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lunes, 11 de marzo de 2024

La voz de Gabriel García Márquez



Me di cuenta que Mercedes me quería


El 30 de mayo de 1967 se terminó de imprimir en Buenos Aires, editada por Sudamericana, la primera edición de Cien años de soledad, novela central del colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927-México, abril 17 de 2014), Premio Nobel de Literatura 1982. Después de las dificultades (incluidas las amenazas anónimas a él y a los suyos) vividas en Nueva York durante casi seis meses como corresponsal de Prensa Latina, la agencia cubana fundada tras el triunfo de la Revolución, Gabo y Mercedes Barcha Pardo, su mujer desde el 21 de marzo de 1958, y el pequeño Rodrigo, el primer hijo de ambos, quien aún no cumplía los dos años, viajaron en autobuses y en tren rumbo a la Ciudad de México, a donde llegaron a vivir el domingo 2 de julio de 1961 (reza la leyenda), día que de un escopetazo se suicidó Ernest Hemingway. 
 
Detalle de la portada del elepé con la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad.
(UNAM, 3ra. ed., México, 1987)
 
    En 1967, en la capital mexicana, apareció un disco con la voz de Gabriel García Márquez, número 10 de Voz Viva de América Latina, colección de elepés que editaba el Departamento de Voz Viva de Difusión Cultural de la UNAM. En tal elepé la voz de Gabo lee dos bloques de fragmentos de Cien años de soledad (lado A y lado B). Y en el cuaderno adjunto se reproducen éstos, precedidos por una “Presentación” que Emmanuel Carballo fechó en “1967”, lo cual remite al hecho de que apareció cuando la novela “estaba a punto de llegar a librerías de Buenos Aires” (“se distribuyó o publicó el 5 de junio” y en 15 días ya se habían agotado “los ocho mil ejemplares de la primera edición”), y por ende es el histórico “primer ensayo sobre Cien años de soledad” (aparecería también en la Revista de la Universidad de México, correspondiente a noviembre de 1967), lo cual implica que durante el proceso de escritura el crítico mexicano, fallecido el domingo 20 de abril de 2014 (casi a los 85 años), fue uno de sus primeros lectores, pese a que no pertenecía al reducido y entrañable grupo de amigos de Gabo que solían reunirse con él por las noches en su rentada casa de San Ángel Inn (“calle de La loma número 19”), en la Ciudad de México, entre mediados de julio de 1965 y mediados de 1966 (“alrededor de doce o catorce meses”), el tiempo que tardó en redactarla, no obstante que germinó y fermentó en él durante 17 años, anota Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara, 1997); es decir, desde que la empezara a escribir “en unas tiras largas de papel periódico en Cartagena de Indias a mediados de 1948” —pero Gabo, en Vivir para contarla (Diana, 2002), dice que fue en 1949 durante su convalecencia en Sucre—, cuyo primer título que pensó y perduró hasta 1965: La casa, remite a la casa de sus abuelos maternos, en Aracataca, donde nació y vivió los primeros diez años de su infancia. 
  Las leyendas orales y las biografías de Gabriel García Márquez rezan que si por las noches sus amigos se reunían con él en su casa, durante las mañanas y hasta el mediodía tecleaba en su Olivetti encerrado en su habitáculo: “La cueva de la mafia”, mientras las deudas de él y Mercedes fueron aumentando, pues Gabo abandonó sus empleos relativos al cine y a la publicidad e incluso empeñó el Opel blanco que había adquirido con “los tres mil dólares” del Premio Esso de Novela 1961 que ganara en Bogotá con La mala hora. Al carnicero de La Loma, por ejemplo, le debían cinco mil pesos, y al casero ocho meses de renta. Y cuando a inicios de agosto de 1966 hubo que enviarla por correo a Paco Porrúa, el editor de Sudamericana en Buenos Aires, a Gabo y a Mercedes el dinero sólo les alcanzó para remitir la mitad. Así que unos días después enviaron la otra con lo conseguido en el Monte de Piedad con las “‘tres últimas posiciones militares’: el secador de ella, el calentador de él y la batidora” de los alimentos de los niños.
      En su biografía, Dasso Saldívar apunta sobre las reuniones de Gabo y Emmanuel Carballo con el objetivo de pergeñar el prefacio del elepé: “Normalmente se veían los sábados por la tarde. Cuando García Márquez terminaba un capítulo se lo pasaba, y Carballo se lo devolvía con sus comentarios el sábado siguiente. Estos, como recordaría el mismo Carballo, eran siempre de carpintería menor, pues lo que él le daba era tan depurado, que desde un principio el crítico se encontró ‘frente a una obra maestra’, una obra que fue leyendo ‘con fascinación y gran delectación’. Desde entonces pensó que ‘sería la gran novela de él y una de las mejores novelas de la lengua de la segunda mitad del siglo. Así que nuestras conversaciones, al hilo de lo que yo iba leyendo, eran sobre la atmósfera, los personajes, las imbricaciones de las historias. Pero nada de mis comentarios podía influir en la novela’.”
Estuche con el disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo ex profeso del crítico Emmanuel Carballo.
(UNAM, 4ta. ed. corregida, México, marzo de 1998)
       La segunda edición del elepé y su cuaderno apareció en 1977 y la tercera en 1987. La cuarta edición, de 1998, es un estuche que contiene un disco compacto con el mismo material leído por el autor en las anteriores ediciones, más un cuadernillo de pastas blandas con los fragmentos de Gabo y el mismo prólogo de Carballo, el cual, amén de su inclusión en antologías críticas sobre el colombiano, lo compiló en Protagonistas de la literatura hispanoamericana, libro editado en 1986 en la serie Textos de Humanidades de Difusión Cultural de la UNAM. 

(UNAM, México, 1986)
        La principal diferencia entre el cuaderno de los elepés y el cuadernillo del disco compacto, radica en que en los primeros los textos de Gabo son exhibidos en dos bloques que corresponden al lado A y al lado B del acetato; mientras que en el cuadernillo a los pasajes se les han intercalado una serie de asteriscos que indican que se trata de distintos fragmentos en cada bloque. En este sentido, se puede apreciar que el track uno del disco compacto (antes lado A) incluye cuatro fragmentos que la voz de Gabriel García Márquez lee de corrido como si fuera un solo párrafo; y el track dos del compacto (antes lado B) comprende un par de fragmentos que la voz lee del mismo modo.

Estuche del disco compacto que reproduce la voz de Gabriel García Márquez
leyendo fragmentos de Cien años de soledad. Más un cuadernillo con los
textos y el ensayo de Emmanuel Carballo; y un DVD con el documental
conmemorativo producido por el Canal 22 del CONACULTA.
(UNAM, 5ta. ed. corregida, México, marzo de 2007)
     La quinta edición: un librito-estuche de pastas duras, datado “en marzo de 2007”, conserva algunos de los asteriscos; pero su trascendencia radica en que se hizo en el contexto celebratorio de los 80 años de Gabo y los 40 años de Cien años de soledad. Así, el diseño de Vicente Rojo Cama, además del uso de varias fotos en blanco y negro que Rogelio Cuéllar le tomó al escritor (en solitario o con miembros de su familia), empleó tipografía y viñetas otrora concebidas por su padre (Vicente Rojo) para ilustrar las cubiertas de la primera edición de la novela, las cuales, como se atrasaron en su viaje de México a Buenos Aires, no fueron aplicadas en la edición príncipe, sino en la segunda, impresa en “junio de 1967”. En las fichas curriculares del novelista y del crítico hay varios yerros; por ejemplo, se dice que Gabo en México “publicó sus primeras novelas Los funerales de la Mamá Grande (1962) y El coronel no tiene quien le escriba (1963)”. Y si en la anterior edición Emmanuel Carballo aún repetía que “Gabriel García Márquez nació en Aracataca, Colombia, el 6 de marzo de 1928” —error repetido durante muchos años por solaperos, críticos, profesores y lectores— en la presente se ha enmendado el gazapo y es lo único que se le cambió.

  Además del disco compacto que preserva la voz que Gabo tenía en 1967, figura un DVD con el programa televisivo que el Canal 22 (el canal del CONACULTA) sumó a los aniversarios, cuyo epicentro tuvo lugar el lunes 26 de marzo de 2007, en Cartagena de Indias, Colombia, durante el homenaje que se le rindió en la apertura del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, cuando el escritor recibió el primer ejemplar (de un millón) de la Edición Conmemorativa de Cien años de soledad (con correcciones suyas ex profesas), editada por la Real Academia Española, la Asociación de Academias de la Lengua Española y Alfaguara. 
  Tal programa televisivo: Muchos años después... Gabo en México, cuyo productor y realizador es Jordi Arenas, si bien es laudatorio y levemente crítico, no es de lo mejor. Pero entre la recitada o más o menos actuada lectura de fragmentos de Cien años de soledad (por la actriz María Isabel Benet), y entre el puzzle de las diversas y fragmentarias opiniones y testimonios (Fabrizio Mejía, Raúl Renán, Carlos A. de la Sierra, Emmanuel Carballo, María Luisa Elío, Carlos Monsiváis, David Martín del Campo, Claudio Isaac, José María Pérez Gay, Gonzalo Celorio, Oscar Chávez, María Luisa Mendoza, Margo Glantz, Guadalupe Loaeza y Homero Aridjis), descuella la imagen y la voz del propio Gabriel García Márquez, quien en su primera aparición declara: “yo hacía tiempo que tenía la idea de que debía escribir una novela en la cual sucediera todo. Y sabía que en ese suceder todo, debía estar toda esa memoria de Aracataca, las fantasías, las supersticiones”.
 En la entrevista de “Septiembre de 1973” que Elena Poniatowska le hizo a Gabriel García Márquez y que ella compiló en el tomo I de Todo México (Diana, 1990), Gabo cuenta que “el libro ejerció un poder mágico sobre todos aquellos que de un modo u otro estuvieron en contacto con él”; y entre ello descuella su testimonio del hechizo que causó con una lectura de varios fragmentos de Cien años de soledad ante un público heterogéneo y que ahora se puede palpar oyendo su voz grabada en el disco compacto. Según Gabo, a sus amigos no les leía nada:
Elena Poniatowska y Gabriel García Márquez
 
    “Nunca les leí nada porque yo no leo absolutamente nada de lo que estoy escribiendo; los borradores jamás los he dejado ni tocar, ni leer, ni los leo yo, pero sí hablaba mucho de lo que estaba haciendo y ellos, enloquecidos con lo que yo les contaba cada noche decían: ‘¡Esto va a ser sensacional!’. Y hubo un momento en que pensé: ‘¡Caramba, a lo mejor, todos estos gritos de Álvaro y estos entusiasmos de María Luisa Elío me han hipnotizado y estoy trabajando en esto apasionadamente, sin darme cuenta que de pronto me he metido en una nube de fantasía acompañado por estos amigos, y esto no sirve para nada ni le va interesar a nadie!’. Entonces, yo, que nunca me había presentado y todavía ahora nunca me presento en público ni doy conferencias ni hago lecturas ni nada, me llamaron causalmente en esos días al OPIC, —es algo como la sección cultural de la Secretaría de Relaciones Exteriores—, y me preguntaron si quería dar una conferencia y yo les dije que no, que una conferencia no, pero sí quería hacer una lectura de capítulos de una novela en preparación. Para ello, hice una cosa muy curiosa: una lista de gente muy disímil; las personas que conocí cuando hice las revistas Sucesos y La Familia, en las que jamás escribí una línea, sí, sí, las de Gustavo Alatriste, Elena, las dirigí durante dos años, los obreros tipógrafos y linotipistas de un taller de imprenta en el cual también trabajé, secretarias, estudiantes y toda la gente que había conocido en alguna parte, en el cine, en la publicidad, además de mis amigos los intelectuales, personas de todos los niveles culturales y sociales, ¿verdad?, y realmente configuré un público disímbolo. En el OPIC no lo supieron. No llevé un sólo capítulo de Cien años de soledad, sino que seleccioné párrafos de distintos capítulos porque tenía interés de saber si era buena la idea y no algo que Álvaro Mutis me había metido en la cabeza. Yo quería saber si valía la pena seguirla escribiendo porque ya no veía nada; tenía la impresión de que no había en el mundo más que lo que escribía y quería poner los pies sobre la tierra. Me senté a leer en el escenario iluminado; la platea con ‘mi’ público seleccionado, completamente a oscuras. Empecé a leer, no recuerdo bien qué capítulo, pero yo leía y leía y a partir de un momento se produjo un tal silencio en la sala y era tal la tensión que yo sentía, que me aterroricé. Interrumpí la lectura y traté de mirar algo en la oscuridad y después de unos segundos percibí los rostros de los que estaban en primera fila y al contrario, vi que tenían los ojos así —los abre muy grandes— y entonces seguí mi lectura muy tranquilo.
“Realmente la gente estaba como suspendida; no volaba una mosca. Cuando terminé y bajé del escenario, la primera persona que me abrazó fue Mercedes, con una cara —yo tengo la impresión desde que me casé que ese es el único día que me di cuenta que Mercedes me quería— porque me miró ¡con una cara!... Ella tenía por lo menos un año de estar llevando recursos a la casa para que yo pudiera escribir, y el día de la lectura la expresión en su rostro me dio gran seguridad de que el libro iba por donde tenía que ir.”

Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo


Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. Estuche-librito de 72 páginas; prólogo de Emmanuel Carballo; fragmentos de Cien años de soledad; iconografía en blanco y negro. Más un disco compacto y un DVD. Serie Voz Viva de América Latina, Difusión Cultural de la UNAM. 5ª edición. México, 2007. 


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martes, 13 de febrero de 2024

La tía Julia y el escribidor




Mentalmente me veo escribir que escribo


Los preliminares datos sobre la vida y obra del escritor peruano-español Mario Vargas Llosa —Premio Nobel de Literatura 2010 rezan que su sexta novela: La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977), está basada en su inicial vínculo amoroso vivido con su tía Julia Urquidi Illanes (muerta a los 84 años el 10 de marzo de 2010 en Santa Cruz, Bolivia), a quien se la dedicó, cuyo matrimonio duró entre 1955 y 1964, y quien replicó y sazonó lo novelado por su sobrino en Lo que Varguitas no dijo (Editorial Khana Cruz, 1983). 


(Editorial Khana Cruz, Bolivia, 1983)

La tía Julia, Mario Vargas Llosa y el perrito Batuque
(Lima, 1956)
       Si La tía Julia y el escribidor denota que es tan fantástica como autobiográfica, en sus memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993) revela un cúmulo de entretelones implícitos en ella (más otros omitidos, cambiados o maquillados) ocurridos antes y después de su publicación, como son las difíciles relaciones vividas con su padre Ernesto Vargas Maldonado (desde que a los diez años supo de su existencia, “hasta su muerte, en enero de 1979”) y el trauma neurótico y agresivo que le suscitó leer la infecta novela de su hijo. En la página 340 de El pez en el agua dice que después de su lectura, su padre le escribió una carta con recriminaciones (de Los Ángeles a Cambridge, Inglaterra) que él no le contestó. Pero luego le escribió otra, “ésta violenta, acusándome de resentido y de calumniarlo en un libro, sin darle ocasión de defenderse, reprochándome no ser un creyente y profetizándome un castigo divino. Me advertía que esta carta la haría circular entre mis conocidos. Y, en efecto, en los meses y años siguientes, supe que había enviado decenas y acaso centenares de copias de ella a parientes, amigos y conocidos míos en el Perú.” 


(Seix Barral, México, 1993)
        En El pez en el agua, Mario Vargas Llosa apunta que la simiente que luego derivaría en el furtivo casorio (menos de dos meses después de reencontrarla), comenzó a inocularse “a fines de mayo de 1955”, cuando la tía Julia, recién divorciada, llegó a Lima (de La Paz, Bolivia) a la casa de su tío Lucho y de su tía Olga, de quien era la hermana menor; que ella tenía 32 años y él 19 y vivía con sus abuelos maternos. Mientras que en la novela, la tía Julia también tiene 32 y “Marito” o “Varguitas” tiene 18 y por ende, se colige, es 1954, año en que se sucede la mayor parte de la obra, pues el último capítulo: el “XX”, es un epílogo que ocurre doce años después. En éste, el narrador, quien vive en Europa, ha retornado a Lima de vacaciones y busca datos para el libro que urde: “una novela situada en la época del general Manuel Apolinario Odría (1948-1956)”, lo cual es una elíptica alusión a su cuarta novela: Conversación en La Catedral (Seix Barral, 1969). En La tía Julia y el escribidor, su matrimonio con la tía duró “ocho años”; y un año después del divorcio, dice allí, “volví a casarme, esta vez con una prima (hija de la tía Olga y del tío Lucho)”. En La tía Julia y el escribidor, Mario Vargas Llosa no apunta el nombre de la prima hermana ni juega ningún papel, pero en El pez en el agua sí. Vale recordar, entre paréntesis, que se trata de su prima hermana Patricia Llosa Urquidi (nacida en Cochabamba, Bolivia, en 1945), su segunda esposa, con quien estuvo casado 50 años (hasta el 10 de junio de 2015) y con quien engendró tres hijos: Álvaro, Gonzalo y Morgana. Por ejemplo, en las anécdotas de 1952, cuando a sus 16 años Mario vivió en Piura, en casa de su tío Lucho y de su tía Olga, entre los meses de abril y diciembre, lapso en que trabajó en el periódico La Industria y cursó “el quinto año de secundaria en el colegio San Miguel”, lo cual, gracias al profesor de literatura y al director de la escuela, le permitió montar y dirigir su primer libreto teatral: La huida del inca, aún inédito, cuyo estreno ocurrió el 17 de julio de 1952 en el teatro Variedades. “El éxito de La huida del inca [apunta en la página 198] hizo que diéramos, la siguiente semana, dos funciones más, a una de la cuales pude meter a mis primas Wanda y Patricia de contrabando [Wanda tenía nueve y Patricia siete] , pues la censura había calificado la obra de ‘mayores de quince años’”.


Un joven anónimo y Mario Vargas Llosa de reportero en La Industria
(Piura, 1952)

         
Cartel del estreno de La huida del inca, libreto de Mario Vargas Llosa,
 sucedido 17 de julio de 1952 en el Teatro Variedades de Piura


Epígrafe de La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, México, 1977)
Precedida por “El grafógrafo”, poema en prosa de Salvador Elizondo a manera de epígrafe (“El grafógrafo” es un poema en prosa dedicado a Octavio Paz que preludia el libro homónimo editado en 1972 por Joaquín Mortiz), La tía Julia y el escribir se desglosa en dos secuencias de capítulos alternos y paralelos e intercalados entre sí. En una serie se desarrolla la cotidianidad del joven Varguitas en Lima, quien vive con sus abuelos maternos; estudia derecho en la Universidad de San Marcos; escribe sus primeros cuentos y sueña con convertirse en escritor y vivir en París en una buhardilla. Pero además trabaja como rimbombante jefe de Informaciones de Radio Panamericana, donde tiene a sus órdenes a Pascual, un “redactor”, al que luego se le suma otro: el Gran Pablito, quien resulta analfabeto. Conoce y frecuenta a Pedro Camacho, un singular boliviano, de baja estatura y estirpe estrictamente literaria y fantástica, quien es el argumentista, el mero escribidor de las populares radionovelas que convierten a Radio Central en una boyante empresa que adinera los bolsillos de los Genaros (Genaro-padre y Genaro-hijo), mientras los actores y el personal radiofónico subsisten en las mil y una penurias. Tiene por amiguetes a su compinche Javier y a su prima la flaca Nancy, quienes lo apoyan cuando se sucede el subrepticio enredo amoroso con la tía Julia y cuando a escondidas de la tribu familiar se urde el casorio en un pueblo cercano a Lima: Grocio Pardo, donde el mísero y zambo presidente municipal da la pauta para enmendar la minoría de edad del novio.


El Negrito Sandía y la Negrita Cucurumbé
(Mario Vargas Llosa y Julia Urquidi Illanes)
Festival de Folclores de Cáceres, Extremadura, España
(Junio de 1959)
       La otra serie de capítulos son los argumentos de las radionovelas que escribe, graba y actúa Pedro Camacho (auxiliado por actores y técnicos cuya patética y risible traza y cotidianidad conforman otra radionovela dentro de la radionovelera novela), cuyo humor y tremendismo marcan la tónica de la obra. Esto es así porque si bien los radioteatros son una hilarante parodia de su temática kitsch, tremendista y truculenta, y del ampuloso y engolado vocabulario que supuestamente utiliza el escribidor al aporrear la enorme Remington en el otrora cuarto del portero de Radio Central, el propio Pedro Camacho semeja un patético y subterráneo personaje de una de sus radionovelas, ya por su decimonónico y raído porte imposible, manías de loco y obtusa conducta, por sus pobrísimas y mórbidas condiciones de subsistencia, porque empieza a perder la memoria y a confundir y a mezclar, en las radionovelas, los personajes y los argumentos. De modo que si había mostrado una creciente tendencia por los temas y finales tremendistas donde ocurren dramas, catástrofes y hecatombes, esto se agudiza aún más cuando se sucede y coincide con su propio colapso psíquico. Los Genaros, por ser Pedro Camacho una gallina de huevos de oro, lo internan en una clínica privada; pero luego lo confinan “al Larco Herrera, el manicomio de la Beneficencia Pública”. Si esto en sí es un triste final de radionovela, la vuelta de tuerca ocurre doce años después durante las susodichas vacaciones que Varguitas hace en Lima, ya divorciado de su tía Julia y casado con su prima hermana. Porque además de inesperadamente reencontrarse con sus otrora subalternos en Radio Panamericana: el Gran Pablito y el redactor Pascual, al ir a recoger a éste a la ruinosa y amarillista revista Extra en la que es “jefe de Redacción” y cuyos titulares, que Varguitas alcanza a leer, bien podrían haber sido temas de los radioteatros de Pedro Camacho (“Mata a la madre por casarse con la hija”, “Policía sorprende baile de dominós: ¡todos eran hombres!”, rezan), de pronto descubre que el otrora genial guionista y actor se ha transformado en otro personaje misérrimo, de lastimosa y caricaturesca pinta, psicótico y amnésico, quien además de vivir bajo el ninguneo de una horrenda prostituta argentina (“viejísima, gordota, con los pelos oxigenados y pintarrajeada”), es un simple y vulgar datero, sin un grumo de inteligencia e imaginación, que por llegar con retraso, además del regaño del libidinoso director, una tal Melcochita no pudo completar su crónica sobre “la llegada del Monstruo de Ayacucho”.
En este sentido, la lúdica mixtura de humor y tremendismo también está presente en la proclividad de Pascual, cuando en su papel de “redactor” del Servicio de Informaciones de Radio Panamericana, suele rellenar los espacios informativos con notas que hablan de catástrofes y muertes, por lo que Varguitas tiene que reprimirlo y controlarlo. Sesgo del que, no obstante, Varguitas no se libra, pues los primerizos cuentos que escribe (o intentar escribir) son de una índole parecida.


(Seix Barral, México, 1977)
         En resumen, La tía Julia y el escribidor, dado el protagonismo del joven Varguitas y sus coterráneos en la Lima de los años 50, es una novela bufa, muy juvenil, muy lúdica y divertida (y desbordada de ludismo y divertimento en los radioteatros), en la que Mario Vargas Llosa celebra la juventud y su propia juventud, y el mundo e inframundo de las radionovelas. Y así como tributa a la tía Julia de la vida real, también celebra a su querido tío Lucho, de quien en El pez en el agua, apoyado con muchos recuerdos y entrañables anécdotas, dice: “él sí que me parecía mi verdadero papá”. Pues amén de que el romance entre Varguitas y la tía Julia comienza a corporificarse la noche que ambos van, invitados por el tío Lucho y la tía Olga, al Grill Bolívar (un centro nocturno donde cenan y bailan) a festejar los 50 años del tío, en las radionovelas de Pedro Camacho tarde o temprano descuella un singular protagonista que tiene o llega a la cincuentena: “la flor de la edad”, y que por lo regular, tal lúdico y cantarín estribillo, posee “frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu”.


Luis Loayza, Mario Vargas Llosa y Julia Urquidi Illanes
en el restaurante Tobogán durante su primer día en España,
luego de desembarcar en Barcelona
(Octubre de 1958)
        Ahora que si bien tal edad, en las radionovelas, refleja la edad de Pedro Camacho —tan evidente y especular como es su paulatina amnesia y psicosis y su recurrente odio a los argentinos (intrínseco meollo que se desvela en el capítulo “XX” cuando el lector descubre que la gorda argentina que lo tiraniza y demoniza ya era su mujer desde antes de instalarse en Lima)—, tal cincuentena y algo de su caricaturesco porte también parecen tributar al tío Lucho (“una nariz grande y unos ojos extraordinariamente vivos”), así como el hecho de que sea escribidor a toda costa y pese a todo. Es decir, en El pez en el agua, Mario Vargas Llosa cuenta que “el tío Lucho era aficionado a la lectura y de joven había escrito versos”, de los que “todavía recordaba algunos”, y que contemporáneos de su juventud “estaban convencidos de que la suya era una vocación de intelectual”. Ese año crucial de 1952, en Piura, en que el adolescente Mario vivió en casa de su tía Olga y de su tío Lucho, devoró toda la biblioteca de éste (que estaba en el cuarto que le asignaron para dormir); le leyó sus poemas, cuentos y La huida del inca; y el tío Lucho lo apoyó en su anhelo de “ser un escritor aunque me muriera de hambre”, diciéndole que “la peor desgracia para un hombre es pasarse la vida haciendo cosas que no le gustan en vez de las que hubiera querido hacer”.


Los dos únicos ejemplares que existen de su primera obra teatral
La huida del inca, escrita en Lima en 1951
y escenifica por única vez en Piura en 1952.
     Algo muy distinto del áspero y violento trato con que lo acosó su padre desde la niñez y al casarse con la tía Julia, según narra en sus memorias El pez en el agua, lo cual refleja, en la novela, la carta que a Varguitas le hizo llegar su progenitor y que bien pudo teclear Pedro Camacho en una de sus radionovelas con trágico, tremendo y explosivo final: 

La tía Julia y el escribidor
(Abril de 1959)
    “‘Mario: Doy 48 horas de plazo para que esa mujer abandone el país. Si no lo hace, me encargaré yo, moviendo las influencias que haga falta, de hacerle pagar caro su audacia. En cuanto a ti, quiero que sepas que ando armado y que no permitiré que te burles de mí. Si no obedeces al pie de la letra y esa mujer no sale del país en el plazo indicado, te mataré de cinco balazos como a un perro en plena calle’.

“Había firmado con sus dos apellidos y rúbrica y añadido una posdata: ‘Puedes ir a pedir protección policial, si quieres. Y para que quede bien claro, aquí firmo otra vez mi decisión de matarte donde te encuentre como a un perro’. Y, en efecto, había firmado por segunda vez, con trazo más enérgico que la primera.”


Mario y la tía Julia en la boda de Pepe y Margarita Guzmán
(Abril de 1959)


Mario Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor. Biblioteca Breve núm. 424, Editorial Seix Barral. 2ª edición mexicana, 1977. 448 pp.


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El lector

Una actitud cómoda y egoísta

 

I de VII

En 1995, en Zúrich, a través de Diogenes Verlag, el escritor alemán Bernhard Schlink (Bielefeld, julio 6 de 1944) publicó en su idioma su novela más célebre: El lector, cuya traducción al español de Joan Parra Contreras fue editada por primera vez en 1997, en Barcelona, por Anagrama. Según pregona esta editorial en la segunda de forros de la Edición Limitada del año 2000, desde el inicio fue recibida “como un gran acontecimiento literario tanto en Alemania como en sus 30 traducciones y se convirtió en un extraordinario best seller internacional, un clásico moderno. Fue galardonada con diversos premios, como el Hans Fallada, el Welt de literatura, el Ehrengabe de la Sociedad Heinrich Heine, así como el Grinzane Cavour en Italia y el Laure Bataillon en Francia.” Rimbombantes reconocimientos a los que se suma The Reader (2008), la sugestiva y poderosa variante cinematográfica en inglés basada en la novela, con guion de David Hare y un estupendo elenco dirigido por Stephen Daldry.



II de VII

La novela El lector comprende tres partes, cada una dispuesta en una serie de numerados capítulos breves y ligeros. Se trata de las reflexivas memorias autobiográficas de Michael Berg en torno a la controvertida personalidad de Hanna Schmitz, una mujer a la que conoció de un modo imprevisto cuando él tenía 15 años y ella 36, y con la que vivió un tórrido anecdotario erótico y un traumático y trascendental romance que duró menos de medio año, súbitamente interrumpido en el verano de 1959. Tal lapso se precisa en la obra porque al inicio de la declaración de ella durante el juicio que la juzga por sus crímenes nazis y que la condena a cadena perpetua a fines de junio de 1966, ella declara tener 43 años y haber nacido “el 22 de octubre de 1922” en “Hermannstadt, actualmente Sibiu, Rumania,” y haber “trabajado en la empresa Siemens en Berlín” (un conglomerado industrial tácita e implícitamente al servicio del Tercer Reich) e “ingresado en las SS en 1943”, para las que sirvió y laboró como guardiana en dos campos de concentración: “hasta la primavera de 1944 en Auschwitz y hasta el invierno siguiente en un campo más pequeño, cerca de Cracovia”, donde había “una fábrica de munición”, y a donde “Cada mes llegaban de Auschwitz unas sesenta mujeres, y debían enviarse de vuelta otras tantas [directo a la cámara de gas y al crematorio], descontando las que hubieran muerto”. Y por ello Hanna Schmitz estaba entre las guardianas cuando los mandos nazis ordenaron desmantelar y abandonar el campo y marchar a pie hacia el oeste custodiando a las presas. Trote o marcha de la muerte en la que los militares y las guardianas conducían en fila india a un total de unas mil doscientas famélicas y harapientas judías endeblemente calzadas, de las que Al cabo de una semana habían muerto casi la mitad: por el hambre, por el cansancio, o por el frío de las bajas de temperaturas y de la nieve; y los varios centenares restantes murieron encerradas en la iglesia de un anónimo pueblo cuando se suscitó un incendio provocado por un bombardeo nocturno que atacó la aguja del campanario, cuyo fuego se propagó, al interior de la nave, al caer sobre la techumbre de tejas del recinto. Según los testimonios, los militares nazis se fugaron durante la noche (bajo la excusa de “llevar a los heridos a un hospital de campaña”) y las cinco guardianas enjuiciadas, ya solas, pudieron abrir las puertas y evitar que todas esas judías encerradas murieran bajo la acción destructiva de las llamas y del humo; pero no chistaron ni movieron un dedo.

Edición Limitada, Editorial Anagrama
Barcelona, 2000

            Según consigna Michael Berg, “Se suponía que ninguna de las prisioneras había sobrevivido al bombardeo nocturno. Pero en realidad había dos supervivientes, madre e hija”, quienes sobrevivieron ocultas en lo alto de la tribuna próxima a las vigas. “La tribuna era estrecha, tanto que las vigas incendiadas apenas la rozaron al caer. La madre y la hija se quedaron acurrucadas contra la pared, viendo y oyendo las llamas. Al día siguiente no se atrevieron a bajar ni a salir de la iglesia. Por la noche tampoco, pues temían perder pie al bajar por la escalera o extraviarse en la oscuridad. Al amanecer del día siguiente, cuando salieron de la iglesia, se encontraron con unos cuantos aldeanos que, pasmados y mudos de asombro, les dieron ropa y comida y las dejaron marchar.” Y esa “hija había escrito [en inglés] y publicado en Estados Unidos un libro sobre el campo de concentración y la marcha hacia el oeste.” Mismo que los participantes en el juicio leyeron en alemán (menos Hanna Schmitz), cuando tal traducción aún no había sido publicada en Alemania. En este sentido, “Los testigos más importantes eran la hija, que había venido a Alemania para el juicio, y la madre, que se había quedado en Israel.” Así que “Para tomar declaración a la madre, los miembros del tribunal, los fiscales y los defensores viajaron a Israel”. Allí estuvieron dos semanas de junio. “La toma de declaración les ocupó sólo unos pocos días, pero el juez y los fiscales quisieron unir lo judicial con lo turístico, y se dieron una vuelta por Jerusalén, Tel-Aviv, el Néguev y el Mar Rojo. Sin duda, no había nada que objetar desde el punto de vista legal, laboral y económico. Pero aun así me pareció fuera de lugar.” Acota Michael Berg; quien como estudiante de derecho y alumno del “seminario de Auschwitz”, asistió, de lunes a jueves, a todas las sesiones del juicio, con excepción de esa única parte. Paréntesis que él aprovechó para ver en persona un campo de concentración. Y puesto que para ingresar a Auschwitz había que conseguir un visado y esperar semanas, se fue de aventón a Alsacia, donde observó los museográficos vestigios del “Campo de concentración Struthof-Natzweiler”; en cuya ruta por carretera lo lleva un camionero bebedor de cerveza y luego un tipo que conducía un Mercedes con guantes blancos, quien, con su acento extranjero, le relata una espeluznante anécdota en torno a una foto de una matanza de judíos en una cantera en Rusia. (“Los judíos esperan en fila, desnudos; algunos están al borde de una fosa, y los soldados se les acercan por detrás y les disparan en la nuca con el fusil.”) Cuyas menudencias lo proyectan, al parecer, en el deshumanizado y rutinario oficio de verdugo e indiferente oficial que daba las órdenes, cumpliendo con su aburrida chamba —“sentado en un hueco de la pared, con las piernas colgando en el aire y fumándose un cigarrillo”—, antes de irse a casa a descansar sin remordimientos.   

           

Campo de concentración Natzweiler- Struthof

         A los 18 años de su condena en una cárcel modélica, Hanna Schmitz obtuvo el indulto. O sea: estuvo presa entre 1966 y 1984 (entre sus 43 y 60 años de edad). Y si bien se ahorcó al amanecer del día que saldría en libertad, Michael Berg evoca todo aquello, por escrito, diez años después. O sea: en 1994; de ahí el remanente y la perspectiva temporal con que en un pasaje sopesa y mira el pasado histórico en el contexto en que en un perpetuo continuum se revisa, revisita, divulga y explota hasta la saciedad (y con hartos dividendos) el tópico del Holocausto y del Tercer Reich inmerso en las pesadillas del homo sapiens y en el imaginario colectivo (de la recalentada) aldea global, pese a que su idiosincrasia y a que sus parámetros mentales son muy germanos y localistas:

           

Entrada a Auschwitz con la frase:
El trabajo hace libre

             “Hoy, cuando pienso en aquellos años, me doy cuenta de lo escasa que era la carga visual, de lo escasas que eran las imágenes que documentaban la vida y la muerte (o, mejor dicho, el asesinato) en los campos de exterminio. De Auschwitz conocíamos la puerta principal, con la famosa inscripción ‘El trabajo os hará libres’, las literas de madera, los montones de pelo, gafas y maletas; de Birkenau, el edificio de la entrada, con su torre, sus dependencias laterales y el hueco para que pasaran los trenes; y de Bergen-Belsen, las montañas de cadáveres que los aliados encontraron y fotografiaron cuando liberaron el campo. Conocíamos algunos relatos de prisioneros, pero muchos de ellos salieron a la luz poco después de acabada la guerra y no volvieron a ser publicados hasta los años ochenta, pues durante mucho tiempo no interesaron a las editoriales. Hoy en día hay tantos libros y películas sobre el tema, que el mundo de los campos de exterminio forma ya parte del imaginario colectivo que complementa el mundo real. Nuestra fantasía está acostumbrada a internarse en él, y desde la serie de televisión Holocausto [1973] y películas como La decisión de Sophie [1982] y especialmente La lista de Schindler [1993], no sólo se mueve en su interior, no se limita a percibir, sino que ha empezado a añadir y decorar por su cuenta. Por aquel entonces la fantasía apenas se movía; teníamos la sensación de que la conmoción que había producido el mundo de los campos de exterminio no era compatible con la fantasía. La imaginación se limitaba a contemplar una y otra vez las pocas imágenes que le habían proporcionado las fotografías de los aliados y los relatos de los prisioneros, hasta que se convirtieron en tópicos fosilizados.”

Campo de concentración de Bergen-Belsen (abril de 1945)
Foto: George Rodger

III de VII

En 1959 —en una anónima ciudad del suroeste de Alemania Occidental (de cuyo nombre el memorioso no quiso acordarse)—, a sus 15 años (cumplidos en junio del año anterior) el chaval Michael Berg vivía en el departamento familiar (“el segundo piso de una espaciosa casa de finales del siglo pasado, en la Blumenstrasse”), donde confluían su hermano mayor, sus dos hermanas, su madre y su padre, catedrático de filosofía en la universidad, autor de un libro sobre Kant y otro sobre Hegel; quien durante el Tercer Reich perdió su “puesto de profesor universitario al anunciar un curso sobre Spinoza, por tratarse de un filósofo judío, y que durante la guerra se había mantenido a flote a sí mismo y a toda la familia trabajando en una editorial de mapas y guías para excursionistas”.  

    Un lunes de octubre del 58, de regreso del colegio, Michel Berg se puso a vomitar al pie del portón de una casona en la Bahnhofstrasse. La mujer que lo auxilió y luego lo acompañó a pie hasta su casa (“La Bahnhofstrasse está cerca de la Blumenstrasse”) resultó ser Frau Schmitz, quien vivía en un minúsculo y modesto apartamento en el tercer piso de esa vetusta casona que es un populoso vecindario, donde incluso hay una carpintería. Pero esto sólo lo supo hasta un día de finales de febrero del 59, luego de recuperarse de la hepatitis e ir a agradecerle su auxilio con un ramo de flores.

          

Fotograma de The Reader (2008)

              En la candente relación erótica, Hanna Schmitz, obsesionada con la limpieza y la disciplina, juega un papel mandón y dominante y lleva la batuta en todo: es ella la que impone la voz y las reglas (nunca debe abordarla durante su trabajo en el tranvía) y el orden de los encuentros lascivos, placenteros y clandestinos: baño, lectura, sexo, y holgazanear en la cama. Porque Michael Berg descubrió que a Hanna le entusiasma y embelesa que él le lea en voz alta y es algo que le antepone; del mismo modo que también le antepuso ponerse a estudiar para aprobar el sexto del bachillerato, a punto de perderlo por haber faltado durante su convalecencia. Y esto se lo dijo enfática y colérica: “Fuera —dijo retirando el edredón— Fuera de mi cama. Y no vuelvas hasta que te pongas a estudiar. ¿Dices que ir al colegio es para imbéciles? ¿Para imbéciles? ¡Pero qué sabrás tú! ¿Tú sabes lo que es pasarse el día vendiendo billetes de tranvía?” Y para que le quede claro la mediocridad del día a día de esa labor y lo que le espera si abandona los estudios, hace una pantomima:

 

The Reader (2008)

          “Se puso de pie, desnuda en medio de la cocina y empezó a hacer de revisora. Abrió con la mano izquierda la carterita en la que llevaba los talonarios de billetes, arrancó dos billetes con el dedo pulgar de la misma mano —enfundado en un dedal de goma—, balanceó la mano derecha para agarrar la perforadora que le colgaba de la muñeca y la pulsó dos veces.

   “—Dos a Rohrbach.

   “Soltó la perforadora, extendió la mano, cogió unas monedas, abrió el monedero que llevaba colgado sobre el vientre, metió las monedas dentro, cerró el monedero y devolvió el cambio sacándolo del distribuidor de monedas fijado al monedero.

    “—Billetes por favor.

 “Me miró.

   “—¿Para imbéciles? No tienes ni idea.”

      No obstante, mientras ese ardiente y tormentoso vínculo erótico y afectivo dura hasta finales de junio, Michael Berg no descubre que Hanna Schmitz es analfabeta. Y pese a que esa minusvalía intelectual y cognoscitiva dificulta la movilidad por las calles y las posibilidades de empleo y el ascenso laboral, puede trabajar de uniformada revisora del tranvía e incluso ir al cine, aunque nunca fueron juntos porque ella no quiso ir con él. Según reporta: “A veces hablábamos de películas que habíamos visto los dos. En cuestión de cine, parecía tener los gustos más variopintos: veía toda clase se películas, desde bélicas o folklóricas alemanas hasta la nouvelle vague, pasando por las del Oeste. A mí lo que me gustaba era todo lo que venía de Hollywood, fueran películas de romanos o de vaqueros. Había una del Oeste que nos gustaba especialmente; salía Richard Widmark en el papel de un sheriff que debe afrontar un duelo que no tiene ninguna posibilidad de ganar; al anochecer llama a la puerta de Dorothy Malone, que le ha aconsejado huir, aunque él no le ha hecho caso. Ella abre la puerta. ‘¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una noche?’ A veces, cuando yo llegaba rebosante de deseo, Hanna se burlaba de mí: ‘¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una hora?’”

 


          Vale observar, entre paréntesis, que sin duda se trata de Warlock (1959), western titulado en español El hombre de las pistolas de oro, en el que actúan Richard Widmark (Johnny Gannon) y Dorothy Malone (Lily Dollar); no obstante, la anécdota fílmica no es exactamente así como la evoca Michael Berg.

   

Fotograma de The Reader (2008)

          Y más aún: no lo detecta en abril, cuando una semana después de Pascua, a partir del Domingo de Resurrección, hacen un recorrido de cuatro días en bicicleta por “Wimpfen, Amorbach y Miltenberg”, tres pueblos circunvecinos de la llanura del Rin y de la Selva del Oden, haciéndose pasar por madre e hijo. Según evoca Michael Berg: “Hanna no sólo dejaba en mis manos la tarea de elegir la dirección y la carretera; también me encargaba yo de buscar alojamiento para pasar la noche, de registrarnos como madre e hijo en los formularios, que ella se limitaba a firmar, y de escoger en el menú la comida no sólo para mí, sino también para ella.” ¿Y cómo? Si no sabía ni leer ni escribir.

IV de VII

Cuando Michael Berg egresó de la carrera de derecho tenía nulas o grises opciones profesionales para él, que empezaron a encaminarse cuando “el catedrático de historia del Derecho” le “ofreció una plaza de interino en su departamento”. Y de ahí saltó a un centro de investigación en el que pudo dedicarse a la historia del Derecho, donde, dice, “Una de mis áreas de investigación era el Derecho en la época del Tercer Reich”. No obstante, cuando era un jovencillo eligió esa carrera por no saber qué otra cosa escoger. Y se matriculó en el “seminario de Auschwitz” por pura curiosidad, sin saber que Hanna Schmitz estaba entre las cinco guardianas nazis enjuiciadas (en una ciudad vecina a su ciudad) hasta que oyó su nombre en una audiencia. Según narra: “No la reconocí hasta que la llamaron, se puso de pie y dio un paso adelante. Por supuesto reconocí el nombre de inmediato: Hanna Schmitz. Luego reconocí la figura, la cabeza, que me resultaba extraña con el pelo recogido en un moño, la nunca, las anchas espaldas y los brazos robustos. Estaba muy erguida. Se mantenía firme sobre las dos piernas. Los brazos le colgaban relajados. Llevaba un vestido gris de manga corta. La reconocí, pero no sentí nada. No sentí nada.”

           

Guardianas nazis enjuiciadas

          No obstante, sí sintió algo mucho más que la sorpresa y el desconcierto, el hielo en las venas, y el autoinculpatorio devaneo moral y leguleyo, cuyo meollo se agudiza cuando a través de las declaraciones infiere que Hanna Schmitz era y es analfabeta. Es decir, que por esa vergüenza, para ella sumamente vergonzosa, intrínseca e intolerable, súbitamente renunció a su puesto de revisora de tranvías (quince días antes el responsable del departamento de personal de la compañía tranviaria le había ofrecido hacer un cursillo para ascender a conductora; y por ello también renunció, deduce, al “ascenso en Siemens y se convirtió en guardiana de campo de concentración”), cerró el contrato de renta del minúsculo departamento amueblado donde vivía, y se largó sin decirle a él nada: ni mu ni pío, ni good bye, baby. Quien por entonces se culpaba de haberla traicionado por no revelarla y mostrarla ante sus amigos y amigas de la adolescencia y de la piscina veraniega; más aún porque el último día que la vio él estaba en la alberca con el grupo y sólo la miró y se puso de pie sin atreverse tan siquiera a saludarla. Según evoca, Hanna “Estaba a unos veinte o treinta metros, con pantalones cortos y una blusa desabrochada, anudada en la cintura, y me miraba. Yo la miré a ella. A aquella distancia no pude interpretar la expresión de su cara. En vez de levantarme de un salto y correr hacia ella, me quedé quieto preguntándome qué hacía ella en la piscina, si acaso quería que yo la viera, que nos vieran juntos, si quería yo que nos viesen juntos. Nunca nos habíamos encontrado casualmente y no sabía qué hacer. Y entonces me puse de pie. En el breve instante en que aparté la vista de ella al levantarme, Hanna se fue.

            “Hanna con pantalones cortos y blusa anudada a la cintura, mirándome con una cara que no consigo interpretar: otra imagen que me ha quedado de ella.”

            Pero el intríngulis, para él, más íntimo y trascendente de la oculta condición de analfabeta de Hanna Schmitz se le desvela en el juicio, cuando, confabuladas contra ella las otras guardianas y sus abogados defensores (belicosos ex nazis) la acusan de tener favoritas entre las presas, de apapacharlas por un tiempo, y luego destinarlas con frialdad entre las 60 mujeres que regresarían a morir en Auschwitz. Acusación que incita a que la hija sobreviviente, ya instalada entre el público, se ponga de pie y desde allí amplíe su declaración:

 

Guardianas nazis

          “—Sí, tenía favoritas, siempre alguna de las más jóvenes, alguna chica débil y delicada. Las ponía bajo su protección y se encargaba de que no tuvieran que trabajar [en ese campo las mujeres no eran obreras en la fábrica de munición, sino que se dedicaban a la reconstrucción de la nave], las alojaba en sitios más cómodos y las alimentaba y las mimaba, y por la noche se las llevaba a su habitación. Les tenía prohibido contar lo que hacían con ella por la noche, y todas pensábamos que... Estábamos convencidas de que se divertía con ellas y luego cuando se cansaba, las metía en el siguiente envío. Pero no era así; un día una de las chicas habló, y nos enteramos de que sólo las obligaba a leerle libros, noche tras noche. No era tan malo como nos lo habíamos imaginado... Y también eran mejor que tenerlas en la obra trabajando hasta reventar, debí de pensar que era mejor, si no no se me habría olvidado tan fácilmente. Pero ahora me pregunto si de verdad era mejor.

       “Y se sentó.

            “Entonces Hanna se volvió y me miró. Su mirada me localizó de inmediato, y comprendí que ella había sabido todo el tiempo que yo estaba allí. Se limitó a mirarme. Su cara no pedía nada. Se mostraba, eso era todo. Me di cuenta de lo tensa y agotada que estaba. Tenía ojeras, y las mejillas cruzadas de arriba abajo por una arruga que yo no conocía, que aún no era honda, pero ya la marcaba como una cicatriz. Al verme enrojecer, apartó la mirada y volvió a fijarla en el tribunal.”

     Pero entre lo que Michael Berg cavila y sopesa sobre esa escena,  aletea lo que supone debió preguntarle a Hanna Schmitz su abogado defensor y que transluce el probable, subyacente y minúsculo grumo humanitario de la servil, disciplinada, limpísima y obediente guardiana, quien para oír y acatar la sentencia final portó un impecable atavío (quizá de revisora de tranvía) que recuerda o semeja el uniforme de una fiel, gruñona y severa celadora nazi:

   

Guardianas nazis luego de su arresto (abril de 1945)

         “Pregúntele si escogía a las chicas más débiles y delicadas porque sabía que no resistirían el trabajo en la obra y de todos modos iban a volver a Auschwitz en el siguiente envío, y ella quería hacerles más grato el último mes de su vida. Díselo, Hanna. Diles que por eso escogías precisamente a las más delicadas y débiles. Que no había otro motivo ni podría haberlo.

            “Pero el abogado no preguntó nada, y Hanna también calló.”

            Y no dijo una sola palabra porque el obtuso e inveterado prejuicio existencial de Hanna Schmitz es ocultar su analfabetismo a toda costa y al precio que sea, ya sea como sádica operadora en el sanguinario genocidio sistémico, supremacista, xenofóbico, paramilitar y militar del Tercer Reich, o confinada en una cárcel por el resto de sus días. Tal es así que cuando en el rifirrafe y en la virulencia del juicio es señalada y acusada de ser la guardiana que decidía, la que mandaba, la que tenía la sartén por el mango, y la única que escribía los reportes y, por ello, de ser la única que redactó el informe sobre lo sucedido en la matanza de las judías durante el incendio en la iglesia, para eludir que el análisis de un grafólogo revele su analfabetismo y por ende la exhiban y pongan en ridículo en ese canibalesco círculo concéntrico (solitario punto central del círculo solitario), ella asume la responsabilidad y la culpa de todo: “No hace falta que llamen a ningún experto. Confieso que el informe lo escribí yo.” Dando por resultado que las otras guardianas fueran condenadas a penas menores y ella a perpetuidad.

 V de VII

Evoca Michael Berg que “Cuando estaba trabajando en la tesina, murió el catedrático que había organizado el seminario de Auschwitz.” Y fue al sepelio, pese a que no le gustan los entierros y a que, dice, “aquel profesor y yo nunca nos habíamos entendido muy bien”. Y se casó con Gertrude, una condiscípula de la carrera de derecho de su generación, porque ella se quedó embarazada cuando ambos estaban haciendo las prácticas. Y se divorciaron, dice, “sin amarguras”, cuando su hija Julia cumplió cinco años. Y según revela: “Nunca conseguí dejar de comparar lo que sentía cuando estaba con Gertrude con lo que sentía con Hanna, y una y otra vez, cuando andábamos cogidos del brazo, me asaltaba la sensación de que algo fallaba, concretamente en ella: no tenía el tacto ni las vibraciones adecuadas, ni el olor ni el sabor adecuado. Pensaba que con el tiempo se me pasaría. Sinceramente, lo esperaba. Quería librarme de Hanna. Pero esa sensación de que algo fallaba no desparecía.”

   

Fotograma de The Reader (2008)

         Y no despareció ni logró librarse de Hanna Schmitz. Nunca. Cuando recién se fue y la buscaba por todas partes, elegía y abría un libro preguntándose “si sería una buena lectura para Hanna”. Y luego, según dice: “Acabé reconociendo que, para poder sentirme a gusto al lado de una mujer, necesitaba que tuviera un tacto y unas vibraciones un poco como los de Hanna, que su olor y su sabor se parecieran a los de Hanna. Y empecé a hablarles de ella a otras mujeres.” E incluso les habló de sí mismo hasta que se le agotó el regusto de ser escuchado y comprendido.

   

Fotograma de The Reader (2008)

       En este sentido, Hanna Schmitz siguió estando en él entre ceja y ceja, en sueños, pesadillas y divagaciones. Resulta consecuente entonces, para él, que averiguara la dirección de la cárcel donde Hanna Schmitz cumplía su condena, con el objetivo de enviarle un aparato reproductor de casetes para que ella oyera su voz leyéndole una serie de libros. (No narra si sólo leía y grababa con ciertas inflexiones o hacía lecturas dramatizadas impostando voces.) Tarea que hizo durante diez años: entre 1974 y 1984. O sea: a partir del octavo año de su condena, hasta el decimoctavo, que fue cuando obtuvo el indulto. Pero ella se ahorcó.

 

Fotograma de The Reader (2008)

            Según reporta, en una libreta llevó un registro de los libros que le leía en voz alta y le enviaba grabados: “En conjunto, los títulos en la libreta encajan en el sólido candor de los gustos de la burguesía culta. Tampoco recuerdo haberme planteado nunca ir más allá de Kafka, Max Frisch, Uwe Johnson, Ingebor Bachmann y Siegfried Lenz; nunca grabé literatura experimental, esa literatura en la que no soy capaz de identificar una historia y no me gusta ninguno de los personajes. Para mí estaba claro que con lo que experimenta la literatura experimental es con el lector, y eso era algo que Hanna y yo podíamos prescindir perfectamente.”

     Pero además, dice que también le envió grabaciones de textos escritos por él; con lo cual narra que, además de investigador de “la historia del Derecho”, se hizo escritor. Y más aún: que en el epicentro del proceso creativo y del punto final, listo para enviar el manuscrito a la editorial, siempre estaba Hanna Schmitz:

   

Bernhard Schlink

         “Cuando empecé a escribir yo, le leía también cosas mías. Esperaba hasta haber dictado el manuscrito y revisado la versión escrita a máquina, hasta que tenía la sensación de que aquello ya estaba acabado. Al leer en voz alta sabía si conseguía el efecto deseado. Si no lo conseguía, podía revisarlo todo y volver a grabar encima de lo que ya estaba grabado. Pero no me gustaba hacerlo. Quería cerrar el círculo de la grabación. Hanna se convertía en la entidad para la que ponía en juego todas mis fuerzas, toda mi creatividad, toda mi fantasía crítica. Luego podía enviar el manuscrito a la editorial.”

     No obstante, Michael Berg no se propuso establecer con Hanna Schmitz un vínculo recíproco, más personal, afectivo e íntimo. Pues además de que nunca la visitó motu proprio, nunca le escribió ni le leyó grabada una sola carta escrita por él. Según dice sobre su particular y antepuesta ley del hielo: “No hacía ningún comentario personal en las cintas; ni le preguntaba a Hanna cómo le iban las cosas, ni le contaba cómo me iban a mí. Leía el título, el nombre del autor y el texto. Cuando se acababa el texto, esperaba un momento, cerraba el libro y pulsaba la tecla de parada.” Es decir, asumió una actitud cómoda y egoísta, cuyo egocentrismo él mismo puntualiza: “Le había reservado a Hanna un rincón, un rincón que para mí era importante, que me aportaba algo y por el que estaba dispuesto a hacer algo, pero no a concederle un lugar en mi vida.”

     Incluso no quebrantó su ley del hielo cuando al cuarto año de enviarle los audiolibros con su voz, Hanna Schmitz le remitió un mensaje redactado por ella misma, indicio de que ya ha aprendido a escribir, y donde lo llama con el cariñoso apelativo con que se dirigía a él cuando tenía 15 años y vivieron su tórrido romance: “La última historia me ha gustado mucho, chiquillo. Gracias. Hanna.”

     Michael Berg atesoró cada uno de los mensajes que Hanna Schmitz le escribió y envió durante seis años y fue observando la evolución de su escritura: “Tengo guardados todos sus saludos por escrito. La escritura va cambiando. Empieza forzando a las letras a alinearse todas en la misma dirección oblicua y a adoptar la altura y anchura correctas. Una vez conseguido eso, se hace más ligera y más segura. Nunca suelta. Pero adquiere algo de la severa belleza propia de la letra de los ancianos que han escrito poco en su vida.” Y entre las líneas que comenta de Hanna, antologa algunos elogios literarios y ciertas pullas (cuchillos sin hoja a los que les falta el mango, diría Lichtenberg): “Sus observaciones sobre literatura eran a menudo asombrosamente acertadas. ‘Schnitzler es perro ladrador y poco mordedor, y Stefan Zweig lleva el rabo entre las patas’, o ‘Keller lo que necesita es una mujer’, o ‘Las poesías de Goethe son como pequeñas estampas enmarcadas en oro’, o ‘Estoy segura que Lenz escribe a máquina’.”

 VI de VII

Esa rutina, cómoda y egoísta, de sólo enviarle los audiolibros con su voz tiene visos de interrumpirse cuando la directora de la prisión le escribe una carta donde le anuncia que Hanna Schmitz, el año próximo, saldrá en libertad “después de una estancia de dieciocho años en nuestra institución”. Y en resumidas cuentas le solicita que apoye y guíe a Hanna al salir de la cárcel, no sólo en lo que concierne a una vivienda, a un trabajo y al ocio. Pero además le dice: “ahora es imprescindible que venga usted a verla antes de que recupere la libertad. Le ruego que en tal caso no deje de pasar por mi despacho.” Sin embargo, si bien Michael Berg le buscó y amuebló una casita, le encontró trabajo con un sastre griego, y planeó para ella algunas actividades recreativas y culturales, pasó el año y no visitó la prisión. Y sólo fue hasta que la directora le habló por teléfono y le dijo que “Hanna iba a salir en una semana.”

            Así que el domingo siguiente, Michael Berg fue a la cárcel. Y ya en el interior, la vio sentada, a la sombra de un castaño, en uno de los bancos del jardín con árboles y césped, bastante concurrido:

     “¿Hanna? ¿La mujer del banco era Hanna? Pelo blanco, hondos surcos verticales en la frente, en las mejillas, alrededor de la boca, y un cuerpo pesado. Llevaba un vestido azul celeste que le venía pequeño y le marcaba el pecho, el vientre y los muslos. Tenía las manos en el regazo, sosteniendo un libro. No lo leía. Miraba por encima de la montura de sus gafas de lectura a una mujer que echaba migajas de pan a los gorriones. Luego se dio cuenta de que la miraba y giró la cara hacia mí.

            “Vi la emoción en su rostro, lo vi resplandecer de alegría al reconocerme, vi sus ojos tantear toda mi cara. Y cuando me acerqué los vi buscar, preguntar, y enseguida volverse inseguros y tristes, hasta que se apagó el resplandor. Cuando llegué junto a ella, me sonrió con amabilidad, pero con gesto cansado.

            “—Te has hecho mayor, chiquillo.

            “Me senté a su lado y ella me cogió la mano.”

            Y luego de evocar (en un intercalado pasaje) las menudencias eróticas y lascivas del olor y los efluvios odoríficos que de ella le fascinaban cuando él era el chaval quinceañero en ebullición, dice del aroma a viejecita que percibe: “Ahora, sentado junto a Hanna, olí a una anciana. No sé de dónde sale ese olor que conozco de las abuelas y las tías entradas en años, y que flota como una maldición en las habitaciones y los pasillos de los asilos. Hanna era demasiado joven para aquel olor.” Quizá, pero el próximo 21 de octubre de 1984 hubiera cumplido 61 años.

            Ese breve y melancólico encuentro y parco diálogo concluye con el acuerdo de ir por ella “la semana que viene”, “sin hacer ruido”. Y según dice él: “La abracé, pero fue como abrazar algo inanimado.” Así que un día antes de pasar por Hanna, Michael Berg le habla por teléfono para saber qué le apetece hacer mañana: “¿Quieres que te lleve a casa directamente o prefieres ir a dar un paseo por el bosque o por la orilla del río?” Ella le responde con su voz aún juvenil: “Me lo pensaré.” Pero nada grato ocurrió. “A la mañana siguiente, Hanna estaba muerta. Se había ahorcado al amanecer.”

 VII de VII

El mazazo de su muerte fue lo que recibió a Michael Berg al ir a recogerla a la cárcel. Entre el conjunto de recriminaciones, testimonios y preguntas que le formula la directora del penal, le echa en cara, como un balde de agua hirviendo, que nunca le escribió una carta: “Tenía ganas de que usted le escribiera... Sólo recibía correspondencia de usted, y cuando repartían el correo preguntaba: ‘¿No hay carta para mí?’, y le aseguro que no se refería al habitual paquete de cintas. ¿Por qué no le escribió nunca?”

            Michael Berg, sin contestarle, aguantándose el llanto y haciendo de tripas corazón, le pide ver el cadáver y la directora se lo muestra en la enfermería. Pero también le resume el declive anímico y físico de Hanna y su tiempo en esa cárcel, donde vivió una especie de mediodía de aprecio entre las presas: “Con las otras mujeres era amable pero distante, y ellas le tenían mucho respeto. Es más, tenía autoridad, le pedían consejo cuando había problemas, y cuando había alguna disputa ella intervenía y todas decían amén. Hasta que hace unos años empezó a abandonarse.” También le dice que trabajaba en la sala de costura y que “hizo una vez una huelga de brazos caídos hasta que se retiró el proyecto de reducir el presupuesto de la biblioteca”. Y que “solía prestarle cintas al servicio de ayuda a los internos invidentes”. Y esto se lo dice cuando lo ha llevado a observar las minucias personales de la celda donde Hanna dormía, oía los casetes, tomaba café o té, y donde aprendió a leer y a escribir auxiliándose con las cintas que él le enviaba, cuyo método de autoaprendizaje le resume; bastante rápido e inverosímil, por cierto, —pero es una novela—. Proceso en el que la directora la apoyó con la reparación del reproductor de casetes, cuando se averiaba, y con un libro de caligrafía. Y al mirar los recortes de frases e imágenes con que Hanna decoró su estrecho hábitat, Michael Berg dice: “En una foto recortada de un periódico aparecían un hombre mayor y otro más joven, vestidos de oscuro, dándose la mano, y en el joven, que hacía una reverencia ante el mayor, me reconocí a mí mismo. Acababa de terminar el bachillerato, y la foto era de la ceremonia correspondiente, en la que el director me entregó un premio. Fue bastante después de que Hanna se marchara de la ciudad. ¿Podía ser que ella, la analfabeta, estuviera suscrita al periódico local en el que había aparecido la foto? En cualquier caso, algún esfuerzo debía haber hecho para averiguar que la foto existía. ¿Y la tenía durante el juicio? ¿La llevaba encima, quizá?”

            Allí en la celda, Michael Berg descubre y entrevé que Hanna Schmitz, como lectora, pensaba, examinaba, estudiaba y conjeturaba sin él y tenía sus propias expectativas intelectuales, éticas e ideológicas, pues según reporta: 

         

La Trilogía de Auschwitz de Primo Levi

         “Me acerqué a la estantería. Primo Levi, Elie Wiesel, Tadeusz Borowski, Jean Améry: la literatura de las víctimas y, junto a ella, las memorias de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, el ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén [1963] y varios libros sobre los campos de exterminio.” Bagaje que lo induce a preguntarle a la directora: “¿Hanna leía estas cosas?” Y ella le responde: “Por lo menos cuando pidió los libros sabía muy bien lo que hacía. Hace varios años ya me pidió que le diera bibliografía general sobre los campos de exterminio, y luego, hace un año o dos, me preguntó si había libros sobre las mujeres de los campos, tanto las prisioneras como las guardianas. Escribí al Instituto de Historia Contemporánea y me enviaron una bibliografía especial sobre el tema. Lo primero que se puso a leer Frau Schmitz cuando aprendió fueron libros sobre los campos de exterminio.”

           

Hannah Arendt

            Pero también la directora, allí en la celda, luego de tomar en sus manos un bote de té de hojalata, le lee el breve fragmento de una carta testamentaria que Hanna le dejó a ella y que le concierne a él:

            “En el bote de té de color lila hay más dinero. Déselo a Michael Berg para que él se lo entregue, junto con los siete mil marcos de mi libreta de ahorro, a la hija superviviente del incendio. Que haga con el dinero lo que quiera. Y a él dele recuerdos de mi parte.”

            Así que Michael Berg luego cumple su misión en Nueva York, donde vive la hija “en una calle pequeña cerca de Central Park”. La hija le hace preguntas sobre él y su vínculo con Hanna Schmitz, la guardiana nazi de las SS. Pero, por ser una dolida víctima del Holocausto, no acepta el dinero, porque, le dice: “me parece como una especie de absolución, y yo no puedo ni quiero darla”. No obstante, sí se queda con la lata de té porque se parece a una que le robaron en el campo de concentración y que contenía, le dice, “lo típico: un mechón de mi perro, entradas de la ópera a las que me había llevado mi padre, un anillo ganado no sé dónde o que reglaban con algún producto... No me lo robaron por el contenido. En el campo un bote era un objeto de valor por sí mismo y por lo que se podía hacer con él.”

            Así que por iniciativa de Michael Berg, y con la anuencia de la hija, acuerdan donar el dinero, a nombre de Hanna Schmitz, a una sociedad o fundación benéfica judía que apoye a los “analfabetos que quieren aprender a leer y escribir”, pese al miope y ampuloso prejuicio que expresa ella: “Aunque, eso sí, el analfabetismo no es precisamente un problema que afecte a los judíos.” En este sentido, Michael Berg reporta en el fragmento que cierra su memoria:

            “En cuanto volví de Nueva York, envié el dinero de Hanna, a su nombre, a la Jewish League Against Illiteracy. Recuerdo una breve carta escrita con ordenador, en la que la Jewish League agradecía a Mrs. Hanna Schmitz su donativo. Con la carta en el bolsillo me fui al cementerio, a la tumba de Hanna. Fue la primera y la única vez que estuve ante su tumba.”

 

Bernhard Schlink, El lector. Traducción del alemán al español de Joan Parra Contreras. Edición Limitada, Editorial Anagrama. Barcelona, 2000. 204 pp.

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Trailer oficial de The Reader (2008), película dirigida por Stephen Daldry, basada en la novela homónima de Bernhard Schlink.