viernes, 8 de marzo de 2024

Aquellos tiempos con Gabo



       Mi personaje inolvidable: 
crónica de una amistad anunciada

Como el lector recordará, el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, Suecia, el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927) recibió el Premio Nobel de Literatura 1982. En mayo de ese año había aparecido en Colombia, impreso por La Oveja Negra con un tiraje de doscientos mil ejemplares, El olor de la guayaba, libro, aderezado con fotos en blanco y negro, que reúne un conjunto de entrevistas y crónicas biográficas que el también colombiano Plinio Apuleyo Mendoza (Tunja, 1932) le hizo a Gabriel García Márquez, el celebérrimo autor de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967). Casi simultáneamente, El olor de la guayaba fue coeditado en México por La Oveja Negra y Diana, con un tiraje de cincuenta mil ejemplares. Y otro tanto, más o menos semejante, ocurrió en España a través de Bruguera y La Oveja Negra, además de que (gracias a la fama del entrevistado) fue traducido a diecisiete idiomas. 

(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
       Contando con la aprobación y la complicidad de Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba es el reconocimiento y el tributo que un entrañable y viejo amigo (periodista y narrador) le hace a otro (también periodista y narrador), cuya novela central (Cien años de soledad) lo convirtió con rapidez en un escritor masivamente traducido a muchas lenguas del orbe, además de rico, amigo de “las criaturas del poder supremo” (presidentes, generales y fauna por el estilo), y rutilante estrella de la jet set internacional. Cuando en El olor de la guayaba, García Márquez le responde a Plinio que nunca se ha puesto un frac y que no se lo pondría si llegara a ganar el Premio Nobel, el lector puede recordar que cumplió su palabra, pues en Estocolmo, ante el Rey y la Reina, Gabo asistió a la ceremonia de entrega “vestido de blanco liqui-liqui de algodón” y con una rosa amarilla en la mano, similar a las rosas amarillas que entre los centenares de desconocidos y celebridades que había en los palcos, los amigos de García Márquez (entre ellos Plinio) lucían en las solapas del frac (algunos rentados “por doscientas coronas en una sastrería de Estocolmo”), mismas que Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932), la esposa de Gabo desde el 21 de marzo de 1958, les entregó a cada uno a modo de talismán de la buena suerte.
 
Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo 
Gabriel García Márquez coronado con
Cien años de soledad (Sudamericana, 2da. ed., Buenos Aires, 1967)
        Si el lector quiere leer el discurso que Gabriel García Márquez dijo en Estocolmo durante la recepción del Premio Nobel, puede consultar el volumen Cultura y creación intelectual en América Latina (Siglo XXI, México, 1984), antología de ensayos bajo la coordinación de Pablo González Casanova, donde se halla ampliado con el título “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe” [o tal cual: “La soledad de América Latina”, antologado en su libro Yo no vengo a decir un discurso (Random House Mondadori, México, 2010)]. Pero en cuanto a lo que implican y significan las rosas amarillas, en El olor de la guayaba el cataquero dice que en la casa del mundo donde se encuentra siempre hay flores amarillas: “Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.” Lo cual, según afirma, le sirve para desencadenar o incentivar la imaginación y la creatividad, pues se da por entendido que Mercedes Barcha pone siempre en su escritorio una rosa amarilla: “Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me traen la flor y todo empieza a salir bien.”

Gabriel García Márquez y las rosas amarillas
         Como el rótulo del libro lo anuncia: Aquellos tiempos con Gabo (Plaza & Janés, Barcelona, 2000) es otro tributo y reconocimiento más que Plinio Apuleyo Mendoza le rinde a Gabriel García Márquez, donde retoma ciertas anécdotas contadas en El olor de la guayaba, en La llama y el hielo (Planeta, Bogotá, 1984) y en crónicas dispersas. Así, Aquellos tiempos con Gabo es un libro de memorias a través del cual el autor evoca y narra una serie de episodios y sucesos trascendentes en la vida de ambos (pues básicamente los vivieron los dos en calidad de amigos y compadres), a lo que se añade el hecho de que ciertos acontecimientos, vivencias, perspectivas ópticas e ideológicas le conciernen única y exclusivamente a la vida y al pensamiento de Plinio Apuleyo Mendoza. 

(Plaza & Janés, Barcelona, 2000)
La portada del libro tiene, bajo la reproducción del rostro de Gabo, un falaz slogan que a la letra dice: “Hallazgo de un García Márquez desconocido”. Pues a estas alturas del año 2000 ya han corrido tantos ríos y ríos de tinta sobre la vida y milagros del hijo del telegrafista de Aracataca, que casi nada de lo que rememora Plinio Apuleyo Mendoza sobre su personaje inolvidable lo ignora un anónimo lector, un minúsculo hijo de vecino metido (o no) a reseñista de libros en un semanario de Xalapa, la provincia jarocha donde a Gabo, la Universidad Veracruzana, le publicó su cuarto libro: Los funerales de la Mamá Grande (1962), cuando aún estaba recién llegado en la Ciudad de México (arribó por tierra desde de Nueva York, con Mercedes Barcha y Rodrigo, el primer hijo de ambos, “el domingo 2 de julio de 1961”, día del suicidio de Ernest Hemingway), libro dedicado “Al cocodrilo sagrado” (su mujer), que además contiene el cuento en que se basó la película homónima dirigida por el chileno Miguel Littin: La viuda de Montiel (1979), con guión de éste y José Agustín, protagonizada por Geraldine Chaplin (Adelaida, viuda de Montiel) y Nelson Villagra (José Chepe Montiel), rodada en locaciones de Tlacotalpan y Xalapa, Veracruz. Pero también, tal libro comprende el cuento en que está basado el filme homónimo En este pueblo no hay ladrones (1964), dirigido por Alberto Isaac en base al guión de éste y Emilio García Riera, entre cuyo notable reparto de escritores, pintores y cineastas haciendo pequeños papeles, figura, de fugaz boletero de cine, el propio Gabriel García Márquez. Protagonizada por Julián Pastor (Dámaso) y la entonces bellísima bailarina Rocío Sagaón (Ana), están allí, por ejemplo, Juan Rulfo y Carlos Monsiváis de jugadores de dominó; Leonora Carrington entre los fieles de la pequeña iglesia donde Luis Buñuel, el cura, dicta un furioso sermón contra los ladrones y pecadores de toda laya; José Luis Cuevas de jugador de billar; Emilio García Riera de experto en billar; María Luisa la China Mendoza de cabaretera; Héctor Ortega, que sí era actor, de mesero gay, amanerado y algo cómico. La pintoresca imagen de Gabo como boletero de cine, remite, quizá ineludiblemente, al rol que desempeñó en Roma, Italia, cuando en su fracasado intento por estudiar guión en el Centro Experimental de Cinematografía durante noviembre y diciembre de 1955 (quería convertirse en el Cesare Zavattini del Caribe), logró ser el flamante “tercer asistente del director Alexandro Blasetti en la película Lástima que sea un canalla”, según apunta Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), su biografía de Gabriel García Márquez. Pero Gabo no pudo ni siquiera acercarse al oscuro objeto de su deseo: Sofía Loren, la estrella del filme, puesto que su chamba “consistió, durante un mes, en sostener una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos”.

Gabriel García Márquez, Geraldine Chaplin y Miguel Littin
durante el rodaje de La viuda de Montiel (1979)
Abel Quezada y Juan Rulfo tomado cerveza
Fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones (1964)
En la barra: Abel Quezada y Juan Rulfo
Jugando dominó: don Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964)
      Lo singular, entonces, de las memorias y episodios de Aquellos tiempos con Gabo estriba en que la voz que evoca y narra fue (y es) un entrañable amigo del más notable y popular de los escritores latinoamericanos del boom, y por ende lo que recuerda, relata y comenta le atañe hasta la médula. Los hechos y las anécdotas que Plinio Apuleyo Mendoza rememora en su libro tienen un desglose más o menos cronológico; es decir, parten del año en que Plinio y Gabo se vieron por primera vez en Bogotá (Plinio no precisa la fecha, pero pudo ser en 1947 o en 1948), y casi concluyen con el bosquejo de lo ocurrido el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, cuando Gabo recibió el Premio Nobel de Literatura. Pero la remembranza y la voz van y vienen por el tiempo y por el espacio, según el parecer del autor. 

(Alfaguara, Madrid, 1997)
Conforme a los registros que Dasso Saldívar consultó para El viaje a la semilla, Gabriel García Márquez se matriculó en el primer curso de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, ubicada en Bogotá, el “25 de febrero de 1947”, y la abandonó en el segundo curso el “9 de abril de 1948”. En 1947 o en 1948, la vez que se vieron por primera vez en un cafetín de Bogotá, Gabo tendría 20 ó 21 años y Plinio 15 ó 16, y fue cuando Luis Villar Borda, condiscípulo de García Márquez en la Facultad de Derecho, le colgó el letrero de “caso perdido”: 
 “Es un masoquista típico. Un día aparece por la universidad diciendo que tiene sífilis. Otro día habla de una tuberculosis. Se emborracha, no presenta exámenes, amanece en burdeles.
  “Villar se queda contemplando taciturno el humo del cigarrillo que acaba de encender. Su tono es el de un médico que da un diagnóstico severo, irremediable.
 “—Lástima, tiene talento. Pero es un caso absolutamente perdido.” 
Anécdota (contada antes en La llama y el hielo) que Dasso Saldívar pone en tela de juicio diciendo: “Aunque estas palabras pueden traducir una opinión generalizada entre los compañeros del entonces estudiante de Derecho Gabriel García Márquez, parecen más bien una exageración de la memoria de Plinio Mendoza puesta en boca de Villar Borda, pues, como se ve, éste debió tener en la más alta estima a quien fue, sobre todo, su compañero de lecturas literarias y aventuras periodísticas.”
Pero tal imagen vuelve a ser recordada cuando casi al concluir Aquellos tiempos con Gabo, Plinio evoca la noche de la ceremonia del Premio Nobel, “con las cámaras de televisión de 52 países fijas” en Gabriel García Márquez: “La imagen queda fija, y yo vuelvo ahora atrás, al principio, al muchacho demacrado con un vistoso traje color crema que 35 años atrás, en un café sombrío de Bogotá, sin pedirnos permiso se ha sentado a nuestra mesa. El muchacho flaco y bohemio, con una carrera de derecho abandonada, secreto devorador de libros en pensiones de mala muerte, pasajero de tranvías dominicales que no van a ninguna parte, ardoroso fabricante de sueños desesperados, considerado por su padre y sus amigos un caso perdido.”
Gabriel García Márquez durante la recepción del Premio Nobel de Literatura 1982
Sin embargo, la amistad de Plinio y Gabo no empezó allí, en Bogotá, sino en París, a fines de diciembre de 1955, pues Gabriel García Márquez había llegado al Viejo Continente a mediados de julio de ese año como corresponsal en Europa de El Espectador, diario bogotano, para quedar varado en la Ciudad Luz a inicios de 1956 en medio del frío, el hambre, la pobreza y las crecientes deudas, pues el dictador Gustavo Rojas Pinilla clausuró el diario (y El Independiente, que lo sustituyó, cerró sus puertas el 15 de abril de 1956) y para Gabo no fue fácil conseguir empleo para sobrevivir después de que se le acabó el dinero del boleto de regreso que el diario le envió (entre otras cosas, “recogió botellas, revistas y periódicos viejos y los cambió por algunos francos”, cantó rancheras a dúo en un club nocturno y “llegó el día en que tuvo que pedir un franco en el metro”). No obstante, pese a las penurias y a las deudas de la rentada buhardilla en el séptimo piso del astroso Hotel de Flandre, en la Rue Cujas del Barrio Latino, Gabriel García Márquez (que a fines de 1956 dejó la estrecha buhardilla y se fue “a la Rue d’Assas, donde compartió una chambre de bonne [cuarto de criada] con Tachia Quintana”, una vasca que sobrevivía de actriz de teatro y empleada doméstica), no dejó de teclear por las noches (hasta el amanecer) en la máquina portátil roja que alguna vez Plinio le vendió por 40 dólares, y entre mediados de 1956 y enero de 1957 concluyó su segundo libro, mismo que escribió nueve veces: El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, 1961), que muchos años después, en 1999, conocería una homónima, libre y somnífera adaptación fílmica, rodada en locaciones de Chacaltianguis, pueblo a orillas del río Papaloapan, Veracruz, con guión de Paz Alicia Garciadiego y la dirección de Arturo Ripstein. 

El joven periodista Gabriel García Márquez
      
    En el verano de 1957 los amigos viajan por Alemania Oriental y luego por la URSS (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas), recorridos recordados en forma muy parcial y resumida por el autor, donde según éste pierden la “inocencia respecto del mundo socialista”, pese a que Gabo en el otoño de 1955 ya la había perdido al viajar por Polonia y Checoslovaquia, a lo que se añade la circunstancia de que al retornar del tal viaje por la URSS, ambos se separaron en Kiev y García Márquez vive quince días en Hungría, donde aún eran visibles los vestigios del levantamiento húngaro y de la invasión rusa de octubre de 1956. Gabo, además, daría constancia de tal experiencia en la serie de diez reportajes (“90 días en la Cortina de Hierro”) que escribió en 1957 al regresar a París; y pese a que ese mismo año se los envió a su colega Ulises (Eduardo Zalamea Borda) para que los publicara en el resurgido El Independiente, sólo los pudo dar a conocer en la revista Cromos, de Bogotá, entre julio y septiembre de 1959. 
A fines de 1957, Plinio, quien ya estaba en Caracas, Venezuela, recién nombrado jefe de redacción de la revista Momento, celebra las virtudes periodísticas de García Márquez y gracias a la locura del loco MacGregor, el dueño, éste le paga a Gabo el boleto de avión de Londres a Caracas, lo cual, sin que el par de amigos pudieran preverlo, los hizo vivir, de cerca y como periodistas, la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, ocurrida entre el primero y el 23 de enero de 1958.

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Como periodistas, primero en Caracas y luego en La Habana, en enero de 1959 los dos participan en la efervescencia que suscita la recién estrenada Revolución Cubana. Poco después, en Bogotá, con Plinio a la cabeza, a ambos les toca organizar la corresponsalía de Prensa Latina, sucursal de la agencia noticiosa de Cuba, entonces dirigida desde La Habana por el argentino Jorge Ricardo Masetti. Según se sabe y confirma el autor, su paso por Prensa Latina implica uno de los episodios más controvertidos vividos por el par, pues fueron testigos (y chivos expiatorios) de cómo la elemental ortodoxia y el ciego sectarismo de la burocracia comunista prosoviética se apoderó de Prensa Latina, lo que propició la renuncia del dúo dinámico, cuando ya Gabo, desde inicios de 1961 estaba en Nueva York como corresponsal de la agencia cubana (allí lo alcanzó Plinio), enfrentando una serie de amenazas telefónicas que incluían a su mujer Mercedes Barcha y al pequeño Rodrigo, hijo de los dos, quien había nacido en Bogotá, el 24 de agosto de 1959, apadrinado por Plinio y bautizado por Camilo Torres, el cura, amigo de Gabo desde la época en que fueron estudiantes de Derecho en 1947, año en que Luis Villar Borda y Camilo Torres le publicaron a García Márquez dos poemas en el suplemento estudiantil La Vida Universitaria, editado en el periódico La Razón; pero luego, anota Dasso Saldívar en El viaje a la semilla, Camilo Torres “abandonó el primer curso de derecho y se fue al Seminario Mayor de Bogotá”. Y en 1964 (siendo el prominente sociólogo graduado en 1958 en la Universidad de Lovaina, Bélgica, fundador de la Facultad de Sociología, en Bogotá, el año que bautizó al bebé Rodrigo) Camilo Torres se convirtió en un militante del Ejército de Liberación Nacional, lo cual lo haría morir en su papel de guerrillero durante su primer enfrentamiento con el ejército colombiano (el 15 de febrero de 1966 en Patio Cemento, Santander) cuando apenas tenía cuatro meses de empuñar las armas.
El sacerdote Camilo Torres
El guerrillero Camilo Torres
Fidel Castro y Gabriel García Márquez
           Además de las razonables críticas que hace Plinio Apuleyo Mendoza a la Revolución Cubana, al dictador Fidel Castro, a los comunistas del partido y a los pseudocomunistas antropófagos de café, tal vertiente se entronca con otro hecho ocurrido en 1971, en París, cuando Plinio, gracias a las recomendaciones de Gabo —quien vivía en Barcelona y escribía El otoño del patriarca (Plaza & Janés, Barcelona, 1975)—, recién estaba a cargo de la coordinación de la revista latinoamericana Libre (aún en gestación y que sólo duraría hasta 1973), dirigida por Juan Goytisolo y financiada la Patiño (Albina du Boisrouvray), célebre productora de cine y heredera de un imperio minero boliviano, quien además “había realizado para el Nouvel Observateur un reportaje en Bolivia con motivo de la muerte del Che Guevara” (fue ejecutado el 9 de octubre de 1967). Según Plinio, Libre, con un directorio de plumas de primer nivel en América Latina y Europa, estaba “destinada a agrupar a todos los escritores en lengua castellana”, y “daría voz a la izquierda amordazada del mundo hispano”. Pero los problemas empezaron, dice, cuando en reuniones previas Julio Cortázar anteponía reparos, como exigir “una declaración política en la que explícitamente se diera respaldo a la Revolución Cubana”. Lo cual se agudizó, escribe Plinio, cuando el célebre “caso Padilla” les estalló “en las manos como una granada antes de que apareciera el primer número de Libre, dividiendo para siempre en dos bandos a los escritores de lengua castellana”. 
Ante tal controversia que también polariza la ideología de los dos amigos, destaca el hecho de que pese a ello (y a la distancia y a ciertos legendarios y oscuros equívocos) nunca han dejado de ser los grandes cuates, y que el reconocimiento que Plinio le rinde a Gabo implica mencionar las múltiples veces en que la amistad de García Márquez con Fidel Castro y su filiación por la Revolución Cubana, le ha servido al Premio Nobel de Literatura para auxiliar y rescatar de las mazmorras cubanas a escritores y a otras personas caídas en desgracia. 

Julio Cortázar
Pero Julio Cortázar, pese a la estima que suscitaba en Plinio, más de una vez es cuestionado y no sale sin un chichón en el trazo que hace de él: “Salvo en el humor y en la cortante ironía porteña que fulguraban a veces sus palabras, Cortázar no se parecía a Horacio Oliveira, el personaje central de Rayuela. Astrológicamente Oliveira tiene toda la pinta satánica, amarga y tierna de un escorpión, mientras que Julio, ordenado, ingenuo, sensitivo, con su vida, pese a todo, puesta como una camisa bien planchada en el ropero, con una prodigiosa capacidad de acumulación de conocimientos diversos y una fina aptitud hacia la especulación intelectual era un auténtico virgo. Un virgo fascinante por el que uno tenía sin remedio mucho afecto. Pero en política, por Dios, era como un boyscout confiado y limpio, con su silbato y su bastón, internándose sin saberlo, atrevidamente, en los parajes en donde reina Maquiavelo.”

Plinio Apuleyo Mendoza hojeando su libro
Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013)
       Como el lector supondrá, muchos detalles, intríngulis, pasajes y anécdotas no están reseñados en la presente nota, como lo vivido por Plinio con Marvel Moreno, su hermosa ex esposa, ya fallecida, quien mucho antes de ser escritora, fue reina del carnaval en Barranquilla, Colombia, con la que tuvo dos hijas y con quienes vivió en “una vieja casa de piedra en un pueblo de Mallorca, Deyá, con un fantasma en el desván y un limonero en el traspatio”. Mientras Plinio y Marvel escribían, sus hijas, “muy pequeñas, iban a su escuelita a través de un paisaje de cuento de hadas hasta un torrente que bajaba rápido de la montaña y corría entre casas y jardines por la parte baja del pueblo”. 
Cabe observar, para concluir, que Aquellos tiempos con Gabo carece de una iconografía que lo hubiera hecho más atractivo y memorable.



Plinio Apuleyo Mendoza, Aquellos tiempos con Gabo. Plaza & Janés Editores. Barcelona, 2000. 224 pp. 




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1 comentario:

  1. Buenas tardes, quisiera saber sobre el uso de las fotografías que están publicadas en este post. Quisiera saber su autor o si tienen derechos de uso.

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