martes, 28 de octubre de 2014

El sueño eterno


País podrido, infestado de delincuentes

Con traducción del inglés al español de José Luis López Muñoz y Juan Manuel Ibeas e impresa en México en mayo de 2014 por Debolsillo, El sueño eterno (1939) —la primera novela negra del norteamericano Raymond Chandler (1888-1959) protagonizada por el detective privado Philip Marlowe—, incluye una postrera sección “Extra” que compila “los dos relatos pulp, publicados en la revista Black Mask, que Chandler canibalizó” para escribirla: “Asesino bajo la lluvia” (1935) y “El telón” (1936), cuya previa lectura permite observar y comparar las anécdotas, las frases, los nombres y las características de los personajes que el narrador transcribió, reescribió o varió en la trama de El sueño eterno (novela adaptada al cine en una homónima película de 1946 dirigida por Howard Hawks, con guión de William Faulkner y Leigh Brackett, protagonizada por Humphrey Bogart t Lauren Bacall). Pero también permite ver que la delineación de la identidad y personalidad del novelesco y peliculesco Philip Marlowe —detective privado que vive y se mueve en los ámbitos geográficos, sociales, culturales y políticos de un Hollywood y de un Los Ángeles, California, de los años 30 del siglo XX, donde aún son visibles los ecos y vestigios de la corrupción social generada en torno a la Ley Seca (enero 17 de 1920-diciembre 5 de 1933) y a la Gran Depresión (suscitada con la caída de la bolsa el 29 de octubre de 1929)—, Chandler la estaba gestando y acuñando con los detectives privados que protagonizan sus cuentos anteriores a El sueño eterno, cuyas características son muy parecidas o casi idénticas entre sí y a las de Philip Marlowe. En este sentido, el detective sin nombre que protagoniza “Asesino bajo la lluvia” podría llamarse John Dalmas, protagonista del cuento “El jade del mandarín” (1937), puesto que ambos son amigos de Violets M’Gee, “un poli de Homicidios de la oficina del sheriff”, cuyo apodo se debe a que suele “mascar un par de caramelos contra el mal aliento con aroma de violetas”; y el detective Carmady, protagonista de “El telón”, que también lo es en los cuentos “El hombre que amaba a los perros” (1936) y “Busquen a la chica” (1937), los cuales, con “El jade del mandarín”, son “los tres relatos pulp, publicados en las revistas Black Mask y Dime Detective, que Chandler canibalizó para escribir” Adiós, muñeca (1940), su segunda novela, repleta de mordacidad y humor cáustico, protagonizada por el detective privado Philip Marlowe.  
(Debolsillo, México, mayo de 2014)
  Dividida en 32 capítulos, la intriga, el enredo y los sucesos de la trama de El sueño eterno ocurren durante cinco días de mediados de octubre. El detective privado Philip Marlowe, con 33 años de edad, fue investigador de Taggart Wilde, el actual fiscal del distrito de Los Ángeles. Bernie Ohls, su investigador jefe, fue quien puso en contacto a Marlowe con el general Guy Sternwood, un cadavérico y decrépito anciano en silla de ruedas, cuya mansión en West Hollywood desborda indicios de la miliunanochesca fortuna acumulada con la explotación de pozos petroleros, ya inútiles, cuyos abandonados y contaminantes restos no están muy lejos de los límites territoriales de tal residencia. 

       
Philip Marlowe y Vivian
(Humphrey Bogart y Lauren Bacall)
Fotograma de El sueño eterno (1946)
         El general Sternwood, pese a su avanzada edad y magra salud, tiene dos hijas veinteañeras y atractivas: Carmen, la menor, bajita, locuaz, viciosa y rubia; y Vivian, alta, de cabello negro, aficionada a la ruleta y casada con Rutsy Reagan, un ex contrabandista de licor durante la Prohibición de origen irlandés, desaparecido a mediados de septiembre (hace un mes), lo cual preocupa e inquieta al general, pues Rutsy había hecho entrañables migas con él y le hacía compañía. No obstante, pese a que el general Sternwood estima a Rutsy Reagan, al principio no contrata a Marlowe para que indague su paradero, sino para que despeje el intríngulis que implica un sobre enviado a él por un tal Arthur Gwynn Geiger, cuya tarjeta anuncia que su negocio son los libros raros y las ediciones de lujo, pero que sin embargo le solicita el pago de tres pagarés, cada uno por mil dólares, firmados por su hija Carmen, dizque por deudas de juego.

(Contraportada)
  La indagatoria que inicia Philip Marlowe lo lleva, ese primer día marcado por la pertinaz lluvia, a la librería de Geiger en Hollywood Boulevard y no tarda en descubrir que es un escaparte, “a plena luz de día”, cuyo verdadero negocio es la renta prohibida y clandestina de libros pornográficos. Resguardado en su deportivo y con su proclividad al trago de whisky, Marlowe observa la llegada de Geiger en un “cupé color crema”. Y cuando sale de la librería y de nuevo aborda el cupé, lo sigue hasta su casa en Laverne Terrace, “una calle muy empinada que salía del Laurel Canyon Boulevard”. Sigiloso, con sus tragos de whisky y encapsulado en su auto, Marlowe observa y espera no muy lejos de tal casa. Pasadas las seis de la tarde, ve que llega un coche y que de él sale una mujer, “pequeña y esbelta”, con “un sombrero de ala ancha y un impermeable transparente”; toca el timbre y entra en la casa. Marlowe sale de su carro y con su linterna observa que es “un Packard descapotable, granate o marrón oscuro”, cuyo permiso de circulación indica que pertenece a Carmen Sternwood. “A las siete y veinte un único fogonazo de violenta luz blanca salió de casa de Geiger como un relámpago veraniego” y luego “resonó un grito agudo, tintineante, que se perdió entre los árboles empapados por la lluvia”. En el instante en que Marlowe está a punto de tocar el llamador de la puerta, estallan “en la casa tres disparos. Se oyó después algo que podría haber sido un largo suspiro áspero y, a continuación, el golpe poco preciso de un objeto blando al caer. Finalmente pasos rápidos dentro de la casa; pasos que se alejaban” y que enseguida salen corriendo por la puerta trasera, bajan la escalera y se oye el ruido de un coche que arranca y se distancia a toda máquina.

Raymond Chandler
(Chicago, julio 22 de 1888-La Joya, California, marzo 26  de 1959)
  Luego de que Marlowe logra entrar en la casa por una ventana cuyo cristal quiebra, observa los detalles de la escena del crimen. El cuerpo asesinado de Geiger, con un ojo de cristal y su “bigote estilo Charlie Chan” (popular detective chino creado en 1925 por Earl Derr Biggers), al pie de una especie de tótem que oculta una cámara fotográfica recién disparada con la “bombilla de flash ennegrecida” a un lado y de la cual fue extraído el bastidor con el negativo de cristal. La causa: el objetivo de la cámara apunta a un sillón de madera donde está sentada Carmen Sternwood, desnuda y semiinconsciente, debido al consumo de éter, al parecer mezclado con láudano. Marlowe examina la casa y en el escritorio halla una “una libreta encuadernada en piel azul con un índice y muchas cosas escritas en clave”, cuya “letra inclinada era la misma de la nota enviada al general Sternwood”. Marlowe se la guarda; viste a Carmen, que ignora lo que ocurre, y en el Packard de ella la lleva a su residencia en West Hollywood, donde la deja sin que el general se entere. Luego regresa a la casa de Geiger caminando bajo la lluvia más de media hora y descubre que el cadáver ha desparecido, junto a “un par de tiras de seda bordada” que había en la pared. Ya en su departamento en el edificio Hobart Arms, antes de dormir y sumergirse en pesadillescos sueños, bebe ponches calientes mezclados con whisky, mientras trata de descifrar las claves de la libreta de Geiger, pero sólo saca en claro que es “una lista de nombres y direcciones, clientes suyos probablemente.” Que “Había más de cuatrocientos.” Y que “Eso lo convertía en un tinglado muy productivo, sin mencionar las posibilidades del chantaje, que probablemente existían.”

A la mañana siguiente, tras ingerir café mientras hojea y ve que en los periódicos no se dice nada del asesinato de Geiger, recibe una llamada telefónica de Bernie Ohls, quien le informa que en el “muelle pesquero de Lido” (a unos 50 kilómetros desde el Palacio de Justicia de Los Ángeles) sacaron de las aguas “un bonito Buick sedán muy nuevo” que pertenece a la familia del general Sternwood y dentro está el cadáver de un joven. Ya allí, Bernie Ohls y Philip Marlowe observan que es el chofer de los Sternwood, un tal Owen Taylor (al parecer “le dieron con una cachiporra en la cabeza” antes de morir), quien hace un año tuvo un amorío con Carmen al fugarse a Yuma con ella (“una infracción de la ley Mann”), pero Vivian los trajo de regreso y lo hizo encerrar por la policía, para que casi enseguida lo soltaran y siguiera trabajando con ellos e incluso vivía encima del garaje de la residencia de los Sternwood. 
El caso es que Philip Marlowe, al investigar el entorno de Geiger con visos de recuperar la placa fotográfica de Carmen desnuda y sin decirle nada a Bernie Ohls del asesinato y desaparición del cadáver de Geiger, primero descubre que Joe o Joseph Brody (a quien el general Sternwood otrora pagó cinco mil dólares para que dejara en paz a su hija Carmen) ha trasladado, en una camioneta, los libros pornográficos de Geiger a su departamento ubicado en el cuarto piso de un edificio. Luego regresa a la casa de Geiger, donde casualmente coincide con Carmen en busca de su reproducible y comprometedora imagen; y poco después a ambos los sorprende la súbita llegada de Eddie Mars, el cual abre la puerta con su propia llave y dice ser el propietario de la casa. El tal Eddie Mars es un mafioso atildado con la fina elegancia de un gánster de película, que fue contrabandista durante la Prohibición y ahora es dueño de un antro nocturno a las afueras donde se juega a la ruleta. Llega con dos matones apostados en su coche; y quien a lo largo de los entresijos y giros de la novela se va revelando como la más pestilente hez de la canalla, cuyos sucios visos y red de corrupción policíaca y política en ese momento empieza a entreverse cuando Philip Marlowe le receta a quema ropa la negra famita que lo precede: “Le conozco, señor Mars. El club Cypress en Las Olindas. Juego llamativo para personas ostentosas [de hecho ahí se apuesta fuerte y los comensales visten de etiqueta]. Tiene a la policía local en el bolsillo y una comunicación con Los Ángeles que funciona como la seda. En pocas palabras, protección. Geiger estaba metido en un tinglado en el que también se necesita. Quizá le echaba usted una mano de cuando en cuando, dado que era su inquilino.” 
Vivian y Philip Marlowe
(Lauren Bacall y Humphrey Bogart)
Fotograma de El sueño eterno (1946)
Vale subrayar que la serie de asesinatos, intentos de homicidios, chantajes y extorsiones en ciernes en los que Philip Marlowe se ve envuelto durante esos cinco días de octubre en los que trabaja para el general Guy Sternwood, si bien son crímenes de orden común (incluido el oscuro trasfondo consanguíneo y psicótico que implica el misterio de la desaparición del ex contrabandista Rutsy Reagan), lo que descuella es la corrupción social, policíaca, política y periodística que hace posible y permisible que el nombre de personas adineras e influyentes, como son el general Sternwood y sus hijas, no salgan a luz pública, y que gracias a los tejemanejes y complicidades del fiscal del distrito de Los Ángeles y de la policía de Hollywood, en la prensa se ventilen historias que ocultan y tergiversan el meollo de lo que ocurre, y que el mafioso Eddie Mars pueda moverse y capitalizarse airoso, impune y aparentemente con las manos limpias, y que sucios y jugosos negocios como su antro de juego y el de los libros pornográficos de Geiger se orquesten con la anuencia, el apoyo y la protección del poder y de las fuerzas orden, dispuestas a ocultar, a hacerse de la vista gorda y a no investigar un crimen o una serie de actos delictivos. 

Raymond Chandler
  Philip Marlowe, por su parte, pese a que al cadavérico general Guy Sternwood le declara: “No soy Sherlock Holmes ni Philo Vance” (detectives creados el primero en 1887 por Arthur Conan Doyle y el segundo en 1920 por S.S. Van Dine, seudónimo de Willard Huntington Wright), tiene su propio código de honor detectivesco y una romántica integridad moral alejada de ambiciones pecuniarias. Pese a ser un solitario, resulta galán e irresistible ante las féminas. Aunado a su continua mordacidad y lúdica socarronería, se mueve con astucia y agilidad pugilística a la hora de empuñar los puños o el revólver y no duda en exponerse en medio del peligro y en jugarse la vida y, como todo un héroe a la agente 007 (el detective y espía internacional creado en 1952 por Ian Fleming), se sale con la suya, no obstante los golpes y porrazos. Planea o improvisa sus estrategias defensivas y el modo y el rumbo de sus indagaciones. Y ante todo posee el olfato y la suspicacia e intuición de un sabueso rastreador, y la consubstancial virtud de un detective que ata cabos y lee los indicios visibles e invisibles, y que al raciocinar en voz alta sus hipótesis y conjeturas arma y desarma el mecanismo y las pulsiones ocultas de un crimen o de una serie de crímenes. 



Raymond Chandler, El sueño eterno. Seguida de los cuentos “Asesino bajo la lluvia” y “El telón”. Traducción del inglés al español de José Luis López Muñoz y Juan Manuel Ibeas. Serie Contemporánea, Debolsillo/Random House. México, mayo de 2014. 368 pp.

jueves, 9 de octubre de 2014

Yo soy Malala


Sólo quiero que todas las niñas podamos ir a la escuela



A mi hermano Aris González
                                                      
La primera edición del best-seller Yo soy Malala apareció en inglés, en 2013, editado en Nueva York por Little, Brown and Company. Y ese mismo año Alianza Editorial lo publicó en español, en Madrid y en la Ciudad de México, traducido por Julia Fernández. Es decir, hizo boom cuando ante los ojos y los oídos de la aldea global la pequeña paquistaní Malala Yousafzai —Premio Nobel de la Paz 2014 ya había leído en inglés su célebre y elocuente discurso ante el seno de la ONU (lo hizo el viernes 12 de julio de 2013, día que cumplió 16 años) y estaba nominada al Premio Nobel de la Paz 2013 —“la candidata más joven de la historia”— (que finalmente obtuvo la Organización, de los Países Bajos, para la Prohibición de Armas Químicas), meses antes de que el miércoles 20 de noviembre de 2013, en Estrasburgo, recibiera el Premio Sájarov para la Libertad de Conciencia, otorgado por el Parlamento Europeo.  
(Alianza Editorial, México, octubre de 2013)
  Nacida el 12 de julio de 1997 en Mingora, una pequeña ciudad del valle de Swat, al noroeste de Pakistán, Malala, más allá de las fronteras de su país, comenzó a volverse celebérrima, a través de los mass media y de la web, cuando el martes 9 de octubre de 2012 un mozalbete talibán, Ataullah Khan, ¡graduado en Física en el Jehanzeb Collage!, le disparó a la cabeza con un revólver Colt 45 en el momento en que regresaba del Colegio Khushal a su casa dentro de una camioneta repleta de quinceañeras y niñas y por ende otras dos adolescentes también resultaron heridas. Tal acto hubiera quedado circunscrito a los miles de crímenes, atentados y asesinatos cometidos por los talibanes desde que infestaron el valle de Swat y otros ámbitos de Pakistán. Pero Malala, pese a su corta edad, a través de la radio, de la televisión, de documentales y en distintos foros del valle de Swat y de Pakistán (e incluso a través de la página web en urdu de la BBC con el pseudónimo de Gul Makai), ya era conocida por hablar y abogar por “el derecho de todas las niñas a ir a la escuela” —a fines de 2009 fue elegida portavoz de la Asamblea de Niños del Distrito de Swat (creada por el “Unicef y la Fundación Khpal Kor (Mi Hogar) para huérfanos”— y por su “campaña por la paz en el valle de Swat” y por ello en “octubre de 2011”, propuesta por el arzobispo Desmond Tutu de Sudáfrica, había sido “uno de los cinco candidatos al Premio de la Paz Internacional de KidsRights, un grupo de defensa de la infancia con sede en Ámsterdam”. Y “el 20 de diciembre de 2011”, en Islamabad —la capital de Pakistán—, había recibido “el primer Premio Nacional de la Paz, recién instituido”. “Para entonces ya estaba acostumbrada a tratar con políticos” —dice Malala en el presente libro—, quien tras recibir el certificado y el cheque de medio millón de rupias, le dijo al “primer ministro Gilani” que “queríamos que nuestras escuelas [de niñas] fueran reconstruidas [habían sido derrumbadas con explosivos por los talibanes] y que hubiera una universidad femenina en Swat. Yo sabía que él no se tomaría mis peticiones muy en serio, por lo que no presioné demasiado. Pensé Un día me dedicaré a la política y haré estas cosas yo misma.” De hecho, dice, ya desde pequeña soñaba con ser política o “inventora y hacer una máquina antitalibanes que acabara con ellos y destruyera sus armas”. Pero con el dinero del premio, dice:

   
Leyendo una redacción:
“No es oro todo lo que reluce”
       “Yo quería crear una fundación para la educación. Tenía esa idea en mente desde que vi a los niños trabajando en la montaña de basura [no lejos de su casa]. No podía olvidar la imagen de las ratas negras que había visto allí, y la niña de pelo mugriento clasificando basura [entonces quiso que su padre le diera una beca en el Colegio Khushal, escuela privada fundada por él antes de que ella naciera]. Veintiuna niñas nos reunimos e hicimos nuestra prioridad la educación de cada niña de Swat, especialmente los que trabajaban o estaban en la calle.


     
Alumnas del Colegio Khushal
      “Cuando cruzamos el paso de Malakand vi una niña pequeña vendiendo naranjas. Con un lápiz estaba haciendo rayas en un trozo de papel para llevar la cuenta de las naranjas que había vendido, pues no sabía leer ni escribir. Le hice una foto y prometí que haría todo lo que estuviera en mi mano para que las niñas como ella pudieran recibir una educación. Ésa era la guerra que iba a librar.”

Malala Yousafzai
  Luego del Premio Nacional de la Paz, en enero de 2012 ella y su familia viajaron a Karachi (invitados por Geo TV y por primera vez en avión) porque “el gobierno de Sindh” anunció que una secundaria femenina iba llevar su hombre en su honor (obviamente Malala habló en el acto). Y entre las actividades que hicieron allí, visitaron a unos parientes y el mausoleo de Mohammad Ali Jinnah, el fundador de Pakistán el 14 de agosto de 1947, y el contiguo museo que lo recuerda. Pero lo más inquietante fue que en el hostal donde se hospedaron los visitó Shehla Anjum, “una periodista pakistaní que vive en Alaska” y quería entrevistarla, quien había visto el documental que “el periodista estadounidense Adam Ellick en Peshawar” había subido en la página web del New York Times (lo había rodado en la casa familiar de Mingora el periodista pakistaní Irfan Ashraf cuando e1 14 de enero de 2009 cerró el Colegio Khushal porque fue la fecha que los talibanes del maulana Fazlullah, a través de Mulá FM, determinaron para el cierre de todas las escuelas de niñas del valle de Swat). Shehla Anjum les dijo y les enseñó que en la web los talibanes habían amenazado de muerte a Malala y a “Sha Begur, una activista de Dir”. En la tarde de ese día una llamada telefónica le informó al profesor Ziuaddin Yousafzai, el padre de Malala, que la policía había ido a su casa en Mingora para indagar si habían recibido amenazas. Y cuando regresaron de Karachi, la policía le mostró un dossier sobre Malala. “Le dijeron que a causa de mi perfil nacional e internacional [dice ella] había atraído la atención y las amenazas de los talibanes y que necesitaba protección. Nos ofrecieron policías, pero mi padre no estaba muy convencido [...]”; no confiaba en la policía y no aceptaron la custodia policíaca. 

Rezando por la vida de Malala
    Tal era su fama que luego del atentado, en torno al Hospital Central de Swat a donde fue llevada en la misma camioneta, se congregó una multitud, entre ella “fotógrafos y cámaras de televisión”. Y algo más o menos semejante, pero in crescendo, ocurrió tras su traslado en helicóptero al Hospital Militar Combinado, en Peshawar, donde la intervinieron dos neurocirujanos: el coronel Junaid y el doctor Mumtaz. “Todos los canales mostraban imágenes mías acompañadas de plegarias y poemas emotivos, como si hubiera muerto”, dice. Por observaciones clínicas y la mediación de dos médicos británicos: el doctor Javid Kayani y la doctora Fiona Reynolds —“que pertenecían a hospitales de Birmingham y se encontraban en Pakistán asesorando al ejército sobre cómo organizar el primer programa de trasplante de hígado del país”—, del hospital de Peshawar la trasladaron en helicóptero al Instituto de Cardiología de las Fuerzas Armadas, en Rawalpindi, donde le brindaron mejores cuidados intensivos postoperatorios y gracias a favores y a apoyos médicos, políticos, económicos, diplomáticos y logísticos (que la voz de Malala reseña) se pergeñó su traslado al Queen Elizabeth Hospital de Birmingham, en Gran Bretaña. Según dice:


Malala por un Pakistán pacífico
     “El lunes 15 de octubre [de 2012] a las cinco de la mañana me sacaron del hospital con una escolta armada. Las carreteras que conducían al aeropuerto estaban cortadas y había francotiradores en las azoteas de los edificios a lo largo del camino. El avión de los Emiratos Árabes estaba esperando. Me han contado que es el colmo del lujo, con una blanda cama doble, dieciséis asientos de primera clase y un pequeño hospital en la parte de atrás, con enfermeras europeas y un médico alemán a cargo. Siento no haber estado despierta para disfrutarlo. El avión fue primero a Abu Dhabi para repostar y después se dirigió a Birmingham, donde aterrizó a primera hora de la tarde.”
Christina Lamb
  Narrado en primera persona por la omnisciente y ubicua voz narrativa de Malala Yousafzai, pero espléndidamente urdido por la periodista británica Christina Lamb (Londres, mayo 15 de 1966), el best seller Yo soy Malala, subtitulado La joven que defendió el derecho a la educación y fue tiroteada por los talibanes, comprende un preliminar 
“Mapa de Swat, Pakistán y zonas limítrofes”, un “Prólogo”, 24 capítulos distribuidos en cinco partes, un “Epílogo”, un “Glosario” de palabras, una breve “Cronología de acontecimientos importantes en Pakistán y Swat”, dos notas de “Agradecimientos” y otra sobre la Fundación Malala, más una separata con 33 fotografías a color; en la primera imagen se ve a Malala “cuando era un bebé” y en la última posa con sus padres y sus dos hermanos en el jardín de su “nuevo hogar en Birmingham”. 
Malala en el jardín de su “nuevo hogar en Birmingham”
con su padre Ziauddin Yousafzai y su madre Tor Pekai
y sus hermanos Khushal y Atal
Foto: Antonio Olmos
  Vale recordar, por otro lado, que el 28 de enero de 2014 en la Universidad de Peshawar fue censurada la presentación del libro Yo soy Malala y que el 10 de noviembre de 2013 fue prohibido por la Asociación de Escuelas Privadas de Pakistán, pese a que Ziuaddin Yousafzai, en diciembre de 2012, había sido nombrado agregado de educación del Alto Comisionado de Pakistán en Londres por Asif Zardari, controvertido presidente de Pakistán y viudo de Benazir Bhutto, y a que en el momento en que dejó su país en contra de su voluntad (diez días después de que Malala voló a Birmingham) era presidente de la Asociación de Colegios Privados de Swat, director del Colegio Khushal, presidente del Consejo para la Paz Mundial y portavoz de la Qaumi Jirga (el consejo de ancianos del valle de Swat enfrentado a la intolerancia, a la violencia y al terrorismo de los talibanes). No asombra, entonces, que en Pakistán —pese a que la ONU anunció “que iban a designar el 10 de noviembre [de 2012], un mes y un día después del atentado, el Día de Malala”— hubiera gente musulmana que no creía que los talibanes le hubieran disparado, que pensaran que todo era una mentira de ella y su padre para salir del país y llevar “una vida lujo en el extranjero”; o que era “títere de Estados Unidos” e incluso “agente de la CIA”. Según dice Hidayatullah —el amigo de su padre con quien de la nada y préstamos fundó el Colegio Khushal hace más de veinte años y que en el momento del cierre del libro “tiene tres edificios con 1.100 alumnos y setenta maestros”—, “Los talibanes no son una fuerza organizada como imaginamos.” “Son una mentalidad, y esta mentalidad está por doquier en Pakistán. Alguien que está contra Estados Unidos, contra el establishment pakistaní, contra la ley inglesa, se ha contagiado de los talibanes.”


     
Malala y su padre Ziauddin Yousafzai en Birmingham
         En Yo soy Malala, la voz cantante de la protagonista —que mucho tiene de testimonio, de memoria histórica, geográfica, mitológica y religiosa, de autobiografía y conciencia crítica y política— bosqueja meollos clave de su itinerario familiar, tradicional y personal, y de su idiosincrasia musulmana y femenina, inextricable al contexto social, cultural, económico y político de una Mingora, de un valle de Swat y de un Pakistán asediados por la violencia, la intolerancia y el cruento y destructivo terrorismo de los talibanes, por la corrupción política y policíaca, por la incompetencia del ejército (Fazlullah, el líder talibán en el valle de Swat, aún seguía y sigue libre, pese a la virulenta campaña militar de 2009 y a los puestos de control), por la pobreza, el analfabetismo y la contaminación, y por los prejuicios y ancestrales atavismos que restringen, reprimen y coartan los derechos y las libertades de las mujeres. Pero también bosqueja, con visos de su particular adolescencia y juventud, su personalidad precoz y competitiva (desde pequeña siempre quiere ser la primera de la clase, sobresalir y figurar en la cima del cuadro de honor), su gusto por la lectura, el estudio y el conocimiento, su facilidad para los idiomas y para hablar en público, y su ideario e ideales concernientes al derecho a la educación de las niñas y adolescentes y de la mujer en sí, cuyo modelo encarna Benazir Bhutto, “la primera mujer que ocupó el cargo de Primer Ministro de un país musulmán”. Pero también relata y resume los pormenores que sucedieron y comenzaron a gestarse cuando ese martes 9 de octubre de 2012 fue baleada por el terrorista talibán que quería matarla y amedrentar y silenciar a su padre, activista en varias trincheras antitalibanes y en pro de la educación de las niñas y adolescentes; las incertidumbres y angustias que vivieron sus progenitores y los auxilios personales, monetarios, médicos, políticos y diplomáticos que ella concitó para salir de su país con celeridad y para que los costosos requerimientos quirúrgicos y terapéuticos fueran de lo mejor y llegaran a buen puerto en el Queen Elizabeth Hospital de Birmingham y por ende relata los escalofriantes pormenores de su estado crítico al borde de la muerte y de su paulatina y asombrosa recuperación. Según dice, fue allí donde tomó conciencia de la expectativa mediática y global que giraba en torno a ella:

Velando por la recuperación de Malala
  “Un día vino otra Fiona a verme, Fiona Alexander, que estaba a cargo de la oficina de prensa del hospital. A mí eso me parecía curioso. No me imaginaba que el Hospital Central de Swat tuviera una oficina de prensa. Hasta que llegó ella no fui consciente de todo el interés que había despertado. Cuando me trajeron de Pakistán se suponía que iba a haber un apagón informativo, pero se filtraron fotografías mías saliendo de Pakistán y los medios descubrieron que mi destino era Birmingham. No tardó en llegar un helicóptero de Sky News y se presentaron en el hospital hasta doscientos cincuenta periodistas de lugares tan lejanos como Australia y Japón. Fiona Alexander había ejercido de periodista durante veinte años y había sido directora del Birmingham Post, por lo que sabía exactamente qué información había que facilitares para que dejaran de intentar entrar. El hospital empezó a emitir partes médicos diarios sobre mi estado.

“Había gente que simplemente se presentaba allí para veme: ministros, diplomáticos, políticos e incluso un enviado del arzobispo de Canterbury. La mayoría traía ramos de flores, algunos preciosos. Un día Fiona Alexander me mostró una bolsa llena de tarjetas, juguetes y dibujos. Era Eid ul-Azha, el ‘Gran Eid’, nuestra fiesta religiosa [‘la Fiesta del Cordero, que conmemora cuando Abraham estuvo dispuesto a sacrificar a su primogénito a Dios’], y yo creía que quizá los habían enviado musulmanes. Entonces vi que las fechas en los matasellos eran bastante anteriores, del 10 o el 11 de octubre [de 2012], y me di cuenta de que no tenían nada que ver con Eid. Eran de personas de todo el mundo, niños en muchos casos, que me deseaban una rápida recuperación. Me quedé asombrada y Fiona se echó a reír. ‘Pues todavía no has visto nada’. Me dijo que había sacos y sacos, más de ocho mil tarjetas en total, muchas dirigidas simplemente a ‘Malala, Hospital de Birmingham’. Una incluso iba dirigida a ‘la niña a la que han disparado en la cabeza, Birmingham’, y había llegado. Había ofrecimientos para adoptarme, como si no tuviera familia, e incluso una oferta de matrimonio.

   
Malala en el Queen Elizabeth Hospital de Birmingham.
Lee El mago de Oz, regalo de Gordon Brown.
        “Rehanna [‘la capellada musulmana’ del hospital] me dijo que miles y millones de personas y niños en todo el mundo habían mostrado su apoyo y habían rezado por mí. Entonces me di cuenta de que me había salvado la vida la gente. Seguía viva por una razón. También habían enviado otros regalos. Había cajas y más cajas de bombones y ositos de peluche de todas las formas y tamaños. Quizá lo más precioso de todo fue el paquete de los hijos de Benazir Bhutto, Bilawal y Bakhtawar. Contenía dos velos que habían pertenecido a su difunta madre [fue asesinada en Rawalpindi el 27 de diciembre de 2007 cuando era candidata a la presidencia de Pakistán: un terrorista suicida detonó sus explosivos junto al Toyota Land Crusier blindado cuando ella asomó la cabeza para saludar a la multitud]. Hundí el rostro en ellos para intentar oler su perfume. Más tarde encontré un largo cabello negro en uno de ellos, lo que le hizo aún más especial [quizá fue el velo que llevó puesto sobre su ‘shalwar kamiz rosa favorito’ el día que cumplió 16 años y habló en el pleno de la ONU y ante los ojos y oídos de todo el mundo].


     
Malala entre su hermano Atal y Ban Ki-moon.
Es el 12 de julio de 2013, día que Malala cumplió 16 años y habló en la ONU.
Viste su shalwar kamiz rosa favorito y un velo blanco que fue de Benazir Bhutto.
        “Me di cuenta de que los talibanes habían conseguido hacer mi campaña global. Mientras estaba en la cama esperando a dar mis primeros pasos en un nuevo mundo, Gordon Brown, enviado especial de la ONU para la educación y ex primer ministro de Gran Bretaña, había lanzado una petición con el lema ‘Yo soy Malala’ para exigir que en 2015 no quedara ningún niño sin escolarizar. Había mensajes de jefes de estado y ministros y estrellas de cine, y uno de la nieta de sir Olaf Caroe, el último gobernador británico de nuestra provincia. Decía que le avergonzaba no saber pashtún, aunque su abuelo lo leía y hablaba con fluidez. Beyoncé me escribió una postal y subió una foto de la tarjeta a Facebook, Selena Gómez había retuiteado sobre mí y Madonna me dedicó una canción. Incluso había un mensaje de una de mis actrices favoritas y activista social, Angelina Jolie... estaba impaciente por contárselo a Moniba [su mejor amiga de Mingora y del Colegio Khushal].

        “No me daba cuenta entonces de que no iba a regresar a casa.”

       
En el Colegio Khushal sus compañeras
le “reservan una silla (a la derecha)”
      Es así que Yo soy Malala también bosqueja algo de lo que ha sido su recuperación y su nueva vida en Birmingham (con una placa de titanio atornillada en el cráneo y un dispositivo electrónico en el oído izquierdo), de sus premios y viajes por el mundo, de su pensamiento y de sus objetivos personales y de la Fundación Malala (“me salvé por una razón: dedicar mi vida a ayudar a los demás”). No obstante lo terrible, y muy terrible, no deja de asomar la cola en Pakistán:
Malala, activista por la educación y la paz
  “Siguen matando a niñas y volando escuelas. En marzo [de 2013] se produjo un atentado en una escuela de niñas que habíamos visitado en Karachi [enero de 2012]. Lanzaron una bomba y una granada al patio del colegio justo cuando iba a comenzar una ceremonia de entrega de premios. El director, Abdur Rasheed, murió y ocho niñas de entre cinco y diez años resultaron heridas. Una niña de ocho años quedó mutilada. Al oír la noticia, mi madre lloró y lloró. ‘Cuando nuestros hijos duermen ni siquiera les rozamos el pelo para no molestarlos —dijo—, pero hay gente que tiene armas y les dispara o arroja bombas. No les preocupa que sus víctimas sean niños’. El atentado más espantoso se produjo en junio en la ciudad de Quetta, cuando un terrorista suicida hizo volar un autobús que llevaba cuarenta niñas al colegio. Murieron catorce. Entonces los atacantes siguieron a las niñas heridas al hospital y dispararon a varias enfermeras.

“No sólo matan niños los talibanes. Otras veces son ataques de drones, las guerras o el hambre. Y a veces es su propia familia. En junio dos niñas de mi edad fueron asesinadas en Gilit, al norte de Swat, por subir un vídeo online en el que se las veía bailando en la lluvia con trajes tradicionales y la cabeza cubierta. Al parecer, fue su propio hermanastro el que las mató.”  
Malala ríe entre las niñas


Christina Lamb, Yo soy Malala. La joven que defendió el derecho a la educación y fue tiroteada por los talibanes. Traducción del inglés al español de Julia Fernández. Iconografía a color. Alianza Editorial. México, octubre de 2013. 360 pp. 

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martes, 7 de octubre de 2014

El indio que mató al padre Pro



  Escupe por un colmillo y es un troglodita, un matón         



                                
I de II

(FCE, México, 2005)
Editado en 2005 (con tres mil ejemplares) en la Colección Tezontle del FCE, El indio que mató al padre Pro (27.8 x 19.02 cm) es un libro del periodista Julio Scherer García (Ciudad de México, abril 7 de 1926, íbidem, enero 7 de 2015), cuyos lomos y pastas duras tienen el logo y la tipografía repujadas y una sobrecubierta de lujo. En contraste con tal pompa (cuyo diseño de forros e interiores es de Leonardo Pérez Ramírez), la foto que ilustra el frontispicio figura sin crédito y el papel de las páginas interiores no es el más adecuado para la reproducción de las imágenes en blanco y negro, seleccionadas de varios acervos: Fototeca del INAH, Fototeca del Fideicomiso Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca, Fondo Miguel Palomar y Vizcarra, Fondo Aurelio Acevedo, Centro de Estudios sobre la Universidad (UNAM), y Colección particular de la familia De León Toral.
    Con un “Prólogo” de la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas, ex directora de Comunicación y Análisis Histórico de la frustrada y extinta Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, El indio que mató al padre Pro es una mezcla de reportaje y entrevista al general Roberto Cruz, originalmente publicado en “ocho entregas”, “entre el 2 y el 9 de octubre de 1961”, en el periódico Excélsior. En sentido sentido, ni la prologuista ni el autor datan los ejemplares en que aparecieron, ni tampoco dicen si el texto de Scherer fue objeto de enmiendas o no. Es decir, amén de las citas al pie de página de la historiadora, el reportero no incluyó ninguna hemerografía ni ninguna bibliografía. Ni tampoco se acredita al autor (o autores) de la antología fotográfica, cuyas notas e identificaciones de los retratados, en varios casos, incluyen pertinentes y útiles croquis. 
Según dice la historiadora (lo cual explica el sonoro y acusatorio título del libro), “El motivo del reportaje, en 1961, fue la pretendida beatificación del padre Pro, que no se logró sino hasta 1988, cuando se anunció la reforma que les devolvería, 1992, la personalidad jurídica a las iglesias y a sus ministros.” Es decir, el general Roberto Cruz, en su papel de jefe de la Inspección General de Policía de la Ciudad de México —que funcionaba como “Secretaría de Seguridad Pública” bajo las órdenes dictatoriales del general Plutarco Elías Calles, presidente de México entre el 1 de diciembre de 1924 y el 30 de noviembre de 1928 (cuyo Maximato duró hasta fines de noviembre de 1934)—, en medio de la sangrienta efervescencia de la Guerra Cristera (1926-1929), fue quien “investigó” el atentado al general Álvaro Obregón sucedido el 13 de noviembre de 1927 en el Bosque de Chapultepec y que diez días después derivó, por órdenes de Calles y sin el debido juicio, en el perentorio fusilamiento (junto con otros imputados) del sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, capellán de la seglar Liga Nacional de Defensa Religiosa (o Defensora de la Libertad Religiosa), surgida el “14 de marzo de 1925” ante las restricciones y prohibiciones impuestas por el Estado a través de varios artículos clave de la Constitución Política del 5 de febrero de 1917 (el 3º, el 5º, el 24º, el 27º, el 130º), crisis agudizada con la aplicación de la llamada “Ley Calles” (duras reformas al Código Penal, entre ellas la prohibición del culto), promulgada el “31 de julio de 1926”.
     El sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, capellán de la Liga Nacional de Defensa Religiosa, fusilado, sin juicio, el 23 de noviembre de 1927 en el paredón de la Inspección General de Policía de la Ciudad de México, cuyo inmueble estaba donde ahora se halla el Edifico El Moro de la Lotería Nacional (Paseo de la Reforma núm. 1). Según la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas, “Desde las celdas de la Inspección, ese acto que se creía no tendría mayores consecuencias, fue observado también por Agustín Lara [1897-1970], quien años más tarde escribiría: ‘Corrían los tiempos de aquella absurda persecución contra los católicos [1926-1929], en que la religión, suprema libertad del hombre [sic], era un delito... Él [Pro] se curaba con mentolátum una pequeña herida que tenía en una pierna, y a veces, compartía con nosotros las viandas que del Café Colón le mandaban’.”
“¿Cuál es la versión de Roberto Cruz sobre las causas que desataron la violencia entre los dos poderes? 
“Dice textualmente: 
“Cuando surgió lo que se ha dado en llamar el conflicto religioso, me encontraba al frente de la Inspección General de Policía. Este llamado conflicto fue provocado por el alto clero, con motivo de la entrevista que un reportero [de El Universal, publicada el 4 de febrero de 1926] le hizo al arzobispo de México [José Mora y del Río]. La pregunta crucial al prelado fue qué opinaba la Iglesia respecto de las leyes que nos rigen. El arzobispo contestó que eso no eran leyes y que, por tanto, la Iglesia no las respetaría.
“Así surgió el conflicto. Ese día vi al presidente Calles en Palacio. Apenas me saludó y me recibió con estas palabras que no olvidaré mientras viva: ‘Lo que ha dicho es un reto al gobierno y a la Revolución. No estoy dispuesto a tolerarlo’. Estaba muy excitado. Se ponía de pie y ocupaba luego su silla de trabajo. ‘No estoy dispuesto a tolerarlo.’ Me repitió varias veces. Entonces ordenó —y me lo ordenó a mí, antes que a nadie— ‘que ya que los curas se ponían en ese plan, se aplicaría la ley tal y como estaba’. Habríamos de cerrar conventos, clausurar seminarios, expulsar sacerdotes extranjeros, oponernos a toda manifestación de culto, impedir que siguieran funcionando colegios confesionales. Habríamos de actuar de inmediato. Pero, ¿quién tuvo la culpa? Yo sostengo que el alto clero, por sus declaraciones inoportunas, innecesarias y completamente antipolíticos de su prelado. ¿A quién se le ocurriría desafiar así a un hombre como Calles? ¿Qué no sabían qué clase de pulgas tenía ese señor?”
Dividido en ocho capítulos, cada uno está precedido por una fecha; del I al V por la fecha “Los Mochis, Sin., septiembre de 1961”, la cual implica que Julio Scherer, a “30 grados sobre cero”, charló con Roberto Cruz en la hacienda La Guazá, propiedad de éste, que “en yaqui” significa “tierra de siembra”; el capítulo VI es el único que muestra la fecha así: “Los Mochis, Sin., 6 de octubre” (sin el año); mientras el VII y el VIII repiten: “Los Mochis, Sin., octubre de 1961”.
Tanto la prologuista como el reportero esbozan la trayectoria del general Roberto Cruz, nacido “en Guazapares, Chihuahua, el 23 de marzo de 1888”, pero residente, de pequeño y con su familia, en Torín, Sonora, un pueblo donde jugaba entre los niños yaquis y por ende aprendió el habla yaqui. No obstante, se observan discrepancias entre los datos que brindan. Por ejemplo, según la historiadora —quien escribe “Torín” con acento, mientras Scherer no— “A los 20 años, a pesar de su juventud, ya era presidente municipal de Torín” (o sea en 1908) y según ella “Cruz inició formalmente su carrera de militar en 1913, después del asesinato de Madero y José María Pino Suárez”. Pero según el reportero lo hicieron presidente municipal después de que el 20 de noviembre de 1910 estallara la Revolución y el joven Roberto Cruz participara en “combates de secundaria importancia” (o sea: tomó las armas tres años antes de 1913); luego de tales primeros combates: “Vino la paz y regresó a Torin. Ahí lo esperaban sus amigos de siempre, que pronto hicieron de él una figura relevante: presidente municipal.”
Vale observar que tal presunta “formalidad” la historiadora la circunscribe al legendario hecho de que el coronel Benjamín Hill, “brazo derecho de Obregón”, lo nombró capitán primero, al frente de “su compañía de Voluntarios del Yaqui”, organizada por él, “compuesta por 180 indios”. Episodio que Julio Scherer traza con tintes literarios y novelescos, procedimiento con el que matiza su reportaje-entrevista:
“Qué principios aquellos, tan modestos, tan humildes, principios de soldado párvulo cuando, en los inicios de la lucha contra Victoriano Huerta [1913], se presentó formalmente ante el coronel Benjamín Hill y le llevó a sus 200 yaquis, a los voluntarios de aquella región de Torin [‘rata’, en yaqui], para él tan entrañable como sus mismas tres estrellas [otorgadas, junto con el rango de general de división, por el presidente Álvaro Obregón el ‘9 de febrero de 1924’ tras la cruenta batalla de Ocotlán contra ‘la rebelión delahuertista, en la que se alzó el 40% del ejército’].
“Impresionado por las tropas que tenía ante sí, por el aire resuelto de esos indios del norte de México, altos, musculosos, con fama de valientes, tiradores como quizá no los haya mejores en toda la República, Benjamín Hill felicitó a Roberto Cruz. ‘Te voy a dar el nombramiento de teniente coronel, muchacho’, le dijo. Pero aquello no fue del agrado de éste. Lleno de vida, confiado en su futuro feliz por el primer gran éxito militar que en esos momentos alcanzaba, se comportó como un hombre adusto que desprecia los honores y prefiere acogerse a la sobriedad, ese camino estrecho por el que sólo se aventuran los que creen en ellos mismos.
“‘Soy muy joven, coronel’, le dijo a Benjamín Hill. ‘Déme usted nombramiento de capitán primero. Si sirvo para las armas, tengo tiempo de progresar, porque aún soy muy joven [tenía 25 años], y lograr más tarde un grado alto. Si no, me quedo donde estoy.’ Y en la actitud y maneras del bisoño debe haber advertido su superior un orgullo que le estallaba en el pecho. ‘Está bien’, le contestó. ‘Y así se hizo’, dice ahora el general de división y Cruz de Guerra de Primera Clase, con el énfasis de quien expresa: ‘No podía equivocarme. ¡Cómo hubiera sido posible que una cosa así ocurriera!’”
Hay que observar que esa flamante “Cruz de Guerra de Primera Clase” es, según el reportero, “la presea más alta del Ejército”, que en 1960, a sus 72 años, le fue colocada en el pecho por Adolfo López Mateos, entonces presidente de la República, la cual “culminó la carrera del general, pues semanas más tarde pediría su retiro de las armas”.
Julio Scherer García
(México, abril 7 de 1926, ibídem, enero 7 de 2015)
Ahora que si con el tratamiento literario el reportero sólo bosqueja y no ahonda ni precisa los hechos ni los datos históricos, da cabida a una larga digresión sobre la vejatoria arbitrariedad carcelera contada por David Alfaro Siqueiros cuando, tras el atentado al presidente Pascual Ortiz Rubio ocurrido el 5 de febrero de 1930 (día de su toma de posesión), llevaba diez días preso en la Inspección; ataque que también implicó el encarcelamiento y la expulsión del país, el 24 de febrero de 1930, de la fotógrafa comunista Tina Modotti. En Siqueiros, del paraíso a la utopía (SEC-DF, 2010), Irene Herner dice que esa vez el pintor dizque “pudo escaparse”. Tras ser reaprendido el “30 de abril de 1930” estuvo 7 meses preso en Lecumberri. Luego, “entre diciembre de 1930 y febrero de 1932”, tuvo a Taxco “como su prisión domiciliaria”. Raquel Tibol, en Palabras de Siqueiros (FCE, 1996), añade que en 1932 violó ese arraigo de “15 meses”; y tras reincidir en su activismo político, recibió una “perentoria sugestión de abandonar el país”. Aunque Julio Scherer no lo anota, tal digresión también se lee, ampliada y con ligeros cambios, en “Prestado por una noche”, capítulo de su libro Siqueiros. La piel y la entraña (FCE, 2003), cuya primera edición en Era data de 1965. 


 II de II

Según se observa en las páginas de El indio que mató al padre Pro (FCE, 2005), reportaje-entrevista del reportero Julio Scherer García, el general Roberto Cruz, con sus preseas militares, cargos castrenses, puestos públicos durante los explosivos y controvertidos regímenes presidenciales de Álvaro Obregón (1920-1924) y Plutarco Elías Calles (1924-1928), todo permeado por sus bravuconadas y desplantes, resulta un personaje pintoresco, repleto de contradicciones y claroscuros, héroe de sí mismo. Según dice: “Nunca fui un segundón. Si puedo hablar de la Revolución es porque la he vivido. No soy un militar de dedo, como tantos otros, ni debo mis condecoraciones a la gracia de nadie. Lo que tengo, me lo he ganado. Aquí en el cuerpo tengo cinco balas enterradas y aquí, en la mente, el recuerdo de más de cien batallas.” Será melón. Habrá quien se trague y deguste la píldora, como fue el caso de “su amigo, Gonzalo N. Santos, cacique potosino”. Roberto Cruz, es, a todas luces, un personaje secundario y con leyenda negra, en cuyos tres históricos episodios que boceta (y no ahonda) el reportaje-entrevista (el fusilamiento sin juicio del padre Pro y otros imputados, la ejecución del general Francisco Serrano y su grupo, el asesinato del virtual presidente reelecto Álvaro Obregón y el fusilamiento de José de León Toral) se muestra —con sus prejuicios, limitadas ideas y carencia de ética— cínicamente incapacitado para desobedecer una dictatorial orden, cruenta y genocida, del general Calles, sólo por el hecho de ser el Presidente de la República, casi un monarca que podía hacer y deshacer a su antojo, que “se comportaba como si él mismo fuese el águila y la serpiente de nuestro escudo”. Y más aún: habla de él con respeto y admiración. Y quizá con gratitud, pues defenestrado por el propio Calles de la jefatura de la Inspección General de la Policía de la Ciudad de México tras el asesinato de Obregón (ocurrido el 14 de julio de 1928 cuando el dibujante y fanático católico José de León Toral lo balaceó en el restaurante La Bombilla de San Ángel), Cruz no tardó en pasarse al bando contrario; es decir, pese a que entonces era “jefe de Operaciones Militares en Michoacán, estado gobernado por su gran amigo Lázaro Cárdenas”, se involucró en la rebelión escobarista iniciada con un manifiesto, el 3 de marzo de 1929, por el general José Gonzalo Escobar, cuyo objetivo era impedir que Calles impusiera un nuevo presidente títere (que a la postre fue Pascual Ortiz Rubio, quien ocupó la silla del águila entre el 5 de febrero de 1930 y el 2 de septiembre de 1932). Pero Calles, el todopoderoso Jefe Máximo, quien el 4 de marzo de 1929 encabezó la fundación del Partido Nacional Revolucionario (antecedente del actual PRI), como virtual secretario de Guerra y Marina de Emilio Portes Gil (presidente interino entre el 1 de diciembre de 1928 y el 4 de febrero de 1930), alentó y dirigió las operaciones militares que los derrotaron alrededor de tres meses después. Según el último pie de foto del libro, “Calles vencedor perdonó la vida a Cruz, quien partió al exilio en Estados Unidos. Regresó hasta 1935 y se alejó de la política.” 
Pero no fue para siempre, pues según comenta la historiadora Ángeles Magdaleno Cárdenas en su “Prólogo”: Roberto Cruz, “En marzo de 1952, en carta pública enviada al periódico El Universal, acusó al secretario de la Defensa Nacional, general Gilberto R. Limón, de conducta ilegal y peligrosa. Al participar como candidato a senador por Sinaloa, en la campaña política de Miguel Henríquez Guzmán a la Presidencia, Cruz fue detenido y acusado de subversivo. Sabedor de lo que podía sucederle por ejercer sus derechos cívicos, solicitó protección de la justicia federal contra la policía judicial del Distrito y Territorio Federales y contra la policía dependiente de la Dirección Federal de Seguridad. Este amparo se lo otorgó el licenciado Clotario Margali mediante una fianza de 200 pesos. Después de lo cual mantuvo una sana distancia frente al candidato independiente.”
“Si no fuera por el curita, por Pro [le dice el general Cruz a Julio Scherer con una frase que repite y varía], yo no tendría esa fama de troglodita, de hombre primitivo, de matón. Y pasaría por lo que soy: por un hombre culto, fino”. “Que puede sostener conversaciones de horas, sobre cualquier tema y con cualquier persona, así sea erudita y de la más esmerada educación.” Pero además “Habla de su buen gusto para vestir, de cómo en la Ciudad de México [a la que desde su hacienda La Guazá, en Los Mochis, Sinaloa, podía desplazarse en alguno de poderosos ‘seis vehículos’] y especialmente por las calles de Madero, se le verá siempre ‘con un flucs impecable, finísimo, porque eso sí [dice], me gusta vestir como un caballero y, aunque está mal que lo diga, luzco no sólo distinguido, sino muy distinguido.” 
     El general Roberto Cruz el 23 de noviembre de 1927, día en que el padre Pro fue fusilado, sin juicio previo, entre los presuntos responsables del atentado contra el general Álvaro  Obregón, sucedido diez dían antes en el Borque de Chapultepec.
                                           

            Foto antologada en La Cristiada (FCE/Clío, 2007), volumen iconográfico de Jean Meyer.
Tan distinguido y guapo como cuando lucía sus impecables uniformes militares o sus trajes de charro, que también le gustaba vestir y lucir. De hecho, según narra en “septiembre de 1961”, “hace apenas cuatro años”, en 1957, en la capilla construida por su primera mujer en la hacienda La Guazá, se casó en segundas nupcias vestido de charro (“como en un 16 de septiembre”) y ante un sacerdote católico autorizado por “el obispo de Sinaloa”: “sombrero galoneado de filtro gris”, negro el traje de charro, “con botonadura de plata y adornos del mismo metal. Ella, la novia [Soterito Burbos], entonces de 29 años [‘40 años más joven que él’], lucía con su traje de china poblana y se cubría la cabeza y parte de los hombros con un rebozo de Santa María.”
No es que el general (“Masón del grado 32”, que “cree en el más allá”) fuera mocho. De hecho, varias veces le recalca a Scherer (ya en el caso del padre Pro, ya en el de León Toral o ante la Cristiada) no creer en las cosas del catolicismo; pero sí se muestra y exhibe condescendiente ante la fe cultivada por su madre (quería que alguno de sus hijos fuera sacerdote) y por sus esposas (ambas proclives a llenar la casa de imágenes y efigies religiosas). En “septiembre de 1961”, a los 73 años, allí en La Guazá, tiene una pequeña hija con Soterito Burbos, “la última de sus 37 hijos”. Seis hijos son de su primer matrimonio con la finada y “muy católica Luz Anchondo”, con quien estuvo casado 35 años (casi los mismos de la placa metálica con que ella “dedicó ese hogar a la Virgen de Guadalupe”) y con quien en 1934 visitó Castel Gandolfo. “Boato, mucho boato. Boato por todos lados [testimonia el general]. Qué lujo, qué aparato el de esos señores. Por donde se levantara la vista no se veía sino boato. Que la Guardia Suiza, que los cuadros de los grandes pintores, que los corredores con estatuas de mármoles. La verdad sea dicha nos gustó mucho todo ese bombo”. Pero no fueron allí para arrodillarse los dos, sino para que ella recibiera la bendición del Papa Pío XI, en cuya “Secretaría” le entregaron a ésta “un cuadro con la efigie de Su Santidad, en la que le concedían indulgencias a ella, a su marido, a su hijos...” Mientras “Los otros 31 [hijos del general]... aquí y allá”. Por ende declara tener “mas de 100 nietos y bisnietos por él conocidos”, algunos de los cuales estuvieron presentes en la fiesta de su segunda boda, “día que lo acompañaron 200 amigos”. 
Y más folclórico aún: en sus tiempos de jefe de la temible Inspección General de Policía (lo fue entre “el 28 de agosto de 1925” y “el 17 de julio de 1928”) —que según él funcionaba como “Secretaría de Seguridad Pública”—, cuando bullía la persecución religiosa y el culto estaba proscrito por la Ley Calles, en su “casa de la colonia Hipódromo, en la esquina de Celaya y Tehuacán”, para honrar la fe de doña Luz Anchondo (“Era una señora muy guapa. ¡Viera de joven qué bien plantada era!”), cada domingo, a las 8 de la mañana, había misa. Desde la recámara y desde el baño, el general oía “ese dulce murmullo que se forma con las jaculatorias y oraciones de los creyentes”. Y luego, un buen desayuno: “Ya en el comedor, se sentaba al lado del ‘curita’ como dice Cruz. ‘Él, en la cabecera, como debía ser, y yo, a su lado, a la derecha.’ Se comía con apetito, ‘como si fuera una primera comunión’: tamales, chocolate, atole, gelatinas y muchas cosas más. El número de comensales nunca fue menor de 15 y muchas veces mayor de 30. Tablas y más tablas se agregaban entonces a la mesa, ‘a fin de que todos estuviera cómodos y pudiesen platicar a gusto’. Con frecuencia la charla se prolongó hasta las 11 y 12 de la mañana.
“Roberto Cruz salía entonces con rumbo a un sitio, siempre el mismo: el Lienzo Charro.”
     Cuando el 2 de octubre de 1927, el presidente Calles, allí en el Castillo de Chapultepec, que entonces era la residencia presidencial, le ordenó la ejecución del general Francisco Serrano, el general Cruz, según narra, le pidió que lo relevara de tal orden, por el simple hecho de que “Pancho” era su amigo, correligionario de armas (y compinche de parrandas en cabarets, burdeles y tugurios de juego), además de haber sido su inmediato superior cuando era subsecretario y Serrano el secretario de Guerra y Marina en el régimen de Obregón. Calles lo liberó de tal mandato. No obstante, al día siguiente, el 3 de octubre de 1927, en las inmediaciones de Huitzilac, Morelos, un regimiento de soldados dirigidos por el general Fox, cumplimentó la orden de Calles aplicando una sádica masacre al grupo (Serrano y “13 personas más”) que pretendía la no reelección del candidato oficial Álvaro Obregón y la próxima Presidencia de la República para el general Francisco Serrano. 
      Según el general Cruz, ese 2 de octubre de 1927, en el Castillo de Chapultepec, quiso “salvar a Serrano”: “Con todo respeto, con el mayor comedimiento le supliqué al presidente Calles: ‘No fusile usted a Pancho. Ha sido amigo nuestro. La asonada que intentó no tiene importancia ni ha puesto en peligro la estabilidad del gobierno. No lo mate. Depórtelo a Estados Unidos o enciérrelo en Tlatelolco’.”
No obstante, un breve diálogo que Julio Scherer traza, transluce la sumisa catadura del general Cruz y su miserable ideario de soldado obtuso, incapaz de convertirlo en un objetor de conciencia:
“—Si Calles hubiese ratificado su primera orden, y le hubiese ordenado que lo fusilara, ¿usted lo habría hecho?
“—Por su puesto. Calles era el presidente de la República y yo un soldado.
“—¿A pesar de todo?
“—A pesar de todo.”
No extraña, entonces, que declare no haberse conmovido ante el fusilamiento del padre Pro ni estar arrepentido de su papel de verdugo:
“—Cómo puede estarlo un militar que cumple con su deber, con una orden del presidente de la República.
“—¿Volvería a actuar como entonces?
“—Por su puesto.”


Julio Scherer García, El indio que mató al padre Pro. Prólogo de Ángeles Magdaleno Cárdenas. Fotos en blanco y negro. Col. Tezontle, FCE. México, 2005. 88 pp.