jueves, 13 de marzo de 2014

Aunque seamos malditas



Historia de las dos que soñaron

Dispuesta en un puzzle de fragmentos y capítulos breves, con no pocas digresiones, buscados antagonismos, puntos suspensivos e hilos sueltos, Aunque seamos malditas (Suma de letras, Madrid, 2008) es una novela fantástica de la española Eugenia Rico (Oviedo, 1972). Ainur Méndez Álvarez, su protagonista, es una joven historiadora del siglo XXI que ha ido a refugiarse a un pueblo de Asturias cuyos acantilados colindan con el mar. Según le dice a la vieja Consuelo, la única tendera, quien le da la llave de la casa que heredó de su abuela, pretende concluir su tesis doctoral, que es el libro sobre Selene Martínez de Córdoba, una joven curandera y partera del siglo XVI que murió en la hoguera acusada de “brujería y tratos con el Diablo”, que a lo largo de las páginas escribe en medio de los signos funestos, macabros e infortunados que la rodean y amenazan y que acaban de expulsarla a un paso de ser quemada por los lugareños (o de ser ejecutada por los matones de su ex jefe, el otrora alcalde de Idumea). Aunque nunca se le ve terminar el libro (ni se narra qué ocurrió con sus originales, con los documentos, con los libros y con su computadora, objetos que estaban en su casa en el momento del incendio), tal tesis, se infiere, es el título que se cita en el pie de la página 42: “Ainur Méndez, Brujos y brujas en la España renacentista. El caso de la partera. Universidad de Oviedo, 2008.”

Eugenia Rico
Según se apunta en varios pasajes, Ainur ganó, contra el alcalde de Idumea, el primer juicio, en España, de acoso sexual y laboral. Pero tal ex alcalde, “líder de la Plataforma contra las mentiras de las mujeres”, es un pillo obsesionado con hacerle la vida imposible, ya con amenazantes anónimos y con los sicarios que la buscan para matarla. 
Si esto resulta espeluznante, lo es más aún porque se entronca con la agresiva y odiosa animosidad contra ella que paulatinamente se fermenta in crescendo en el pueblo, gracias al influjo que en los lugareños ejerce la vieja Consuelo y a la serie de atavismos y prejuicios que tildan a Ainur de bruja, igual que a su madre y a su abuela. 

(Suma de letras, 1ra. reimpresión mexicana, México, 2011)
Aunque seamos malditas no es una novela de terror, pero sí abundan en ella los remanentes fantásticos que tipifican el relato de horror, cuyos detalles visuales, humorísticos y escenográficos, y no sólo los macabros y los sobrenaturales, son descritos como si de tratara de una novela gráfica, de un cómic. Están ahí, por ejemplo, los cuervos que empiezan a volar en círculos (y no dejan de hacerlo) sobre la casa de Ainur a partir de que puso un pie en ella, casi al unísono de los animales muertos que comienzan a aparecer en su puerta y en la puerta de la iglesia de Santa Magdalena, ubicada casi frente a su casa; los rasgos físicos de la vieja Consuelo (nariz aguileña, calva, con un diente de oro, un ojo de cristal y el otro verduzco y sin la pierna izquierda) y los apodos y singularidades corporales y las vestimentas de los otros personajes (el farero, el Señor Oscuro, el siniestro y la siniestra, el perro Satán, etc.), cojos en su mayoría. 
Dado que Ainur ganó, contra su jefe, ese mediático y sonado caso de acoso sexual y laboral, y ella escribe un libro sobre una mujer que en el siglo XVI murió en la hoguera acusada de bruja (obviamente en un consabido entorno intolerante y falocéntrico, envidioso y misógino), el lector supondría que la heroína es un paladín del delito de género y del feminismo, congruente consigo misma. Pero no es así; además de su desparpajo, de sus frases y argumentos categóricos, de sus debilidades y de sus múltiples contradicciones, después de que desaparece el farero (quizá asesinado), su amante en el pueblo, es violada por el Señor Oscuro y, pese a la adversidad y a la fobia que le suscita, entabla con él un vínculo sexual en el que no media el amor ni la confianza, sino cierto masoquismo y cierta perversión sobre la que ella dice: “Ese hombre me violó y yo me denigré entregándome a él.” “Me entrego al Señor Oscuro una y otra vez. De día y de noche. No sé por qué lo hago. Si brujería es hacer lo contrario de lo que uno quiere, esto es brujería. Me someto a su voluntad. Me repugna y me repugno. Supongo que lo hago porque siempre he pensado que no merezco la felicidad. Él me ha ensuciado, estoy sucia, tanto da dejar que me ensucie del todo. Voy a su casa y él viene a la mía. Nunca digo su nombre y él nunca me llama por el mío. No digo su nombre aunque todo el pueblo conoce el suyo.” Por si fuera poco, en el Archivo Provincial, en vez de copiarla, arranca, para robarla, una hoja del “único ejemplar del proceso de Selene”; y para sobornar al vigilante, deja que la manosee y le chupe los senos. 
Pero el meollo del puzzle, de las digresiones, de los hilos sueltos y de la urdimbre fragmentaria y fantástica son las coincidencias y paralelismos entre las particularidades fisonómicas de Ainur y Selene y el destino de ambas, muchísimo más dramático y trágico en el caso de la curandera, sobre la que se cuentan varios episodios de su vida y de su contexto social e idiosincrásico.
Según dice, Ainur era vidente por naturaleza. Recuerda que una vez vio con antelación la muerte de un marido golpeador (la viuda la acusó de bruja) y otra vez soñó las preguntas de un examen y por ende estudió las respuestas. Y los viajes astrales los dejó de realizar porque le dio miedo ver su propio cuerpo abandonado en la cama. Selene también tenía el poder de ver con antelación y anunciar la muerte de un marido (igual que su tía Milagros y que la abuela de Ainur) y por ello también era acusada de bruja, es decir, de provocarla. 
Pero lo más singular es su parecido físico y en que ambas se ven, cada una desde su ámbito, en varios episodios, oníricos o pesadillescos. Por ejemplo, Selene, que ignora de quién se trata, en la celda de la cárcel de la Inquisición (que la condenará a la hoguera), observa en varias visiones su parecido con “la mujer de los objetos extraños”: “Cerraba los ojos en la prisión y siempre veía lo mismo. Me veía escribiendo de un modo muy extraño y, cuando me fijaba, me daba cuenta de que no era yo sino alguien muy parecido a mí, con más pelo que yo y con todos los dientes. Pensé que había visto a mi doble y me faltaba poco para morir.” Cosa que ya antes dedujo cuando durante la peste, que la derrumbó y la mantuvo enferma, la atisbó en el delirio de la fiebre: “vio a una mujer que la miraba inclinada sobre un espejo blanco lleno de símbolos y supo que la mujer era su gemela y que escribía sobre ella, sobre la peste y el temor de los hombres. La desconocida se le parecía, aunque era más joven y más flaca. Hacía extraños movimientos con los dedos, como si quisiera convocar a los espíritus. Y entonces la mujer levantó la vista y Selene supo que conocía el día de su muerte.”
La ventaja de Ainur es que ella está investigando y escribiendo la historia de Selene y la confirmación de su parecido físico ocurre cuando el farero la lleva a la iglesia de la Santa Magdalena, que es la iglesia del pueblo y está en la plaza, casi frente a su casa, donde otrora, en esa “Villa de las Asturias de Oviedo”, se levantó el patíbulo donde Selene, “tenida por santa y bruja”, fue quemada. Además del macabro y antiguo memento mori que Ainur ignoraba que se escondía en la cripta, cuyas subterráneas paredes “estaban hechas de cientos, quizá miles, de calaveras de todos los tamaños”, hay tres esqueletos de tres niños “vestidos como príncipes”. El más pequeño “abría los brazos formando una cruz. Con una mano sostenía un misal, con la otra una loseta grabada: ‘Como tú eres, nosotros hemos sido; como somos, tú serás’.” Si a la postre tal misal cobra trascendencia, lo relevante de ese episodio es que el farero le muestra, en una hornacina lateral del altar central, el cuadro de Santa Magdalena, “que había dado nombre a la iglesia y a la parroquia” y del que ella había leído “era un retrato de Selene”. Se trata de “una tabla de factura flamenca de grandes proporciones” y Ainur, pelirroja y de ojos verdes, es muy parecida a la mujer del óleo, tanto que el farero le dice: “se te parece como una gota de agua a otra gota. Parece un retrato tuyo vestida de Magdalena”. 
Ainur piensa en la endogamia que pulula en el valle, lo que hace suponer que descienda de Selene. Pero lo que Ainur y el farero ignoran es que ese cuadro de la Magdalena Penitente lo pintó Samuel de la Llave, inquisidor del Santo Oficio, cuando en tal camuflada identidad solía visitarla en la celda de la prisión. Samuel es el amor de Selene, cuyo enamoramiento en la adolescencia quedó marcado por el “Lazarillo editado en Flandes en 1554” que él le regalara. El sacerdote Samuel, además, es el padre de la hija que Selene concibe y tiene en la sórdida y sucia celda y que es entregada a un convento de monjas clarisas. Samuel, siguiendo las instrucciones de Selene, vierte una receta o un hechizo a las aguas que alimentan al pueblo. De modo que cuando un “veintitrés de junio, noche de San Juan”, Selene es quemada en la plaza, la multitud allí reunida vive una especie epifanía, porque la gente, que está allí para insultarla, maldecirla y gritarle ¡bruja!, mientras la consumen las llamas, la oyen emitir una especie de cántico angelical y la ven ascender al cielo, de modo que hay quienes se arrodillan y la proclaman santa. 
Esto lo ve Ainur en un sueño y Selene y la gente de la plaza, mientras es quemada, ven que llega un gran pájaro metálico con aspas metálicas en la corona, y que de éste descienden unos hombres raros que recogen a una mujer que estaba inconsciente en el suelo. Ella vestía extrañas ropas y “parecía la misma que estaba amarrada a la hoguera”.
Es decir, “un 24 de junio, cuando estaban más altas las hogueras de San Juan”, el pueblo, azuzado por la vieja Consuelo, incendia la casa de Ainur; pero ésta, escondida en la cripta, descubre que en el misal del citado niño-esqueleto se oculta “un Lazarillo edición de Flandes de 1554” (el Lazarillo, además, es el libro fetiche de Ainur, que, piensa, pudo ser escrito por una mujer) y en él se oculta “el secreto de Selene”: unos polvos o una fórmula de palabras mágicas (o “un bebedizo que cambia a las personas”). Tal es así que, mientras se sucede el incendio de la casa de Ainur, se suscita una orgía colectiva que recuerda la orgía multitudinaria que provoca el poderoso perfume creado por Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista asesino de doncellas de la famosa novela de Patrick Süskind. 
Eugenia Rico
El caso es que alguien llamó a la guardia, porque ese “pueblo está demasiado cerca del Parque Natural”, y los uniformados del helicóptero rescataron, en medio de la orgía y del incendio de la casa, a la única mujer vestida y despierta, junto con su perro negro, el mero Satán. Según dice Ainur al abrir los ojos en el helicóptero, “Volaba sobre la plaza del pueblo, sobre la pira de Selene, sobre su triunfo final en el futuro y su terrible derrota en el pasado. Volábamos. Era difícil saber si todo había sido un efecto de las hierbas mágicas o de las palabras de la comadrona. Una alucinación o una profecía. O las dos cosas.”
Lo cierto es que para Ainur el pueblo se tornó fantasmal: cada vez que intenta regresar a él no lo halla. Y mientras Selene tuvo una hija, de la que quizá desciende Ainur, ésta, dentro de nueve meses, dará “a luz al hijo de un hombre muerto”, que, por su consubstancial descuido e índole contradictoria, no sabe si es del farero o del Señor Oscuro. 


Eugenia Rico, Aunque seamos malditas. Suma de letras. 1ª reimpresión mexicana. México, agosto de 2011. 496 pp.






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