jueves, 5 de marzo de 2015

Lejos de Veracruz


En tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol

La novela Lejos de Veracruz implica un tributo que el escritor catalán Enrique Vila-Matas (Barcelona, marzo 31 de 1948) brinda a sus amigos mexicanos (representados por Sergio Pitol y Juan Villoro), a México (país donde tiene fervorosos lectores), y a ciertas tildes, estereotipados y no, de la cultura mexicana.
     
Narrativas hispánicas núm. 177
Editorial Anagrama (Barcelona, 1995)
       Nacido en Barcelona en 1966, Enrique Tenorio, el protagonista de Lejos de Veracruz, se halla, durante 1993, en S’Estanyol, un pueblo de Palma de Mallorca. Allí su cotidianidad oscila, de un modo inextricable, entre las superficiales y mexicanizadas relaciones que establece con una familia vecina, la angustia y el insomnio que padece en el interior de la horrible casa que habita, y lo que anota en el especie de diario que se encuentra escribiendo en un cuaderno con tres tucanes en la portada; cuaderno adquirido en México el mes pasado.

     
Enrique Vila-Matas
        El cuaderno de Enrique Tenorio (que en sí es la novela de Enrique Vila-Matas) resulta un lacrimoso, melodramático, existencialoide y complaciente libro del desasosiego. En éste el héroe (de las mil y una máscaras), quien siempre es el meollo, traza un círculo. Lo abre al evocar ciertas anécdotas vividas en México el mes anterior y lo cierra con los mismos pasajes (ligeramente ampliados), y promete abrir otros (que quizá —por su pesimismo fúnebre, de vejete desahuciado al borde del suicidio— nunca inicie o no concluya): “Escribiré, mentiré a la luz de la luna de la antigua Villa Rica de la Vera Cruz, que me hará señas de plata sobre el muro blanco.”

       Según Enrique Tenorio, fue invitado a Guadalajara, donde en un congreso se le rindió pleitesía a su hermano Antonio, nacido en 1954, en el puerto de Veracruz, célebre autor de libros de viajes, recién suicidado en Barcelona. De regreso a la Ciudad de México, en el Hotel Majestic, frente al Zócalo, quezque oyó “una voz misteriosa” que lo indujo a escribir el relato “Es que soy de Veracruz”. Así, ante el dolor que significaba el retorno a España, decidió prolongar su estancia en México al oír hablar de Sergio Pitol y del “ambiente de Xalapa” (sic), el preámbulo de su ida a Veracruz, sitio del que pese a la nostalgia, dice y repite con meloso sentimentalismo a la Agustín Lara, que a sus playas lejanas no piensa volver. 
     
Sergio Pitol
       Este pasaje en el que no falta una folclórica dosis de arpa y de “La Bamba” (incluso de la película Danzón) lo empieza con un influjo y un eco rulfiano: “Fui a Xalapa como quien va a Comala. Fui a Xalapa porque me dijeron que ahí andaba quedándose a vivir Sergio Pitol, que había sido un buen amigo de mi hermano Antonio.” Tal impronta no es fortuita. A lo largo de sus numerosas quejas y tristes historias, Enrique Tenorio narra, repite y se regodea hasta el delirio en sus nefastos rasgos: manco, solitario, neurótico, misógino, insomne; a sus 27 años se siente viejo, un derrotado en la vida, un muerto ambulante. 

Según él —dado que despreciaba el tufo de la cultura y “la peste de la tradición artística de la familia”—, aspiró solamente a vivir, a que su obra maestra fuera su vida de viajero incorregible. Pero luego, pese a sus trotes por el mundo, después de haber sido un grandísimo burro, resultó que el cúmulo de sus desventuras y fracasos lo transformaron en un voraz lector: dizque en los últimos dos años ha leído “cerca de dos mil libros (tres por día)”. 
En este sentido, parece consecuente que ante los primeros libros leídos (Robinsón Crusoe, la Odisea, La metamorfosis, el Quijote) a sí mismo se diga: “en mi vida de lector el verdadero gran acontecimiento me iba a llegar a través de un librito titulado Pedro Páramo...”; “...me dije, ‘requetebién, porque es verdad lo que suponía. Estoy muerto.’” Así, definido por tal síndrome fantasmal y mortuorio (“la vida no es más que nostalgia de la muerte”, se dice con aliento villaurrutiano), llega a Xalapa y busca a Sergio Pitol y con él viaja a Veracruz, el maloliente puerto donde desciende a los bajos fondos del infierno de sí mismo; es decir, en medio de una conjura de sus fobias, incitadas por el tequila y el mezcal, asesina a Dios (en el cuerpo de un marino), el culpable de todas sus desgracias e infortunios.
        En este sentido, si El descenso es el título del libro sobre los Tenorio que iba a escribir el suicidado Antonio, el rótulo le queda como anillo al dedo a lo escrito en el cuaderno (dizque secreto) por el manco de Barcelona, lo cual implica que quedó un poco atrás ese “apotegma de dispéptico” que se dijo al iniciar su vida de lector: los libros o el suicidio; y que se encuentra navegando en el ojo del huracán de la frase hallada en su Robinsón Crusoe, su iniciático libro: “Después de tantos años de infortunios sentí vivos deseos de relacionarme con aquella tribu” (que para el caso es la rapaz tribu de los lectores y escritores). Así, si hace unos años ignoraba quién era el tal Valle-Inclán o el tal Canetti, ahora resulta que se las sabe de todas a todas, que las baraja al derecho y al revés, de la A a la Zeta.
       Sin embargo, no puede decirse lo mismo de su evocación turística y literaria del puerto de Veracruz. Ahí está el somero, carnavalesco y folcloroide ambiente que mira y describe en Los Portales y en La Parroquia. Y el hecho de que al hablar de La Antigua, dice “Antigua”, donde según él dizque “Hernán Cortés mandó edificar su primer fortín” (pero La Antigua no es precisamente Chalchiuecan ni mucho menos el sitio en el que se halla el histórico fuerte de San Juan de Ulúa), donde dizque barrenó las naos, de las cuales quezque allí “quedan, y emociona verlas, las anclas todavía” —quizá etílico delirio derivado del final de Cinema Paradiso, por lo que se podría corear con Agustín Lara: 

          y en tus ojeras
         se ven las palmeras
         borrachas de sol.
     
Enrique Vila-Matas
       Entre las melodramáticas y folletinescas adversidades que rememora el héroe, se halla lo relativo a su hermano Máximo, pintor doméstico, el genio de la familia Tenorio, feo, despreciado por el padre, introvertido, pero que sin embargo, dada su herencia, se casa con Rosita Boom Boom Romero, una mulata para morirse, “reina del bolero, la guaracha y el cha-cha-chá”; la cual, por su afición al juego y su complicidad con un dizque chulo de Badajoz, propicia, en la isla de Beranda, en el mero Caribe, el asesinato de Máximo. No obstante la mulata, aún sabiéndola asesina de su hermano, también desquicia y empobrece a Enrique Tenorio hasta dejarlo sin un céntimo. 

      Otra azarosa aventura es la que Enrique Tenorio vivió en África, donde además de experimentar en carne propia el famoso aforismo sartreano: “el infierno son los otros”, aprendió que “el hombre es un lobo para el hombre”; es decir, que “hay que matarlos si pretenden ellos matarte a ti”. 
Una aventura más es la que narra la pérdida de Carmen, la mujer con quien se casó. O aquella que se remonta a la India, país que visitó, ciego e ignorante, y que fue el ámbito que lo convirtió en el manco de Barcelona, lo cual signa su condición de solitario, de enterrado en sí mismo al pie de un famélico Cancerbero, de insomne y chillón. Una nostálgica, barrigona y triste figura que en nada se parece a la acuñada por el célebre e ingenioso manco de Lepanto


Enrique Vila-Matas, Lejos de Veracruz. Serie Narrativas hispánicas (177), Editorial Anagrama. Barcelona, 1995. 240 pp.


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Enlace a "Palmeras", canción de Agustín Lara cantada por Pedro Vargas.
Enlace a "Palmeras", canción de Agustín Lara en las voces de Toña la Negra y Pedro Vargas.

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