jueves, 24 de abril de 2014

Todo México


La mamá de los pollitos
(o por mi espíritu hablará la raza)

En A ustedes les consta. Antología de la crónica en México (Era, 1980), Carlos Monsiváis apunta que Palabras cruzadas es la “única recopilación existente” de las entrevistas que la mexicana Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932) emprendió al iniciarse “en el periodismo en 1954”. Amén de que en realidad se inició en 1953, un año antes de que Juan José Arreola le publicara Lilus Kikus —su primer libro de narrativa— en la colección Los Presentes, el libro Palabras cruzadas (Era, 1961), por inconseguible, se tornó fantasmal y tan legendario y borroso como lo es su inicio en el periodismo y quizá por ello en 2013 —el año de su medalla de Bellas Artes y del sonoro Premio Cervantes— en Ediciones Era publicó una nueva edición, revisada y aumentada.
   
(Era, 2da. ed., México, 1981)
      El primer tomo de Todo México (Diana, 1990) —dijo por entonces la autora— es el primero de doce volúmenes que exhuman y reúnen, sin sujeción temática ni cronológica, muchas de las entrevistas hechas por ella desde 1953. En este primer libro entrevista a Luis Barragán, a Luis Buñuel, a Manuel Benítez El Cordobés, a Jorge Luis Borges, a María Félix, a Gabriel García Márquez, a Yolanda Montes Tongolele, a El Santo, y a Lola Beltrán.

Elena Poniatowska en 1962
Foto: Kati Horna
        Según se lee, la más vieja data de 1964 y la más reciente de 1980 (no obstante, Jorge Luis Borges viajó a México en 1981 para llevarse el Premio Ollin Yoliztli). Ninguna menciona (pero lo debió hacer) el medio en que se publicó. Todas concluyen con una ficha anecdótica y pedagógica que resume algo de la vida y obra del personaje, y en cuyo acopio y resúmenes intervino Adriana Navarro. Las entrevistas, además, están ilustradas con fotos en blanco y negro (cuya impresión es de baja calidad) que hubieran funcionado mejor con pies o comentarios puntuales y esclarecedores. 

Lo que quizá moleste a los acostumbrados a leer de corrido, es el hecho de que las entrevistas están interrumpidas por numerosos subtítulos, separadores, llamadas de atención o descansos (o como se quiera nombrarles), muy adecuados para los que no leen ni su nombre, pese a que de tacuche y con el copetín engominado pregonen en la feria del libro que leyeron la Biblia de cabo a rabo.
(Diana, México, 1990)
        Libro misceláneo, libro tutti frutti, de chile, de dulce y de manteca. ¡Qué canal de las estrellas ni qué ocho cuartos! En Todo México los nombres resplandecen en lo alto de la bóveda celeste de toditito el país (y más allá de él): ¡puro chingonauta!, ¡de auténtica cepa! Así, el consumidor y coleccionista puede atesorar sus palabras como piedras imán, pegaditas a la víscera cardíaca. Y si compró algunos o todos los libros de la serie, puede atesorarlos en fila india en uno de los estantes de su sacrosanto y tercermundista librero (pese a que terminan desgajados dada la deficiente y fraudulenta factura de Editorial Diana), pues todos los personajes son parte de la memoria, del corazón y del ser colectivo del mexicano, todos tienen que ver con el folclor, con la historia y la cultura nacional.

Elena Poniatowska no es únicamente la espantada ama de casa que va a las luchas por primera vez al Toreo de Cuatro Caminos cuando se inaugura la Gran Temporada 1977 de Lucha Libre; la mamá de los pequeños Felipe y Paula a quienes invitó nada menos y nada más que El Santo, el meritito Enmascarado de plata, el mismo de las historietas y de los soporíferos churros; la madre temerosa que se persigna en medio del fragor de las leperadas que grita y vocifera el respetable; y que ante los golpes, las manitas de puerco y los porrazos que se propinan los luchadores se le ocurre pensar lo siguiente, mientras allá en lo alto “pasa un jet haciendo retumbar los cielos”: “Miren nada más, allá está pasando uno de los más bellos inventos del hombre, y nosotros aquí dándonos de catorrazos, medio matándonos como trucutús en la época de las cavernas”, olvidando en su regaño y jalón de orejas que esos “bellos inventos” son también algunas de las más siniestras y destructivas armas “convencionales” que ha inventado el “progreso” del genocida y troglodita género humano para la expansión y dominio de los más cruentos y beligerantes circos, negocios, maromas y teatros, no únicamente del más poderoso país de la vapuleada aldea global.
Elena Poniatowska
      Elena Poniatowska es una de las más queridas mamás que tiene el territorio mexicano. Su calidad ética es inapelable. Merece todos los respetos y reconocimientos. Entre las escritoras y periodistas mexicanas casi nadie la iguala (su virtud moral es semejante a la de Cristina Pacheco o a la de Rosario Ibarra de Piedra). Con sus crónicas y comentarios ha velado por la dignidad de los hijos de México. Si no fuera por ella, no escucharíamos las voces de quienes sobrevivieron a la masacre de la larga Noche de Tlatelolco; las de los niños que medran y duermen en las calles; las de los presos políticos y la de quienes sufrieron la destrucción de los temblores de septiembre de 1985.

La madre Poniatowska tiene corazón de masa, ni duda cabe. Pensando en sus hijos se le espanta el sueño, vela por su dolor, orfandad y desamparo. Gabriel García Márquez “piensa que su verdadera vocación es la de ser padre”; en este sentido, no es difícil suponer que la vocación innata de la madre Poniatowska es la de ser mamá. 
Así, pese a la lección de cortesía que ya Borges le había dado en 1973 cuando voló a México para recibir el Premio Internacional Alfonso Reyes, no puede reprimir —cuando el argentino regresa en 1981 por el Premio Ollin Yoliztli— el impulso de preguntarle a bocajarro por sus otros hijos, los torturados, encarcelados y asesinados en el Cono Sur: “¿por qué recibió un premio de manos de Pinochet?”
No obstante, hay que decirlo, la madre Poniatowska, que bien sabe que Fuerte es el silencio y el olvido, no es la que está en primer plano en el tomo uno de Todo México, aunque ineludiblemente a veces emerge de la sombra. Por ejemplo, María Félix en su entrevista dice como si fuera la alcaldesa de Macondo en sus tiempos más ingratos: “¡Cada día es más notorio el progreso de mi país, cada día las cosas están mejor! Y es que hemos tenido muy buenos gobernantes.” A lo que la madre Poniatowska responde: “Ay, ¿a poco? Esto que dice usted no se lo creo ni yendo a bailar a Chalma. ¿No es demagogia?”
Elena Poniatowska
Foto: Rogelio Cuéllar
         En Todo México está presente esa Elenita Poniatowska que Juan García Ponce saludaba así: “¿Qué dices, taradita?” Es decir, a sus reseñas y preguntas las alienta su sonrisa dientes de conejo (Luis Buñuel solía llevarla al súper de Félix Cuevas donde frente a las jaulas de los hámsteres le decía: “te pareces a ellos”), su rostro aparentemente ingenuo de “yo no mato una mosca” (“ni muerdo un plátano”). No se trata de parecer inteligente, sino ligera, medio tontuela y tontorrona (tanto así que después de mucha plática Borges le dice que por sus preguntas pensó que no había leído sus cuentos y quizá, pues allí está, como fulgurante frijol en la sopa de letras, el apócrifo poema “Instantes” que Elena supone Borges escribió), espontánea, coloquial, y sobre todo: tierna y divertida, por lo que nunca falta una broma, el tono femenino, e incluso alguna alusión chusca sobre sí misma. Por ejemplo, al referir la altura de Luis Barragán, dice: “Pensé que no podría ser sacerdote porque besaba mucho a las mujeres llamándolas ‘linda’ y mirándolas con cariño. Se doblaba en dos para abrazarlas porque siempre eran más pequeñas, a veces se doblaba en cuatro, y en mi caso hasta en seis, porque siempre he sido del tamaño de un perro sentado.”

Otra lúdica ocurrencia es preguntarle a María Félix el cuestionario que aparece en el capítulo “Las golondrinas” de Zona sagrada (1967), obra donde Carlos Fuentes novelizó a la actriz con el nombre de Carla Nervo. Pero lo que suscita rechazo son las preguntas insidiosas (de chismosita light de nota rosa) con que mortificó a la pobre de Tongolele (¿qué piensa de Fulanita?, ¿qué de Perenganita?).
Y lo que más le agrada al presente tecleador es la entrevista que le hizo a Gabriel García Márquez (fechada en “Septiembre de 1973”). Allí, entre otras cosas, Gabo le narra la atmósfera mágica que rodeó a la “Cueva de la Mafia”, como en Historia de un deicidio (1971) Mario Vargas Llosa apuntó que así llamaban al habitáculo de la casa de San Ángel Inn donde el colombiano escribió Cien años de soledad (1967): “La ‘Cueva de la Mafia’ es el escritorio de García Márquez, en su casa del barrio de San Ángel Inn, el recinto donde permanecerá poco menos que amurallado el año y medio que le llevó escribir la novela, después de pedirle a Mercedes que no lo interrumpiera con ningún motivo (sobe todo, con problemas económicos). Sus hijos lo ven apenas en las noches, cuando sale de su escritorio, intoxicado de cigarrillos, después de jornadas extenuantes de ocho y diez horas frente a la máquina de escribir, al cabo de las cuales algunas veces sólo ha avanzado un párrafo del libro. La ‘Cueva de la Mafia’ es un hogar dentro del hogar de los García Márquez, un enclave auto-suficiente: hay un diván, un bañito propio, un minúsculo jardín...”
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa
       Todo mundo contribuyó con Cien años de soledad: el barrio; el carnicero al que debían cinco mil duros pesotes; el propietario de la casa, quien esperó ocho meses el pago de la renta; Mercedes Barcha Pardo, que hacía milagros; Pera, la mecanógrafa que se ocupó de su pésima ortografía; y sobre todo sus amigos: 

“Para hacer Cien años de soledad [Gabo le dice a la Poni] consulté médicos, abogados, y junté en mi casa una enorme cantidad de libros de medicina, alquimia, filosofía, enciclopedias, botánica y zoología, para que cada dato estuviera muy bien verificado y comprobado; no quería un solo error, a no ser las faltas de ortografía, que quedaban en manos de Pera. No podía detenerme en lo que estaba escribiendo para ponerme a estudiar alquimia; entonces escribía inventándolo todo y en la noche buscaba libros sobre la materia, que los amigos me habían conseguido, e incorporaba los datos que allí encontraba, pero lo que me resulta curioso es que yo no estaba equivocado o lejos de la verdad de mis invenciones. La obra me llevaba a tal velocidad que yo no me podía parar, y a partir de ese momento se creó una especie de equipo solidario alrededor del libro, y todos mis amigos me ayudaron. Yo le hablaba a José Emilio Pacheco: ‘Mira, hazme el favor de estudiarme exactamente cómo era la cosa de la piedra filosofal’, y a Juan Vicente Melo también lo ponía a investigar propiedades de plantas y le daba una semana de plazo. A un colombiano le pedí: ‘Haz el favor de investigarme cómo fueron todos los problemas de las guerras civiles en Colombia’, a otro le pedí la mayor cantidad de datos sobre las guerras federales en América Latina y siempre tuve amigos haciéndome tareas de este tipo; todo el trabajo poético, por ejemplo, que me hizo Álvaro Mutis, es invaluable. Cuando yo llegué [a México] en 1961, el grupo que estaba en Difusión Cultural [de la UNAM]: Pacheco, Monsiváis, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, y por otro lado, Jomí García Ascot y Álvaro Mutis, trabajaron para mí —y se ríe—. Ahora me doy cuenta de verdad que todos ellos estaban trabajando en Cien años de soledad, y no sólo no lo sabían entonces, sino que tengo la impresión de que no lo saben todavía.”



Elena Poniatowska, Todo México. Tomo 1. Editorial Diana. México 1990. 318 pp.




Presentación de Palabras Cruzadas en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2013



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