lunes, 23 de marzo de 2015

El año de la muerte de Ricardo Reis



La vida inútil de un ’jijo e poeta

De 1984 data la primera edición en portugués de El año de la muerte de Ricardo Reis, novela del Premio Nobel de Literatura 1998: José Saramago, nacido en Azinhaga, Santarém, Portugal, el 16 de noviembre de 1922 [muerto en Tías, isla de Lanzarote, España, el 18 de junio de 2010]. Y la primera edición en castellano, traducida del portugués por Basilio Losada, data de 1985. 
      João Gaspar Simões, en Vida y obra de Fernando Pessoa (FCE, 1987), apunta que su biografiado murió a los 47 años de edad, tras un cólico hepático, en el Hospital de San Luis de los Franceses, en Lisboa, Portugal, el 30 de noviembre de 1935, y que entre sus heterónimos imaginó a tres poetas (consubstanciales a la celebridad póstuma de Fernando Pessoa): Álvaro Caeiro (nacido en 1889), Álvaro de Campos (nacido en 1890) y Ricardo Reis (nacido en 1887, un año antes que Pessoa), supuestamente educado por los jesuitas, médico de profesión, monárquico expatriado que había vivido en Brasil. 
José Saramago
(1922-2010)
     En este sentido, con tales datos y con otros (como el hecho de que los primeros poemas del Reis de Pessoa datan del 12 de junio de 1914), José Saramago imagina en su novela El año de la muerte de Ricardo Reis que tal médico y poeta, tras vivir 16 años en Río de Janeiro, ha cruzado el océano durante 14 días a bordo del Highland Brigade, que desembarca en Lisboa el 29 de diciembre de 1935 y se instala en el Hotel Bragança, donde se registra con 48 años de edad, natural de Porto, soltero, doctor en medicina, y con última residencia en Río de Janeiro. Así, una de las primeras cosas que hace después de su llegada es ir al cementerio donde fueron enterrados los restos de Fernando Pessoa, pues la noticia del fallecimiento de éste (un telegrama que le enviara Álvaro de Campos) fue lo que lo hizo regresar a Portugal.
Pasadas las doce y media de la noche, tras vagabundear por las calles de Lisboa que frenéticamente celebran el Año Nuevo, Ricardo Reis retorna a su cuarto de hotel y descubre que allí lo espera el fantasma de Pessoa, sin lentes y con el traje negro con que fue enterrado, quien además de puntualizarle sus características de hombre muerto (no puede verse en el espejo, tiene sombra, el agua no lo moja, no puede atravesar las paredes, nadie lo ve si no quiere que lo vean, no obstante hay personas que pueden verlo pero sin determinar si es un muerto o no), sólo durante nueve meses puede ir y venir del cementerio de Prazeres donde yace en la cripta donde también está enterrada doña Dionisia, su abuela loca; y como restan ocho meses antes del “olvido total”, le dice, solamente durante ese lapso podrán encontrarse. 
En la portada: Fernando Pessoa
(Alfaguara, México, 1988)
A lo largo de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis, que concluye al término de los nueve meses (un día de agosto de 1936), Reis es visitado por Pessoa diez veces; y sólo una vez Ricardo Reis lo visita en el cementerio para hablar con él, pero Fernando Pessoa no se corporifica, solamente se oye su voz. Además de que los diálogos que sostienen son de lo más intrascendentes y banales, Reis no se extraña ante el hecho de que Pessoa sea un fantasma, ni nunca comentan el equívoco de que Ricardo Reis figure ante la opinión pública como uno de los heterónimos de Pessoa (cosa que el propio Reis lee en uno de los periódicos que por entonces dieron la noticia de la muerte de Pessoa y de sus “innumerables yoes”), sino que ambos se comportan y platican como dos individuos independientes entre sí, pese a que Pessoa en un momento dice conocer muy bien los poemas que Reis escribe en secreto, es decir, sin que Pessoa los haya leído. 
     A esto se añade el hecho de que Ricardo Reis actúa como si no tuviera más memoria que la que cultiva a partir de su retorno a Lisboa, como si no tuviera pasado, ni en Portugal ni en Brasil, ni ningún lazo familiar ni amistoso, como si hubiera salido de la nada o de la página de un libro, quizá de un ejemplar de la biblioteca del Highland Brigade, a la que pertenece The god of the labyrinth, novela policiaca de Herbert Quain con la que desembarcó, pues olvidó devolverla, y que a lo largo de la novela a veces lee sin que nunca la concluya, cuyo título y autor resultan un tributo de José Saramago a Jorge Luis Borges, puesto que evocan el cuento que el argentino escribió en forma de ensayo: “Examen de la obra de Herbert Quain” (sobra decir que autor y obra son imaginarios), reunido en El jardín de senderos que se bifurcan (Sur, 1941) y luego en Ficciones (Sur, 1944).
Con la desbordante, exhaustiva y apretada fluidez verbal que distingue el estilo narrativo de José Saramago, el dibujo de la personalidad solitaria e individualista de Ricardo Reis, repleto de atavismos y prejuicios decimonónicos y conservadores, y el trazo de las anécdotas que desencadena su estancia de dos meses en el Hotel Bragança y luego en un segundo piso de un edificio del Alto de Santa Catarina durante el resto del tiempo de 1936 que precede a su muerte anunciada en el título, la novela El año de la muerte de Ricardo Reis abunda en digresiones y palabrería, incluso sobre cosas nimias y prescindibles. De hecho, lo que concierne a las vivencias de Ricardo Reis y a su estereotipado desasosiego de solitario existencialoide de los años 50, es un relato muy simple, lineal, sin complicaciones, y tal parece que Ricardo Reis, su inutilidad y su grisura, sólo fue el pretexto para que José Saramago, tras consultar libros de historia, periódicos y anuncios de la época, bosquejara consabidos y novelescos indicios del contexto social, político y beligerante que en 1936 masiva y tumorosamente se propagaba en Portugal y en Europa contra la “conjura roja” fermentada como secuela e influjo de la Revolución de Octubre de 1917; es decir, el fortalecimiento nacionalista, policiaco y fascistoide del gobierno del dictador Antonio de Oliveira Salazar, empeñado en destruir a los subversivos y comunistas, en simpatizar y coquetear con las andanadas y pavoneos de los camisas negras de Benito Mussolini y de los nazis de Adolf Hitler, en brindar apoyo tanto a los refugiados españoles de la derecha opuestos al triunfo (ocurrido ese año) del Frente Popular y al gobierno republicano de España, como al posterior levantamiento militar que el general Francisco Franco encabezó en Marruecos, dando inicio a la cruenta Guerra Civil de España (1936-1939).
Vale que repetir que el protagonista de El año de la muerte de Ricardo Reis, la novela de José Saramago, es un personaje gris y patético, cuyo egocentrismo y conducta moral y sexual pueden suscitar vómito y diarrea; el cual, por inocuo y solitario (esto se transluce a leguas), no justifica (y más bien resulta un absurdo kafkiano) que la ominosa policía política (policía de vigilancia y defensa del Estado) lo tome por sospechoso de subversión y le extienda un citatorio para interrogarlo sobre su itinerario y sus vínculos políticos en Brasil y en Portugal, además de que un polizonte apestoso a cebolla lo espía y le sigue los pasos. 
     Puesto que Ricardo Reis desembarca en Lisboa cargado de libras inglesas, se da el lujo de vivir holgadamente, a imagen y semejanza del trillado clisé de un inútil señorito o buen burgués que no necesita trabajar para vivir, lo cual no riñe con su declarada índole monárquica, antidemócrata, antisocialista y antirrevolucionaria. Tal es así, que pudiendo montar su propio consultorio, sólo se emplea de médico sustituto durante unas semanas (tres días de cada semana), y esto sólo para dar la apariencia de que trabaja; cuando el médico titular retorna a su puesto, Ricardo Reis se interesa cada vez menos por volver a desempeñar su profesión. Y día tras día, desde su arribo a Lisboa, mata lastimosa y desvergonzadamente el tiempo, ya sea deambulando por diversos sitios, leyendo la novela de Herbert Quain o los periódicos censurados por la dictadura (dizque para mantenerse informado de lo que pasa en el mundo), abandonándose a la secreta escritura de sus secretos poemas (sólo los comparte con Pessoa), de los cuales José Saramago intercala algunos versos del poeta Ricardo Reis creado por el verdadero Pessoa, extirpados de por allí y acullá.
  Bien lo dice el sueco Ingmar Bergman en una página de la Linterna mágica (Tusquets, 1988), uno de sus libros de memorias: “Y pensar que crecen a menudo lirios en el culo de los cadáveres”, pues además de todo lo anterior, Ricardo Reis también mata el tiempo durmiendo la mona hasta el mediodía cuando la sirvienta (su amante) empieza a ir con menos frecuencia a su alquilado piso, y, desde luego, a través de lo que corresponde a su enredo sexual y clasista con la susodicha criada, de nombre Lidia (homónima de una de las musas de sus poemas), a la que recién llegado de Río de Janeiro conoce en el Hotel Bragança, mientras se siente estúpidamente atraído y más o menos enamorado de Marcenda, una joven de 23 años de edad, virgen e hija de un notario de Coimbra, a la que cada mes, desde hace tres años, su padre la lleva a Lisboa instalándose en el Hotel Bragança, mientras buscan que un tratamiento médico le cure la inmovilidad del brazo izquierdo.
Fernando Pessoa
(1888-1935)
   Si Ricardo Reis, más o menos a escondidas, sexualmente se desahoga con la camarera Lidia, a la señorita Marcenda (bella para él) le escribe en secreto poemas y cartas cursis, la espera ansiosamente como un trivial, onanista y eterno adolescente burgués, e incluso, con tal de hacerse el encontradizo, el muy ateo emprende un viaje en autobús a Fátima confundido entre los miserables y dolientes peregrinos que buscan alivio ante la imagen de la Virgen. Sin embargo, si no la encuentra allí, su enamoramiento y pseudoseducción fracasa estrepitosamente, pues Marcenda rechaza a Reis cuando le pide matrimonio, al parecer por cierta androfobia y miedo a la infelicidad.
De un modo ideal, a Lidia, la camarera del Hotel Bragança, el lector puede imaginarla con los nutritivos y sensuales rasgos que la actriz Jeanne Moreau luce en su caracterización de Célestine, la protagonista de Diario de una camarera (1964), el filme de Luis Buñuel ubicado en la Francia de 1928. Pero como se trata de una mujer acostumbrada a la rudeza del trabajo doméstico y semianalfabeta, quizá sus rasgos sean más o menos parecidos a los de la pobre y fea Marianne (Muni), la tonta y lacrimosa criada que a la fuerza se fornica el ridículo donjuán de la casa: Monsieur Monteil (Michel Piccoli). 
   En el Hotel Bragança, Ricardo Reis se enreda con Lidia debido a una recíproca atracción carnal; pero nunca pierden la perspectiva (mucho menos él) de que se trata de una relación clandestina entre un señor doctor y una simple criada, a quien el ñoño y megalómano de Ricardo Reis ve como un sencillo ejemplar de la clase trabajadora y, por lo tanto, por debajo de su cultura, de su nivel pecuniario y de su posición social. 
   De modo que durante los dos meses en el Hotel Bragança sostienen una serie de encuentros más o menos ocultos, que sin embargo se vuelven la comidilla de los empleados y del untuoso y servil gerente. Esto y el citatorio de la policía tornan el ambiente irrespirable (incluso en el restaurante del hotel), por lo que Ricardo Reis se ve impelido a buscar otro sitio, que resulta ser el segundo piso del edificio del Alto de Santa Catarina, a donde Lidia va durante sus días libres para hacer la limpieza y a acostarse con Reis, a quien siempre trata con el respeto y la distancia que una criada le debe a un señor doctor. 
  Hay destacar que el sentido práctico de Lidia, su calidad moral y sus conjeturas frente a los sucesos del orbe (en particular los de Portugal, pues su joven hermano es un marino comunista que muere durante un intento subversivo), están muy por encima del egocentrismo y de los atavismos decimonónicos y de clase pudiente de Ricardo Reis. Así que cuando Lidia le da la noticia de que está embarazada, ella decide tener el hijo, ya sea que Reis lo reconozca o no. Ricardo Reis, el médico, el poeta, el culto, el docto bicho que a todas luces sabía que la mujer podía quedar embarazada, como un cobarde evita casarse con ella debido a que se trata de una simple criada, y no tarda mucho en eludir la paternidad del futuro bebé. 
   Así, el bueno para nada de Ricardo Reis, que se niega a trabajar de médico, una y otra vez duerme hasta el mediodía; incluso una vez se queda dormido en el retrete, entre otras formas de castrar sin misericordia al dios Cronos, y el piso y él paulatinamente se tornan más sucios, malolientes y desaliñados. “No tengo trabajo ni ganas de buscarlo, mi vida transcurre entre esta casa, el restaurante y un banco de jardín, es como si no tuviera otra cosa qué hacer más que esperar la muerte”, se dice. 
   Fantasea, además, con regresar a Brasil. Y asiste como un absurdo e inútil curioso a un mitin masivo convocado por los sindicatos de la derecha nacionalista adheridos al régimen de Salazar (entre cuya fauna vociferante descuellan los invitados de honor: de la falange española, de los nazis de Alemania, y de los fascistas de Italia). 
  La fácil huida de su personal e inútil vida gris (no de lo que ocurre en Portugal, en España y en toda Europa) y por ende de las responsabilidades que engendró con Lidia y con el futuro hijo de ambos, es la huida de un triste cobarde. Y la emprende precisamente cuando Pessoa, el día de agosto de 1936, dado que se han cumplido los nueve meses de su índole fantasmal, va a despedirse de Ricardo Reis y entonces éste opta por seguirlo al cementerio, al más allá. 

José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis. Traducción del portugués al castellano de Basilio Losada. Alfaguara. México, 1998. 432 pp. 


Suicidios ejemplares



Cómo suicidarse y no morir en el intento

Enrique Vila-Matas, catalán confeso (que escribe en español), nacido en Barcelona el 31 de marzo de 1949 y casi siempre exiliado allí, dizque era apenas un humilde escritor marginal (acogido por la marginal Editorial Anagrama), snob como todos los dandys con cálculos, quien ya se tuteaba con rutilantes estrellas de la jet-set literaria de toda la aldea global y quien tuvo la suerte (dizque nomás la pura suerte) de que entre su puñado de libros (de entonces), su Historia abreviada de la literatura portátil (1985) y Una casa para siempre (1988), hubieran sido traducidos al francés, al griego, al alemán, al rumano, al italiano y al sueco; y que por lo menos en Suecia haya provocado la creación de un subterráneo y oscuro club de shandys adictos a su imaginería, hacedores de An Kan (El pato), la dizque según ellos: “primera revista portátil de Europa”.
 
Fernando Pessoa
(1888-1935)
   Su título de cuentos Suicidios ejemplares (Anagrama, Barcelona, 1991) rinde pleitesía al portugués Fernando Pessoa (1888-1935). El libro abre con una especie de declaración de principios rotulada “Viajar, perder países”, palabras del autor del Libro del desasosiego y que Enrique Vila-Matas parafrasea así: “Viajar, perder suicidios; perderlos todos”. Pero en la topografía de sus cuentos el autor los gana o accede a muchos.

Suicidios ejemplares, además, concluye con un texto breve atribuido a Mario de Sá-Carneiro (1890-1916), en donde éste le dice a Pessoa que le deja su cuaderno de versos, que haga con él lo que quiera y que si no consigue la estricnina en dosis suficientes se arrojará al metro. 
En la portada: Mario de Sa-Carneiro
(1890-1916)
  “Muerte por saudade” ocurre en Lisboa y Enrique Vila-Matas lo escribió luego de leer un texto de Antonio Tabucchi “que es como una guía de suicidios en Lisboa” y después de corroborar a través de un viaje que sí, que efectivamente Lisboa “es la ciudad ideal para el suicidio”. Puerto en el que al conocer en un suburbio al poeta Cesariny, setentón (recién abandonado por su novio travesti) que subsistía en un edificio cochambroso, lo primero que dijo fue que le habían salvado el pellejo con la visita (pues estaba apunto de arrojarse desde esa séptima planta). 

En este sentido, tal vez por toda esa atmósfera depresiva con la que Enrique Vila-Matas regresó a su exilio barcelonés y con la que escribió los cuentos en un sexto piso al borde de la tentación de dar el salto al vacío, fue por lo que decidió signar el principio y el fin de Suicidios ejemplares con la presencia de Fernando Pessoa. 
Porque si bien se ve, el nostálgico y melancólico fantasma de Pessoa, como el delirante que protagoniza “Muerte por saudade”, sigue siendo uno más de los fantasmales pobladores de ese puerto decadente que cada crepúsculo van a sentarse en una banca y que así mismo podría decirse: “Me sentaré a esperar, habrá una silla para mí en esta ciudad, y en ella se me podrá ver todos los atardeceres, callado, practicando la saudade, la mirada fija en el horizonte, esperando la muerte que ya se dibuja en mis ojos y a la que aguardaré serio y callado todo el tiempo que haga falta, sentado frente a este infinito azul de Lisboa, sabiendo que a la muerte le sienta bien la tristeza leve de una severa espera.”
     
(Anagrama, Barcelona, 1991)
        Suicidios ejemplares es un breve catálogo sobre algunos de los mil y un modos de renunciar a la vida. Sin embargo, pese a los efluvios deprimentes y entristecidos que implica el fragmento anterior, en los relatos predomina un espíritu humorístico, lúdico, socarrón, que toma distancia y juega con la invención ventrílocua del cuento. 

      Hay en Suicidios ejemplares una ejemplar sutileza en el manejo de la ambigüedad, en los detalles, en la entonación, en los delgados hilos que van de la locura a la lucidez y viceversa. Así, por ejemplo, es como transcurre la evocación del loco de “Muerte por saudade”, contaminado por el mal que produce el viento de la bahía, quien al parecer (¿pues se le puede creer a un demente?) ha asumido el destino de Horacio Vega, engendro de una familia en la que proliferan los suicidas.
O el caso de “Las noches del iris negro”, donde un ex futbolista y una argentina veinteañera desahuciada por un tumor en el cerebro, contagiados por el magnetismo de Port del Vent, tienen conocimiento de una secta secreta, una secta de suicidas que practica el suicidio clásico, mientras son guiados entre la tumbas por Catón, hermano de Uli, los supuestos conocedores de los trasfondos de esas muertes, y cuyas versiones antagónicas no permiten distinguir quién dice la verdad y quién la mentira, quién está loco y quién no. 
Este matiz ambiguo y difuso también se plantea en “Un invento muy práctico”, en el que la protagonista, aparentemente medio paranoica, escribe una carta a una amiga; pues cuando la concluye el lector se entera de los equívocos inventados por su psicosis y entonces tampoco sabe si en realidad existe esa amiga a la que escribió. 
O el caso de “Los amores que duran toda la vida”, en donde el escepticismo de la abuela ante su nieta, la bedel solterona y entrada en años, fanática contadora de historias inventadas (lo cual más de una vez transluce), hace pensar en la posibilidad de que haya dicho puras mentiras en torno a la existencia y el recién suicidio de su amor ideal e imposible.
     
Enrique Vila-Matas
        El desarrollo anecdótico que urde Enrique Vila-Matas envuelve hasta la médula y para demostrarlo habría que contar cada cuento de cabo a rabo y así se sabría quién está más loco: el autor o el lector. Lo cual recuerda la locura del mejor lector de Cien años de soledad (1967), según le dice Gabriel García Márquez a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba (1982): “Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro mano a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía, y la señora contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’. Me cuesta trabajo imaginar un lector mejor que es señora.”

Es el caso de “El coleccionista de tempestades”, que habla del conde de Valtellina, quien en la cripta que yace en el fondo de su castillo de Città Alta, ha construido otra especie de invención de Morel: una máquina descomunal que al reproducir las diez tempestades más activas y feroces del siglo y al hacer estallar un rayo, lo haría dormir, por los siglos de los siglos, junto al féretro donde yace la bella Vizen, su ex esposa. Sin embargo, todo sucede como lo cifra el lienzo que él pintó y que se halla junto a la chimenea y el escudo de armas de los Valtellina.
O “En busca de la pareja eléctrica”, donde el deteriorado actor que lo protagoniza, después de ser conducido a la ruina por la maldición que ronda y vive en Villa Nemo, casona habitada por fantasmas, parece que visualiza la armonía actoral si da fin a sus días terrenales.
  O “Roza Schwarzer vuelve a la vida”, en el que el estereotipo de una somnolienta vigilante de museo y soporífera ama de casa, se atreve a hacerle caso al tam-tam suicida que emite el cuadro El príncipe negro, el príncipe del país de los suicidas; pero cuando la supuesta botellita que guarda una cápsula de cianuro la ayuda a hacer el viaje a tal sitio, se da cuenta que es mejor retornar suicidándose de nuevo con la aspiración del humo azul del país de los suicidas. Y sí, retorna y se entierra de nueva cuenta en la monotonía estrecha de su vida, que es otra forma de lento pero infalible suicidio.
Enrique Vila-Matas
  O “Me dicen que diga quien soy”, en el cual se tiene noticia de cómo el mero Diablo, luego de inducir a la locura y al suicidio al exitoso pintor Panizo del Valle, ha pensado que después de tantos años de cometer tanta perrería, la mejor forma de quitarse su propia vida es haciéndose cosquillas hasta morir.


Enrique Vila-Matas, Suicidios ejemplares. Colección Narrativas Hispánicas (107), Editorial Anagrama. Barcelona, 1991. 176 pp.


martes, 10 de marzo de 2015

Xavier Villaurrutia en persona y en obra


     Ceremonia en la catacumba
                         
I de III
Uno de los libros ensayísticos del póstumo legado de Octavio Paz (1914-1998) es Xavier Villaurrutia en persona y en obra, cuya primera edición, pergeñada por el Fondo de Cultura Económica con un tiraje de seis mil ejemplares, “se terminó de imprimir el día 25 de agosto de 1978”, compilado en Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano (Círculo de lectores, Barcelona, 1991), volumen 4 de sus Obras completas. Edición del autor —cuya segunda edición impresa en México por el FCE, data de 1994—, pero sin las diez viñetas-calaveras del pintor Juan Soriano fechadas en 1977 (más la calavera que ilustra el frontispicio) y sin la mayor parte de la breve “Iconografía” en blanco y negro en la que hay cinco dibujos del propio Xavier Villaurrutia; un retrato de éste dibujado por Agustín Lazo, otro por Gabriel García Maroto y uno más por Carlos Orozco Romero; el dibujo de la mano del poeta trazada por José Moreno Villa; una anónima foto de “Xavier Villaurrutia a los 17 años”; y cuatro retratos del escritor, reproducidos con pésima resolución, tomados por la fotógrafa Lola Álvarez Bravo. Es decir, en el volumen 4 el ensayo de Octavio Paz sólo está ilustrado con la “Portada del primer número de la revista El hijo pródigo” (correspondiente a abril de 1943), que no figura en el libro, y con la celebérrima foto de Lola Álvarez Bravo en la que se observa, sin fecha, al poeta Jorge González Durán, a Xavier Villaurrutia y al joven Paz en el supuesto “parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver.”
(FCE, 3ª reimpresión, México, 2003)
        El título del libro resulta sugerente y atractivo por varias razones. Un crítico dijo que Xavier Villaurrutia es un poeta para adolescentes, algo tan injusto y fuera de foco como cuando Villaurrutia decía que Walt Whitman era un “poeta para boy scouts”, puesto que también lo es para jóvenes y adultos de todas las edades y preferencias sexuales. Y como preámbulo de la prueba del añejo podría remitírsele al inicio de “El dormido despierto”, el tercer capítulo del ensayo (el plato fuerte del libro) donde Octavio Paz glosa y analiza la obra poética de Xavier Villaurrutia: “Aunque los poemas de esa época son ejercicios e imitaciones [se refiere a sus primeros poemas, publicados ‘en revistas, en 1919, cuando tenía apenas 16 años’], revelan varias cualidades que persistieron en su poesía posterior: un oído muy fino y sensible a la cadencia de la línea y al juego de los acentos y las sílabas; una sintaxis precisa y flexible; una imaginación plástica que hace de cada poema y aun de cada estrofa un pequeño universo de relaciones no sólo verbales sino visuales; un conocimiento instintivo de los límites, ese ‘saber hasta dónde se puede llegar’, de modo que en esos poemas de juventud no hay ni sentimentalismos excesivos ni retorcimientos intelectuales. En suma, una conciencia de la forma, poco frecuente en un poeta tan joven, al lado de una sensibilidad más intensa que extensa y más fina que poderosa.”

 
Xavier Villaurrutia a los 17 años
    Según afirma Octavio Paz y no se equivoca: “para la mayoría de sus lectores, Villaurrutia es el autor de unos quince o veinte poemas. ¿Poco? A mí me parece mucho. Por esos poemas recordamos las obras teatrales y volvemos a leer los ensayos de crítica poética: queremos encontrar en ellos, ya que no el secreto de su poesía, sí el de la fascinación que ejerce sobre nosotros.” Y a pesar de que “la gloria de Villaurrutia es secreta, como su poesía” —aún en el siglo XXI—, “una poesía solitaria y para solitarios” circunscrita a dispersos lectores del país mexicano, también es verdad que “Esa veintena de poemas se cuentan entre los mejores de la poesía de nuestra lengua y de su tiempo.”

“En la época moderna la poesía no es ni puede ser sino un culto subterráneo, una ceremonia en la catacumba”, postula Octavio Paz casi al final de su ensayo, a propósito de la marginalidad no sólo de los poemas de Xavier Villaurrutia, asunto desarrollado por él en “Poesía y fin de siglo”, ensayo incluido en su libro La otra voz (Seix Barral, 1990) y compilado en el volumen 1 de sus Obras completas. Edición del autor: La casa de la presencia. Poesía e historia (Círculo de Lectores, Barcelona, 1991), cuya segunda edición, impresa en México por el FCE, data de 1994.
Para sumergirse en la poesía de Ramón López Velarde es indispensable el ensayo que Xavier Villaurrutia le dedicó al poeta jerezano, exhumado en el volumen Obras (FCE, 1966); “El camino de la pasión”, ensayo de Octavio Paz reunido en Cuadrivio (Joaquín Mortiz, 1965); “Un amor imposible de López Velarde”, ensayo de Gabriel Zaid publicado en el número 110 de la extinta revista Vuelta (enero de 1986); Un corazón adicto (FCE, 1989), libro de Guillermo Sheridan; y Ramón López Velarde. Álbum (UNAM/etc., 2000), de Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider; del mismo modo, para aproximarse a la obra de Xavier Villaurrutia el ensayo de Octavio Paz es tan relevante como Xavier Villaurrutia: La comedia de la admiración (FCE, 2006), ensayo de Víctor Manuel Mendiola, y el prólogo de Alí Chumacero que inicia el citado volumen Obras (FCE, 1966), compiladas por el propio Alí Chumacero, Miguel Capistrán y Luis Mario Schneider (quien urdió la “Bibliografía”), cuya primera edición se publicó en 1953 con el título Poesía y teatro completos de Xavier Villaurrutia.
 FCE, 1ª edición, México, agosto 25 de 1978 Viñeta-calavera de Juan Soriano
  Fechado en “México, a 30 de septiembre de 1977” —casi dos meses antes de que Octavio Paz reciba “el Premio Nacional de Literatura de manos del presidente José López Portillo” (un elocuente modelo de compadrazgo, nepotismo y corrupción del poder y del PRI)—, el ensayo “Xavier Villaurrutia en persona y en obra” se divide en tres capítulos: “Xavier se escribe con equis”, “Imprevisiones y visiones” y “El dormido despierto”. Una de sus peculiaridades es que el autor, en contra de lo que anuncia el título, no se concentra exclusivamente en Xavier Villaurrutia. Tanto la perspectiva, las numerosas digresiones, el tono de cátedra pontificia y las múltiples anécdotas son personales, muy de Octavio Paz. Es decir, se trata del testimonio y del pensamiento de un poeta y ensayista angular que, siendo joven, habló e intercambió ideas y posturas con los poetas de la generación de la revista Contemporáneos (1928-1931). Por ende, el libro, sobre todo en los dos primeros capítulos, es una vertiente de la fragmentaria, matizada y dispersa autobiografía intelectual de Octavio Paz —parcialmente concentrada en Itinerario (FCE, 1993), en Vislumbres de la India (Seix Barral, 1995), en sus múltiples cartas y en Por las sendas de la memoria. Prólogos a una obra (FCE, 2011), que son los prólogos que escribió y designó para los 15 tomos de sus Obras Completas. Edición del autor; lo cual contribuye a comprender la biografía, el ideario y la herencia del poeta y ensayista y ciertos senderos, bifurcaciones, cambios de piel y episodios del curso de la historia cultural del país mexicano en el siglo XX. 

Xavier Villaurrutia (c. 1930)
Foto: Manuel Álvarez Bravo
       El evocar a Xavier Villaurrutia, como si el poeta paladeara un trocillo de madeleine remojado en té, no sólo le despierta la reminiscencia de su personalidad y de ciertos encuentros y diálogos que tuvo con él, sino también sus propios inicios como editor, cuando en 1931 era estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria y, junto con otros jóvenes, publica la revista Barandal (1931-1932); recuerda el sitio y la forma en que conoce a Carlos Pellicer, a Salvador Novo, a Efrén Hernández, a Jorge Cuesta y a Xavier Villaurrutia; y cómo éstos dos lo invitan a una comida en El Cisne, un restaurante ubicado frente a una de las entradas del Bosque de Chapultepec, en la que estuvo presente “el grupo de Contemporáneos en pleno”; allí, en 1937, el joven Paz, según dice, asistió a una “suerte de ceremonia de iniciación”: él era el iniciado y Villaurrutia y Cuesta sus padrinos. 

Vale observar que el joven Paz, no obstante su activismo, sólo había publicado tres plaquettes: Luna silvestre (Fábula, 1933), ¡No pasarán! (Simbad, 1936) —un insólito best seller de “3500 ejemplares”— y Raíz del hombre (Simbad, 1937), recién celebrada por Jorge Cuesta en Letras de México. Según Paz, “En los primeros días de enero de 1937 apareció un pequeño libro mío (Raíz del hombre). Jorge escribió un artículo y lo publicó en el número inicial de Letras de México, la revista de Barreda. La nota de Cuesta no fue del agrado de algunos de sus amigos, que veían de reojo mis poemas y mis opiniones. En ese mismo número de Letras de México, y en la misma página, apareció una nota sin firma en la que se juzgaba severamente un poema mío. Supe más tarde que había sido escrita por Bernardo Ortiz de Montellano.” No obstante, según se observa en la edición facsimilar de Letras de México editada por el FCE en 1984, el comentario de Jorge Cuesta sobre Raíz del hombre no se publicó “en el número inicial” (fechado el 15 de enero de 1937), sino en el número 2 (con fecha del primero de febrero de 1937), en las páginas 3 y 9, y junto tal artículo no hay “una nota sin firma” en la que se juzgue severamente un poema de tal librito, ni en ninguna otra parte de la revista. Lo que sí hay es un breve anuncio en la página 1 que reza: “En las Ediciones Simbad acaba de aparecer ‘Raíz del hombre’, libro de poemas de OCTAVIO PAZ, que se comenta en nuestra sección de Poesía.”
Tal olvido y pequeño infundio remiten a un turbio episodio de esa época. Según dice Paz en su ensayo sobre Villaurrutia, “La segunda campaña contra los Contemporáneos, la más violenta, ocurrió durante el régimen del general Cárdenas [...]” Pero lo que Paz no revela, quizá por pudor, es que en el ámbito privado también él se sumó a tal campaña, según lo bosqueja Christopher Domínguez Michael en la página 56 de su biografía Octavio Paz en su siglo (Aguilar, 2014): “En el momento en que estuvo más cerca de afiliarse al Partido Comunista, durante los meses previos al viaje a España cuando organizaba una escuela para trabajadores en Mérida, entre marzo y mayo de 1937, Paz se adhiere en privado a la campaña nacionalista, atizada por los demagogos del régimen, contra los Contemporáneos por cosmopolitas y arte puristas. En una carta a [Elena] Garro dice Paz, nada menos, ‘que los Contemporáneos’ merecían ‘una buena paliza’ por haber traicionado tres veces ‘a su patria, a los obreros y a la cultura’. Se habría avergonzado muchísimo recordando ese exabrupto, pues llegó más lejos, en esa misma carta: dentro de una invectiva generalizada contra todos ‘los zopilotes que engañan al pueblo’ incluye entre esas aves de rapiña a los intelectuales, tímidos zopilotes ‘que viven del cadáver de muchas cosas, surtiéndose con las sobras del banquete’.”
Menos turbio y sí poetizante y automitificador es el hecho de que en 1937, según narra Octavio Paz en Itinerario, estando de vacaciones escolares en Chinchén Itzá (entre marzo y mayo de ese año dio clases en Mérida en una “secundaria para hijos de trabajadores”), recibió, “mientras caminaba por el Juego de Pelota” y de manos de “un presuroso mensajero del hotel”, un telegrama donde su novia Elena Garro le “decía que tomase el primer avión disponible pues se me había invitado a participar en el [II] Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que se celebraría en Valencia y en otras ciudades de España en unos días más”. Pues según acota y cita Christopher Domínguez Michael en la página 53 de su biografía: “Paz se abría enterado, por la prensa, de su invitación.”
  

II de III
Octavio Paz, en los dos capítulos iniciales de Xavier Villaurrutia en persona y en obra, no elabora una biografía crítica y minuciosa del protagonista de su ensayo. No introduce al lector en su ascendencia y genealogía familiar, ni desmenuza su infancia y crecimiento e íntimos episodios, ni el trayecto de su formación académica, literaria e intelectual. Con el resumen de las personales vivencias que tienen que ver con él —por ejemplo, las tertulias en el Café París; su comentario a Nostalgia de la muerte (Sur, Buenos Aires, 1938) que inicia sus colaboraciones en Sur, la revista argentina que patrocinaba y dirigía Victoria Ocampo; los polémicos y viscerales sucesos que rodearon la edición de la antología Laurel (Séneca, México, 1941) —que Paz ampliaría en el “Epílogo” a la segunda edición de Laurel publicada por Trillas en 1986; o la noticia del fallecimiento de Xavier Villaurrutia que en París le da el pintor Rufino Tamayo (según la versión oficial murió de un infarto a los 47 años, en la Ciudad de México, el 25 de diciembre de 1950)—, sólo delinea una semblanza, un bosquejo del poeta que no riñe con la imagen pública que tuvo. Pero también Paz, junto al relato de su propio aprendizaje, vierte una serie de comentarios fustigantes que trascienden, incluso, la postura moral, ideológica y política de la generación de Contemporáneos.
 
Colección Linterna Mágica núm. 1, Editorial Trillas
México, julio 22 de 1986
  Escrito con una “prosa que, más de una vez, se acerca al poema” y que al término del ensayo llega a confundirse con la poesía en prosa, Octavio Paz vierte una lectura sintética, fragmentaria, sesgada y crítica de la vida y obra del autor de “Nocturno de la estatua”. Para ello empleó, además de su sentido analítico y crítico, el bagaje libresco, erudito y anecdótico archivado en su memoria y el citado volumen de las Obras reunidas de Xavier Villaurrutia, de cuyos compiladores dice: “Debemos darles las gracias: en México no es frecuente ocuparse de los escritores fallecidos. Nosotros cumplimos al pie de la letra la máxima terrible: ‘hay que matar bien a los muertos’.” Lo cual es un franco yerro. Piénsese en Salvador Díaz Mirón, en Ramón López Velarde, en Manuel Maples Arce, el los poetas de Contemporáneos, etcétera, y sobre todo en el propio Octavio Paz, que ya muerto es fuente inagotable de sucesivos y numerosos libros que conforman una descomunal e incesante biblioteca imposible de leer, completa, por un solo lector.

Página interior del volumen Obras de Xavier Villaurrutia
FCE, 1ª reimpresión, México, octubre 10 de 1974
  Octavio Paz dice que el teatro de Xavier Villaurrutia carece de teatralidad y que es anacrónico y artificial en su vocabulario y por ende no lo salva ni tampoco salva su crítica teatral. De la prosa rescata sólo las páginas escritas a manera de diario y el cuento “Mauricio Leal”. De la crítica literaria, no sin reparos, sólo aprueba algunos ensayos; por ejemplo, “el dedicado a López Velarde” e “Introducción a la poesía mexicana”. De la crítica de arte afirma que “muchos de los textos sobre las artes plásticas son excelentes”; entre ellos la nota sobre la fotografía de Manuel Álvarez Bravo y el artículo sobre Rufino Tamayo. Pone como camote el ensayo “El blanco y el negro de Orozco”; y “Pintura sin mancha” le parece “un ensayo memorable”. No obstante, observa: “A su cultura plástica le faltó la experiencia de los grandes museos europeos. Sin embargo, las reproducciones, los libros y el trato con los pintores mexicanos y sus obras, suplieron en parte esta deficiencia.”

Y en “El dormido despierto”, el tercer capítulo del ensayo, donde bosqueja y analiza los poemas de Villaurrutia, además de aludir una serie de relaciones, paralelismos y distancias entre éste y Giorgio de Chirico, Jules Superville, Rainer Maria Rilke, Martin Heidegger, José Gorostiza, Bernardo Ortiz de Montellano y otros, sostiene que en sus “poemas el tema de la muerte está asociado estrechamente al del sueño y ambos a la noche”; y que “en la segunda sección de Nostalgia de la muerte se encuentran probablemente los mejores poemas de Villaurrutia”, entre los que menciona el “Nocturno en que habla la muerte”, el “Nocturno de los ángeles”, el “Nocturno rosa” y el “Nocturno mar”. 
Vale observar que en la edición príncipe de Nostalgia de la muerte, editada en 1938, en Buenos Aires, por Sur (gracias a los oficios de Alfonso Reyes), Villaurrutia integró los diez Nocturnos editados por Fábula, en México, en 1931, según se lee en la “Bibliografía” de Obras; plaquette que Paz fecha en 1933, cuyos diez poemas, dice, son “el núcleo” de tal libro, cuya segunda y definitiva edición aumentada se editó en 1946, en México, por Ediciones Mictlán.
  Y entre las postreras reflexiones de Paz que iluminan y trastocan la manera de leer la poesía de Villaurrutia, apunta que “Villaurrutia no se propuso en sus poemas la transmutación de esto en aquello —la llama en hielo, el vacío en plenitud— sino percibir y expresar el momento del tránsito entre los opuestos. El instante paradójico en que la nieve comienza a obscurecerse pero sin ser sombra todavía. Estados fronterizos en los que asistimos a una suerte de desdoblamiento universal. En ese desdoblamiento no somos testigos, como quería Nicolás de Cusa, de la coincidencia de los opuestos sino de su coexistencia. La palabra que define a esta tentativa es la preposición entre. En esa zona vertiginosa y provisional que se abre entre dos realidades, ese entre que es el puente colgante sobre el vacío del lenguaje, al borde del precipicio, en la orilla arenosa y estéril, allí se planta la poesía de Villaurrutia, echa raíces y crece. Prodigioso árbol transparente hecho de reflejos, sombras, ecos.
“El entre no es un espacio sino lo que está entre un espacio y otro; tampoco es tiempo sino el momento que parpadea ente el antes y el después. El entre no está aquí ni es ahora. El entre no tiene cuerpo ni substancia. Su reino es el pueblo fantasmal de las antinomias y las paradojas. El entre dura lo que dura el relámpago. A su luz el hombre puede verse como el arco instantáneo que une al esto y al aquello sin unirlos realmente y sin ser ni el uno ni el otro —o siendo ambos al mismo tiempo sin ser ninguno. El hombre: dormido despierto, llama fría, copo de sombra, eternidad puntual... El estado intermedio, que no es ni esto ni aquello pero que está entre esto y aquello, entre lo racional y lo irracional, la noche y el día, la vigilia y el sueño, la vida y la muerte, ¿qué es? [...]”



III de III

Xavier Villaurrutia en su casa de la Avenida Juárez
Foto: Lola Álvarez Bravo
La primera de las susodichas cuatro fotos que Lola Álvarez Bravo le hizo a Xavier Villaurrutia está datada en 1939, donde se le ve, de medio cuerpo, asomado a la ventada de “su casa de la avenida Juárez”. En la cuarta está sentado, con la mirada sesgada y los brazos cruzados, en un sillón de “las oficinas de Bellas Artes, en 1951”. Tal imagen recuerda, por su leve parecido y el singular detalle de las afeminadas uñas de las delicadas manos, el retrato pictórico (óleo sobre tela) que Juan Soriano realizó en 1940.
Xavier Villaurrutia en las oficinas de Bellas Artes (1951)
Foto: Lola Álvarez Bravo
       
Retrato de Xavier Villaurrutia (1940)
Óleo sobre tela de Juan Soriano
Colección Museo Nacional de Arte
     


   
Xavier Villaurrutia en el supuesto “parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver., en 1942
Foto: Lola Álvarez Bravo
       La segunda es el célebre retrato donde Xavier Villaurrutia está sentado, en una banca de madera, en medio de la floresta y con una flor entre las manos; imagen incluida, sin fecha de la toma, en Escritores y artistas de México, libro de retratos fotográficos en blanco y negro (con aceptable aunque no impecable resolución e impresión) que Lola Álvarez Bravo realizó entre 1930 y 1980, editado por el FCE en “julio de 1982 con un tiraje de tres mil ejemplares, el cual tendría que reeditarse y ampliarse —al igual que el acervo retratístico antologado en Kati Horna. Recuento de una obra (CENIDIAP, etc., 1995), pues las nuevas generaciones desconocen todo ese excelente y valioso bagaje, pero con una impecable y óptica resolución y no con la media que se observa en el libro que antologa un conjunto de retratos de escritores, en blanco y negro, concebidos por el fotógrafo Rogelio Cuéllar: El rostro de las letras (La Cabra Ediciones/CONACULTA, 2014). Y la tercera foto es la citada al inicio de la nota, donde figuran, de pie y entre la floresta, Jorge González Durán, Villaurrutia y el joven Paz, cuyos pies rezan que fueron tomadas “en 1942”, “en el parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver.” En su ensayo, Octavio Paz apunta que hicieron un pequeño viaje a Xalapa; pero no relata (frente al insomnio, la ansiedad y el desconcierto de la mitología xalapeña) a qué fueron, quiénes iban, cuánto duró el viaje y cuál fue el itinerario. 

  En el libro Octavio Paz, entre la imagen y el hombre (CONACULTA, 2010), iconografía en blanco y negro seleccionada y comentada por Rafael Vargas, se aprecia tal imagen (con mayor amplitud y con mucho mejor resolución que en el libro de Paz y que en su citado volumen 4 de sus Obras completas. Edición del autor), donde también está datada en “1942”, “en el Parque Salvador Díaz Mirón”, “en Xalapa”. Según dice Rafael Vargas en su prólogo, Paz y Lola Álvarez Bravo “se conocieron alrededor de 1939, por la misma época en que comenzó la amistad entre Paz y Juan Soriano, para quien Lola, trece años mayor, se había convertido en una suerte de confidente y hermana protectora.
Jorge González Durán, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz en el
supuesto 
 “parque Díaz Mirón de Jalapa, Ver., en 1942
Foto: Lola Álvarez Bravo
      “Lola fotografía a Octavio Paz por primera vez en septiembre de 1942 en el parque Salvador Díaz Mirón, en Xalapa, ciudad a la que ambos habían viajado junto con Xavier Villaurrutia, Jorge González Durán y algunos otros escritores, como parte de las giras culturales por los estados organizadas por Benito Coquet, entonces jefe del Departamento de Educación Extraescolar y Estética, de la Secretaría de Educación Pública.

“En realidad, esa imagen es menos un retrato que el afortunado producto fotográfico de tal circunstancia, pero es importante tenerla presente para señalar el trato y la cercanía entre ambos.”
Vale acotar que en Xalapa, la capital del Estado de Veracruz, no existe ningún “Parque Salvador Díaz Mirón” y que es probable que se trate del parque Los Berros, si es que la foto no fue tomada en el jardín interior de la Quinta Rosa, a donde pudo ir el grupo de visita, y donde ahora hay una moderna casa central y dispersos bungalows amueblados que se rentan a estudiantes y extranjeros, cuyo amplio jardín interior, en los años 40 del siglo XX, tenía otras características y dimensiones. Desde el siglo XIX el lugar donde se trazó e hizo el parque Los Berros ya era conocido por tal mote. Pese a que tiene por nombre “Miguel Hidalgo y Costilla”, nadie lo llama así (la monumental efigie del cura de Dolores data del 8 de mayo de 1955); sólo lo hacen los políticos y funcionarios cuando frente a la estatua del Padre de la Patria (que enarbola el estandarte de la Virgen de Guadalupe), frente a uniformados niños de primaria en posición “de firmes” (acarreados allí ex profeso), lanzan discursos, cantan el Himno Nacional y conmemoran los días prescritos por el santoral patriótico-nacionalista. Quizá el error de Octavio Paz (si es que es un error) lo suscitó el hecho de que en la calle Hidalgo, frente al parque Los Berros —que nunca se ha llamado Díaz Mirón— se encuentra el muro exterior de la Quinta Rosa que otrora habitó el autor del compungido y lacrimoso “Paquito”, en cuya entrada hay un anónimo busto del poeta y una placa que reza: 
“En esta casa vivió el insigne poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón, cuando escribió Lascas. Publicada en esta ciudad en 1901. Gracias a la amistosa intervención de don Teodoro A. Dehesa, gobernador del Estado.
“Placa colocada durante la gestión del H. Ayuntamiento de Xalapa, año 1960.”
Cabe añadir que una de las calles que circundan al parque Los Berros, que no es muy grande, se llama Salvador Díaz Mirón y en ella está la primaria homónima, inaugurada el 20 de noviembre de 1956 por Marco Antonio Muñoz, entonces gobernador del Estado de Veracruz.
Octavio Paz observa en su libro: “El Gobierno mexicano, gran embalsamador y petrificador de celebridades, ha mostrado una soberana indiferencia ante la obra y la memoria de Villaurrutia. Tal vez haya sido mejor así: se ha salvado de la estatua grotesca y de la calleja con su nombre. (En México las grandes avenidas y las plazas pertenecen por derecho propio, iba a decir: por derecho de pernada, a los ex presidentes y a los poderosos. Las calles de nuestras ciudades, como si fueran reses, han sido herradas con nombres no pocas veces infames.)” 
No le faltan razones a Octavio Paz (piénsese en el nombre del autoritario genocida Gustavo Díaz Ordaz); no obstante, el nombre del poeta y ensayista, Premio Nobel de Literatura 1990, es el nombre de bibliotecas, centros culturales, librerías, escuelas, aulas, auditorios y calles en numerosos puntos del país. El rescate y la edición de los escritos y dibujos de Xavier Villaurrutia y el establecimiento de un premio nacional de literatura que desde 1955 lleva su nombre, fue obra, en primera instancia, de intelectuales y escritores, y no del gobierno; aunque ahora éste lo subsidia con una suma a través del INBA y del llevado y traído CONACULTA. 
Pero si Octavio Paz hubiera contado con suficientes pormenores la anécdota de la visita a Xalapa y de las fotografías tomadas por Lola Álvarez Bravo en el supuesto “parque Díaz Mirón”, quizá hubiera ocurrido algo para el regocijo y el divertimento memorial y visual de los xalapeños, advenedizos y turistas culturales que no muy despistados arriban a la “gloriosa” y “egregia” Atenas Veracruzana, donde no nada más hay desfalcos en el erario y en fondos públicos (el Instituto de Pensiones del Estado es un escandaloso e impune ejemplo), matan a periodistas, secuestran y desaparecen gente y donde, según el gobernador Javier Duarte de Ochoa, las finanzas públicas están sanas y boyantes y sólo hay robos de frutsis y pingüinos en las tiendas Oxxo. Además del busto de piedra de Salvador Díaz Mirón que se observa en la entrada de la Quinta Rosa (hay otro de bronce en el Paraninfo de viejo Colegio Preparatorio de Xalapa y una estatua suya en la avenida Díaz Mirón del puerto de Veracruz en cuyo dedo flamígero la canalla le suele colgar un yoyo o un calzón), hubo un busto del poeta y diplomático Manuel Maples Arce que se veía desde “noviembre de 1981” en la minúscula plaza que se ubica a un costado de la Biblioteca de la Ciudad, en pleno Centro Histórico, y del que desde fines de febrero de 2005, luego de ser robado por el metal (pese a los rondines policíacos y a la cercanía del Cuartel de Policías San José), sólo queda la solitaria, desconsolada, polvorienta y sucia base de piedra (regularmente pintarrajeada de grafitis) en cuyo hueco, donde estuvo la placa de metal alusiva, el negligente municipio priísta colocó otra que sólo rebuzna: “Plaza Manuel Maples Arce”, “Estridentópolis 2012”.
Yo, inmortalizado en la base donde estuvo la cabeza de Manuel Maples Arce
Xalapa, marzo 26 de 2009
  Por otra parte, en la histórica Ex Hacienda de El Lencero, en las cercanías de Xalapa, hay una casona-museo donde se erigió una “charamusca” que evoca la figura y la estancia de Gabriela Mistral (1889-1957), Premio Nobel de Literatura 1945; en este sentido, tal vez a las bancas del parque Los Berros, o a las “callejas” del mismo, algún Honorable Ayuntamiento ya las hubiera bautizado, con su correspondiente y fulgurante plaquita, con los nombres de “Xavier Villaurrutia”, “Octavio Paz”, “Lola Álvarez Bravo” y “Jorge González Durán”, en memoria y celebración de su impronta y de ese singular y efímero paseo. Ni tarda ni perezosa, la canalla (“infame turba de nocturnas aves” de rapiña) ya habría hecho de las suyas.   


Octavio Paz, Xavier Villaurrutia en persona y en obra. Dibujos y fotografías en blanco y negro. FCE. México, agosto 25 de 1978. 104 pp.

*********
Enlace a "Amor condusse noi an una morte", poema de Xavier Villaurrutia en la voz de Alberto Dallal. Introducción de Tedi López Mills.

lunes, 9 de marzo de 2015

Lituma en los Andes


El cóndor pasa

I de II
El escritor peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936) obtuvo en España el Premio Planeta 1993 por su novela Lituma en los Andes. La primera reimpresión mexicana, de doscientos diez mil ejemplares, se concibió como un fulgurante éxito de ventas. Por ello, a estas alturas del siglo XXI aún resulta reprochable y reprobable la escandalosa estafa y la burla que la transnacional Editorial Planeta pergeñó en contra de los lectores-coleccionistas: como si fuese la inmoral y voraz United Fruit Company enclavada en un esquilmado y empobrecido país bananero, les vendió un libro cuyas pastas blandas a la primera de cambios se desprendieron y que se deshojó a imagen y semejanza de una apestosa baratija de rancho tropical y bicicletero, por el simple hecho de que sólo las unía (cuasi lamida de perro) una untada de goma. Mario Vargas Llosa, cuya previa fama y prestigio internacional aseguraba el remate masivo, no se lo merecía, pero tampoco los lectores que compramos la obra.
Mario Vargas Llosa
        El autor concursó con pseudónimo, pero es improbable que el jurado no reconociera su estilo y las tildes y guiños que distinguen su escritura desde hace muchos años. Tal jurado estuvo constituido por Alberto Blecua, Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol, Martín de Riquer y José María Valverde, quien fue jurado del Premio Biblioteca Breve 1962 —galardón que catapultó al entonces joven Mario Vargas Llosa a nivel internacional— y quien además prologó la primera edición de La ciudad y los perros (Seix Barral, Barcelona, 1963) y quien le destinó un buen bosquejo (con imágenes) en el segundo volumen de su Historia de la literatura latinoamericana (Planeta, México, 1974). No obstante, no sólo se premió a un novelista con renombre mundial, sino también a una obra digna de la presea. 

      Lituma en los Andes es una novela de aventuras, reflexiva, placentera, polifónica, multianecdótica, en cuya pulsión y nervadura abundan los alientos y las expresiones coloquiales, las majaderías y los peruanismos estilizados que Mario Vargas Llosa suele manejar con destreza y magnetismo. En la variedad de los procedimientos narrativos destaca la forma de intercalar, en un mismo párrafo, dos tiempos y dos lugares distintos, presente en un buen número de sus obras, y que por igual lo identifica y esgrime con maestría. Lituma —además de protagonista— es un personaje sonoro y recurrente que habita varias de ellas, por ejemplo, en “Un visitante”, cuento de Los jefes (Editorial Rocas, Barcelona, 1959), en sus novelas La Casa Verde (Seix Barral, Barcelona, 1965), La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, Barcelona, 1977), Historia de Mayta (Seix Barral, Barcelona, 1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (Seix Barral, Barcelona, 1986) y El héroe discreto (Alfaguara, México, 2013), y en el libreto teatral La Chunga (Seix Barral, Barcelona, 1986).
     
Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos
Editorial Planeta, 
1ª reimpresión mexicana, noviembre de 1993
Ilustración de la portada:
El Minotauro (1933), grabado de Pablo Picasso
       En la presente novela, Lituma, costeño de Piura, un cabo con principios morales que termina de sargento, se halla en Naccos a cargo del puesto de la Guardia Civil, una casucha de techo de calamina y piso de tierra que comparte con su único adjunto: el guardia Tomasito Carreño. Naccos son los restos de un caserío que tuvo cierto auge cuando la mina Santa Rita era explotada. La rutina de los serruchos que lo habitan en unos barracones —indígenas que hablan el quechua y el español (puro hombre, ninguna mujer)— gira en torno a la cantinilla de Dionisio y su mujer, y la incierta construcción de una carretera. Naccos se localiza en la zona de emergencia de los Andes: el sitio donde pululan los delincuentes subversivos: los terrucos de Sendero. 

Mientras transcurren los capítulos, se desgrana una serie de episodios en los que Lituma y Tomasito Carreño sostienen un diálogo que avanza y se interrumpe noche tras noche. En la charla, con puntos suspensivos, el adjunto le cuenta al cabo los detalles de la desventura amorosa que ha llagado su vida; es decir, la plática entre ellos está entreverada por los diálogos y las escenas que otrora le sucedieron a Tomasito Carreño. Así, la dosificación y las interrupciones incitan el suspense; y dado sus lindes melodramáticos se ubican dentro de la tradición de los folletines y de las radionovelas seriadas. 
Por lo que se dice en tales conversaciones, sobre todo al mencionar a Mercedes, la piurana que erosionó al adjunto, Lituma evoca a “los inconquistables” de Piura, sus compinches, con los que asistía al burdel La Casa Verde y al barcito de La Chunga, la lesbiana, donde Josefino, uno de ellos, para seguir jugando una partida, alquiló a Meche a La Chunga. Meche era una trigueña de maravilla que Lituma conoció de churre, la cual, después de quedar depositada esa noche en el barcito, desapareció sin que nadie supiera más de su destino. 
Estos asuntos, que una y otra vez evoca Lituma, no sólo remiten —como saben lectores de Mario Vargas Llosa— a La Casa Verde y al libreto teatral La Chunga, sino que además, al término de la fragmentaria serie y de Lituma en los Andes, todo parece indicar que la Mercedes que azotó a Tomasito Carreño es la misma que el cabo Lituma conoció en Piura.
       Pero mientras tal trama se desarrolla y completa, ocurren otras historias, paralelas, cercanas y distantes a la vez. Las primeras conforman una disección del abigarramiento ideológico, quezque revolucionario, que anima y manipula la crueldad y los asesinatos (dizque juicios y ajusticiamientos populares) y los robos de los terrucos de Sendero, lo cual contrasta con los hurtos, las torturas, las desapariciones, la corrupción, los nexos con los narcos que también caracterizan a los policías y a los soldados. 
       En este sentido, hay capítulos que ejemplifican (crítica implícita) el fanatismo, la inmoralidad y la cruenta y cruel ceguera de los terrucos de Sendero: el asesinato a pedradas, cerca de Andahuaylas, de la petite Michèle y de Albert, dos franceses que viajaban por el Cusco en un bus guajolotero; ella en calidad de dama de compañía y él en el papel de un profesor estudioso de los incas y del Perú, quien había ahorrado para hacer el recorrido. La matanza de vicuñas en la reserva de Pampa Galeras. La lapidación de la señora D’Harcourt y de su discípulo amado (más otros dos de un balazo); ella era una mujer noble, tan idealista como ecologista, con 30 años de actividades humanitarias, varios libros, artículos en El Comercio, conferencias en foros internacionales, que había pugnado durante cuatro años por los auspicios de la FAO y de Holanda para la reforestación de las sierras de Huancavelica, cuyos primeros resultados se proponía verificar. La toma de Andamarca y los juicios populares y los sangrientos ajusticiamientos con que involucran, a la fuerza, a toda la población. El homicidio y el robo en la mina La Esperanza, cercana a Naccos, de donde se llevaron explosivos, dinero y medicamentos, pese a que se pagaban cupos revolucionarios.
     
Abimael Guzmán
Líder de Sendero Luminoso
        Pero aunque el lector supone que lo que orilla a esas bestiales hordas de hombres, mujeres y niños (pobremente vestidos y armados) a cometer esos asaltos y espeluznantes crímenes (que aluden los crímenes que en la vida real cometía Sendero Luminoso, la secta maoísta del Perú que lideraba el mediático Abimael Guzmán) es el hambre, la pobreza, la ignorancia y la desesperación, a Mario Vargas Llosa, a diferencia de las víctimas de su novela, no le interesó explorar ni ahondar ni particularizar en los íntimos motivos ni en las obnubiladas y ciegas razones de los terrucos de Sendero, salvo en algunos rasgos y matices y, parcialmente, en la mujer que el albino Huarcaya había dejado embarazada, la cual, al parecer, lo ajustició de un plomazo. 




II de II
Las otras historias de Lituma en los Andes (Planeta, 1993), la novela de Mario Vargas Llosa, giran en torno a tres desapariciones forzadas ocurridas en Naccos: la del mudito Tinoco; la de Demetrio Chanca (Medardo Llantac, el gobernador de Andamarca que escapó de los ajusticiamientos); y la del albino Casimiro Huarcaya. Las tres forzadas desapariciones desvelan e intrigan a Lituma. Primero supone que fueron víctimas de los sangrientos terrucos de Sendero y que muy probablemente tenían cómplices entre los serruchos que laboran en la constructora. Poco a poco, sin embargo, conjetura que tales desapariciones son diferentes de las que efectúan los terrucos. 
Sus preguntas y su necedad (más que sus investigaciones policíacas) y las casualidades: el encuentro con Stirmsson, un sabio peruanólifo que da clases en Odense, conocedor de las costumbres, de los mitos y de la historia antigua, autor de libros que habla con soltura el español, el quechua —en sus variantes cuzqueña y ayacuchana— y un poquillo de aymara; pero también el huayco (un derrumbe) que cae sobre Naccos y así acelera su exterminio. Todo ello lo enfrenta e introduce a una atmósfera enrarecida, equívoca, donde sobreviven vestigios de antiguos mitos, tradiciones y supersticiones, mistificados por la fantasía y las locuras de Dionisio y su mujer, la bruja que, según ella, lee las cartas, las hojas de coca, las manos, que puede ver el pasado y el futuro, que dizque distingue los cerros machos y los cerros hembras, qué piedras son paridoras y cuáles no, que sabe de pishtacos (diablos), de mukis (diablos de las minas), de las huacas, y en fin, de todo lo que dizque proviene y se relaciona con lo ancestral, atávico y oscuro.
Y dada sus herejías y naturaleza disoluta, ambos llegan a oficiar, entre los serruchos de la constructora, como los heresiarcas de unos cruentos ritos que dizque pretendían apaciguar a los apus (los espíritus de las montañas que se trasforman en cóndores), ofreciendo esas tres vidas en medio de una bacanal que no excluye la borrachera, el baile, el manoseo entre hombres y la antropofagia. Todo esto para que no cayera el huayco (el derrumbe) y para que no se interrumpiera la construcción ni se quedaran sin trabajo; males que, no obstante, ocurren y propician la diáspora de los últimos sobrevivientes de Naccos.
     
Mario Vargas Llosa, con su hija Morgana, en la campaña electoral
Cajamarca, agosto 12 de 1989
        Es imposible comprimir y embutir en esta azarosa ciberreseña toda la riqueza narrativa de la novela Lituma en los Andes. Allí están los capítulos que tratan de lo vivido por el mudito Tinoco; o aquellos donde confluye lo mítico y supersticioso, siempre plagado de fantasías, como son los monólogos donde la bruja, al persuadir a los serruchos, cuenta su vida y la de Dionisio. Se supone, no obstante, que algo hay de cierto en lo que saben y vivieron, puesto que Stirmsson, el sabio peruanófilo, los conoció años atrás en calidad de informantes. Sin embargo, como suele ocurrir entre los poseedores de las tradiciones orales, mucho de lo que relatan ha sido deformado por sus prejuicios y cosecha; por ejemplo, cuando la bruja supone que el sebo humano que extraen los pishtacos, cuyas reservas dizque amontonan en las grutas de los cerros de por allí, lo utilizan en Lima o en los Estados Unidos para aceitar máquinas o los cohetes que los gringos mandan a la Luna. 

Dioniso
       En tal difuso sentido es como pregonan la exaltación de su propia leyenda. Se dice que Dionisio, de joven (y así rinde tributo a la mítica pátina que implica la asonancia de su nombre que parafrasea y evoca al Dioniso de la mitología griega), a imagen y semejanza de un semidiós del sexo, del vino, de la locura, del desenfreno y de todos los placeres mundanos, era famoso en los Andes y deseado por todas la mujeres habidas y por haber. Viajaba de pueblo en pueblo, de feria en feria. Una fiesta no comenzaba sin su presencia: vendía pisco, chicha, cantaba, bailaba, se disfrazaba de oso, tocaba el charango, la quena y quizá el bombo; pero también era seguido por una circense horda de danzantes, músicos, locas, equilibristas, cuenteros, magos y fenómenos. 

De Dionisio y su cohorte se contaba lo peor: que vivían en una constante orgía, en un desenfrenado aquelarre, metiéndose unos con otros, y no sólo cuando bajaban a la playa, donde se les veía borrachos y desnudos a la luz de la Luna. De hecho, todas las fiestas patrias y las de los santos patronos de los pueblos de sus andares, en las que el baile y la bebida duraban días y noches enteras, eran desenfrenos dionisíacos, carnavalescos, promiscuos, en los que se perdían las diferencias entre indios y mestizos, ricos y pobres, hombres y mujeres, asuntos de lejanas y ancestrales resonancias griegas, del Medioevo, que con enorme erudición estudió y puntualizó el filósofo ruso Mijail Bajtin (1895-1975) en su clásico: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais (Alianza, 1987). 
(1ª reimpresión en Alianza Universidad, Madrid, 1988)
      Pero también en ciertos pasajes se leen y escuchan residuos y ecos de antiguas mitologías fundidas a leyendas no menos lejanas y muchas veces variadas y reescritas en el ubicuo e incesante palimpsesto de la historia y de la literatura, como ese episodio que refiere la leyenda de un pishtaco gigantón, un ogro comedor de carne humana, que vivía en una gruta de Quenka, exigiendo la entrega periódica de mujeres que él escogía. Timoteo Fajardo es el héroe que se introduce en ese oscuro laberinto cargado de gases y pestilencias. Allí encuentra al minotaúrico y descomunal ogro durmiendo la mona entre sus mujeres y restos de malolientes cuerpos colgados de unos ganchos, mientras en varias pailas borbotea el humeante y pestilente sebo humano. De un machetazo el valiente Timoteo Fajardo le corta la cabeza al ogro y sólo logra salir de allí gracias a un escatológico, fétido y risible hilo de Ariadna: montoncitos de su propio excremento que, para no perderse, fue dejando en el camino (a la Pulgarcito o a la Hansel y Gretel), que él puede olisquear gracias a su poderosa narizota, pero sobre todo al chupe espeso que le preparó su joven Ariadna, con quien se va de allí por siempre jamás. 

Alfarero de Juchitán (c. 1983)
Foto: Rafael Doniz
      Otro pasaje, magnético e hilarante, es el caso de la epidemia de pichulitis (mal parecido al de Priapo). A los hombres de Muquiyauyo les ardía y crecía hasta romper braguetas. No había manera de hacerlas dormir. Incluso un cura les dijo una misa e intentó exorcizarlos. Sólo Dionisio pudo conjurar el padecimiento: “organizó una procesión alegre, con baile y música. En vez de un santo, pasearon en andas una gran pichula de arcilla que modeló el mejor alfarero de Muquiyauyo. La banda le tocaba un himno marcial y las muchachas la adornaban con guirnaldas de flores. Siguiendo sus instrucciones, la zambulleron en el Mantaro. Los jóvenes atacados de la epidemia se echaron al río, también. Cuando salieron a secarse, ya eran normales, ya la tenían arrugadita y dormidita otra vez.”


Mario Vargas Llosa, Lituma en los Andes. Colección Autores Españoles e Hispanoamericanos, Editorial Planeta. 1ª reimpresión mexicana. México, noviembre de 1993. 320 pp.


*******
Enlace a "El cóndor pasa", versión de Inti Illimani.
Enlace a "El cóndor pasa", Uña Ramos en la quena.