “el asesino de Rolando Garro sea juzgado y sentenciado merecidamente por su luctuoso proceder”. Cosa que, según la novela, se logró, además de incidir en la caída del Doctor y del chino Fujimori. Es decir, lo inverosímil también radica en que los curtidos y serviles esbirros del siniestro Doctor no hayan espiado a la Retaquita ni detenido la impresión del semanario ni confiscado el tiraje y su distribución, ni que la hayan cacheado con rigor y por ende ella pudo grabarlo a sus anchas, pues solía esconder la pequeña grabadora entre los pechos. A esto se añade que el Doctor no haya respondido ipso facto; es decir, no ordenó el asesinato inmediato de la Retaquita y sus colaboradores (simulando un atraco, por ejemplo), ni provocó ningún incendio en Destapes ni hizo colocar alguna estruendosa carga explosiva que peliculescamente hiciera polvo el conjunto. 
    Así que tres años después de las fotos de Chosica, la Retaquita, siguiendo los pasos de su mentor, heroína y oronda ahora tiene su propio programa televisivo: La hora de la Retaquita, de la misma índole vulgar, populachera, amarillista y chismográfica que cultivaba Rolando Garro, al que, también increíblemente, se ha vuelto aficionado (y admirador de la diminuta e intrépida “periodista”) nada menos que el riquísimo ingeniero Enrique Cárdenas, supuestamente culto, libertino en secreto, refinado y coleccionista de arte en sus ámbitos íntimos y domésticos, y pese a que la denuncia de ella lo privó de la libertad e hizo vivir y experimentar terribles horas de pánico, angustia y desesperación en la cárcel, y un inconfesable y bochornoso episodio en la celda colectiva plagada de nauseabundos y mafiosos homosexuales.
     
El Premio Nobel y la Reina de Corazones,
estrellas del periodismo rosa.
         Cabe observar que del capítulo uno al diecinueve la novela Cinco esquinas desarrolla la serie de las historias de una manera progresiva y alterna; y sólo en el capítulo veinte, “Un remolino”, Mario Vargas Llosa hace uso de un recurso narrativo que, muchas veces, ha utilizado con maestría y mayor complejidad: de un modo polifónico y fragmentario en un mismo párrafo (y párrafo tras párrafo) intercala voces, lugares y tiempos; es decir, narra diálogos, hechos y episodios que se suceden entre sus distintos personajes. El capítulo veintiuno esboza, literalmente, el contenido de la citada “Edición extraordinaria de Destapes”. Y la pregunta que titula al capítulo veintidós (el último): “¿Happy end?”, implica el susodicho final ambiguo y abierto a la especulación del lector, relativa al trasfondo e intríngulis del referido triángulo sexual (y quizá algo más o no).

Mario Vargas Llosa, Cinco esquinas. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2016. 320 pp.



jueves, 1 de diciembre de 2016

El cielo protector



La diferencia entre algo y nada es nada



Paul Bowles
De 1949 data la primera edición en inglés de El cielo protector, quizá la más célebre de las obras del norteamericano Paul Bowles (1910-1999), cuya traducción al español, de Aurora Bernárdez (legendaria traductora y compañera de Julio Cortázar), apareció por primera vez en 1977. Sin duda, en tal celebridad (a estas alturas del siglo XXI) incide la adaptación cinematográfica que en 1990 estrenó Bernardo Bertolucci (a partir de un guión suyo y de Mark Peploe), porque además de ser un filme extraordinario, tanto al principio, como al final, entre los parroquianos del cafetín norteafricano donde se parla francés (en la novela es el café Eckmül-Noiseux, en Argel) figura el propio Paul Bowles, observando y reflexionando en silencio (con su voz en off).  
  Es tan magnética, sugestiva e impresionante la película de Bernardo Bertolucci, que ineludiblemente no pocos lectores de ahora, y de diversos idiomas y latitudes, leen y leerán la novela enlistando coincidencias y diferencias entre ésta y el filme, lo cual puede suscitar cierta intriga y suspense, si primero se observa el largometraje de 138 minutos (que no deja de ser una adaptación muy parcial de la novela y con significativas variantes y disimilitudes) y luego se asimila toda la riqueza de la obra literaria con la morosidad y los interludios que normalmente requiere la lectura de un libro. 
DVD de El cielo protector (1990), filme dirigido por Bernardo Bertolucci,
basado en la homónima novela de Paul Bowles.
        En 2006 la Editorial Seix Barral, en su ibérica página web, anunció la publicación, en la serie Biblioteca Formentor, de una nueva traducción de El cielo protector que, al parecer, supera la hecha por Aurora Bernárdez, pues incluye “el prólogo escrito por Bowles para la última edición americana que preparó en vida”. No obstante, tal libro sólo ha circulado en España, pero no en el país mexicano; y la versión que ahora mismo se puede encontrar en ciertas librerías es la impresa por Punto de lectura con el susodicho y legendario trabajo de Aurora Bernárdez (pero sin el prefacio de Paul Bowles), cuya “Primera edición en México” data de “mayo de 2001”. Sin embargo, para quien no es políglota, el inconveniente de tal traducción radica en que las numerosas palabras y frases, ya en francés o en árabe –usadas por Paul Bowles en su original–, no incluyen su traducción al español, lo cual pudo hacerse con una serie de pertinentes pies de página. 

Paul Bowles
(1910-1999)
Dividida en tres partes y treinta capítulos y firmada en Fez (Marruecos) por un tal Bab el Hadid, los protagonistas de la novela son tres jóvenes norteamericanos con solvencia económica, quienes en el contexto inmediato y aún reciente del término de la Segunda Guerra Mundial y con las rutas turísticas interrumpidas o destruidas en Europa, han podido trasladarse en un carguero, desde Nueva York a Argel, para emprender un azaroso e impreciso recorrido por África del Norte. 
En el momento de su desembarco en Argel, Port y Kit, los Moresby, ya tienen doce años de casados. Y Tunner, el amigo, sin ser íntimo ni incondicional de la pareja, fue invitado por Port “en el último minuto”, y prácticamente desembarca con ellos convertido en una presencia incómoda y molesta sobre todo para Port, quien más rápido que tarde trata de alejarlo de él y de su mujer, sin que nunca llegue a sospechar ni a descubrir la infidelidad en que Kit y Tunner se enredan durante un trayecto de once horas en tren, de Argel a Boussif. Muy poco suspicaz, Port hace tal paralelo recorrido en cinco horas, viajando en el Mercedes de los Lyle, hijo y madre (al parecer), australianos con pasaporte inglés, quienes en la novela son aún más abominables y repulsivos, ya por su racismo, su venenosa lengua y su horrenda personalidad, y por el hecho de que Eric, el torpe y retorcido vástago, se roba los pasaportes de Port y Tunner para venderlos en el mercado negro que en Messad se cultiva y fermenta en los cuarteles de la Legión Extranjera, latrocinio que adereza el obstinado alejamiento de Tunner que Port conjura comulgando en solitario consigo mismo. 
El incitador y el motor de la petulante y pretenciosa “expedición a lo desconocido” es Port, quien gracias a la herencia que le dejó su padre, vive sin trabajar y ya ha viajado por África del Norte, entre Trípoli y Dakar; él es el epicentro de los tres, el que define las categorías que supuestamente diferencian a un turista de un viajero, y quien denota, en buena parte de la novela, la carga idiosincrásica, existencial, corrosiva, nihilista, anarca y egocéntrica que lo caracteriza sólo viéndose la nariz. Por ejemplo, en Boussif, hablando de “política europea de posguerra”, sin mencionar las matanzas y devastaciones en Hiroshima y Nagasaki, dice: “Europa ha destruido al mundo entero.” “Tenemos que agradecerlo y lamentarlo. Espero que se borre ella misma del mapa”. Y unos renglones después: “¿Quién es la humanidad? Te lo diré. La humanidad es todos salvo uno mismo. Entonces, ¿qué interés puede tener para nadie?” [...] “Tú no eres nunca la humanidad; tú sólo eres tu propio yo desesperadamente aislado”. 
Síndrome solipsista que se trasmina en el hecho de que al empezar el viaje no se vacunó contra ninguna enfermedad. En el rasgo de que en su pasaporte haya dejado en blanco el registro de su profesión y que en los trámites del desembarco, al tratar de hacer lo mismo, Kit declare que es “escritor”. Y él, divagando sobre ello (antes de darse de topes contra la presencia de Tunner que frustra el fantaseo de la probable redacción), se divierte con “la idea de escribir un libro. Un diario en el que anotaría cada noche los pensamientos del día, cuidadosamente condimentados con notas de color local, en el cual quedaría clara y tranquilamente demostrada la verdad absoluta del teorema que anunciaría el principio, a saber, que la diferencia entre algo y nada es nada”.
Sentencia que ineluctable y dramáticamente se cumple y cobra agudo sentido cuando la tifoidea (que él ignoraba que tenía y que tal vez pescó entre el mosquerío y las inmundicias que infestan el mísero poblado de Aïn Krorfa) lo transforma de algo en nada, cuando Port, amortajado por el Capitán Broussard en un cuartucho del fuerte de Sbâ, es encontrado así por Kit, quien no presenció su muerte; y entonces la omnisciente y ubicua voz narrativa inserta una reflexión, con un tinte filosófico, que a ella le dijo Port sobre la vida y la muerte, dicha por él hace más de un año y que Kit no recuerda en ese momento: “La muerte está siempre en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión horrible. Pero como no sabemos, llegamos a pensar que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todas las cosas ocurren sólo un cierto número de veces, en realidad muy pocas. ¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es parte entrañable de tu ser que no puedes concebir siquiera tu vida sin ella? Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizá veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado.”
Y sí que sólo lo parece, pues durante un paseo en bicicleta por los pétreos y desérticos alrededores de Boussif, observando en lontananza lo aparentemente “ilimitado”, Port cavila y le habla a Kit de lo que ve y siente: “el cielo aquí es muy extraño. A veces, cuando lo miro, tengo la sensación de que es algo sólido, allá arriba, que nos protege de lo que hay de detrás.” Y entonces Kit, al oírlo, da un revulsivo paso al marasmo de la angustia y el desasosiego y quiere que le revele “lo que hay detrás”. Pero la respuesta de Port no puede ser menos contundente, desoladora, lapidaria y premonitoria: “Nada, supongo. Solamente oscuridad. La noche absoluta.”
Después del fallecimiento de Port y de la subrepticia fuga de Sbâ que emprende Kit (abandona el cadáver, elude a Tunner y a la autoridad militar francesa), la novela, en contraste con los atavismos del orbe occidental, se torna aún más corrosiva e iconoclasta, pues si bien Tunner, buscándola e indagando sobre su paradero desde Bou Noura, en realidad se queda allí deambulando en torno a sus personales y egocéntricos prejuicios que oscilan y se agitan dentro de él y el mundillo dejado en Estados Unidos, Kit, prendida a su auténtica identidad que resume y resguarda en el neceser con que huye (pasaporte, cheques de viajero, billetes de mil francos, alguna ropa y cierto maquillaje), se enrola con una caravana de camelleros que se internan por el Sáhara, donde la mayoría son criados y sólo un par “los amos”, uno más viejo y otro más joven, llamado Belqassim, quienes inician con ella una relación sexual en la que alternativamente la comparten. 
(Punto de lectura, México, mayo de 2001)
      Y cuando la caravana llega por fin a su lejano destino en un puerto del Sudán, Kit poco a poco tiene indicios del mundo medievalesco en el que se halla inmersa: la rica familia de Belqassim conduce caravanas entre lugares de Argelia y el Sudán; 
la laberíntica casa es de su padre, allí, además de las criadas y las esclavas, hay 22 esposas que pertenecen a sus hermanos y a su progenitor, entre ellas tres esposas del propio Belqassim, más otra que tiene hacia el Norte, en Mecheria.
Al principio, disfrazada de muchacho árabe, Belqassim la esconde y encierra en un cuartucho de techo bajo donde la alimenta y la utiliza; pero llega el momento en que las tres esposas (a quienes excita la presencia del supuesto joven y que su esposo duerma y se revuelque con él) descubren su naturaleza femenina y Belqassim, con una ceremonia y joyas, la hace su cuarta esposa. La certidumbre de que le pertenece, hace que éste aumente su ímpetu sexual, y Kit, que ha gozado con él desde el inicio, ahora goza más siendo poseída así, incluso hasta un límite quizá enfermizo, pues cuando Belqassim falta a las citas, ella padece una especie de síndrome de abstinencia y ansiedad y la negra que la custodia, para calmarla, le prepara una especie de somnífero.
Cabe decir que por circunstancias favorables, Kit logra salir de allí auxiliada por las tres esposas de Belqassim, para sin buscarlo ni quererlo, volver a caer en otras manos árabes que finalmente le roban los miles de francos que guardaba en el neceser, menos lo que lleva puesto y su pasaporte, el cual le sirve a las monjas de un hospital para que su identidad sea ubicada en ese puerto del Sudán y rescatada por el consulado norteamericano, quien a través de una tal Miss Ferry, ya de regreso en Argel, la traslade en un taxi, del aeropuerto al pie del hotel Majestic, donde le anuncia la probabilidad de que Tunner se encuentre allí esperándola. Sorpresiva e inesperada noticia que a Kit no le cae nada bien, por lo que quizá al lector no le resulte extraño que, sin decir agua va, de nueva cuenta se esfume en el anonimato.

Paul Bowles, El cielo protector. Traducción del inglés al español de Aurora Bernárdez. Punto de lectura, serie Biblioteca de bolsillo. 1ª edición mexicana, mayo de 2001. 412 pp.


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Enlace a un trailer de El cielo protector (1990), filme dirigido por Bernardo Bertolucci, basado en la novela homónima de Paul Bowles.


 

lunes, 5 de septiembre de 2016

Borges-Bioy. Confesiones, confesiones

El Tercer Borges y el Segundo Braceli

I de III
El periodista y narrador argentino Rodolfo Braceli (Luján de Cuyo, octubre 13 de 1940) concluyó en noviembre de 1996 su libro Borges-Bioy. Confesiones, confesiones (con prólogo, 25 capítulos y una breve iconografía en blanco y negro), cuya primera edición, impresa en Buenos Aires por Editorial Sudamericana, data de abril de 1997 y la segunda de abril de 1998. Se trata de un libro misceláneo y anecdótico, e incluso ficticio, no pocas veces ameno y jocoso, urdido, fundamentalmente, con un puñado de entrevistas que el autor les hizo a Jorge Luis Borges (1899-1986) y a Adolfo Bioy Casares (1914-1999) en distintos tiempos y en distintos lugares de la Argentina y a cada uno por separado. 
(Sudamericana, Buenos Aires, 2ª ed., abril de 1998)
        La primera entrevista, dice Braceli, data de octubre de 1965 y se la hizo a Borges. La última data de octubre de 1996 y se la hizo a Bioy. Pero si bien incluye entrevistas tradicionales ubicadas en el tiempo y en el espacio, es decir, con un tratamiento de reportaje y con las consecutivas series de preguntas y respuestas (aderezadas con intercalados comentarios suyos), también comprende siete capítulos denominados “Palabras cruzadas” donde el entrevistador, sin precisar el tiempo y el espacio, confronta y contrasta, en forma alterna, preguntas y respuestas extraídas de varias entrevistas, ya a Borges, ya a Bioy, que giran en torno a los mismos temas o a temas afines. 

Así, pese a opiniones y citas de libros y de autores y a referencias de su propia creación y proceso creativo, nada o casi nada de lo que Borges y Bioy dicen en Confesiones, confesiones tiene que ver con lo esencial de la obra literaria de cada uno. En este sentido, la miscelánea incluye otros capítulos que implican un procedimiento de tijera y retacería (especie de collage), tejido y engrudo semejante al de los capítulos “Palabras cruzadas”. Por ejemplo, el capítulo 4 que Braceli denomina “Con Borges, juntando los fragmentos para un testamento más que íntimo” (pero que no es lo que anuncia); y el capítulo 6 que titula “Con Borges, a ratos con Bioy, opinando sobre libros y escritores”. 
     Esto deja ver que la presente miscelánea, pese a las declaraciones de Borges y Bioy, es un libro arbitrario y muy personal, donde Rodolfo Braceli, especie de malabarista y tejedor de milagros, hizo lo que quiso con lo que le dijeron sus celebérrimos entrevistados. 
   
Rodolfo Braceli
          Por si fuera poco, a tal urdimbre de collage y antojolía se añaden los capítulos donde Rodolfo Braceli inserta textos de su propia invención, los cuales provienen de libros suyos prácticamente desconocidos en México (y en otros países), según cita y advierte en el prólogo: “Para algunos de los capítulos del libro, los resueltos como ficciones, reciclé muy libremente textos y momentos de otros libros míos, entre ellos: Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo (Editorial Galerna); Cuerpos abrasados (Ediciones de la Flor); Padres nuestros que están en los cielos Borgesperón— (Editorial Atlántida); Caras, caritas y caretas (Editorial Sudamericana) y Fuera de contexto (Editorial Galerna).” Por ejemplo, en un fragmento de una entrevista a Bioy situada en 1996 (capítulo 13, titulado “Con Bioy, imaginando el día que Borges ganó el Premio Nobel), Braceli le receta su texto donde imagina que Borges (que no se parece al Borges del verdadero Borges) monologa alrededor de la noticia de que ha recibido el Premio Nobel de Literatura. O el capítulo 16 (“Para decirle a Borges un cuento y un poema que no alcanzó a escribir”), donde Braceli imagina que le recita a Borges el poema “Cosa que suele pasarle a los hombres” y el cuento “El testigo”, que, según anuncia, Borges “no alcanzó a escribir”; los cuales, como imitación o parodia del estilo de su modelo resultan un reverendo chasco. O el capítulo 17 (“Para decirle a Bioy un par de tributos a su estoica cortesía”), donde Braceli visita y regala al viejito Bioy un pan y el poema “Balance del viejo que barre”, un somnífero infumable e infalible. O el capítulo 21 (“Con Bioy, para contarle un cuento, el cuento de alguien que quiere matarlo”), donde Braceli dizque escribe a la manera de Bioy, recetándole al lector un relato donde imagina que un tal Serafín Román visita al anciano y solitario Bioy con la infructuosa intención de asesinarlo. O el capítulo 23 (“Con Bioy y con Borges, aquella noche, cuando un cuchillo los anduvo acechando”, donde “un periodista-escritor asiduamente desconocido” (obvio alter ego de Braceli) planea asesinar a Borges y a Bioy con tal de conseguir sus 15 minutos de fama más allá de la Argentina; así, después de cavilar su horrorosísimo y espeluznante plan, con un filoso cuchillo y fingiendo ser el cartero que llama dos veces, se presenta, en “la madrugada del 17 de agosto de 1978”, al departamento de Borges. O el capítulo 24 (“Kafka con Van Gogh, para Bioy con Borges”), donde Braceli tributa a sus héroes de marras, colocando de un modo alterno, a modo de un libreto teatral, a dizque a Kafka y a dizque a Van Gogh; es decir, donde cada uno de éstos recita a los cuatro pestíferos vientos sentencias entrecomilladas, que según Rodolfo Braceli conforman un encuentro imaginario, “pero lo que dirá cada uno de ellos es textual, lo escribieron en cartas y en libros”. 
    Si en esta parte del misceláneo libro, Kafka y Van Gogh monologan sin verse, como zombis o autómatas mecánicos (que accionan al leerse los supuestos parlamentos), algo semejante ocurre en el Epílogo, que es el capítulo 25 (“Los dos, solos, frente a la misma ventana”), donde dizque Borges y dizque Bioy, “sentados los dos frente a una misma ventana”, “monologan sin mirarse”, “como quien piensa en voz alta”. Sección construida por Braceli con palabras que sus protagonistas, dice, le dijeron “en muy distintos ratos de su vida”. 

II de III
Aunado a lo anterior, el capítulo 20 de Confesiones, confesiones tiene como tema los últimos días de Jorge Luis Borges, de ahí que lo titule “Fragmentos para recuperar lo irrecuperable: aquellos días postreros del sumo viejo”. En este sentido, con el mismo procedimiento de malabarista y tejedor de milagros, Braceli divide tal capítulo en cuatro partes, urdidas con fragmentos de varias entrevistas a cuatro personajes anunciados en sus correspondientes rótulos: “María Kodama: agonía y circo”, “Héctor Bianciotti: sobredosis de felicidad”, “Bioy Casares: despedida por teléfono” y “Borges: así pensaba su muerte”.  
     En la entrevista a María Kodama, Braceli hecha mano de fragmentos recogidos en un par de encuentros que tuvo con ella: “uno en mayo de 1990 y otro en septiembre de 1993”. Allí, la viuda y heredera universal de los derechos de autor de Borges resume el aséptico y edulcorado cuento de los últimos días de éste y su deceso: “Hasta el final agnóstico” —le dice en una respuesta— “hasta el final escribiendo, sereno y lúcido. Era un estoico. Un hombre de coraje. Pocos días antes de morir me pidió: María, que no sea en el hospital: se nace en una casa y se muere en una casa. Ante la proximidad de ese momento, le dije: Tal vez, Borges, usted desee pedirme algo, tal vez... Borges me adivinó: ¿Qué? ¿Un teólogo, María? Asentí: Usted me dirá qué hacer o no hacer, Borges. Y entonces me propuso: ¿Qué le parece si me llama uno y uno, María? ¿Cómo uno y uno, Borges? Quiero decir, un cura católico y uno protestante. Uno y uno, María. Todo me lo dijo, siempre sereno.” 
   
Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos
(Siruela, Madrid, 4ª ed. corregida y aumentada, 1988)
Contraportada
        Lo cual recuerda una declaración lapidaria que Borges, celebérrimo agnóstico y ateo, le dice a María Esther Vázquez en una entrevista hecha en abril de 1973, en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, editada en Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos (Siruela, Madrid, 1983): “La idea de un cielo eclesiástico me parece espantosa, un cielo parecido al Vaticano.” Y sobre si cree que hay otra vida, Borges le responde: “No. Tengo la confianza de que no haya ninguna otra y no me gustaría que la hubiera. Yo quiero morir entero. Ni siquiera me gusta la idea de que me recuerden después de muerto. Espero morir, olvidarme y ser olvidado.” Y sobre lo que para él es el mundo, le dice: “El mundo para mí es un incesante manantial de sorpresas, de perplejidades, de desdichas también y, alguna vez, por qué voy a mentir, de felicidades. Pero yo no tengo ninguna teoría del mundo. En general, como yo he usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos sistemas, cuando realmente lo único que he hecho ha sido aprovecharlos para esos fines, nada más. Ahora, si yo tuviera que definirme, me definiría como un agnóstico, es decir, una persona que no cree que el conocimiento sea posible. O, en todo caso, como se ha dicho muchas veces, no hay ninguna razón para que el universo sea comprensible para un hombre educado del siglo veinte o de cualquier otro siglo. Eso es todo.”
Pero la edición de Braceli también le permite a María Kodama (famosa y legendaria por controvertida) matizar e idealizar la relación que tuvo con Borges: “El amor que él me tuvo, el amor que yo le tengo. Eso nos hace invulnerables, indestructibles. Lo demás no importa. Lo que vivimos con Borges es una maravillosa historia de amor”, les dice a los embebidos y multitudinarios lectores del globo terráqueo a través de su entrevistador. Y a la pregunta: ¿Cuándo empezó tu historia de amor con Borges?, María Kodama le responde:
“—A mis 5 años de edad una señora me enseñaba inglés. Más que eso, me explicaba el mundo. Esa señora un día me leyó uno de los dos poemas que Borges escribió en inglés [fechados en 1934 y con el título Two English Poems se leen en El otro, el mismo (Emecé, Buenos Aires, 1964), pero con el título “Prose poems for I.J.” se publicaron por primera vez en la sección Otros poemas del libro Poemas (1922-1943) (Losada, Buenos Aires, 1943), “Primera compilación de la obra poética” de Borges]. Ese poema algo dejó en mí... Cuando tenía 12, un amigo de mi padre me presentó a Borges... No sé, Borges me transmitió una cosa muy especial.
“—¿Se puede saber qué?
“—No sé... sentí en ese momento que Borges era alguien con el que yo podía compartir mi gran soledad. Y eso fue como mi perdición. Muy dulce perdición.
“—¿Amor a primera vista?
“—A esa edad no pensaba en cosas sentimentales, pero tuve una fuerte sensación. Yo era una chica de 12 años que sabía toda la historia medieval del Japón [¿toooooooooda?]. Compartía con Borges la admiración por el valor, por el honor.” 
María Kodama con el Atlas (Sudamericana, 1984)
       María Kodama también le bosqueja el sentido de “viajar como locos” después de que la madre de Borges murió a los 99 años el 8 de julio de 1975 —e incluso le narra una anécdota sobre el viaje en globo aerostático en San Francisco, inmortalizado en la foto a color que ilustra la portada del volumen Atlas (Sudamericana, Buenos Aires, 1984) y sobre varias vivencias en el cine y en torno a cine—: “Para un hombre que es ciego no tiene sentido viajar, pero para Borges sí. Los dos veíamos juntos, conocíamos juntos. Yo veía para Borges, con él. Los dos teníamos la misma actitud lúdica frente a la vida. Él me decía que nunca había conocido una persona que estableciera la actitud lúdica que yo tenía con la vida. El deseo de jugar era constante en Borges.” 

     Y le comenta, por igual idealizando para los lectores, sobre la íntima y ecuménica decisión de Borges de morir en Ginebra, dado el mortal cáncer hepático que padecía casi en secreto, y por ende y para ello, voló con ella de Buenos Aires a Europa el 28 de noviembre de 1985:
    “—Sí... Borges sabía que se iba de la Argentina para siempre. Eligió Suiza porque es un país que no tiene ejército, cuyo presidente existe pero no se sabe quién es; un país donde conviven religiones e idiomas distintos. Esto es lo que Borges quería para todo el mundo. Aborrecía los nacionalismos. En Suiza encontraba eso que su padre le enseñó cuando chico: que mirara bien las banderas porque cuando fuera grande ya no iban a existir.
    “—La decisión final de partir, ¿tiene algo de exilio, de hartazgo?
    “—Ni hartazgo ni exilio, más bien horror.
    “—¿Horror a...?
    “—Borges temía que su muerte se convirtiera en el montaje de un gran circo. Sabía lo que pasa con los muertes [sic] en la Argentina. Prefirió la distancia, hizo como ciertos animales, como los elefantes, que se retiran a morir con discreción. Una vez me dijo: María, seguramente no querrá ver mi agonía empapelando las calles. Y eso sucederá si me quedo a morir aquí. Esto explica lo del horror.
    “—Aunque suene a indiscreción, uno quisiera saber cómo fue el comportamiento del Borges de los últimos días.
    “—Fue muy sereno. Trabajó hasta el último día: terminó el borrador de un guión sobre la salvación de Venecia. Se despidió de algunos amigos. Una tarde vino Margarite Yourcenar; conversaron durante horas y tomaron el té.”
     
Borges y Héctor Bianciotti
      A “mediados de agosto de 1996, en Buenos Aires”, Rodolfo Braceli le hizo una entrevista a Héctor Bianciotti sobre su vida (célebre narrador argentino radicado en París desde 1955 y editor en Éditions Gallimard) y sobre su designación como miembro de la Academia Francesa. Dado que el nombre de Borges surgía una y otra vez, Braceli le preguntó sobre él, en cuyas respuestas habla sobre la relación amistosa que tuvo con Borges en Europa cuando éste se instaló en Ginebra (en una suite del Hôtel L’Arbalète) para morir en esa ciudad y sobre el modo en que lo veía al visitarlo desde París, ya en el hospital o en el hotel, e incluso le comenta que asistió al festejo de su boda con María Kodama (llevada a cabo por poder el 26 de abril de 1986 en Colonia Rojas Silva, un lejano pueblito del Paraguay): lúcido, conversador y desahuciado, leyendo y escribiendo (e implícitamente preparando con Jean-Pierre Bernés la edición crítica y anotada de sus Œuvres complètes en la Blibliothèque de la Pléiade, que resultó póstuma: el primer tomo impreso en 1993 y el segundo en 1999). Pero además presenció las últimas horas de la vida de Borges y el instante de su muerte, sucedida el sábado 14 de junio de 1986; es decir, dado que Kodama lo llamó a París cuando el viernes 13, en el hospital, Borges entró en coma y Bianciotti voló ese mismo día a Ginebra, dice: “yo pasé toda la noche con él dándole la mano, cuando no se la tenía María. Sí, yo estuve desde las siete de la tarde hasta las ocho menos diecisiete de la mañana, cuando murió. Toda la noche.” Esto explica que Héctor Bianciotti fue, dice Braceli, “quien le dio al mundo la noticia de su muerte”, y que figure en famosas fotografías, con María Kodama y Aurora Bernárdez, en la ceremonia del entierro de los restos de Borges, ocurrida el miércoles 18 de junio de 1986 en el Cementerio de Plainpalais. Pero además, Bianciotti le dice a Braceli que fue él quien propuso la ceremonia religiosa y a Kodama le adjudica la idea del par de sacerdotes: “Hubo ceremonia religiosa porque yo dije que una ceremonia laica es atroz, la gente en esos casos no sabe qué hacer... Y ahora me explico más la idea de María, que la ceremonia fuera oficiada por dos sacerdotes: uno en nombre de su abuela inglesa, protestante; otro en nombre de su madre, católica.”
   
Héctor Bianciotti, María Kodama y Aurora Bernárdez  en el entierro de Jorge Luis Borges.
Cementerio de Plainpalais, miércoles 18 de junio de 1986.


Foto en Borges. Una biografía en imágenes (Ediciones B, 2005)
          En la entrevista a Adolfo Bioy Casares, hecha en “octubre de 1996”, éste evoca que Borges le habló por teléfono para despedirse. Vale repetir que Borges, con María Kodama, voló de Buenos Aires a Europa (vía Italia) el 28 de noviembre de 1985, un día después de que ambos amigos habían coincidido y hablado en la librería de Alberto Casares, donde se inauguró una muestra de primeras ediciones de los libros de Borges (“la única completa de las hechas con él en vida”, dice Gasparini), pertenecientes al coleccionista y bibliófilo José Gilardoni. Fue la última vez que se vieron y charlaron frente a frente (y los fotografiaron para la posteridad). Y según se leen en el ladrillesco Borges (Destino, Buenos Aires, 2006) —los diarios de Bioy con notas y edición “al cuidado de Daniel Martino”—, el sábado 22 de junio de 1985 fue la última vez que Borges comió en casa de Adolfito (hábito y costumbre que, según registra y va datando allí, se remonta al 12 de enero de 1948); y la penúltima vez que Adolfito recibió la “Visita de Borges” y lo vio “con excelente aspecto”, fue el 28 de septiembre de 1985 y se efectuó la mancomunada “Firma del contrato de Los orilleros y El paraíso de los creyentes para traducción italiana.” En este sentido, Braceli le pregunta a Bioy:
   
Borges y Bioy en la librería de Alberto Casares; fue
la última vez que se vieron y hablaron frente a frente.
Buenos Aires, noviembre 27 de 1985.


Foto en Borges. Una biografía en imágenes (Ediciones B, 2005)
        “—¿Usted recuerda la última vez que vio a Borges?
    “—Yo recuerdo las dos últimas veces que hablé con él, pero no lo que vi. Un día Borges me llamó por teléfono y me dijo: Adolfito, me voy. Le dije: Espero que te vaya bien. Espero que te vaya muy bien en tu viaje. Y me dijo: No, no me va a ir bien porque los médicos me han desahuciado. Le pregunté: Y vos no creés que sería prudente quedarte en Buenos Aires. Me contestó: Para morirse es lo mismo estar en cualquier parte. Una frase bastante literaria que me acalló. Recapacité un poco tarde, y pensé que a nuestra edad la muerte será siempre terrible, pero rodeados de nuestras cosas y amigos podría ser menos terrible que estando en un hotel, en el extranjero.”
   
Rue Malagnon 17, en Ginebra, en cuyo primer piso los Borges vivieron
“desde el 24 de abril de 1914 al 6 de junio de 1918”.

Foto en Borges. Fotografías y manuscritos (Renglón, 1987)
       Pero también, un día antes de fallecer, dice, Borges le habló por teléfono —quizá desde el hospital o desde el departamento recién rentado en el “segundo piso de la Grand’Rue 28”, “en el corazón de la Ciudad Vieja” de Ginebra (no muy lejos de la casona en la entonces Rue Malagnon 17, aún en pie, en cuyo primer piso los Borges vivieron “desde el 24 de abril de 1914 hasta el 6 de junio de 1918”), donde el viejo escritor pasó los tres últimos días de su vida (puesto que allí “pudieron mudarse del Hôtel L’Arbalète el 10 de junio”, según apunta Edwin Williamson)—: una larga llamada de despedida, que en ese momento Bioy no sabía que era la última despedida y la última vez que hablaba con él. Y el mero día fatal, de camino a un almuerzo en La Biela, en Buenos Aires, un desconocido se le acercó y le dio la noticia del fallecimiento de Borges en Ginebra. Suceso y anécdota indeleble que Bioy anotó en sus diarios y por ende hay dos versiones que se pueden leer en las póstumas ediciones de éstos, ambas “al cuidado de Daniel Martino”: Descanso de caminantes. Diarios íntimos (Sudamericana, Buenos Aires, 2001) y el susodicho Borges. La versión que se lee en la página 396 de Descanso de caminantes parece más espontánea, más fresca; y la he transcrito, para los ciberlectores, en mi reseña sobre el Libro del cielo y del infierno (Emecé, Buenos Aires, 2ª ed., 1999); en tanto la versión que se halla entre las páginas 1591-1592 del voluminoso Borges dice a la letra:
   
(Destino, Buenos Aires, septiembre de 2006)
      “Sábado, 14 de junio [de 1986]. En la Confitería del Molino me encontré con mi hijo Fabián [1966-2006], al que regalé Un experimento con el tiempo, de Dunne, comprado en el Quiosco de Callao y Rivadavia (después de cavilar tanto sobre este encuentro, dar con ese libro me había parecido un buen augurio). Se lo recomendé y le dije que le iba a dar una lista de libros. Después de almorzar en La Biela, con Francis Korn, decidí ir hasta el quiosco de Ayacucho y Alvear, para ver si tenía Un experimento con el tiempo: quería un ejemplar de reserva. Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre las Eddas que me mandaron hace meses, me saludó y me dijo, como excusándose: ‘Hoy es un día especial’. Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: ‘¿Por qué?’. ‘Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra’, fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino.
   “Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: ‘Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez’. Pensé: ‘Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar’.” 
    Y en el fragmento de la entrevista a Jorge Luis Borges que le hizo Rodolfo Braceli, el anciano que solía decir que estaba harto de ser Borges, que no creía en la inmortalidad ni en Dios y que esperaba la muerte como una esperanza, éste, a sus 78 años, expresa un modo ideal para morir, que allí lo representa la arquetípica manera en que encaró y esperó la muerte Fanny Haslamn, su paterna abuela inglesa, esposa del coronel Francisco Isidoro Borges (1833-1874), de quien aprendió a hablar y a leer en inglés, a oír historias en inglés leídas por ella, y quien murió en 1935 a los 93 años: 
 
La abuela inglesa Fanny, Frances Anne Haslam (1842-1935),
viuda del coronel Francisco Isidoro Borges (1833-1874), con
sus dos hijos: Francisco Eduardo Borges (1872-1940), de pie y
en uniforme de cadete, y Jorge Guillermo Borges (1874-1938),
padre de Jorge Luis Borges, sentado y con un libro en la mano.

Foto en Un ensayo autobiográfico (GG/CC/E, 1999)
        “Admirable. Yo la vi morir. Un día los llamó a todos sus familiares más cercanos para decirles que iba a morirse... Como pasaron tres o cuatro días y seguía viva, mi abuela con apenas un susurro dijo: Soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio... No hay nada raro ni interesante en esto... No hay ninguna razón para que la casa esté alborotada. Fíjese qué valiente, ¿no? Sus palabras me parecen maravillosas; terminó restándole importancia a su muerte y especialmente pidiendo disculpas porque estaba muriendo muy despacio... En verdad, yo quisiera tener esa valentía y esa dignidad en el momento que me venga la muerte.”

III de III
No es fortuito que el susodicho capítulo 20 del libro Borges-Bioy. Confesiones, confesiones tenga como tema central a Jorge Luis Borges. De hecho, Borges es el epicentro de toda la miscelánea urdida por Rodolfo Braceli, pese a la presencia alterna y complementaria de Adolfo Bioy Casares. 
Borges y Rodolfo Braceli caminando en la calle Maipú 
  Borges, cuando comienza a ser entrevistado por Braceli, ya era un anciano de 66 años y el joven reportero tenía 25 y, dice, vivía en Mendoza y aún no conocía Buenos Aires. Y Bioy figura también aquí en su vejez (fracturado de la cadera, enfermizo, solo, nostálgico y sentimental, pero escribiendo), en mayor medida a partir de enero de 1994 (el 15 de septiembre de ese año cumpliría 80 años) y hasta 1996; es decir, después de que Silvina Ocampo, su esposa desde el 15 de enero de 1940, muriera el 14 de diciembre de 1993 a los 90 años y 5 meses, y su hija Marta (hija natural de Bioy con María Teresa von der Lahr, pero adoptada por Silvina), falleciera, a los 39 años, atropellada por un coche el 4 de enero de 1994, lo cual es registrado por Rodolfo Braceli equivocadamente, pues si bien en su nota preliminar del capítulo 2 (“Con Bioy, que humanum est, aquel día, cuando se asomó a la luz del espanto”) dice que entrevistó a Bioy “a las 11 de la mañana del 11 de enero de 1994”, anota allí que Silvina Ocampo había muerto tres meses antes y su hija cinco días antes: “Hacía apenas tres meses que había fallecido su mujer, y cinco días nada más que su única hija moría atropellada por un vehículo.” Tales errores recuerdan la entrevista del capítulo 15 (“Con Bioy, Bioy Casares, aquel día, cuando fue enterado de su muerte en 1982”), fechada “el 18 de diciembre de 1995”, donde Braceli visita al viejito Bioy y le enseña una enciclopedia colombiana donde se afirma que éste había muerto en 1982.

Jorge Luis Borges, María Esther Vázquez, Marta Bioy Ocampo (niña), Silvina Ocampo (detrás),
Cecilia Boldarin y Adolfo Bioy Casares.
Playa de San Jorge, Mar del Plata, febrero 21 de 1964.


Foto en Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, 2001)
          Si Borges y Bioy no fueran las grandes figuras de la literatura argentina y latinoamericana y del idioma español del siglo XX, la miscelánea de Braceli (el show business) no tendría el poco sentido que tiene. Pues al entrevistador —pese a ciertas opiniones y citas de libros y de autores y a las anécdotas sobre su escritura y sobre el proceso creativo que formulan Borges y Bioy—, no le interesó inquirir, conversar y explorarlos sobre su obra ni sobre su papel de escritores, coautores, antólogos, editores, lectores, pensadores, etcétera, sino en aspectos relativos a sus juicios y posturas sobre temas ajenos a su literatura y a la literatura, sobre su vida personal, prejuicios, atavismos y vejez. Así, sus preguntas suelen ser irrelevantes, plagadas de trivialidades, juegos y chismes de reportero amarillista o de páginas de sociales. Ante Borges y Bioy, Braceli se comporta a imagen y semejanza de un pésimo interlocutor, carente de bagaje y olfato para improvisar e incitar respuestas trascendentes, reflexivas, anecdóticas y cautivadoras, como fueron, por ejemplo, los casos de Osvaldo Ferrari, Antonio Carrizo y María Esther Vázquez.

       Pese a que Rodolfo Braceli se autodefine en su prólogo como un “espiador, cazador de confesadas confesiones inconfesables”, Borges y Bioy, además de que muchas veces optan por no responder sus preguntas, no revelan nada que no sepa de antemano el lector, puesto que ambos se dieron gusto propagando y propagando hasta la saciedad, y por todos los rincones del globo terráqueo, ciertas menudencias de su vida individual y literaria, así como sobre los diversos temas que abordaron con Braceli. Bioy, con sobriedad, sentido del humor y elegancia, sale mejor librado ante las impertinencias del periodista, lo cual no excluye que se permita ser ligero, lúdico y frívolo, como son ciertas referencias a las mujeres y a su consabido y legendario donjuanismo. “¡Salud, amigo mío!” —le dice el viejito Bioy en el brindis prenavideño del 18 de diciembre de 1995— “Brindemos porque veinte mujeres son cuarenta tetas”. Pero Borges, ante el banal juego de las banales preguntas con que Braceli lo persigue y acosa, suele contestar con una serie de evasiones y humoradas, a veces agrias, corrosivas o hilarantes, y con un puñado de desaguisados y desaciertos que no tienen, afortunadamente, nada que ver con lo intrínseco de su obra literaria. 
   
Borges, Bioy y Biorges

Fotos en Album Borges (Gallimard, 1999)
        El asedio y acoso al Tercer Borges (así lo bautiza el entrevistador y periodista y que es un parafraseo al llamado “tercer hombre, Honorio Bustos Domecq”, concebido por Bioy y Borges para escribir a cuatro manos, y que también fue B. Suárez Lynch, y que alguien apodó Biorges y cuya célebre imagen se creó superponiendo una foto de Bioy sobre una de Borges), cuya ceguera, racismo, virulencia verbal e ignorancia supina sobre política e historia contemporánea —consigna Braceli— estuvo furiosamente activa en la década de los años 70 del siglo XX, hace pensar en la mínima ética (si acaso es así) o en los pocos escrúpulos de un Braceli empeñado en saquear, para exhibir y vender (en diarios, revistas y libros) las consabidas y erradas opiniones políticas del célebre Borges de los años 70, así como aspectos de su pintoresca xenofobia, violenta verborrea, megalomanía y egocentrismo. No obstante, Borges, lúdico o irritado, más o menos se defiende con elocuencia y cierta razón. “Mi destino es literario”, le refrenda, “yo no me imagino pensando en otra cosa que no sea la literatura”. 
En este sentido, si el fantasma del Tercer Borges (“especie de inquilino juguetón, cínico, atroz”) discurre a lo largo de las páginas de la miscelánea de Braceli, el lúdico y condenatorio capítulo ocho (“Con Borges, el Tercer Borges, aquellos días, cuando emitía palabras irreparables”), destinado a puntualizar e ilustrar sus odiosos y contradictorios rasgos, construido con fragmentos de opiniones de Borges, extirpados de entrevistas a éste ubicadas en “los alrededores de los sangrantes años de la década del 70”, contiene, entre su venal carga explosiva, “un catálogo de ocurrencias tercerborgeanas” que Braceli cita o enumera, sin decir de dónde las extrajo, pues su libro carece de hemerografía y de bibliografía, y que semejan acusaciones del santo oficio ante el juicio final, que tal vez —en alguna de las numerosas novelas que utilizan su nombre y su impronta— lo condenarían a la horca o a la hoguera pública.  
Borges y su madre en San Antonio de Béxar, Texas (1961)

Foto en Borges. Fotografías y manuscritos (Renglón, 1987)
       Por ejemplo, Braceli apunta que Borges consideró “un error de los norteamericanos no haber arrojado la bomba atómica en Vietnam”. Y por tal veta amarillista y chocarrera con sus preguntas lo acorrala e induce a que con una frase justifique la guerra de Vietnam y a que le diga en la oreja catapultada por el megáfono: “aunque esto en Estados Unidos no podría decirlo, porque allí estaban todos contra esa guerra... son muy sentimentales”, e ignorantes, según dice, pues cuando Braceli le pregunta: dígame, ¿qué piensa de los Estados Unidos, país que tanto ha frecuentado?, Borges le responde: 

“—Yo no podría hablar mal de la patria de Emerson... pero intelectualmente me parece un país de segundo orden. Estados Unidos es simplemente una gran potencia y eso es lo más triste que se puede ser. Los norteamericanos son de una mediocridad que supera a la de los argentinos, por ejemplo... Son muy ignorantes. Yo he estado hablando con un grupo de estudiantes de Letras, a los que sólo les faltaba la tesis para doctorarse; les nombré a Bernard Shaw, me preguntaron quién era. La gente en los Estados Unidos es de una ignorancia insuperable.”
Borges con estudiantes de la Universidad de Michigan (1976)

Foto en Borges. Una biografía intelectual (FCE, 1987)
      Y más adelante sigue despotricando en ese hígado: “la gente cuando sale del cine normalmente opina; en cualquier lugar es así. Pero en Estados Unidos no, sólo repiten lo que dice el crítico. La gente allí carece de opinión. Para todo son iguales, hasta para las comidas: se alimentan exclusivamente de ajo y de cebolla. Además de ser ignorantes, los norteamericanos apestan; a todo lo preparan así, hasta el pan...”

   Este sentido, léanse y recámense con letras de oro y en un rutilante cuadro, otras alharaquientas (e hilarantes) perlas negras del “catálogo de ocurrencias tercerborgeanas”: Braceli dice que Borges “Dijo: Por supuesto que resultan insoportables los negros... no me desdigo de lo que tantas veces afirmé: los norteamericanos cometieron un grave error al educarlos; como esclavos eran como chicos, eran más felices y menos molestos.” Supremacía y racismo que reitera cuando ante una hipótesis de Braceli se niega a suponer la posibilidad de engendrar un hijo negro: “Noooo... ¡Eso jamás hubiera sucedido! Para eso yo hubiera tenido que acostarme con una negra, y eso no pasó jamás, ¡por suerte!” Y luego le recalca: “¿Quién se podría alegrar de tener un hijo negro? ¡Ni los negros!” 
 
Borges, doctor honoris causa  por la Universidad de Harvard en 1981

Foto en Album Borges (Gallimard, 1999)
          Pero continuemos, con el infalible cuchillo de compadrito (un cuchillo sin hoja al que le falta el mando, diría Lichtenberg), extirpando valiosas perlas negras del “catálogo de ocurrencias tercerborgeanas”: Braceli dice que Borges “Dijo: Federico García Lorca me parece un poeta de utilería; era un andaluz profesional. Ciertamente la muerte lo favoreció.” Braceli dice que Borges “Dijo: La mayoría de los tangos me parecen horribles... sobre todo Carlos Gardel me parece deleznable.” Braceli dice que Borges “Dijo: Pablo Neruda sólo es bueno en los versos políticos.” Braceli dice que Borges “Dijo: Los gauchos argentinos fueron unos brutos... no sabían ni leer ni escribir, y menos sabían para quién luchaban... Si todavía los recordamos es porque los escribieron gentes cultas, que nada tenían de gauchos.” Braceli dice que Borges “Dijo: ¿Ortega y Gasset? Que se busque un hombre de letras para que le escriba las ideas.” Braceli dice que Borges “Dijo: El general Pinochet me pareció un hombre muy grato. Es un hombre admirable que ha salvado a su patria... estoy orgulloso de haberle estrechado la mano a ese prócer de América.” Lo cual remite al consabido y sonoro hecho que lo condenó al repudio y a ser proscrito del Premio Nobel de Literatura: a mediados de septiembre de 1976, Borges viajó a Chile para recibir un doctorado honoris causa en la Universidad de Santiago de manos de su general-rector y fue homenajeado en la Academia Chilena de la Lengua, donde lo nombraron Miembro de Honor y donde Borges elogió, en su discurso, “la hora de la espada”, es decir, la represiva y cruenta mano dura del general Pinochet en Chile y la de general Videla en Argentina; todo ello precedido y coronado por la Gran Cruz de la Orden al Mérito Bernardo O’Higgins (héroe de la independencia y de la libertad de Chile), entregada a Borges, en la embajada de Chile en Buenos Aires, “el 21 de julio de 1976”.
     
Pinochet y Borges saludándose
        Como se puede observar en lo arbitrariamente citado, además del “catálogo de ocurrencias tercerborgeanas”, Rodolfo Braceli compila abominables respuestas del Tercer Borges obtenidas por él, como esa donde dice: “Por supuesto, me parece razonable que por motivos políticos se mate a otros hombres.” O la siguiente, que más bien parece la negra y berrinchuda humorada de un viejito cascarrabias que se hace el enfant terrible y que además es el palo de ciego con que le da una tunda a Braceli cuando éste le confiesa que por la rama materna viene de vascos: “¿Vasco? Yo no entiendo cómo alguien puede sentirse orgulloso de ser vasco... Los vascos me parecen más inservibles que los negros, y fíjese que los negros no han servido para otra cosa que para ser esclavos... Se habla de la voluntad vasca, de la terquedad vasca... ¿y para qué les ha servido?: nada más que para ser españoles o franceses. Han producido unos pintores execrables y un escritor insoportable como Unamuno. Lo demás que han producido son buenos pelotaris... Mire, yo tengo sangre vasca también; varios apellidos me delatan ese origen. Sin embargo, pienso que los vascos no han hecho nada, nada; son sólo notables por ser uno de los países más estériles del mundo.” Y más adelante remata con otro rotundo palo de ciego de la misma calaña: “Mire, recuerdo algo que anoté en uno de mis cuentos: los vascos no han hecho otra cosa que ordeñar vacas en la historia, se han pasado los siglos ordeñando.” 
    Vale decir que se trata de su cuento “El congreso”, editado por primera vez en una plaquette de 56 páginas impresa en Buenos Aires, en 1971, por El Archibrazo Editor. Y según apunta Horacio Jorge Becco en Jorge Luis Borges. Bibliografía total 1923-1973 (Casa Pardo, Buenos Aires, 1973), “Fue editado bajo el cuidado de Juan Andralis y Norman Thomas di Giovanni.” “La edición consta de tres mil ejemplares numerados y trescientos ejemplares fuera de comercio destinados al autor y a los suscriptores.” Con una foto de Borges de Sara Facio y otra de Alicia D’Amico. Más la postrera “Tabla cronológica de las principales obras del autor” urdida por Di Giovanni. Luego fue reunido, por siempre jamás y para los simples mortales, en El libro de arena (Emecé, Buenos Aires, 1975). Y según registra Nicolás Helft en Jorge Luis Borges: bibliografía completa (FCE, Buenos Aires, 1997), con el título El congreso del mundo, Franco Maria Ricci, en 1982, en Milán, editó una “Edición de lujo, en caja”, de 142 páginas, con el “Texto de Jorge Luis Borges con miniaturas de la cosmología tántrica” y un “Estudio de Alain Daniélou”. Y según apunta María Esther Vázquez en la “Cronología” de su libro de entrevistas Borges, sus días y su tiempo (Punto de lectura, Madrid, 2001), hay otra edición de lujo anterior a la citada (sólo para coleccionistas y bibliófilos adinerados), pues según anota: “En mayo [de 1974] aparece en Milán la más lujosa edición que se haya hecho hasta el presente de una obra de Borges. Se trata del cuento El congreso, editado por Franco Maria Ricci, en la colección I segni dell’uomo. Es un volumen encuadernado en seda (35 por 24), con letras de oro, ilustrado con casi medio centenar de miniaturas de la cosmología Tantra a todo color y pegadas. Se imprimió en caracteres bodonianos sobre papel Fabriano, hecho a mano. Fueron tirados tres mil ejemplares numerados y firmados. El volumen tiene 141 páginas y se completa con una entrevista, una cronología y una bibliografía realizadas por la autora de este libro, especialmente para esa edición.” 
     
(Siruela, Madrid, 4ª ed. corregida y aumentada, 1988)
        Vale añadir —ya encarrerado el gato— que curiosamente, Borges, en la susodicha entrevista de María Esther Vázquez editada, con variantes, en Veinticinco Agosto 1983 y otros cuentos, alude el budismo tantra, cuyo sentido cosmogónico e iconografía nada tienen que ver, en “El congreso”, con el desmesurado y evanescente propósito cognoscitivo que, en torno a don Alejandro Glencoe, un rico estanciero oriental, reúne a una pequeña sociedad secreta de argentinos de principios del siglo XX, ante la que Alejandro Ferri “el día 7 de febrero de 1904” jura no revelar nada de ella: “Ahora, yo quería repetir que no profeso ningún sistema filosófico, salvo, aquí podría coincidir con Chesterton, el sistema de perplejidad. Yo me siento perplejo ante las cosas y en ese cuento he querido reducir la perplejidad a una suerte de acto fe. En cuanto al budismo tantra, he estudiado el budismo, lo conozco [con Alicia Jurado publicaría los ensayos breves reunidos en Qué es el budismo (Columba, Buenos Aires, 1976)], creo que es una suerte de budismo mágico, (recuerdo los grabados de algún libro en que están registrados esos símbolos que ha reproducido Jung en otro libro), pero al escribir el cuento, no he tenido presente nada de eso. He pensado simplemente en esa historia, en la de personas que planean algo tan vasto que finalmente se confunde con el universo pero que no ven eso como una derrota, a la manera de los personajes del Kafka, sino que lo ven como una victoria, como una misteriosa victoria [no obstante, se trata de un minúsculo y breve fantaseo colectivo y de un rotundo y evanescente fracaso]. Eso es todo lo que puedo decir. Pero es un libro que no ha agradado a mis amigos.”
   
Borges con bastón de mando y máscara de lobo feroz
(Madison, Wisconsin, 1983)
          Pero tal es el capricho, el sarcasmo, la ceguera, la aparente ignorancia, la pedantería, la xenofobia, la megalomanía y el egocentrismo con que el maldito y requetevillano Tercer Borges suele responderle al alado angelito cachetón de Rodolfo Braceli, no sin una pincelada de modestia y humildad: “¿qué importancia tiene lo que yo diga bien o mal? ¡Ninguna!”, le dice. Lo cual remite al epígrafe de Borges que preludia la miscelánea: “Dése cuenta: soy un hombre viejo, vivo solo, estoy ciego, no puedo leer, no puedo andar por la calle... Dése cuenta (...) Yo no tengo la culpa de que la gente y los periodistas me tomen en serio. Pero eso no es lo peor. Lo peor del caso es que yo también me tomo en serio.” Así, actúa en calidad de reyezuelo o sumo pontífice que no deja títere con cabeza con su parloteo, pues hace y deshace como le viene en gana, lo que ineludiblemente provoca que se piense en la media que Rodolfo Braceli dice que dijo Mario Vargas Llosa: “el mejor negocio del mundo es comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale.” Anécdota que a Bioy le recuerda otro “cuento que castiga duro: el del argentino que decide matarse y se tira desde lo más alto, es decir, se arroja desde lo alto de su ego.”
Pero a lo largo de la retacería de la miscelánea —a veces amena y jocosa—, descuella el hecho de que Braceli, con sus preguntas triviales que lo distinguen, nunca suscita en Borges respuestas como las que recogió el 25 de febrero de 1985, noche en que Borges dio una charla pública ante un repleto y afectivo Centro Cultural General San Martín, en Buenos Aires. El evento, según registra Braceli en su subjetivo reportaje antologado y anunciado en el capítulo 10 (“Con Borges, guardaespaldas mediante, aquel día, cuando fue al entierro del Tercer Borges”), constituye el día en que Borges, por fin, enterró a su maldito y lenguaraz Tercer Borges, al que según el entrevistador y reportero, ya le había puesto un bozal a partir de 1980. Allí oyó cosas como las que siguen, y que un lector de entrevistas a Borges ha leído más de una vez: “Yo escribo cuando un tema exige que yo escriba. Yo no busco los temas. Los temas me buscan. Trato de intervenir lo menos posible en lo que escribo. El escritor no es alguien que da sino alguien que recibe.” 
Rodolfo Braceli
       Siendo las cosas más o menos así, el mejor momento vivido por Braceli ante Borges, puesto que se contrapone al maldito y deslenguado Tercer Borges que solía perseguir y desencadenar, ocurrió en “marzo de 1978”, cuando fue a su departamento B en el sexto piso de la calle Maipú 994 y se encontró con un Borges desconocido para él: “un Borges luminoso, no sólo por su inteligencia sino por su ánimo”. Ante el cual, quizá por contagio, el mismo Braceli despierta en él a un Segundo Braceli que el lector no conocía: luminoso y hasta inteligente e inspirado. Ese día, según reconstruye y narra en el capítulo 18 (“Con Borges, créase o no, rehaciendo un poema suyo recién parido”), cruzaron la calle y fueron a la librería de casi enfrente del edificio de Maipú 994, donde les prestaron una Rémington portátil. Allí, Borges extrajo del bolsillo de su saco el borrador de un poema para oírlo, corregirlo y dictarlo con las enmiendas. Braceli fungió de recitador y mecanógrafo y hasta de comentarista y consejero ante la escritura del poema que Borges oía, recitaba, corregía y dictaba. El poema, dice Braceli, en el borrador que traía se titulaba Timelessness y al final de su colaboración se tituló “Hoy”, y fue escrito para un número especial de la revista mexicana Siempre! —quizá para su inveterado y célebre suplemento La Cultura en México, que Carlos Monsiváis dirigió entre 1971 y 1987, el cual fue fundado y dirigido por Fernando Benítez entre 1962 y 1971, luego de haber fundado y dirigido, en el periódico Novedades, el suplemento México en la Cultura, entre 1949 y 1962—. Y al parecer el poema de Borges no se publicó, pues el dato no figura registrado, por Nicolás Helft, en su citada Bibliografía. Tres años más tarde, tras otras revisiones con el auxilio de otros amanuenses, el poema fue incluido en La cifra (Emecé, Buenos Aires, 1981), con el título “La dicha”, cuyos versos finales cantan a la letra: 


       Nada hay tan antiguo bajo el sol.
       Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.
       El que lee mis palabras está inventándolas.


Rodolfo Braceli, Borges-Bioy. Confesiones, confesiones. Iconografía en blanco y negro. Editorial Sudamericana. 2ª edición. Buenos Aires, abril de 1998. 256 pp.