jueves, 13 de marzo de 2014

Aura



La bestezuela negra de la noche cumple 50 años




A Eugenia Rico, narradora y brujóloga

No obstante las explosivas y devastadoras críticas que han escrutado y hecho añicos la narrativa y el itinerario ideológico, político y moral del mexicano Carlos Fuentes (Panamá, noviembre 11 de 1928-México, mayo 15 de 2012) —por ejemplo, “Fuentes: de la pasión por los mitos al polyforum de las mitologías”, de José Joaquín Blanco, reunida en La paja en el ojo (UAP, 1980), y “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”, de Enrique Krauze, compilada en Textos heréticos (Grijalbo, 1992)—, Aura, su nouvelle en V capítulos, publicada por primera vez en 1962 por Ediciones Era, cuya Edición Conmemorativa por sus 50 años está ilustrada con estampas de Vicente Rojo, sigue ejerciendo un poder magnético entre los muchos lectores que piensan que vale mucho más que un cacahuate, incluso entre las generaciones que no fueron contemporáneas de su esplendor y ubicuidad izquierdosa de los años 60 del siglo XX, ni de su cuestionada filiación en los años 70 con el entonces presidente Luis Echeverría Álvarez (diciembre 1 de 1970-noviembre 30 de 1976), quien en enero de 1975 lo nombró embajador de México en Francia, país donde sus restos descansan, precisamente en el Cementerio de Montparnasse, en París, junto a los restos de sus hijos Carlos Fuentes Lemus (1973-1999) y Natasha Fuentes Lemus (1974-2005).
Carlos Fuentes (1928-2012)
No resulta fortuito que si Felipe Montero, el protagonista de Aura al que durante toda la obra la voz narrativa le habla de “tú”, es un historiador joven, mexicano, de 27 años, ex becario de la Sorbona que domina el francés, contratado debido a ello por la anciana Consuelo Llorente para que dizque revise, corrija el estilo y complete las memorias (en parte históricas, en parte personales) que su ex marido el general Llorente (1819-1901) escribió en lengua francesa durante su exilio en París (iniciado con el fusilamiento de Maximiliano en 1867), que el epígrafe de la novela sea de Jules Michelet (1798-1874), el prolífico historiador francés en cuya obra destaca la Historia de Francia (XVII tomos publicados entre 1833 y 1867) y la Historia de la Revolución (VI tomos publicados entre 1847 y 1853), y ante el caso del relato de Carlos Fuentes, La bruja (1862), controvertido best-seller en su tiempo, un erudito “estudio de las supersticiones en la Edad Media” (años antes Michelet había impartido cursos sobre las leyendas medievales), una “biografía de mil años fundamentada en las actas judiciales de la Inquisición” y en los manuales de los inquisidores, de cuyo prefacio, aunque Carlos Fuentes no brinda la ficha bibliográfica, tomó los dos fragmentos que conforman el epígrafe de Aura: “El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...”
Si las líneas de Michelet y de Aura (especie de laberíntica sucesión de pesadillas en la pesadilla, de telaraña de viuda negra) evocan las reflexiones literarias, míticas, oníricas, pictóricas y las anotaciones etimológicas que Borges el memorioso dictó en “La pesadilla”, la segunda conferencia de su libro Siete noches (FCE, 1980), y si los intríngulis de la trama de la nouvelle están más o menos cifrados en el epígrafe de Michelet (su sentido, con relación a ésta, adquiere mayor amplitud en las últimas páginas), no es casual que el epicentro de la pesadilla (la bête noir de la nuit) sean las dos féminas (la vieja y la joven), que son la misma Aura, una bruja de la estirpe que Michelet abordó en su libro publicado un siglo antes que la nouvelle de Fuentes, quien subsiste recluida en una casona antigua, oscura, ruinosa, húmeda, mugrienta, pestilente, donde abundan los escombros y los elementos escenográficos de una ritual, oculta, secreta y pseudorreligiosa misa negra (el abigarrado adoratorio o altar repleto de veladoras e iconos donde la hechicera, de rodillas, se abandona al supuesto “placer de la devoción”), donde no falta el herbario de sombra con las plantas y yerbas medicinales y narcóticas, propio para las pócimas, filtros, conjuros, venenos y hechizos, lo que ilustra y se vincula con lo que apunta Michelet en la introducción de La bruja (Akal, Barcelona, 1987): “A las brujas se las encuentra, necesariamente, en lugares siniestros, aislados, malditos, entre ruinas y escombros. ¿Dónde habían de vivir, si no en las landas salvajes las infortunadas, de tal forma perseguidas, malditas, proscritas? La novia del Diablo, la envenenadora que curaba, hizo mucho bien según Paracelso, el gran médico del Renacimiento. Cuando éste quemó toda la medicina en Basilea, en 1527, afirmó no saber más que lo que le habían enseñado las brujas.” 
(Akal, Barcelona, 1987)
    No sorprende, entonces, que la coneja blanca, la mascota que la anciana bruja tiene en su camastro (un chiquero rodeado de ratas) haya sido bautizada por ella con las tildes de “Saga” y “Sabia” (“sigue sus instintos”, “es natural y libre”, dice del bicho, proyectando sus negras y subliminales pulsiones más íntimas), puesto que según Michelet la Saga o la Mujer-sabia era la curandera que, durante mil años, la masa del pueblo solía consultar, en contraste con “los emperadores, los reyes, los Papas, la gran nobleza”, quienes “tenían algunos médicos de Salerno, musulmanes, judíos”. Si la Saga “no curaba, se la atacaba, se la llamaba bruja. Pero generalmente, por un respeto mezclado de temor, se le llamaba igual que a las Hadas, Buena mujer o Bella dama.” 
En Aura, la nouvelle de Fuentes, casi todo ocurre en el centro de la Ciudad de México alrededor de tres días de 1961, cuando Felipe Montero, el joven historiador, tras leer un anuncio en el periódico que parece escrito sólo para él, acude a Donceles 815 y se introduce en la astrosa y oscura casona, fantasmal y pesadillesca. “Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie”, le dice la omnisciente voz narrativa al personaje como si éste fuera un turista panameño o un gringo de shorts y cámara fotográfica que desconoce el viejo, legendario y popular hacinamiento del centro de la Ciudad de México.
     Con un sueldo de cuatro mil pesos, más que corregir el estilo y completar las somníferas memorias del militar, se dispone a extender el tiempo con tal de reunir los ahorros que le permitan entregarse, durante un año, a la investigación y redacción de su “propia obra”. Sin embargo, paulatinamente empieza a ser aún más envuelto por el embrujo (iniciado con el anuncio), por la mórbida y pesadillesca atmósfera, signada por la sombría presencia de las dos mujeres, que a la postre resultan ser la misma mujer: Aura, la joven con un tentador cuerpo de pecado e hipnóticos ojos verdes, y Consuelo Llorente, el encogido, diminuto, jorobado, rancio, fétido, rugoso y frágil resto de un naufragio de 109 años, según deduce en las memorias del general, donde también lee el indicio de ciertas perversiones que ambos compartían: “Un día la encontró, abierta de piernas, con la crinolina levantada por delante, martirizando a un gato y no supo llamarle la atención [...] e incluso lo excitó el hecho, de manera que esa noche la amó, si le das crédito a tu lectura, con una pasión hiperbólica”. Retorcida práctica que tal vez aún se oficia en la casona, si se piensa en los siete gatos encadenados, revolcándose “envueltos en fuego”, que el joven oye y observa desde el tragaluz de su recámara, puestos allí por el conjuro de la vieja hechicera (esto se colige casi al término de la lectura) para hacerle creer, como casi todo lo que lee, sueña y encuentra, que los descubre por casualidad, por un trasfondo terrible y secreto.
Edición conmemorativa
por sus 50 años
(Era, México, 2012)
   Es decir, el brujeril embrollo que lo atrapa en tal telaraña de viuda negra, no tiene como fin corregir y terminar las memorias del general (esto sólo fue el cedazo, pues la maniática vieja le facilita todas las pistas, paradojas, sueños, visiones, confluencias sexuales, retratos, legajos, e incluso el llavín del baúl donde los guarda, los otorgados y los prohibidos, para que se entere de los secretos del general, de ella misma y de la joven meollo que es una transfiguración de la trampa urdida en el cuento de Barba Azul que compiló Charles Perrault en el siglo XVII), sino para que sea objeto y sujeto en las rituales comuniones de erotismo negro, ya con Aura, el espectro creado o convocado por el poder de la bruja, ya con ella, cuando al término, con el joven caído y preso en el sucio camastro (el punto nodal y climático de la trampa: la pesadilla), le revela que pese a sus poderes no ha podido controlarla y mantenerla a su lado más de tres días, y que el destino de él, su papel en el rito, no sólo es esperar el retorno de Aura, sino asumir en sus rasgos faciales los rasgos faciales que tuvo el general Llorente. Todo lo cual recuerda el antiguo atavismo de que los malos sueños, la pesadilla, “producía opresión en pecho y estómago” (dizque producto de “una alteración de la bilis o humor negro”), y que la ancestral “creencia popular personificaba a la pesadilla en una vieja que oprime el cuerpo del que la sufre” (Francisco Rico dixit).
Además de las oníricas rondas de sonámbula con una campana negra de orfanato, leprosario o manicomio con cuyos toques Aura llama al comedor (cosa absurda, al parecer, puesto que fuera del par de mujeres y del supuesto criado al que nunca se ve en escena, el historiador Montero es el único visitante instalado en una de las cochambrosas habitaciones), en varios episodios el joven observa que Aura, como una autómata o bajo poderes hipnóticos, ejecuta exactamente lo que la anciana hace: en el comedor, enfrentados a la rutinaria y vomitiva dieta de riñones en salsa de cebolla; cuando Aura, en la cocina, con vestuario y maquillaje de criada o Cenicienta, degüella un macho cabrío, mientras la vieja en su recámara ejecuta los mismos pases en el aire blandiendo un filoso cuchillo sin hoja al que le falta el mango (toda bruja que lo sea, receta el estereotipo de la ancestral tradición, suele sacrificar y ofrecer un macho cabrío a las fuerzas ocultas o del mal que invoca y adora); y al despertar, como en la telaraña de otra brumosa pesadilla, tras una de las oníricas comuniones eróticas con la espectral joven. 
Otro pasaje parece un eco o una barnizada reminiscencia del milenario clisé que deviene de la medievalesca tradición del cuento oral donde la bella princesa, prisionera en el escarpado castillo de la malvada bruja y quizá bajo los efectos de un hechizo, es rescatada de allí por el príncipe azul y valiente después de vencer mil y una peripecias y peligros, siempre en riesgo de morir o de que lo conviertan en un sapo negro y peludo, con llagas supurantes y hediondas, o con un falo más grande que su diminuto cuerpo; es decir, el historiador cree, con las pocas neuronas deductivas que le quedan, que puede salvar y sacar a Aura de la pesadillesca telaraña, y habla y pacta con ella sobre ello.
    Sin embargo, pese al aparente acuerdo con Aura, los misterios lo conducen, tras mirar ciertos daguerrotipos y tras leer ciertos papeles dizque aún prohibidos, a enfrentarse con lo inapelable: que Aura, que reproduce la viva imagen que Consuelo tuvo de joven, es sólo un fantasma, una aparición convocada o creada por la bruja para consumar sus insaciables y frenéticas pulsiones eróticas (todo indica que surge a partir de los borboteantes y humeantes brebajes que la hechicera prepara en su gran cazo con las yerbas del herbario de sombra que Aura, ella, cultiva en la fétida casona), que no la ha podido mantener en actividad y bajo su influjo por más de tres días, y que él, Felipe Montero, atrapado en el sucio y apestoso camastro de la bruja donde confluye con su decrépito y arrugado cuerpo (labios sin carne, encías sin dientes), ya ha empezado a ser el otro, el doble del general. 


Carlos Fuentes, Aura. Ediciones Era, Edición Conmemorativa con estampas de Vicente Rojo. 3ª edición ilustrada, mayo de 2012. México, 80 pp.







1 comentario:

  1. La luz que ofusca el pensamiento de la doctora Ana María Oliva

    No podía empezar peor la profesora en el Instituto en Bioingeniería de Catalunya, –entiende un entrañable amigo de múltiples y aun, en ocasiones, acalorados debates. ¿Por qué?, pregunto con desbordante ingenuidad. ¡Mira que sacar a colación el ama en este asunto!, «Mi célula más vieja tiene cinco años y mi alma es eterna.»

    Pase la referencia religiosa –añade mi amigo–, y aunque no seré yo quien haga más estillas del tronco caído, no crees tú –continua– que sólo quien no sepa lo que acontece en este mundo puede concluir que «Si no ves a Dios en todo…, no ves nada». (Mi amigo me acerca una entrevista realizada por Víctor-M. Amela a la doctora Ana María Oliva, «Cada pensamiento cambia tu biocampo electromagnético», La Contra. La Vanguardia. Jueves, 19 de junio de 2014, y su lectura me permite coincidir con su análisis. Añade mi amigo que no espere nada mejor del libro objeto de la entrevista, Lo que tu luz dice. Un Viaje desde la Tecnología hacia la Consciencia. Editorial Sirio. Barcelona. 2014. Veremos.)


    ¿Quién soy?
    Todo indica que para la Directora en Instituto Iberoamericano de Bioelectrografía Aplicada, además de Business Partner en Lyoness AG, el aspecto más importante y, por consiguiente, definitorio de la naturaleza humana es la materia, y la materia en tanto energía. Escuchémosla: «Materia es energía, mesurable en frecuencias de ondas, invisibles unas, visibles otras… ¡Luz!»… «Como el universo, somos hologramáticos: cada parte contiene la información del todo.»

    Causa sonrojo –apunta mi amigo– tener que recordar que la materia es importante, pero en modo alguno, y tampoco como energía, constituye un factor decisivo y menos definitorio del sujeto humano. No somos fundamentalmente «holo», tampoco «halo», y menos «aura», como imagina la doctora Ana María Oliva.

    Siguiendo con lo que es más que un juego de palabras, es dable señalar que si algo somos los sujetos humanos –añade mi amigo– es «gramáticos». ¡Pues que sería del bebé, baste indicarlo así, si se le impidiese aprender a hablar, qué sería el ser humano sin la palabra, sin el lenguaje, tan singular que nos diferencia radicalmente de los otros animales. En fin, que sería de nosotros sin el Otro, sin ese lugar inconsistente por la falta de un significante, o sea, sin el Inconsciente que, como ámbito psíquico de la palabra y del deseo, determina cuanto hacemos, pensamos y deseamos. Sin el Otro del lenguaje, en el mejor de los casos estaríamos ante el niño salvaje conocido como Víctor de Aveyron.

    Esta doctora en Biomedicina por la Universitat de Barcelona, parece desconocer ese aspecto esencial y fundamental, y necesario también para quien se proponga decir algo congruente y cierto acerca del sujeto humano. Es más, hace suyas, –no sé si es consciente de ello–, algunas tesis filosóficomorales antiquísimas, trasnochadas y, conforme a la malsana tendencia al goce de los seres humanos, resucitadas por los acólitos de la espiritualidad, grupo de iluminados entre los que contabilizan algunos físicos cuánticos. Ninguno de ellos muestra conocer al griego Pitágoras de Samos, y así es también respecto al celebérrimo Platón. Conocerlos significa advertir sus ideas sobre la relación entre el alma individual y el Alma del mundo, siendo aquella, según tan egregios personajes de la cultura, una parte desprendida de esta última. En suma, según el pensamiento especulativo de estos filósofos, no ajeno a un patológico narcisismo y demostrando un inconmensurable horror a la separación del otro que nos hace autónomos, no somos sino una parte del Todo, del Universo.



    Sigue en:

    José Miguel Pueyo

    Blanes, 22 de junio de 2014

    http://josepueyo.blogspot.com/

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