miércoles, 29 de mayo de 2013

El imperio perdido



El lugar donde los vivos hablan con los muertos



I                                   
A imagen y semejanza de la virtud histriónica de Joseph Roth para desdoblarse en otro, el narrador y ensayista José María Pérez Gay transfigurado en otro: lector de sí mismo, podría decir lo siguiente con la consabida frase garciamarquina que tanto lo entusiasma y usa: muchos años después de que José María Pérez Gay dominara el alemán como el mejor de los discípulos de Karl Kraus, se perdiera en Viena, en sus legendarios cafés, en los vestigios del Imperio de Austro-Húngaro, y leyera de cabo a rabo toda la obra de Hermann Broch (1886-1951), de Robert Musil (1880-1942), de Karl Kraus (1874-1936), de Joseph Roth (1894-1939) y de Elías Canetti (1905-1994), más biografías y numerosos ensayos de otros autores, escribió, sobre y a partir de ellos, un libro en español publicado en la Ciudad de México.
 
José María Pérez Gay
     
(Cal y Arena, México, 1991)
         Escrito con el apoyo de una beca para ensayo literario otorgada por el CONACULTA entre 1989 y 1990, la idea de El imperio perdido (Cal y Arena, 1991) nació en el curso Literatura y Sociedad en Austria (1880-1938) que José María Pérez Gay [México, febrero 15 de 1943-mayo 26 de 2013], doctor en sociología por la Universidad Libre de Berlín, impartió durante 1982-1983 en la División de Estudios de Postgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Y pese a que afirma que sus “opiniones críticas nunca buscaron otro tono que el personal, ni mayor alcance que una reflexión íntima”, el libro abunda en frases canónicas y concluyentes como las que suelen acuñar y blandir los profesores y ensayistas que están convencidos de lo que dicen. Esto resulta, a veces, muy exagerado o exultante; por ejemplo, cuando José María Pérez Gay cuenta que Die Fackel, la revista que Karl Kraus hizo durante 36 años, cuyo primer número sólo tiró 300 ejemplares y entonces Robert Scheu, dice, registró: “Viena no volvió a vivir un día como ese, fue un alboroto, un rumor y un escalofrío. En las calles, en los tranvías y los parques, todas las personas leían un cuaderno rojo [...] Era sencillamente increíble”. Puede suponerse que Robert Scheu se refiere al primer día de la revista y quizá al hecho, “insólito en la historia editorial de Europa”, de que en menos de un mes se tuvo que reimprimir treinta mil ejemplares más. No obstante, José María Pérez Gay no es un profesor-ensayista común y corriente. Si la mayoría de los profesores de literatura tuvieran sus conocimientos, su fervor y magnetismo para exponer en forma oral y escrita, quizá las condiciones en las universidades mexicanas empezarían a ser otras.

   
José María Pérez Gay
Foto que ilustra la segunda de forros de El imperio perdido (1991)
           El imperio perdido no es sólo un conjunto de ensayos (o cátedras) sobre los autores citados; es también celebración, nostalgia y tributo a la cultura austriaca de las primeras décadas del siglo XX, a Viena, su corazón, y a sus míticos cafés. 

Según el reseñista, los mejores ensayos del libro son los que tienen como epicentros, respectivamente, las tribulaciones y atributos de Robert Musil, las mitomanías del cronista y santo bebedor de Joseph Roth, y el que desentraña y resume la serie de conceptos que sustentan la obra narrativa y ensayística de Hermann Broch: la degradación de los valores de la cultura occidental, el sentido ético que salva a la obra de la oquedad y banalidad del kitsch, y la democracia como uno de los derechos humanos fundamentales. 
José María Pérez Gay traza la genealogía y los dramáticos ires y venires de una semblanza biográfica, y al unísono discurre por los trasfondos y puntos que él considera más significativos en cada obra; evoca episodios históricos, vidas paralelas y entrecruzamientos con otros escritores, intelectuales, filósofos, psicoanalistas y personajes. Tal es su capacidad narrativa, que muchas de las escenas que reconstruye parecen fragmentos de extraordinarios filmes.
   
Joseph Roth
 

       
Frield Reichler, "nacida en Galicia y dueña de grandes ojos",
quien fue esposa de Joseph Roth y estuvo recluida en el Centro
Steinhof, el manicomio estatal de Viena "donde vivían seis mil
locos"; mismo que Elías Canetti, cotidianamente, desde la ventana
del cuarto donde vivió seis años, observaba mientras en alemán
urdía el manuscrito de su voluminosa novela Auto de fe (1935).
          Cuenta el ensayista que en 1933, Joseph Roth, al abandonar Viena, se vio obligado a recluir a Friedl Reichler, su esposa de grandes ojos, en el manicomio estatal de Viena: el Centro Steinhof. Más tarde, en junio de 1935, trasladaron a Friedl al manicomio de Mauer-Ohling. Y en julio de 1940, un año después de que en París falleciera Roth, en un bosque cercano a Viena, Friedl murió asesinada por un comando nazi junto con otros 130 dementes. Elías Canetti, por otro lado, en su crónica autobiográfica sobre la génesis de su novela Auto de fe (publicada en alemán en 1935), reunida en su libro de ensayos La conciencia de las palabras (editado en alemán 1974 y en castellano en 1981 por el FCE) e insertada al final de la traducción al español de la novela que hizo Juan José del Solar (Muchnik Editores, 1980), relata que a partir de abril de 1927 (dos meses antes de que se sucediera el histórico incendio del Palacio de Justicia que presenció y le reveló el potencial de su corazón de masa), alquiló el cuarto de un segundo piso de una casa ubicada a las afueras de Viena en el que vivió durante seis años. Sin que Elías Canetti tuviera que asomarse a la ventana y mientras escribía su tesis doctoral o los borradores de lo que según él iban a ser un conjunto de novelas, podía ver desde allí los árboles de un gran jardín arzobispal y, por otro lado, la isla de los desdichados cercada por un muro: el manicomio Steinhof. Allí lo recibió la casera Teresa que vivía con su familia en el piso de abajo y que en ese momento (y sin que ambos lo supieran) le dio un diálogo del tercer capítulo de su única novela y el nombre del ama de llaves del sinólogo Peter Kien, la mujer que se encarga de erosionar su comunión bibliófila. En esa habitación decorada primero con detalles de los frescos de la Capilla Sixtina, luego sustituidos por fotograbados del Retablo de Isenheim y otras reproducciones de la iconografía de Grünewald, pocos años antes de que en los cafés de Viena sometiera sus manuscritos al escrutinio de Robert Musil y de Hermann Broch, el joven Elías Canetti leía a Stendhal, idolátricamente los ejemplares de Die Fackel y por primera vez La metamorfosis de Franz Kafka. Allí escribió su novela. “La perspectiva cotidiana sobre Steinhof, donde vivían seis mil locos, fue para mí un estímulo constante. Estoy totalmente seguro de que, sin aquel cuarto, jamás hubiera escrito Auto de fe.” 

(Muchnik Editores, Barcelona, 1983)
     
(FCE, México, 1981)
            Se puede suponer, entonces, como simple conjetura, que entre esos locos que participaron en la atmósfera propiciatoria de la novela y sus elocuentes partes (“Una cabeza sin mundo”, “Un mundo sin cabeza”, “Un mundo en la cabeza”), Elías Canetti, sin saber de quién se trataba, varias veces vio y sintió por breves y largos instantes, el destello interior de Friedl Reichler extraviada en sí misma.

  






***************


II


Elías Canetti
        El ensayo que en El imperio perdido José María Pérez Gay presenta sobre Elías Canetti es breve y apresurado. Apenas y esboza el itinerario y los lazos inextricables de vida, obra e historia. Algo parecido podría decirse sobre el que le dedica a Karl Kraus. En éste, siguiendo la tradición sucesivamente repetida a imagen y semejanza de un rezo hasta por el mismo Canetti, afirma que Kraus es el máximo escritor satírico en lengua alemana, digno de figurar al lado de Aristófanes, Juvenal, Quevedo, Swift y Gogol. Y si bien considera hechos históricos, anécdotas y datos biográficos, el ensayo es, en mayor medida, una apología. El autor no le cuestiona el egocentrismo, los excesos y las contradicciones a este crítico, agresor, snob y exhibicionista profesional. Sólo al término del ensayo, como para concluir con un moñito de bronce, alude que claudicó entregando su prestigio a un canciller austrofascista. 
Karl Krauus
       Karl Kraus bautizó a su instrumento publicitario con el incendiario e iluminador título Die Fackel (La antorcha); él financiaba y escribía todos los artículos, aforismos y panfletos; se sentía un santo redentor llamado a destruir sobre todo a los periodistas, esos corruptores de conciencias y vidas privadas; en un dizque poema escribió: 


            No quiero ser reseñado, ni nombrado,
            ni publicado o propagado, ni puesto en escena,
            ni leído públicamente, ni me da la gana
            aparecer en ningún catálogo, en ninguna
            antología, en ningún diccionario de escritores,
            por interesantes y atractivos que sean.

        Sin embargo, ¡oh reveladora y contradictoria paradoja!, se promovía en escenificadas lecturas públicas para verse admirado a través de los linchamientos que oficiaba y ejecutaba con insultos, sermones y visiones proféticas, amén de sus epigramas, parodias y libretos con pretensiones pedagógicas, y de su obsesión mesiánica por enseñar a leer el pozo negro de la información periodística. 
 
Karl Kraus
          Karl Kraus no era un santo. Si realmente estaba en contra de todo y de todos, ya encarrerado el gato, hubiera sido más congruente con sus diatribas (y digno para él) que se convirtiera en un asesino-suicida, precisamente como lo conceptualizó Joseph Roth en su artículo “Contra los suicidas” al reflexionar sobre esa fiebre contagiosa que estuvo de moda en esos años: “vale la pena preguntarse por qué las personas con la fuerza necesaria para quitarse la vida no consideran la posibilidad de llevarse consigo a quienes causaron su suicidio.” “Me suicido lenta, implacablemente”, escribió Hermann Broch, en 1948, y lo mismo hubieran podido anotar en sus diarios los autores reunidos en El imperio perdido ante el derrumbe de su entorno exterior e interior. “Si tuviera la capacidad de matarme, no me iría solo de este mundo”, subrayó Roth.

   
Hermann Broch
         
Robert Musil
     
Joseph Roth
         Los espléndidos ensayos sobre Hermann Broch, Robert Musil y Joseph Roth dejan en el lector la sensación de haberlos conocido y no sólo en la mesa de un café. Con el ensayo sobre Karl Kraus ocurre lo mismo que le sucedió a Elías Canetti cuando en Viena asistió, durante nueve años, a sus lecturas públicas: nunca supo quién era él. Desde luego que el provinciano y anónimo lector de café se entera de su lesión congénita en la columna vertebral, que su padre tenía una fábrica de papel, que no fue reclutado durante la Gran Guerra, que se enamoró como un idiota de una amiga de Rilke que vivía en un castillo checo y a la cual le escribía cartas como loquito y etcétera, etcétera; pero fuera del barniz sobre su misión moral y profética (“enseñó a leer a toda una generación”, fue “pionero en las advertencias contra el totalitarismo”), el lector no accede a los entretelones de su pensamiento y personalidad, ni a las pulsiones que determinaron los giros y actos de su vida.

   
José Emilio Pacheco
         Una lección ejemplar que brindan las pasiones y vidas inmersas en las páginas de este libro urdido por José María Pérez Gay, se puede resumir con palabras de José Emilio Pacheco (célebre catastrofista, cuya columna Inventario enseñó a leer y escribir a varias generaciones de energúmenos y humanoides): la literatura es la única clarificación de la abrumadora experiencia humana, y el único lugar donde los vivos hablan con los muertos. 

"Versión de J.M. Ripalda sobre la traucción de A. Gregori"
(Alianza Editorial, Madrid, 5ta. reimpresión en Alianza Tres, 1989)
         Otra, la más significativa, es el abismo al que están condenados los lectores del español que no leen alemán (mayoría en las latitudes mexicanas) y los que carecen de la voluntad y representación del joven Borges de quince años para enseñarse a sí mismo el idioma de Heine sólo con el auxilio de un diccionario alemán-inglés (casi como lo hizo otro joven de diecinueve años: el compadrito Funes el memorioso, que a sí mismo se enseñó latín). En este sentido, José María Pérez Gay descalifica la traducción al español de La muerte de Virgilio que J.M. Ripalda hizo sobre la versión de A. Gregori; y, por lo que se entiende, su tesitura, textura y sentido la hacen intraducible al castellano (claro, que en tal caso, para unos cuantos perdidos en el archipiélago de soledades queda el consuelo de leer la versión inglesa que hizo Jean Starr Untermayer). De los catorce volúmenes de las inasibles y fantasmagóricas obras completas de Karl Kraus “un traductor apenas si puede rescatar algo” [...]; y en la traducción que Seix-Barral editó de El hombre sin atributos se mutiló el capítulo inicial... Por si fuera poco, casi toda la obra de los autores pensados y explorados en El imperio perdido no ha sido traducida al español y la que lo está, se encuentra agotada o es difícil conseguirla.

   
Robert Musil
          Recorriendo las páginas de El imperio perdido, el lector, víctima de la melancolía y en calidad de desdichado en la isla de ninguna parte, puede asomarse a los cafés de Viena y ver allí, desde el rincón de una solitaria mesa, concentrados y discutiendo, a numerosas celebridades y leyendas (Milena Jesenská, Ea von Allesch) que sería largo enumerar. Pero ahora sabemos, que en esa tarde de abril de 1925, en una mesa del café Museum en la que ahora mismo se hallan Karl Kraus, Robert Musil, Hermann Broch y el joven Elías Canetti dialogando esa escena imposible, llega hasta ellos el imperceptible ectoplasma de un viajero mexicano de cabello blanco y fácil conversación y pronunciación nasal; y tal vez, sumido en esa mezcla de silencio y fascinación al verlos y escucharlos, piense en la fácil costumbre de estar lejos.

   
José María Pérez Gay
        No faltará, por otro lado, el borroso y evanescente profesorcito pseudocanónico (quizá un reseñista converso, efímero e infeliz a imagen y semejanza de los que describió Joseph Roth en su crónica “La reseña de los libros”) que después de leer El imperio perdido, escriba en el pizarra o declare en el infecto y solitario salón de clases: nadie entre los mexicanos ha rendido en los últimos años del siglo XX un homenaje público tan contundente a la literatura austriaca. Muchos lectores se han preguntado, y se preguntarán, si su autor, en el fondo, es un vienés: un habitual de los cafés de Viena que ya no existen. 




José María Pérez Gay, El imperio perdido. Iconografía en blanco y negro. Cal y Arena. México, 1991. 358 pp.









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